Capítulo 6
Durante casi diez años, el anciano Carstairs había operado el ferry. Le pertenecía… el almacén y la casa, los compró con sus propios ahorros reunidos con mucho esfuerzo, bien sabe Dios. Durante todo ese tiempo el anciano Carstairs había estado andando sobre la cuerda floja. En el ferry transportaba a polainas rojas de Kansas, a guerrilleros de Misuri, a la caballería de la Unión… en una ocasión incluso transportó un contingente de los famosos jinetes confederados de Jo Shelby. Sabía silbar «El Himno de la Batalla de la República» o «Dixie» con el mismo entusiasmo, dependiendo de la compañía. Mañana y noche, durante todos estos años, había estado advirtiéndoselo a su señora: «Esos tipos del ejército regular no son tan malos. Pero los polainas rojas y los guerrilleros son perros salvajes… ¡me oyes! ¡Perros salvajes! Si les miras de reojo… nos matarán a todos… nos quemarán».
Había logrado sobrevivir con astucia. En una ocasión vio a Quantrill, a Joe Hardin y a Frank James. A ellos y a setenta y cinco guerrilleros más vestidos con uniformes yanquis. Le preguntaron sobre sus simpatías, pero los astutos ojos del viejo detectaron a tiempo la «camisa de guerrillero» bajo la blusa azul abierta de uno de los hombres… y entonces maldijo a la Unión. Nunca había visto a Bill el sanguinario ni a Jesse James… ni a Josey Wales, ni a los hombres que cabalgaban con ellos, pero su reputación sobrepasaba a la de Quantrill en Misuri.
Justo esa misma mañana había transportado en el ferry dos partidas distintas de jinetes que buscaban a Wales y a otro fuera de la ley. Dijeron que estaba en la zona y que todo el sur de Misuri se había levantado en armas. ¡Tres mil dólares! Un montón de dinero… pero podían quedárselo todo ellos… por los guerrilleros asesinos como el tal Wales. Es decir… a menos que…
La caballería llegaría por la carretera en cualquier momento. Carstairs echó un vistazo a su alrededor. Fue entonces cuando vio a los jinetes acercándose. Habían salido de la maleza de la orilla del río, un hecho ya de por sí alarmante. Pero el aspecto del jinete que lideraba le resultó incluso más alarmante. Iba montado en un enorme semental ruano que parecía medio salvaje. Se acercó hasta unas tres yardas y luego paró. Botas altas, chaqueta de ante con flecos, el hombre estaba flaco y manaba de él un aire de hambre voraz. Llevaba dos revólveres del 44 enfundados y las escopetas estaban atadas en la silla. Llevaba la barba negra crecida de varios días por debajo del bigote y un sombrero de caballería gris ladeado por encima de los ojos negros más duros que Carstairs jamás hubiera visto. Un escalofrío recorrió al anciano y se quedó sentado petrificado y con la trampa de peces suspendida hacia fuera en sus manos… como si estuviera ofreciéndola a modo de regalo.
—Buenas —dijo el jinete cordialmente.
—Eh, bue… buenas —tartamudeó Carstairs. Se sentía aturdido. Miraba, fascinado, mientras el jinete se sacaba un cuchillo largo de la bota, cortaba un trozo de tabaco y se lo metía en la boca.
—Me parece que le vamos a dar un poco de trabajo con ese ferry —dijo el jinete lentamente después de masticar.
—Pues claro, claro…
El viejo Carstairs se puso de pie.
—Pero… —el jinete le pilló a medio camino, cuando estaba levantándose—, para que no haya confusiones, soy Josey Wales… y este de aquí es mi compañero. Andamos un poco cortos de tiempo y necesitamos unas cuantas cosas en primer lugar.
—Pues claro, señor Wales.
Carstairs terminó de levantarse. Los labios le temblaban incontrolados, de manera que la sonrisa forzada parecía intermitentemente una mueca de miedo y una risa. Por dentro, maldecía sus temblores. Dejó caer la trampa de peces y logró acercarse al caballo, con la mano extendida.
—Me llamo Carstairs, Sim Carstairs. He oído hablar de usted, señor Wales. Bill Quantrill era un buen amigo mío… muy buen amigo, sí señor…
—Esto no es una visita de cortesía, señor Carstairs —le interrumpió Josey—. ¿Quién hay por aquí cerca?
