Capítulo 14
El fuera de la ley del Oeste frecuentemente debía enfrentarse a situaciones poco habituales. Además de su ejercitada destreza física con las pistolas y su coraje, aquellos que «pensaban las cosas» eran los que duraban más años. Siempre cultivaban algún tipo de «ventaja». Algunos, como Hardin, daban pasos laterales, y hacia delante y atrás, en un tiroteo. Desenfundaban su arma a mitad de frase, pillando desprevenidos a sus oponentes. La mayoría de ellos eran profundos conocedores de la psicología humana y en general eran buenos jugadores de póquer. Se preocupaban en ajustar la visión rápidamente a la luz… o en maniobrar para dejar el sol a sus espaldas. El audaz, el temerario, el inesperado jugaba con la «ventaja», como lo llamaban.
Para sus temerarios hombres, Bill Anderson el Sanguinario fue un excelente maestro de la «ventaja». En una ocasión, dijo a Josey:
—Si tengo que enfrentarme y vencer a otro tipo bajo un sol de justicia… lo único que pido es una escoba de paja sobre mi cabeza para tener sombra. Un pequeño borde sobre mis ojos y gano a todos.
Había encontrado a su mejor alumno en el astuto montañés Josey Wales, que poseía el mismo deseo de triunfar que el gato montés de su tierra natal.
Así pues, allí estaba Josey, preocupado por los caballos. Tenían buen aspecto, aunque estaban delgados. Comían matojos de hierba y no mostraban desánimo. Pero en demasiadas ocasiones durante los últimos años su supervivencia había dependido de su caballo, y sabía que con dos caballos de la misma sangre, raza y constitución, uno podía superar al otro en relación directa a la cantidad de grano más que de hierba que se les hubiera suministrado. La resistencia es lo que marcaba la diferencia, lo cual daba la ventaja al fuera de la ley que alimentaba con grano a su montura… aunque solo fueran unos puñados al día. La «ventaja» obsesionaba a Josey Wales y esta obsesión se extendía a su caballo.
Cuando cruzaron la ruta de los carromatos a última hora de la tarde del día siguiente, Josey viró siguiendo su estela. Lone examinó las marcas de los carros.
—Dos carromatos. Hace ocho… o tal vez diez horas.
Las marcas se desviaban hacia el oeste de su ruta, pero Lone no se sorprendió cuando Josey los condujo tras las huellas de los carromatos. Ya conocía las preocupaciones y costumbres del fuera de la ley, de manera que cuando Josey farfulló alguna explicación, «Necesitamos grano… tal vez podríamos cambiarlo por ese pinto», Lone asintió sin hacer ningún comentario. Subieron el ritmo de los caballos hasta avanzar a un trote lento que mecía a los jinetes y Pequeño Rayo de Luna sucesivamente saltaba y hundía la nueva silla rebotando a sus espaldas sobre el resistente y pequeño caballo.
Era casi la medianoche cuando Josey detuvo la marcha. Se enrollaron en las mantas para protegerse del frío y volvieron a montarse en las sillas antes de que los primeros rayos rojizos colorearan el este. El desnivel del terreno se había hecho más pronunciado desde que giraron hacia el oeste, y por la mañana ya estaban en las Grandes Llanuras de Texas. Allá donde el viento había soltado y arrastrado la tierra, se alzaban formaciones rocosas de una brutal desnudez. Arroyos, obstruidos por rocas, surcaban la tierra, y en la lejanía una montaña proyectaba su pared yerma hacia el cielo. Mientras el sol se elevaba, los lagartos se escabullían hacia las escasas sombras de los cactus espinosos y una bandada de buitres subía a lo alto volando en círculos, en su ronda mortífera.
Bocanadas de calor comenzaron a levantarse de la tierra cocida al sol, haciendo que el paisaje lejano pareciera líquido e irreal. Josey buscó sombra.
Fue Lone el primero en detectar las huellas de caballo. Se dirigían hacia el sureste hasta cruzarse con las marcas de los dos carromatos. Luego las siguieron.
Lone desmontó y recorrió a pie el rastro, examinando el suelo.
—Ocho caballos… sin herraduras, probablemente comanches —dijo a Josey por encima del hombro—. Pero esas huellas de ruedas anchas y grandes… hay tres grupos de estas huellas… y no son carromatos, son carretas de dos ruedas. Nunca he visto a comanches viajando en carretas de dos ruedas.
