Capítulo 17

A lo lejos, por la ruta, la pared del cañón se elevaba en una suave pendiente hacia la meseta. Fue allí adonde Josey los condujo, hasta que llegaron de nuevo a las llanuras.

El sol estaba bajo e incendiaba la pradera con una bruma carmesí, salpicando con la roja pintura del crepúsculo el aire y los cactus y la maleza. Continuaron hacia el norte remontando una leve ondulación del terreno y sintieron que llegaba el aliento frío de la noche, extendiendo la mortaja sobre el día.

Pablo relajó el paso del caballo para ponerse junto a Chato.

—Chato, ¿qué se ha sacado de todo esto? La matanza… la muerte del señor Ten Spot.

Chato se encogió de hombros.

—¿Y es que debe de sacarse algo, niño? Era un deber. Ya está cumplido —Chato suavizó la voz—. Quizás se saque algo de todo esto en algún momento. ¿Quién sabe? Tal vez, que hayan muerto los rurales de Escobedo haga que el Presidente Juárez viaje al norte para investigar. Yo que él ama a su gente y viaja en un carromato sencillo y no llevará ni un solo guardia. Quizás —Chato volvió a encogerse de hombros— los zapotas, los políticos buitres que vuelan a su alrededor le confundan. ¿Quién sabe? —entonces, Chato dijo en voz baja—: ¿Josey?

—¿Sí?

—Mira allá, a nuestras espaldas.

Josey detuvo la marcha. Alineados sobre la ondulación que habían remontado estaban los apaches. Estaban sentados en sus caballos en silencio y no se movían. Observaban a Josey Wales y su pequeña banda. A los pies de la loma, entre los apaches y Josey Wales, había una mula atada a un arbusto. Sobre los lomos de esta se veían pesados sacos, sacos cargados de algo.

En-lo-e azuzó su montura al galope y se dirigió a la loma. Habló con el poderoso y achaparrado líder montado en el centro de la hilera. Luego regresó, pero solo hasta la mula. Ella le hizo una señal a Pablo. Pablo se acercó. Desmontó y él y En-lo-e hablaron, y hablaron.

Josey dobló una pierna por encima del cuerno de la silla y se echó el sombrero hacia atrás descubriendo su rostro curtido.

—Espero que no tengamos que pelear más. Estoy hecho polvo.

—Yo también —dijo Chato—, estoy hecho papilla.

Pablo regresó. Bajó del caballo. Todavía llevaba las sandalias y los pantalones raídos de peón. Miró al suelo y finalmente levantó la mirada a Josey.

—Ella dice —comenzó Pablo vacilante—, ella dice que hay un valle en lo alto de las Montañas Madre, donde los soldados no pueden llegar, ni los políticos pueden gobernar. Dice que hay un arroyo que… —Pablo hizo una pausa—. Los sacos tienen mazorcas de maíz, con granos más grandes que el dedo gordo, Josey —su voz se elevó excitada—, y alubias, calabazas, ella dice…

—Ya sé lo que dice —dijo Josey con voz cansada.

Pablo bajó la cabeza. Luego miró a Josey con la humilde pero tozuda voluntad que detectó en él la primera vez que lo vio. Pablo cogió la mano de Josey.

—Lo siento, Josey. No puedo ser un vaquero, un bandido. Yo… yo no puedo.

—¿Y qué te hace pensar —le preguntó Josey Wales con aspereza— que me importa un comino lo que seas? —pero, entonces, con algo parecido a bondad en sus ojos, Josey Wales dijo con voz suave—: No te preocupes, hijo, llévate a tu mujer al valle. Cultiva tu maíz, siéntete bien al notar el sudor honesto en tu frente, yace junto a tu mujer por las noches sin tener que andar atento a unas pisadas o unos caballos. Duerme el sueño de los buenos. ¡Sé feliz, Pablo!

Si se detectaba tristeza en la voz de Josey Wales (y, quizás, la hubiera), era lástima por una pequeña granja de montaña muy lejos de allí, y hace mucho tiempo atrás, por el hombre que ahora se veía obligado a recordar.

Las lágrimas anegaron los ojos de Pablo. Estrechó la mano de Chato y entregó las riendas de su caballo al vaquero. Se dirigió a la mula. Ayudó a En-lo-e a subirse a horcajadas en la mula. Pablo montó en su caballo. Sintió que debía decir algo para despedirse, así que sacudió el muñón y dijo:

—¡El primer niño —gritó— se llamará Chato Josey!

Chato se rio y gritó.

—¡Gracias!

—Vete al infierno —dijo Josey Wales.

Pablo sonrió, porque le entendía. Josey Wales muy pocas veces pronunciaba las palabras que sentía. Pablo cabalgó tirando de la mula y En-lo-e, y los sacos de maíz.

Frente a él los apaches enfilaron sus monturas hacia la montaña, y le guiaron hacia las Montañas Madre. Solo uno se quedó en la loma. Observó cómo se alejaban Chato y el hombre de la cicatriz en la cara hacia el norte durante un buen rato.

Lucharía durante casi veinte años más. Golpearía y huiría y golpearía otra vez. En un año, con solo diecinueve guerreros, y con los soldados mexicanos acosando sus flancos y retaguardia, luchó contra un general de los Estados Unidos con cinco mil soldados; luchó contra él hasta llegar a un punto muerto. Durante todo ese tiempo, él tan solo perdió un guerrero.

Si es cierto lo que afirman los expertos militares, que la guerra de guerrilla es una guerra de la mente, entonces la mente más brillante de la historia de la acción guerrillera debe pertenecer a Gerónimo. Pero la historia lo catalogaría de renegado asesino. A él nada le importaban las hojas escritas de los hombres blancos. Las hojas de papel se enmohecen y se pudren y se marchitan.

Solo el espíritu crece y vive… vive para siempre.

Gerónimo dio la vuelta con su caballo y siguió a los guerreros, a En-lo-e y a Pablo.

Pero primero, como Josey Wales, examinó el horizonte, percibió el viento que agitaba la maleza, escuchó los sonidos y leyó las huellas en la tierra.