—Pues nadie —Carstairs estaba nervioso—, a excepción de mi señora en la casa y Lemuel, el trabajador que tengo contratado. No es que sea muy listo, señor Wales… habla demasiado y esas cosas… Está allí, en el almacén.
—Le diré lo que haremos —dijo Josey al tiempo que lanzaba cinco brillantes águilas dobles[5] a los pies de Carstairs—, usted y yo iremos a la casa y al almacén. Tengo calambres en las piernas… así que le acompañaré a caballo. Cuando lleguemos, no entre… Solo acérquese a la puerta y dígale a su señora que necesitamos vendas LIMPIAS… muchas. Necesitamos una cataplasma para una herida de bala… y rápido.
El anciano miró a Josey con recelo y, tras recibir una señal con la cabeza, rápidamente recogió las monedas de oro de tierra y avanzó al trote hacia la casa.
Josey se volvió hacia Jamie.
—Quédate aquí y vigila las esquinas de esos edificios.
Espoleó al ruano hasta alcanzar al anciano. Cuando paró junto al porche de la cabaña de madera, escuchó mientras Carstairs gritaba las instrucciones por la puerta abierta de la cabaña. Luego, mientras el anciano se apartaba de la puerta, dijo:
—Vayamos ahora al almacén, señor Carstairs. Dígale a su chico que queremos media falda de beicon, diez libras de tasajo de ternera y veinte libras de grano para caballos.
Carstairs regresó con las bolsas y Josey acababa de colocar el grano detrás de su silla cuando una mujer pequeña de pelo blanco salió por la puerta de la cabaña. Llevaba una pipa en la boca y ofreció a Josey una funda de almohada llena de vendas.
Moviendo el caballo hasta el borde del porche, Josey inclinó el sombrero en agradecimiento.
—Muy buenas, señora —dijo en voz baja y, tras coger la funda de almohada, dejó dos monedas de oro de veinte dólares en su pequeña mano—. Se lo agradezco de corazón, señora —dijo.
Unos penetrantes ojos azules se movieron rápidamente en el rostro de la mujer. Se sacó la pipa de la boca.
—Usted debe de ser Josey Wales, supongo.
—Sí, señora, soy Josey Wales.
—Bueno —la anciana le sostuvo la mirada—, esas cataplasmas son de musgo y raíz de mostaza. Ojo, póngales agua de vez en cuando para mantenerlas húmedas —y sin detenerse, continuó—: Supongo que ya sabe que van por usted y le apalearán atado a una puerta de granero.
Una débil sonrisa elevó la cicatriz en el rostro de Josey.
—Ya he oído los rumores, señora.
Se tocó el sombrero… dio la vuelta al ruano y siguió al anciano que ya se dirigía hacia el ferry. Mientras subían los caballos a bordo del transbordador, echó la mirada atrás. La mujer seguía de pie en el porche… y le pareció que le lanzaba un saludo secreto con la mano… aunque tal vez simplemente se apartó un mechón de pelo de la cara.
El viejo Carstairs se sentía lo suficientemente confiado para gruñir mientras pasaba el cable doble de proa a popa del ferry.
—Normalmente, tengo aquí a Lem para ayudarme. Este es un trabajo pesado para un viejo.
Pero trasladó el ferry de un lado a otro del río. Al norte retumbó un nítido redoble de trueno a través de las nubes oscuras. Cuando la corriente envolvió al ferry se movieron más rápido en diagonal hacia la parte baja, y media hora más tarde Josey ya estaba conduciendo los caballos por la ribera opuesta en dirección a los árboles.
Fue Jamie quien los vio primero. Su grito asustó a Carstairs, que estaba descansando contra un poste, e hizo que Josey parara en seco y girara en redondo. Jamie señalaba hacia la otra orilla del río. Allí, en la orilla que acababan de abandonar, había un nutrido grupo de Caballería de la Unión, uniformes azules recortándose contra el horizonte. Agitaban los brazos frenéticamente.
Josey sonrió.
—Bueno, estoy hecho un apestoso sabueso.
Jamie se rio… tosió y rio de nuevo.
—Los hemos vuelto a ganar, Josey —dijo con júbilo—… Los hemos ganado otra vez.
