Capítulo 4
Las riberas frondosas del Blackwater ofrecían un refugio que se agradecía después del espacio abierto de la pradera ondulante por la que habían llegado. Josey encontró un riachuelo poco profundo que discurría hacia el río y guio a los caballos por él con el agua hasta las rodillas. A unas cincuenta yardas de las aguas mansas del Blackwater, condujo a los caballos río arriba por la ribera del riachuelo y se abrió paso por frondosas parras de zumaque hasta que encontró un pequeño claro hundido entre las riberas flanqueadas de olmos y árboles del caucho. Ayudó a Jamie a desmontar, pero las piernas del muchacho se doblaron bajo su peso. Josey lo llevó en brazos a un lugar protegido por un saliente de la ribera. Allí extendió mantas y tumbó a Jamie boca arriba. Retiró las sillas de los caballos y los sujetó con estacas y ronzales sobre la mullida capa de hierba en la quebrada pantanosa. Cuando regresó, Jamie estaba durmiendo y tenía el rostro sonrojado por el aumento de fiebre.
Ya era mediodía cuando Jamie se despertó. El dolor le inundó con fuertes punzadas que le atravesaban el pecho. Vio a Josey en cuclillas junto a un fuego diminuto, alimentándolo con una mano mientras sujetaba una pesada taza de metal sobre la llama con la otra. Al ver a Jamie despierto, se acercó a él con la taza, sujetó con sus brazos la cabeza del chico y le acercó la taza a los labios.
—Un poco de tónico de perdigones de Tennessee, Jamie —dijo.
Jamie sorbió un poco y tosió.
—Sabe como si realmente lo hubieras hecho con perdigones —y logró sonreír débilmente.
Josey derramó un poco más del líquido caliente en su boca.
—Sasafrás y yuquilla con una pizca de cerdo en salazón… no tenemos ternera —dijo, y apoyó la cabeza del chico sobre la manta—. Allá, en Tennessee, cada vez que había un tiroteo, la Abuela se ponía a preparar su tónico. Me enviaba a mí a las quebradas para recoger sasafrás y yuquilla. Creo que desenterré las suficientes raíces como para remover y ventilar toda la tierra del condado de Carter. Recuerdo que en una ocasión Pa llevaba ya un mes con unos ataques de tos de muerte. Todos decían que sufría neumonía. La Abuela comenzó a suministrarle tónico cada mañana. Entonces, una noche, Pa sufrió un ataque de tos y finalmente escupió un perdigón sobre la almohada… a la mañana siguiente se sentía más fuerte que un verraco persiguiendo a una puerca. La Abuela dijo que había sido gracias al tónico.
Jamie cerró los ojos y comenzó a respirar a un ritmo pesado e irregular. Josey acomodó la cabeza rubia y enmarañada en la manta. Por primera vez se percató de las pestañas largas, casi femeninas, y el rostro terso.
—Es todo polvo y arena, por Dios —susurró. Había ternura en el gesto cuando acarició el pelo revuelto con su áspera mano. Josey se sentó sobre los talones y miró pensativo la taza. Frunció el ceño. El líquido estaba rosa… sangre, sangre de los pulmones.
Josey miró hacia los caballos, que pastaban en la hierba, sin verlos en realidad. Pensaba en Jamie. Demasiadas veces, en cien peleas distintas, había visto a hombres ahogarse en su sangre por un pulmón reventado. La ayuda más cercana estaba en las Naciones. Había atravesado tierra cheroqui en muchas ocasiones en su ruta de Texas. En una de ellas conoció al general Stand Watie, el general cheroqui de la Confederación. Llegó a conocer a muchos guerreros, y en una ocasión se unió a ellos como avanzadilla de la caballería del general Jo Shelby cuando este realizó incursiones por el norte, a lo largo de la Frontera de Kansas. El cuchillo de mango de hueso que sobresalía de la bota izquierda era un regalo de los cheroquis. En el mango estaba inscrita la marca codiciada que solo los valientes podían llevar. Se fiaba de los cheroquis y se fiaba de su medicina.
Aunque había oído que los federales estaban adentrándose en tierra cheroqui debido a su posicionamiento a favor de los confederados, sabía que los indios no iban a ceder fácilmente y que todavía controlaban la mayor parte del territorio. Debía llevar a Jamie hasta los cheroquis. No había otra alternativa. Mentalmente, Josey dibujó el mapa del territorio que conocía tan bien. Había sesenta millas de pradera ondulante e ininterrumpida entre ellos y el río Grand. En la orilla opuesta del río Grand estaba el santuario de los montes Ozark que podía ser bordeado, pero siempre quedaban a mano para proporcionarles seguridad… hasta la frontera de las Naciones.