—Y yo nunca he visto a nadie viajando en carretas de dos ruedas —dijo Josey lacónicamente.
Pequeño Rayo de Luna se había aproximado al rastro y luego regresó a los caballos corriendo.
—¡Coh-man-chei-rohs! —gritó, al tiempo que señalaba las huellas—. ¡Coh-man-chei-rohs!
—¡Comancheros! —exclamaron Josey y Lone al unísono.
Pequeño Rayo de Luna movió las manos con tanta agitación que Lone le hizo una señal para que fuera más despacio. Cuando la india hubo terminado, Lone miró con expresión grave a Josey.
—Ella dice que roban… saquean. Matan… asesinan a los ancianos y a los niños. Venden a las mujeres y a los hombres fuertes a los comanches a cambio de caballos que los comanches roban en incursiones. Venden los palos de fuego… las armas a los comanches. Tienen carretas de dos ruedas con ruedas más altas que un hombre. Venden los caballos que les dan los comanches… como aquellos dos que mataste en las Naciones. Algunos son anglos… otros mexicanos… algunos son indios mestizos —Lone extendió las manos y bajó la mirada al suelo—. Eso es todo lo que sabe. Dice que antes se quita la vida que dejarse coger por ellos… dice que los comanches pagan mucho dinero solo por las mujeres intactas y… su nariz revela que ella no está intacta… dice que los comancheros… la usarían… la violarían… muchas veces antes de venderla. No importaría en su caso a la hora de negociar el precio.
La voz de Lone sonó grave.
La mandíbula de Josey se movió pausadamente al masticar el tabaco. Entornó los ojos hasta convertirse en dos líneas oscuras mientras aguzaba el oído y observaba la ruta hacia el oeste.
—Basura fronteriza —escupió—, sabía que eso es lo que eran aquellos dos de las Naciones en cuanto los vi. Será mejor que continuemos… aquellas pobres gentes de los carromatos…
Lone y Pequeño Rayo de Luna montaron y, al pasar a su lado, la india tocó levemente la pierna de Josey Wales; la piedra de toque de la fuerza; el guerrero de las pistolas mágicas.
El sol se había deslizado bastante hacia el oeste tras una roja bruma polvorienta, cuando las huellas que seguían de repente se desviaron a la izquierda y bajaron abruptamente por detrás de una elevación de afloramientos rocosos. Lone señaló hacia una fina columna de humo que se elevaba, impertérrita, a las alturas. Dejaron la ruta y condujeron los caballos a pie, lentamente, hacia las rocas. Tras desmontar, Josey hizo un gesto para que Pequeño Rayo de Luna permaneciera sujetando los caballos mientras él y Lone se deslizaban con la cabeza agachada hasta la cumbre. Cuando se acercaron a la cima, ambos se apoyaron sobre la barriga y se arrastraron hasta el borde con el sombrero quitado. No estaban preparados para la escena que se estaba desarrollando a unas cien yardas más abajo.
Tres grandes carretas de madera estaban alineadas una tras otra junto al arroyo. Eran de dos ruedas… ruedas sólidas que sobresalían muy por encima del fondo de las carretas, y cada una de ellas era arrastrada por un yugo de bueyes. Detrás de las carretas había dos carromatos cubiertos tirados por mulas que seguían enganchadas a estos. Era la escena que vieron a unas veinte yardas de los carromatos lo que provocó las susurradas exclamaciones de Lone y Josey.
Dos ancianos estaban tumbados boca arriba con los brazos y las piernas sujetos con estacas, totalmente estirados sobre la tierra. Estaban desnudos y la mayor parte de sus cuerpos marchitos estaba cubierta de sangre reseca. El humo que se elevaba en el aire procedía de unos fuegos encendidos entre sus piernas, y las entrepiernas, y sobre sus barrigas. El nauseabundo olor dulzón de carne humana quemada invadía el aire. Los ancianos estaban muertos. Un círculo de hombres de pie y en cuclillas rodeaban los cuerpos. Llevaban sombreros, enormes sombreros redondos que les ocultaban el rostro. La mayoría de ellos iban con pantalones de gamuza con las ondeantes polainas charras por debajo de las rodillas y llamativos chalecos ribeteados con conchas de plata que reflejaban los rayos de sol con destellos de luz. Todos llevaban pistolas enfundadas y un hombre sujetaba relajadamente un rifle en la mano.
