Capítulo 3

Josey Wales y Jamie Burns «se echaron al campo». El mes siguiente Jesse James intentó rendirse durante un alto el fuego, pero le dispararon en los pulmones y escapó por los pelos. Cuando la noticia llegó a oídos de Josey, su opinión sobre la deslealtad del enemigo se vio reforzada y sonrió fríamente cuando se la anunció a Jamie.

—Yo mismo podría habérselo dicho a Dingus[4] —dijo Josey.

Había otros como ellos. En el mes de febrero de 1866, Josey y Jamie se unieron a Bud y Donnie Pence, a Jim Wilkerson, a Frank Gregg y a Oliver Shephard en un atraco a plena luz del día de la Caja de Ahorros del Condado de Clay en Liberty. Los forajidos asolaban Misuri. Un tren del Misuri Pacific fue asaltado en Otterville. Las tropas federales fueron reforzadas y el gobernador envió milicia y caballería.

Pero ahora los viejos lugares de encuentro habían desaparecido. En dos ocasiones estuvieron a punto de ser apresados o ajusticiados en emboscadas. Los caminos se estaban volviendo más peligrosos. Comenzaron a hablar de Texas. Josey había recorrido la ruta en cinco ocasiones, pero Jamie nunca lo había hecho. Cuando el otoño trajo su bruma dorada de melancolía a los Ozark y el atisbo de viento frío del norte, Josey dio la noticia al chico por encima de la hoguera que ardía en la mañana:

—Después de Lexington, nos vamos a Texas.

El banco de Lexington era un «objetivo» legítimo para los guerrilleros. «Un banco repleto de dinero, las nóminas del Ejército Yanqui», dijo Josey. Pero lo hicieron contraviniendo las normas, sin un tercer hombre fuera del banco.

Jamie, con sus ojos grises atentos, se ocupó de vigilar fríamente la puerta mientras Josey recogía la nómina. Dieron el golpe, al estilo de los guerrilleros, audaces y de frente, por la tarde. Cuando salieron, tiraron del nudo corredizo de sus riendas para soltarlas del poste y Jamie fue el primero en montar en su pequeña yegua. Mientras Josey tiraba de sus riendas, se le cayó la bolsa con las monedas y, cuando se agachó para recogerla, las riendas se le resbalaron de la mano. En ese momento se escuchó un disparo que provenía del interior del banco. El gran ruano salió disparado y Josey, en lugar de salir corriendo tras el caballo, se agachó con la bolsa y con un Colt del calibre 44 en cada mano escupió una ráfaga entrecortada de disparos hacia el banco. Habría muerto allí mismo, porque su instinto no era el de un delincuente, salir corriendo y salvar el botín, sino el de un guerrillero, y atacar a sus odiados enemigos.

Mientras la gente se agolpaba fuera de las tiendas y los uniformes azules salían en riada del juzgado, Jamie giró su montura y salió zumbando por la calle espoleando la yegua al galope. Agarró las riendas que colgaban del ruano y, mientras Josey apuntaba con el enorme revólver del 44 hacia la multitud que se dispersaba, condujo con calma al ruano a medio galope hacia la figura solitaria en la calle.

Josey enfundó sus pistolas, cogió la bolsa y se montó en el caballo a la manera india al tiempo que este salía al galope. En el otro extremo de la calle, que recorrieron uno al lado del otro, se dirigieron directamente hacia los uniformes azules. Los soldados se dispersaron, pero cuando los caballos alcanzaron un grupo de árboles un poco más allá, los soldados, arrodillados, abrieron fuego con sus carabinas. Josey escuchó el duro chasquido de la bala y arrimó el gran ruano a Jamie… o el chico habría caído de la silla.

Josey frenó los caballos sujetando el brazo de Jamie mientras bajaban hacia los matorrales a orillas del Misuri. Tras girar hacia el noreste por el río, Josey puso los caballos al paso entre los frondosos sauces y finalmente se detuvo. Lejos en la distancia podía oír a hombres gritando a un lado y a otro mientras se abrían paso por los matorrales.

Habían herido gravemente a Jamie Burns. Josey desmontó del caballo y levantó la chaqueta del chico. El pesado proyectil de rifle había entrado por la espalda, pasó a menos de una pulgada de la columna vertebral y salió por la parte baja del pecho. Había sangre oscura coagulada sobre sus pantalones y la silla, y sangre un poco más clara todavía manaba de la herida. Jamie agarró el cuerno de la silla con ambas manos.

—Pinta muy mal, ¿verdad, Josey? —preguntó con una calma sorprendente.

La respuesta de Josey fue un rápido asentimiento con la cabeza mientras sacaba dos camisas de las alforjas de Jamie y las rompía en tiras. Rápidamente juntó unas cuantas a modo de vendas y las presionó contra las heridas abiertas, delante y detrás, y luego ató las tiras fuertemente alrededor del cuerpo del chico. Cuando acabó el trabajo, Jamie lo miró por debajo del sombrero ladeado.

—No pienso bajarme de este caballo, Josey. Puedo hacerlo. Tú y yo hemos visto hacerlo a tipos en peores condiciones, ¿verdad, Josey?

Josey apoyó la mano sobre las manos crispadas del chico. Hizo el gesto de manera brusca y descuidada… pero Jamie sintió el significado.