Carstairs no compartía su entusiasmo. Subió por la ribera hacia Josey.
—Me están gritando para que regrese… tengo que irme… no puedo esperar más —un destello brilló en sus ojos—… pero esperaré hasta que os hayáis marchado… incluso más. Fingiré que se ha estropeado algo. Váyanse ya, rápido.
Josey asintió y dirigió los caballos ribera arriba a través de los árboles. Tras alejarse un poco, una loma les bloqueaba la visión del río. Allí Josey detuvo los caballos.
—Ese tipo no va a esperarse a mover el ferry… va a traer a la caballería hasta aquí —dijo Jamie.
Josey miró arriba hacia las nubes cada vez más cargadas y bajas.
—Lo sé —dijo—, quiere una parte de la recompensa.
Giró los caballos… y regresó al río.
Carstairs ya había sacado el ferry de la orilla. Manejando el cable al trote, llegó rápidamente a la mitad de la corriente. En la otra orilla, un grupo de hombres de azul tiraban del cable.
Josey desmontó. Sacó morrales para los caballos de las alforjas, los llenó de grano y los ató en las bocas de los animales. El gran ruano pateó satisfecho. Jamie observó el ferry mientras se aproximaba a la orilla opuesta… los gritos de los hombres les llegaban débilmente mientras la mitad de la caballería montaba en el ferry.
—Ya vienen —anunció Jamie.
Josey estaba atareado comprobando los cascos de los caballos mientras masticaban el maíz, levantando primero una pata y luego la otra.
—Por las pisadas que había en la otra orilla, calculo que esta mañana han cruzado unos cuarenta o cincuenta caballos —dijo—, y van por delante de nosotros. Supongo que necesitamos distancia entre ellos y nosotros.
Jamie observó el ferry que se movía hacia ellos. Los soldados tiraban del cable.
—Pues me parece que también vamos a necesitar distancia a nuestras espaldas —dijo sombríamente.
Josey se irguió para mirar. El ferry estaba llegando casi a la mitad de la corriente; mientras lo observaban, la corriente lo atrapó y tensó el cable formando una curva. Josey sacó el Sharps del calibre 56 de la parte trasera de la silla.
—Sujeta a Big Red —dijo, mientras le ofrecía las riendas del caballo a Jamie. Durante un largo rato miró por encima del cañón del rifle… y entonces… ¡BUM! El pesado rifle resonó hasta la otra orilla del río. Toda actividad en el ferry cesó. Los hombres se quedaron inmóviles, congelados a mitad de movimiento. El cable se soltó de los pilones con un chasquido de cable de telégrafo. Durante unos instantes el ferry en mitad del río flotó inmóvil, suspendido. Lentamente comenzó a girar río abajo. Más y más rápido, a medida que la corriente arrastraba su carga de hombres y caballos. Ahora se escuchaba el griterío… los hombres corrieron primero a un extremo y luego al otro en un tremendo caos. Dos caballos saltaron al agua y nadaron en círculos.
—¡Dios Todopoderoso! —susurró Jamie.
El confuso amasijo de hombres gritando y caballos saltando fue transportado a velocidad de locomotora… más y más lejos… hasta que desaparecieron por detrás de los árboles de la curva del río.
—Eso de ahí —dijo Josey sonriente— se llama un paseo en barca de Misuri.
Siguieron esperando para dejar que los caballos se acabaran el grano. En la orilla opuesta vieron un frenético borrón de soldados de caballería de azul cabalgando a toda prisa hacia el sur siguiendo el curso del río.
Desde el Osage, Josey dirigió los caballos hacia el suroeste por las orillas del río Sac. En la orilla derecha del Sac había más pradera abierta, pero a su izquierda se hallaba la reconfortante exuberancia vegetal de los Ozark. En una ocasión, ya avanzada la tarde, divisaron un grupo numeroso de jinetes que se dirigía hacia el sur por la otra orilla del río, así que mantuvieron inmóviles sus monturas hasta que el golpeteo de los cascos murió en la lejanía. Al norte de Stockton bordearon el Sac y el anochecer los sorprendió a orillas del Horse Creek, al norte de los Manantiales de Jericho.
