Capítulo 7

La fría mañana los sorprendió cabalgando por el espacio abierto de pradera con las montañas a su izquierda. Antes del mediodía vadearon el Horse Creek y continuaron hacia el suroeste, permaneciendo cerca de los riscos boscosos, pero Josey mantenía los caballos en peligroso terreno abierto. El tiempo era el enemigo de Jamie Burns. Poco después del mediodía Josey dejó que los caballos descansaran en un espeso bosquecillo. Mientras metía tasajo de ternera en la boca de Jamie, le daba instrucciones bruscamente:

—Mastícalo, pero no te tragues nada más que el jugo.

El chico asintió pero no habló. Su rostro estaba empezando a hincharse y también tenía el cuello inflamado. En una ocasión, a lo lejos a su derecha, observaron que se levantaba polvo de muchos caballos, pero jamás vieron a los jinetes.

A última hora de la tarde ya habían vadeado el Dry Fork y estaban cruzando, a buen paso, una larga pradera. Josey se detuvo y señaló a sus espaldas. Parecía ser un pelotón entero de caballería. Aunque estaban a varias millas de distancia, los soldados aparentemente habían detectado a los fugitivos, porque como Josey y Jamie observaron, espoleaban sus monturas a todo galope. Josey podía haber buscado refugio en la frondosidad de las montañas a poco menos de media milla a su izquierda, pero eso significaría un camino duro… y lento, bastante más que las cinco millas de pradera que tenían ante ellos. En la distancia, un alto espolón rocoso se alzaba ante ellos al otro lado de la pradera.

—Nos dirigiremos a esa montaña justo enfrente —dijo Josey, y arrimó su caballo a Jamie—. Ahora, presta atención. Esos tipos todavía no están seguros de quiénes somos. Voy a dejárselo claro. Cuando les dispare… deja que esa pequeña yegua avance a medio galope… pero frénala. Cuando me oigas disparar otra vez… la dejas correr. ¿Me entiendes? —Jamie asintió—. Quiero que esos soldados dejen sin fuerzas a sus caballos —añadió con tono grave mientras sacaba el enorme Sharps de la parte trasera de su silla.

Disparó sin apuntar. El tiro resonó en la montaña. El efecto fue casi instantáneo entre los soldados de caballería al galope. Levantaron los brazos y sus caballos se estiraron en una carrera infernal. La yegua salió corriendo a un trote ligero que rápidamente dejó a Josey atrás. El gran ruano sintió la excitación y quiso correr, pero Josey lo frenó hasta avanzar a un trote alto que hacía crujir los huesos.

Se abrió una distancia de media milla… después tres cuartos… después una milla que separaba a la yegua al galope de él. Detrás, Josey pudo oír los primeros golpeteos de los caballos al galope. Aun así siguió avanzando al paso. El estruendo de los cascos iba en aumento; ahora podía oír los débiles gritos de los hombres. Tras sacar el cuchillo de la bota, cortó cuidadosamente un trozo de tabaco. Mientras masticaba el tabaco, el sonido de los cascos fue haciéndose atronador.

—Bueno, Red —dijo arrastrando las palabras—, has estado bufando por salir corriendo… —desenfundó uno de los Colt y lo disparó al aire—… Ahora ¡CORRE!

El ruano saltó. Delante de él, Josey vio a la yegua cogiendo velocidad y pegándose levemente al terreno mientras avanzada a todo galope. Era rápida, pero el ruano ya la estaba alcanzando.

Este no dudaba en ningún momento. El enorme caballo botaba como un gato sobre quiebras poco profundas y jamás perdía el paso. Josey se echó hacia delante sobre la silla, sintiendo la gran potencia del ruano mientras volaba por encima del terreno, acortando la distancia con la yegua. Estaba a menos de cien yardas cuando la yegua llegó a la zona frondosa del risco. Cuando Josey frenó al ruano, se dio la vuelta y observó a los soldados… Avanzaban al paso con sus caballos, a más de dos millas de él. Habían «reventado» sus monturas.

Jamie ya se encontraba entre la maleza y cuando Josey lo alcanzó los nubarrones comenzaron a descargar agua. Una lluvia cegadora y furiosa oscureció la pradera a sus espaldas. Un rayo impactó en un risco boscoso, estalló con una luz blanca azulada y el profundo estruendo que siguió se unió a los ecos y se mezcló con más rayos punzantes provocando un estruendo continuo. Josey sacó unos chubasqueros del arzón trasero de las sillas.

—Un verdadero diluvio de los que ahogan hasta a las ranas.

Y a continuación envolvió a Jamie en uno de los chubasqueros. El chico estaba consciente, pero tenía el rostro retorcido y pálido y su cuerpo estaba rígido por el esfuerzo de mantenerse en la silla.

Josey le agarró por el brazo.

—Quince, tal vez veinte millas, Jamie, y estaremos acostados en una acogedora tienda en el Neosho —sacudió suavemente al chico—. Llegaremos a las Naciones unas veinte millas más allá… allí nos ayudarán.

Jamie asintió pero no habló. Josey tomó las riendas de la yegua de las manos crispadas del chico, que se sujetaba al cuerno, y encabezando la marcha avanzó al paso hacia los riscos.

Los rayos habían cesado, pero la lluvia seguía cayendo en cortinas ondeando contra el viento. La oscuridad cayó rápidamente, pero Josey guio al ruano con la seguridad que le otorgaba la familiaridad con las montañas. Las rutas ahora en penumbra que posibilitaban los atajos entre riscos, que se dirigían directamente hacia una montaña y luego torcían y giraban y ofrecían una vía de escape oculta. Seguían ahí… las rutas que había recorrido con Anderson, yendo y viniendo de las Naciones. Las rutas le ayudarían a atravesar aquella esquina del condado de Newton y llegar a la cuenca del río Neosho, fuera de Misuri.