—Eso es cierto, Jamie —Josey le miró fijamente—, y vamos a hacerlo por más de una milla.

El sonido de caballos rompiendo ramas de sauces hizo que Josey se montara en el caballo de un salto. Se giró sobre la silla y dijo a Jamie en voz baja:

—Solo sujétate a las riendas y deja que la pequeña yegua me siga.

—¿Adónde? —susurró Jamie.

Una extraña sonrisa cruzó el rostro ajado del fuera de la ley.

—Pues adonde van todos los buenos guerrilleros… donde no se nos espera —dijo arrastrando las palabras—. Vamos a dar la vuelta y regresar a Lexington, naturalmente.

La penumbra de la noche dio paso rápidamente a la oscuridad cuando salieron de la maleza. Josey mantuvo el rumbo hacia el norte durante unos cuantos cientos de yardas por la ruta que habían tomado al salir de la ciudad, pero torció de manera que pareciera que se dirigían a Lexington, aunque el rumbo que tomaron realmente los llevaría un poco más al norte del asentamiento. No dejó que los caballos se pusieran al trote y los hizo avanzar a paso regular. Los sonidos de hombres gritando a orillas del río fueron haciéndose más débiles hasta que finalmente se perdieron a sus espaldas.

Josey sabía que la partida de milicia y caballería buscaba el punto por el que habían cruzado el Misuri. Arrimó de nuevo el caballo a la yegua. La boca de Jamie estaba cerrada en una adusta línea de dolor, pero parecía seguro en la silla.

—Esa partida piensa que nos dirigimos al condado de Clay —dijo Josey—, donde el pequeño Dingus y Frank pisan fuerte.

Jamie intentó hablar, pero una repentina sacudida de dolor le cortó el aliento y lo convirtió en un débil alarido. Asintió con la cabeza indicando que le entendía.

Mientras cabalgaban, Josey recargó los Colt y comprobó la carga de las dos pistolas que llevaba en las pistoleras de su silla. Las rápidas miradas por encima del hombro delataban su ansiedad por Jamie. En una ocasión, con la fría calma del guerrillero experimentado, sujetó los caballos en un bosquecillo mientras una veintena de hombres de la partida pasaban al galope de camino al río. Cuando los cascos de los caballos sonaban atronadores a menos de cincuenta yardas de su escondite, Josey bajó del caballo y comprobó el estado de las vendas bajo la camisa de Jamie.

—Mírame a mí, chico —dijo—. Si les miras a ellos, podrían notar tu mirada.

Había sangre seca en las vendas apretadas y Josey gruñó satisfecho.

—Vamos bien, Jamie. Has dejado de sangrar.

Josey se montó en el ruano y chasqueó la lengua para que los caballos avanzaran. Se giró en la silla hacia Jamie.

—Seguiremos avanzando hasta que salgamos de Misuri.

Las luces de Lexington se veían a su derecha y luego lentamente fueron alejándose a sus espaldas. Al oeste de Lexington estaba Kansas City y Fort Leavenworth, con un contingente grande de soldados; Richmond estaba al norte, con un destacamento de caballería de la Milicia de Misuri; al este estaban Fayette y Glasgow, con más caballería. Josey dirigió los caballos hacia el sur. En todo el trayecto hasta el río Blackwater no había nada a excepción de algunas granjas dispersas. Cierto, Warrensburg estaba en la otra orilla del río, pero primero tenían que aumentar la distancia entre ellos y Lexington.

Josey giró bruscamente hacia la carretera de Warrensburg. Arrimó la yegua hacia él porque sabía que Jamie estaba debilitándose y temía que el chico cayera del caballo. Las horas y las millas iban quedando a sus espaldas. La carretera, aunque era peligroso viajar por ella, no presentaba obstáculos a los caballos y los resistentes animales estaban acostumbrados a largas marchas forzadas.

Cuando la primera luz grisácea golpeó las nubes del este, Josey tiró de las riendas y se detuvo. Durante unos segundos se quedó montado, escuchando.

—Jinetes —dijo lacónicamente—, se acercan por detrás.

Apartó los caballos de la carretera y apenas habían llegado a la zona más frondosa cuando un grupo numeroso de jinetes vestidos de azul pasó junto a ellos. Jamie estaba sentado erecto en la silla y los observó con los ojos ardiendo. Las arrugas marcadas y tensas de su rostro revelaron que solo el dolor lo había mantenido consciente.

—Josey, esos tipos cabalgan como el Segundo de Colorado.

—Bueno —respondió Josey arrastrando las palabras—, tienes buena vista. Esos chicos son unos soldaditos muy apuestos, pero no podrían ver el rastro de una piara de cerdos en el suelo de una cocina —examinó el rostro del joven mientras hablaba y fue recompensado con una sonrisa tensa—. Pero —añadió—, en caso de que puedan, vamos a abandonar la carretera. Esa línea de árboles señala el curso del Blackwater y vamos a descansar un rato.

Mientras hablaba, dirigió los caballos hacia el río. Con una broma ligera ocultó al chico su alarmante situación. Una mirada a Jamie a la luz le mostró lo débil que se encontraba. Necesitaba descansar, y algo más. Los caballos estaban demasiado cansados para correr en caso de que fueran perseguidos, y la aparición de soldados del norte significaba que la voz de alarma se extendería al sur. Creían que se dirigía a las Naciones. Y en esta ocasión creían bien.