Nubes cada vez más abundantes ocultaban el sol. Donde antes había hecho calor, ahora se levantó un fuerte viento procedente del norte que traía el frío. Josey era reacio a despertar al chico, que todavía dormía. Decidió esperar otra hora, lo cual los acercó aún más al crepúsculo de la tarde. Se estaba bien en el claro. La constante corriente del río se escuchaba en la distancia. Un pájaro carpintero cabecirrojo comenzó a golpear un olmo y unos chochines parloteaban mientras reunían semillas de hierba en la quebrada.
Josey se levantó y estiró los brazos. Se arrodilló para subir la manta y tapar el cuerpo de Jamie y en esa fracción de segundo le recorrió el cuerpo la gélida advertencia del silencio. Los chochines volaron en una nube marrón. El pájaro carpintero desapareció tras el árbol. Josey movió la mano hacia la pistola derecha enfundada mientras volvía la cabeza hacia la orilla opuesta y descubría los cañones de los rifles que sujetaban dos hombres con barba.
—Haz lo que yo te diga, amigo —habló el más alto. Blandía el rifle apoyado en el hombro y apuntaba por el cañón—. Desenfunda del todo esa vieja pistola.
Josey los miró fijamente, pero no se movió. No eran soldados. Ambos llevaban petos sucios y chaquetas indefinidas. El alto tenía una mirada torva que ardía mientras observaba a Josey por el cañón. El más bajo de los dos sostenía el rifle más relajadamente.
—Ese de ahí es él, Abe —dijo el más bajo—. Es Josey Wales. Lo vi en Lone Jack con Bill el Sanguinario. Es más malo que una serpiente de cascabel y el doble de rápido con esas pistolas.
—Así que es un tipo duro, ¿eh, Wales? —dijo Abe sarcásticamente—. ¿Qué le ocurre a ese que está tumbado?
Josey no respondió y siguió mirando fijamente a los dos hombres. Observó el pañuelo rojo ondeando al viento alrededor de la garganta de Abe.
—Haremos una cosa, señor Wales —dijo Abe—, ponga las manos encima de la cabeza y colóquese mirándonos.
Josey pegó las manos a la copa de su sombrero, se levantó lentamente y se puso firme para enfrentarse a los hombres. La rodilla derecha le temblaba ligeramente.
—Cuidado con él, Abe —exclamó el hombre bajito—, le he visto…
—Cállate, Lige —dijo Abe bruscamente—. Veamos, señor Wales, preferiría dispararle ahora, pero será más difícil arrastrarle por la maleza hasta donde podamos reclamar la recompensa por usted. Baje la mano izquierda y desátese esa pistolera. Hágalo lo bastante lento como para que pueda contar los pelos de su mano.
Mientras Josey bajaba la mano lentamente hacia la hebilla del cinturón, su hombro izquierdo se sacudió imperceptiblemente bajo la chaqueta de ante. El movimiento hizo resbalar el Navy Colt del calibre 36 bajo el brazo. La pistolera cayó al suelo. Josey vio a Jamie por el rabillo del ojo, seguía durmiendo bajo la manta.
Abe suspiró aliviado.
—¿Lo ves, Lige? Cuando le quitas las garras es tan inofensivo como un perrito faldero. Siempre quise enfrentarme a uno de esos famosos pistoleros de los que tanto hablan. Todo consiste en saber manejarlos. Ahora llama a Benny para que venga con el caballo.
Lige se giró a medias y siguió lanzando miradas hacia atrás, a Josey. Con la mano libre hizo bocina en la boca:
—¡Bennnny! Ven aquí… los tenemos.
En la distancia un caballo se abrió paso por la maleza y se dirigió hacia ellos.
Josey sintió que le invadía ese tipo de relajación que marca al pistolero nato. Calculó fríamente la distancia mientras su cerebro examinaba las posibilidades que tenía. Ya había superado el primer momento de tensión. Sus adversarios se habían relajado y se acercaba un tercero. Esto provocó una ligera distracción, pero Josey necesitaba otra antes de que llegase el tercer hombre. Y entonces habló por primera vez… tan de repente que Abe dio un respingo.