Josey guio los caballos por uno de los manantiales poco profundos que desaguaban al arroyo hasta una quebrada un tanto enrevesada. Avanzaron una o dos millas y solo pararon cuando la quebrada se estrechó hasta convertirse en una angosta grieta en la falda de la montaña. Allá en lo alto de los árboles soplaba un viento fiero, pero abajo reinaba una calma tan solo rota por el borboteo del agua sobre las rocas.
La estrecha garganta estaba invadida por maleza y parras de muscadinia. Olmos, robles, nogales y cedros crecían frondosos. Fue en un resguardado bosquecillo de frondosos cedros donde Josey extendió las mantas y Jamie, tendido en el cálido silencio, se quedó dormido. Josey retiró las sillas de los caballos, los alimentó con grano y los ató con estacas junto al manantial. Luego, cerca de Jamie, cavó un «fogón del forajido», es decir, un agujero de un pie de profundidad en la tierra con piedras dispuestas alrededor. A una yarda no se veía la luz del fuego, pero las piedras calientes y las llamas debajo calentaron rápidamente la sartén con el beicon y cocieron el caldo de tasajo.
Mientras trabajaba aguzaba los oídos a los nuevos sonidos de la quebrada. Sin necesidad de mirar, supo que sobre una rama había un nido de cardenales en los arbustos de caqui; un carpintero dorado repiqueteaba en el tronco de un olmo y los carrizos de matorral susurraban entre la maleza. A sus espaldas, en la hondonada, un autillo había empezado su lamento angustiado de mujer a intervalos exactos. Esos eran los ritmos que registró su subconsciente. El viento alto aullando sobre su cabeza… los sedosos susurros de brisa a través de los cedros… esa era la melodía. Pero si el ritmo se rompía… los pájaros serían sus centinelas.
Había comido y le había dado el caldo a Jamie. Ahora calentó agua y humedeció las cataplasmas. Cuando retiró las viejas vendas del cuerpo de Jamie, la carne se había amoratado en el gran agujero del pecho y estaba ennegreciéndose. Carne protuberante moteaba la herida con una blanca hinchazón. El chico mantuvo la mirada apartada de su pecho destrozado y clavó los ojos en el rostro de Josey.
—No está mal, ¿verdad, Josey? —preguntó en voz baja.
Josey estaba limpiando la herida con trapos calientes.
—Está mal —dijo sin alterarse.
—¿Josey?
—Sí.
—Allá en el río Grand… fue el tiroteo más rápido que jamás haya visto. Nunca te cubrí. Ni una sola vez.
Josey no respondió mientras colocaba las cataplasmas y envolvía el cuerpo del chico con las vendas.
—Si no logro salir de esta, Josey —dijo Jamie vacilante—, quiero que sepas que estoy más orgulloso que un gallo de pelea por haber cabalgado contigo.
—Eres un gallo de pelea, hijo —dijo Josey bruscamente—, y ahora cierra el pico.
Jamie sonrió. Cerró los ojos y las sombras pronto relajaron las mejillas hundidas. Dormido era un niño pequeño.
Josey sintió entonces la pesada acumulación de cansancio. En tres días tan solo había echado breves cabezadas en la silla de montar. Sus ojos y oídos habían empezado a jugarle malas pasadas, haciéndole ver aquellos «lobos grises» que no estaban allí… y escuchar sonidos que no podían sonar. Era hora de retirarse a descansar. Conocía bien esa sensación. Cuando se envolvió en las mantas, de nuevo entre la maleza, apartado de Jamie y de los caballos, pensó en el chico… y su mente vagó hasta su propia juventud en las montañas de Tennessee.
Allí estaba Pa, delgado y conocedor de la montaña, sentado en un tocón.
—Aquellos que no luchan por los suyos, no valen ni el sudor que sudan —dijo.
—Eso creo —respondió el pequeño Josey.
Y allí estaba Pa, apoyando una mano en su hombro de mozalbete… y Pa no era dado a mostrar sus sentimientos. Se había enfrentado a los McCabe en el asentamiento… y eso que ellos tenían al sheriff de su parte. Pa lo miró, atentamente y con orgullo.
—Para llegar a ser un hombre —dijo Pa—, recuerda siempre estar orgulloso de tus amigos… pero lucha por estar aún más orgulloso de tus enemigos.