Mientras Josey y Lone observaban, uno de los hombres se salió del círculo y al quitarse el sombrero de la cabeza reveló una mata de pelo y barba pelirrojas. Realizó una exagerada reverencia hacia el cuerpo que yacía en el suelo. El círculo de hombres explotó en una carcajada. Otro hombre dio un puntapié a la cabeza calva de uno de los cadáveres mientras otro, delgado y elegantemente vestido, saltaba sobre el pecho de uno de los muertos y lo pateaba imitando los pasos de un baile, al ritmo de las fuertes palmas de sus compañeros.
—Cuento ocho de esos animales —dijo Josey entre dientes apretados.
Lone asintió.
—Tendría que haber tres más… Hay ocho caballos y tres carretas.
Los comancheros ahora se alejaban de los cuerpos mutilados en el suelo y avanzaban con determinación hacia los carromatos. Josey dirigió la mirada un poco más adelante, hacia algo que le llamó la atención, y por primera vez vio a las mujeres a la sombra del último carromato.
Había una anciana en tierra, apoyada sobre sus manos y sus rodillas, con el cabello gris suelto que le caía sobre la cara. Estaba vomitando en el suelo. Una mujer más joven la ayudaba, sujetándole la cabeza y la cintura. Estaba arrodillada y unos mechones de cabello largo y trigueño le caían sobre los hombros. Josey la reconoció: era la joven que vio en Towash, la joven de sorprendentes ojos azules que le había mirado.
Los comancheros, a tan solo unos pies de las mujeres, echaron a correr y las rodearon. Levantaron a la joven por los aires mientras un comanchero la agarraba por el cabello y tiraba de la cabeza hacia atrás y hacia abajo. Después le arrancaron el vestido y la levantaron y llevaron desnuda boca arriba. Brevemente, las grandes y firmes redondeces de sus pechos se arquearon en el aire por encima de la muchedumbre, apuntando hacia arriba como pirámides blancas aisladas por encima de la melé, hasta que unas manos la asieron brutalmente y la volvieron a bajar. Varios la sujetaban por la cintura e intentaban tumbarla en el suelo. Aullaban y luchaban unos contra otros.
La anciana se levantó y se lanzó sobre los comancheros y fue derribada. Se volvió a levantar, tambaleándose unos segundos, y a continuación agachó la cabeza como una vaquilla pequeña y frágil y cargó contra la muchedumbre, lanzando puñetazos al aire. La joven no había gritado, pero forcejeaba; sus piernas largas y desnudas se agitaban en el aire dando patadas.
Josey levantó uno de los 44 y vaciló mientras buscaba un blanco claro. Lone le tocó el brazo.
—Espera —dijo en voz baja, y señaló.
Un mexicano enorme había salido del primer carromato. Llevaba el sombrero hacia atrás, revelando una frondosa mata de pelo gris. Llevaba conchas de plata en su chaleco y por los laterales de los pantalones ajustados.
—¡Para! —gritó con un vozarrón mientras se aproximaba al grupo de comancheros—. ¡Parad!
Y tras desenfundar la pistola, disparó al aire. Los comancheros se apartaron inmediatamente de la joven y ella permaneció en pie, desnuda, con la cabeza inclinada hacia abajo y los brazos cruzados sobre sus pechos. La anciana estaba de rodillas. El mexicano enorme golpeó con la pistola la cabeza de uno de los hombres haciendo que perdiera el equilibrio y se tambaleara hacia atrás. Pisó con fuerza el suelo y su voz tembló con furia al tiempo que señalaba a la joven y se giraba para señalar a los caballos.
—Les está diciendo que perderán veinte caballos por violar a la chica —dijo Lone—, y que tienen un montón de mujeres en el campamento al noroeste.
Una explosión de risas de los comancheros les llegó flotando.
—Les acaba de decir que la anciana vale… un burro… y que pueden quedársela, si piensan que vale la pena —añadió Lone sombríamente.
—¡Por Dios! —susurró Josey—. Por Dios, no sabía que seres como esos anduvieran por ahí sobre dos piernas.
El mexicano sacó una manta del carromato y se la lanzó a la joven. La anciana se puso en pie, recogió la manta y envolvió con ella a la joven. Se gritaron unas órdenes a un lado y a otro; los comancheros saltaron a los asientos de las carretas y carromatos. Otros ataron a las mujeres por las muñecas con una correa de cuero y las sujetaron al extremo del portón trasero del último carromato.