—Escuche, señor —dijo, con un tono entre lastimero y apaciguador—, hay oro en esas alforjas… —separó rápidamente la mano derecha de la cabeza para señalar las sillas—, y ustedes pueden…
A media frase, giró su cuerpo con la agilidad de un gato. Su mano derecha ya empuñaba la Navy cuando saltó y cayó por la ribera del río. El disparo del rifle impactó en la tierra donde Josey había estado antes. Fue el único disparo que Abe pudo hacer. La Navy ya escupía llamaradas desde un objetivo rodante y escurridizo. Una vez, dos veces, tres veces… Josey acarició el percutor tan rápido que un hombre apenas sería capaz de contar los tiros. El claro se llenó de un sonido atronador. Abe cayó hacia delante y se desplomó por la ribera. Lige se tropezó y cayó hacia atrás, chocó con un árbol y se quedó sentado. La sangre manaba como una fuente de su pecho. No disparó ni una sola bala.
Tras rodar, Josey volvió a ponerse en pie y corrió hacia la ribera del río y la maleza, pero el jinete asustado había girado su montura y huido. Al regresar, Josey hizo rodar el cuerpo de Abe sobre la espalda. Advirtió satisfecho los dos agujeros limpios de la Navy, a menos de una pulgada de distancia en el centro del pecho. Lige estaba sentado y apoyado contra un árbol, con el rostro congelado en una expresión de asustada sorpresa. Con el ojo izquierdo miraba inexpresivo hacia las copas de los árboles, y donde antes había estado el ojo derecho, ahora se abría una cavidad redonda y sanguinolenta.
—Le pillé un poco alto —gruñó Josey, y luego advirtió el agujero en el pecho de Lige. Se dio media vuelta. A medio camino de la ribera opuesta, Jamie estaba tumbado boca abajo sobre su barriga, con un Colt 44 en la mano derecha. Sonrió débilmente a Josey.
—Sabía que irías primero a por el alto, Josey. Me he adelantado a ti con ese por un pelo.
Josey cruzó al claro y miró al chico.
—Si se te han abierto esos agujeros y estás sangrando otra vez, voy a darte un azote con las riendas.
—No se han abierto, Josey, en serio. Me siento tan bien como un venado en celo.
Jamie intentó levantarse, pero las rodillas no le aguantaron. Se sentó. Josey se acercó a las alforjas y sacó una bolsa pequeña. Se la pasó a Jamie.
—Mastica esa carne en salazón y descansa mientras ensillo los caballos —le ordenó—. Tenemos que partir, chico. Ese tipo que salió huyendo a caballo no va a dejar que se le pegue la camisa a la espalda hasta lograr que las tropas se nos echen encima por todas partes.
Josey no paraba mientras hablaba, ajustando las correas de las sillas, comprobando los caballos, recuperando sus pistolas enfundadas y finalmente recargando la Navy 36.
—Nos quedan casi cincuenta millas hasta el sur del Grand. La mayor parte del trayecto es terreno abierto sin nada más que algún que otro barranco cada diez millas para esconder un caballo. Los chicos de Colorado cabalgaban hacia el sur… haciendo correr la noticia y espoleando a todos los palurdos con el dinero de la recompensa. Bueno —dijo con tono grave—, sabrán con seguridad que nos dirigimos al sur.
Mientras lo subía a la silla, al chico le dio un ataque de tos y Josey vio alarmado que la sangre le tintaba los labios. Se arrimó al chico.
—¿Sabes, Jamie? —dijo—, conozco a un tipo que vive en una cabaña en la bifurcación del Grand y el Osage. Estarás a salvo allí y podrás quedarte durante un tiempo. Yo podría dejarme ver por el norte del territorio y…
—Creo que no —le interrumpió Jamie. Su voz sonaba débil, pero sin duda se adivinaba una obstinada tozudez.
—Maldito idiota —explotó Josey—, no voy a estar arrastrándote por todo este territorio del infierno y tú sangrando por medio Misuri. Tengo mejores cosas que hacer…
La voz de Josey se apagó. El tono de ansiedad en su voz se colaba por encima de su fingida indignación.
Jamie lo sabía.
—Yo apechugo con mi parte —dijo débilmente—, y no voy a parar hasta llegar a Texas.
Josey sacudió las riendas de la yegua y dirigió los caballos hacia el río. Cuando pasaron junto a la figura desmadejada de Abe, Jamie dijo:
—Ojalá tuviéramos tiempo para enterrar a esos tipos.
—Al infierno con esos tipos —gruñó Josey, y escupió un chorro de jugo de tabaco sobre el rostro de Abe—. Los gavilanes también tienen que comer, como los gusanos.