La temperatura cayó. La lluvia amainó y de las bocas de los caballos salían vaharadas de vapor mientras avanzaban. Fue después de medianoche cuando Josey interrumpió el paso regular. Vio las hogueras a sus pies… el medio círculo que colgaba como un collar… cerrándose por ambos extremos a los pies de esas montañas entre él… y Jamie… y la cuenca del Neosho a unas cuantas millas de distancia.

Todavía se percibía movimiento alrededor de las hogueras. Mientras estaba agachado en el bosque pudo ver alguna que otra figura recortada contra las llamas… y esperó. A sus espaldas, el ruano pateaba el suelo impaciente, pero la yegua permaneció con la cabeza gacha y cansada. No se atrevió a bajar a Jamie de la silla… tan solo quedaban unas cuantas millas por las tierras bajas hasta las Naciones… y unas cuantas millas más hasta la cuenca del Neosho. El viento ahora traía un frío penetrante y la lluvia casi había parado del todo.

Pacientemente, siguió vigilando mientras movía la mandíbula despacio machacando el tabaco. Pasó una hora, luego otra. La actividad había muerto alrededor de las hogueras. Estarían los vigías. Josey se enderezó y se acercó a los caballos. Jamie estaba derrumbado sobre la silla, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Josey agarró los brazos del chico.

—Jamie.

Pero en el mismo instante que su mano lo tocó, lo supo. Jamie Burns estaba muerto.

La confirmación de la muerte del chico le cayó como un golpe físico, de manera que las rodillas le temblaron y de hecho se tambaleó…

Estaba convencido de que iban a lograrlo. La cabalgada, la lucha contra todo pronóstico… lo HABÍAN logrado.

Les habían ganado a todos. Y entonces, el destino le arrebató al chico… Josey Wales maldijo amargamente y durante un largo rato. Estiró los brazos y rodeó con ellos el cuerpo muerto de Jamie en la silla… como si quisiera calentarle y devolverle a la vida… y maldijo a Dios hasta que se atragantó con su propia saliva.

La tos le hizo recobrar la cordura y permaneció durante un buen rato sin decir nada. La amargura desapareció y dio paso a pensamientos sobre el chico que lo había seguido testaruda y lealmente, que había muerto sin un solo susurro. Josey se quitó el sombrero, se acercó a la yegua y pasó el brazo alrededor de la cintura de Jamie. Entonces levantó la mirada hacia los árboles que se combaban contra el viento.

—Este chico —dijo con voz ronca— fue criado en tiempos de sangre y muerte. Nunca protestó por nada. Nunca le dio la espalda a sus compañeros ni a su gente. Ha cabalgado conmigo y no tengo ninguna queja… —hizo una breve pausa—. Amén.

Moviéndose con una repentina determinación, desató las alforjas de la yegua y las ató a su propia silla. Soltó la pistolera de la cintura de Jamie y la colgó sobre el cuerno de la silla del ruano. A continuación, montó en el ruano y condujo a la yegua con el chico muerto todavía en la silla ladera abajo en dirección a las hogueras. A los pies del risco atravesó un arroyo poco profundo, y al subir por la ribera se encontró a tan solo cincuenta yardas de la hoguera más cercana. Había centinelas, pero estaban desmontados y paseaban de una hoguera a otra a paso lento.

Josey tiró de la yegua hasta colocarla junto al ruano. Pasó las riendas por encima de la cabeza de la yegua y las ató con fuerza alrededor de las manos de Jamie, que todavía estaban aferradas al cuerno de la silla. Entonces arrimó aún más el ruano hasta que su pierna tocó la pierna del chico.

—Los panzas azules te darán un funeral más digno, hijo —dijo, con tristeza—, de todas formas, dijimos que íbamos a las Naciones… y, por Dios Santo, juro que uno de los dos llegará allí.

Apoyó un Colt sobre la grupa de la yegua, de manera que cuando lo disparara el quemazo de la pólvora haría que la yegua saliera corriendo. Respiró profundamente, se bajó el ala del sombrero y disparó el arma.

La yegua dio un salto por el dolor de la quemadura y salió disparada directamente hacia la hoguera más cercana. La reacción fue casi instantánea.

Los hombres corrieron hacia las hogueras, quitándose las mantas de encima, y gritos roncos y sorprendidos invadieron el aire. La yegua casi chocó contra la hoguera mientras la grotesca figura sobre su grupa se hundía y se sacudía con el movimiento… Luego la yegua viró, aún al galope, dirigiéndose hacia el sur por la orilla del arroyo. Los hombres comenzaron a disparar, algunos arrodillados con rifles, y luego se levantaron para correr a pie tras la yegua. Otros montaron en caballos y bajaron a toda prisa hacia el arroyo.

Josey lo observó todo tras las sombras. Desde la orilla del arroyo escuchó unos cuantos disparos más, seguidos de gritos de triunfo. Solo entonces sacó al ruano de los árboles, pasó junto a las hogueras desiertas y volvió a meterse entre las sombras que le sacarían del maldito Misuri.

Y los hombres contarían su hazaña de esa noche alrededor de las hogueras de la ruta. Se la guardarían hasta el final cada vez que contaran historias sobre el fuera de la ley Josey Wales… usando esta hazaña para confirmar la brutalidad de aquel hombre. Los hombres de ciudad, que no poseen ningún conocimiento sobre tales cosas y que tan solo buscan el confort y el beneficio, torcerían sus labios asqueados para ocultar su miedo. Los vaqueros, conscientes de la cercanía de la muerte, mirarían gravemente al fuego. Los guerrilleros sonreirían y asentirían aprobando la audacia y testarudez que le ayudó a escapar. Y los indios lo entenderían.