Orgulloso, por Dios Bendito.
Bueno, pensó Josey adormilado… los enemigos eran sin duda del tipo correcto, y el amigo… el chico… todo arenilla y arrancamoños. Dormía.
Una leve llovizna lo despertó. Vio la fantasmal luz previa al amanecer atenuada por las nubes oscuras que corrían azuzadas por el viento. Una ligera niebla atrapada en la quebrada intensificó el aire fantasmagórico. Hacía más frío. Josey podía sentirlo a través de las mantas. Por encima de ellos el viento aullaba y golpeaba las copas de los árboles. Josey apartó la manta. Los caballos estaban bebiendo en el manantial. Les dio grano y avivó una llama en el agujero del fuego. Arrodillado junto a Jamie con caldo de tasajo caliente, sacudió al chico hasta despertarlo. Pero cuando abrió los ojos, el joven no pareció reconocerlo.
—Se lo dije a Pa —dijo el chico débilmente—, que esa vaquilla rubia sería la mejor vaca lechera en Arkansas. Cuatro galones cuando la ordeñan —hizo una pausa, escuchó atentamente… luego dejó escapar una risotada—. Supongo que ese mestizo es un tramposo, Pa… sacrificó la manada y saltó por ese viejo sendero de zorros.
De repente, se incorporó violentamente y sus ojos miraron asustados. Josey lo sujetó posando una mano sobre su hombro.
—Pa dijo que fue Jennison, Ma. ¡Jennison! ¡Cien hombres!
Y de forma igual de repentina volvió a derrumbarse sobre la manta. Los sollozos le sacudían el cuerpo y unas enormes lágrimas cayeron por sus mejillas. «Ma», decía con la voz rota. «Ma».
Y se quedó callado… con los ojos cerrados.
Josey bajó la mirada hacia el chico. Sabía que Jamie venía de Arkansas, pero nunca habían hablado de las razones por las que se había unido a los guerrilleros. Nadie lo hacía. ¡Doc Jennison! Josey sabía que había dirigido incursiones de polainas rojas en Arkansas y asaltado y quemado tantas granjas que las chimeneas solitarias que quedaron en pie fueron bautizadas como los «Monumentos de Jennison». El odio volvió a crecer en su interior.
Cuando sujetó la cabeza de Jamie para hacerle beber el caldo, la pesadilla ya había pasado, pero advirtió que el chico se encontraba más débil al subirlo a la silla de montar. Una vez más, ató los pies de Jamie a los estribos. Calculó que había unas sesenta millas hasta la frontera de las Naciones y sabía que tropas y partidas se concentraban cada vez en mayor número para bloquear su temeraria cabalgada.
—Supongo que me creen un loco de remate —susurró Josey mientras cabalgaba—, por no esconderme en las colinas.
Pero las colinas significaban la muerte segura para Jamie. Con los cheroquis al menos había una remota posibilidad.
Su sencillo código de lealtad no le permitía albergar pensamientos sobre su propia seguridad a expensas de un amigo. Podría haber virado hacia las montañas y ver si por un casual encontraba ayuda para el chico… y él mismo habría estado a salvo en el bosque. Para hombres de un código inferior habría bastado. Pero la cuestión jamás cruzaba la mente de los fuera de la ley. A pesar de todas sus habilidades y experiencia guerrilleras, los expertos en táctica considerarían este código de conducta la mayor debilidad de tales hombres… pero, por otro lado, el código explicaba su fiereza como guerreros, su entusiasmo por «cargar contra el infierno con un cubo de agua», como fueron descritos en una ocasión en informes del Ejército de la Unión.
La debilidad táctica en el caso de Josey era evidente. El Ejército de la Unión y las partidas sabían que su compañero estaba gravemente herido. Sabían que solo podía conseguir ayuda médica en las Naciones. La destreza de Josey con las pistolas, su astucia aprendida en cientos de refriegas, su audacia y temeridad de guerrillero, le habían llevado a él y a Jamie a través de un territorio levantado en armas, pero también conocían el código de esos pistoleros curtidos. Aunque no podían adivinar la mente y los trucos del lobo, conocían su instinto. Y por ello los jinetes devoraban las millas hacia la frontera de las Naciones, para converger allí y salir a su encuentro. Conocían a Josey Wales.