—Se están preparando para irse —dijo Josey. Luego miró el sol, que casi tocaba ya el borde de la tierra al oeste—. Deben de tener prisa por llegar al campamento. Van a viajar de noche.
Hizo una señal a Lone para retirarse del risco. Sacó la pistola y el cinto que habían sido de Jamie de sus alforjas y se las lanzó a Lone.
—Necesitarás un arma extra —dijo, y a continuación se agachó delante de Lone y Pequeño Rayo de Luna y marcó la tierra a sus pies mientras hablaba.
—Ponle ese sombrero tuyo a Pequeño Rayo de Luna, tu pelo de indio los confundirá. Tú rodéalos a pie por detrás. Te daré tiempo… luego les atacaré, montado y por el frente. Los que no me cargue yo, saldrán corriendo hacia ti. Tenemos que matarlos a TODOS… si uno se nos escapa… nos echará encima a los comanches.
Lone encasquetó su sombrero sobre las orejas de Pequeño Rayo de Luna y ella levantó la mirada, llena de preguntas, por debajo del ala.
—Reh-wan —dijo Lone… venganza… y se pasó un dedo por la garganta. Era el signo de rebanar gargantas de los sioux… matar… no por sacar un beneficio… ni por los caballos… sino por venganza… por principios; por lo tanto, todos los enemigos debían morir.
Pequeño Rayo de Luna asintió vigorosamente, inclinando aún más el enorme sombrero sobre los ojos. Sonrió, trotó hacia el pinto y sacó el viejo rifle de un fardo.
—No… No —Lone sujetó el viejo rifle y le hizo signos para que se quedara.
—Por todos los santos —suspiró Josey—, dile que se quede aquí y sujete los caballos… y que sujete también a ese chucho para que no nos muerda las canillas.
Durante todo el tiempo, el redbone había estado gruñendo con sonidos roncos y graves. Lone se ató la pistolera extra en la cintura.
—¿Y qué pasa si no corren? —preguntó con despreocupación.
—Esa clase de tipos —dijo Josey con desdén— siempre corren… los que pueden. Correrán… se replegarán atrás… y quedarán atrapados contra las paredes de esa zanja.
Lone levantó la mano en un medio saludo, se agachó y avanzó silenciosamente con sus mocasines hasta perderse de vista tras las rocas. Josey comprobó las cargas de los 44 y el 36 Navy que llevaba bajo el brazo. Doce cargas en los 44… había ocho jinetes… tres conductores de carretas… eso hacía un total de once hombres; entonces se le iluminó la mente. Antes había contado solo nueve; el líder y ocho hombres más. Se giró para detener a Lone, pero el indio ya había desaparecido.
¿Dónde estaban los otros dos hombres? La «ventaja» podría estar en el otro lado. Josey maldijo su descuido; fue la visión aterradora de las mujeres… pero no había excusas… Josey se culpó amargamente. Pequeño Rayo de Luna se sentó sujetando las riendas de los caballos y el rifle en sus brazos. Josey regresó al risco y contó los minutos. El sol se deslizó tras la montaña hacia el oeste y un polvoriento resplandor rojizo iluminó el cielo.
Jinetes montados corrían arriba y abajo por la caravana de carretas y carromatos. Un mestizo descorrió la lona de una de las carretas y Josey buscó con la mirada a las mujeres. Estaban de pie tras el último carromato, muy juntas y con las manos atadas por delante. Josey bajó del risco. Ya era la hora.
Un grito, más alto que los otros, hizo que se arrastrara de nuevo hacia el risco para mirar. Vio a dos comancheros arrastrando una figura inerte entre ellos. Otros hombres a caballo y a pie corrían hacia los que llevaban aquella carga, y durante unos segundos obstruyeron su visión. Señalaban excitados hacia las rocas y algunos de los jinetes partieron en esa dirección mientras otros arrastraban la carga hacia la parte trasera del último carromato, donde estaban las dos mujeres.
Tiraron el cuerpo al suelo. El cabello largo y recogido en trenzas… el atuendo de gamuza. Era Lone Watie. Josey maldijo para sus adentros. Los dos comancheros que faltaban, lo debería haber previsto. Mientras miraba, Lone se incorporó sentado y sacudió la cabeza. Miró a su alrededor mientras el líder de los comancheros se acercaba. El mexicano enorme tiró del indio hasta ponerlo de pie y habló rápidamente, luego le golpeó la cara. Lone se tambaleó hacia atrás, chocó contra el carromato y se quedó de pie mirando estoicamente frente a él. Josey los apuntó con los cañones de ambos 44. Si algún comanchero hubiera levantado una pistola o un cuchillo… no habría podido usarlo.
Obviamente, el mexicano enorme tenía prisa. Gritó unas cuantas órdenes y dos hombres saltaron hacia delante, ataron las manos de Lone y sujetaron la correa a la portezuela trasera del carromato junto a las mujeres. Cuando lo ataron… Lone levantó los brazos y comenzó a sacudir las manos adelante y atrás. No miró arriba hacia las rocas donde sabía que Josey estaba observando. La señal de la mano era un mensaje conocido de la Caballería Confederada: «¡Todo bien aquí, vigilad vuestros flancos!». Josey interpretó el mensaje y se quedó aturdido por su significado: «¡vuestros flancos!… ¡los jinetes comancheros que habían corrido para ponerse a cubierto bajo los carromatos!».
Josey bajó del risco a rastras y corrió hacia los caballos. Hizo un gesto a Pequeño Rayo de Luna para que montara y sujetando al negro corrieron hacia el único refugio cercano, dos enormes rocas a unas cincuenta yardas del arroyo. Apenas habían rodeado las rocas cuando cuatro jinetes aparecieron arriba. Se pararon y examinaron la pradera, pero no se acercaron lo suficiente para ver sus huellas. Se dieron la vuelta y galoparon en la dirección por la que habían avanzado los carromatos y luego desaparecieron por el arroyo.
Un chirrido horrendo rasgó el aire y los caballos saltaron. Eran los carromatos poniéndose en marcha… sus pesadas ruedas de madera chirriaban al rozar los ejes oxidados. Pequeño Rayo de Luna azuzó su caballo para ponerse junto a Josey.
—Lone —dijo.
Josey cruzó las muñecas formando el signo de cautivo y luego intentó calmar el temor que se iluminó en los ojos de la india. El rostro marcado del guerrillero se ensanchó en una media sonrisa. Se golpeó el pecho y las culatas de los revólveres enfundados y movió las manos hacia delante, con las palmas hacia abajo: el signo de que todo iría bien. Pequeño Rayo de Luna todavía llevaba puesto el sombrero de Lone y ahora asintió, moviéndolo cómicamente sobre su cabeza. Ya no había temor en su mirada; el guerrero de las pistolas mágicas liberaría a Lone. Mataría a los enemigos. Haría que las cosas volvieran a ser como antes.
Josey escuchó los chirridos de las carretas perdiéndose en la distancia. Ya era de noche, pero una luna creciente amarilla texana empezaba a asomar por detrás de unos riscos irregulares en el este. Una suave bruma dorada reflejaba las sombras de las rocas y una brisa fresca agitó los matorrales de artemisa. En algún lugar, en la lejanía, un coyote llamaba con rápidos ladridos rematados con un largo aullido de tenor.
Pequeño Rayo de Luna sacó unas tiras finas de tasajo de ternera de su fardo y se lo ofreció a Josey. Él sacudió la cabeza y le hizo un gesto para que se lo comiera ella. A continuación, se cortó un trozo fresco de una hoja de tabaco, pasó una pierna por encima del cuerno de su silla y masticó lentamente.
—Si no mato más que a la mitad de ellos, ellos matarán a Lone y a las mujeres —dijo en voz alta—. Si llegan al campamento, sin duda torturarán a ese cheroqui con cuchillos y brasas ardientes.
Josey interrumpió de pronto sus reflexiones. El perro había dejado escapar un profundo y desconsolado aullido que finalizó con una sucesión de desgarradores sollozos. El redbone saltó a un lado, escapando por los pelos del chorro de jugo de tabaco.
—Maldito redbone de Tennessee… no estamos cazando comadrejas ni mapaches. ¡Calla!
El sabueso reculó y se escondió tras el pinto de Pequeño Rayo de Luna, y ella se rio. Era una risa suave y melodiosa que hizo que Josey la mirara. Ella señaló a la luna… y luego al perro.
—Vámonos —dijo Josey bruscamente, y espoleó al ruano en dirección al arroyo.