Capítulo 3
De un color negro aún más oscuro que el cielo, la montaña parecía alejarse, pero al momento empezó a crecer: se elevaba desnuda con los dientes irregulares de los cerros y, entonces, se convirtió en dos montañas, una paralela a la otra, deslizándose hasta el desierto.
Ya amanecía cuando Pablo rodeó la ladera del monte más cercano. Un arroyo claro discurría por el valle entre las montañas. A la entrada se veían signos comanches, y cuando avanzó por el valle la marca de los árboles llevaba la señal, la marca del Rancho Río Torcido… pero también la señal de la serpiente sinuosa de los comanches.
La hierba llegaba hasta las rodillas del poni y el arroyo de aguas claras y poco profundas siempre corría por el centro. Había álamos y robles a ambas orillas del arroyo. Pablo vio berrendos, ciervos de cola negra, codornices y grévoles engolados. El dulce y enérgico olor a vida del agua, la hierba, los árboles, encerrado entre las montañas impactaba los sentidos de un jinete procedente del desierto.
Enormes y tenues siluetas de cuernilargos alzaban sus magníficas cabezas a su paso y se alejaban al trote con bufidos de advertencia. El valle parecía intacto, a excepción de la marca sinuosa.
Pablo continuó cabalgando y las paredes se alzaron más altas a ambos lados, y casi se juntaban en algunos lugares formando una estrecha quebrada cubierta de hierba para luego abrirse hasta media milla de anchura. Ahora la luz disipó las penumbras de las primeras luces del alba.
Instintivamente, Pablo miró hacia atrás. Le seguía un jinete. Llevaba un sombrero mexicano y una chaquetilla, con las chaparreras acampanadas del vaquero. Pablo tenía miedo de hablar o de pararse. Le saludó con la mano, pero el vaquero no hizo ningún movimiento visible. Pablo azuzó al poni hasta ponerlo al trote y escuchó que el otro caballo le seguía al paso a sus espaldas.
Trotaron a un ritmo constante durante una o dos horas entre las serpenteantes y altas paredes de las montañas. Los cuernilargos y las aves ahora abundaban más y, cuando se giró sobre el poni para mirar a su alrededor, Pablo vio que el vaquero le seguía en silencio.
Al frente, las montañas se juntaban cerrando el valle. Pablo vio el bajo edificio principal de adobe del rancho, rodeado de álamos y cedros. Alrededor de la casa había construcciones de adobe más pequeñas y detrás una cascada de agua cristalina que caía desde una estrecha grieta.
Estaba casi entrando en el patio de la casa cuando escuchó un fuerte silbido, «¡SKIIIIiiiii!», procedente del vaquero a sus espaldas. Era el trino del chotacabras montañés de Tennessee y fue respondido por un peculiar silbido corto y rápido, el trino de un añapero. Ambos sonidos eran desconocidos para Pablo.
Pero sí reconoció la figura que apareció despreocupadamente ante él bloqueándole el paso. Alto, ataviado con una camisa de ante que caía holgada sobre su enjuto esqueleto y ceñida con un cinturón del que colgaba una pistola. Su rostro de bronce era huesudo y arrugado, enmarcado por unas trenzas que colgaban como látigos negros sobre los hombros. Iba calzado con mocasines altos y se movía con una grácil agilidad que no dejaba traslucir su verdadera edad. Pablo lo había visto en una ocasión en Santo Río. Era Lone Watie.
Sujetando las riendas del poni de Pablo, lo miró con unos fríos ojos negros bajo el sombrero gris de caballería de la Confederación.
—Qué tal —dijo despreocupadamente.
—Buenos días, señor —respondió Pablo—, yo…
—Espera —Lone levantó una mano—. Si vas a hablar mexicano, habla con Chato, este de aquí —y lanzó un pulgar hacia el vaquero, que se había colocado junto a Pablo.
—No, señor —dijo Pablo apresuradamente—, hablo inglés. He venido urgentemente y necesito ver al Señor Josey Wales.
Lone Watie entrecerró los ojos hasta quedar reducidos a dos líneas negras y el vaquero movió su caballo más cerca de Pablo.
—Josey Wales está muerto —dijo Lone con brusquedad.
—Lo sé… —respondió Pablo inquieto—. Es decir, conozco al Señor Ten Spot, y a la Señorita Rose. Vengo de parte de la Señorita Rose.
Pasó un minuto entero mientras Lone examinaba el rostro de Pablo. Unos chochines trinaron en un árbol y a lo lejos una vaca mugió llamando a su ternero. Pablo sintió que se le tensaba el cuero cabelludo.
Chato se inclinó sobre la silla arrimándose a Pablo y colocó una mano en su hombro.
—Comprenda, señor… —su voz sonó suave—, si viera a Josey Wales, tendría que morir, mi amigo, a menos que él lo acepte… y sea una necesidad —sus dientes blancos brillaron con una sonrisa maliciosa.
—Debo… debo verle —respondió Pablo con obstinación.
Chato Olivares se encogió de hombros y miró a Lone. El cheroqui se dio la vuelta sin mediar palabra y condujo el poni de Pablo al poste de amarre en la parte trasera de la casa. Atravesaron la puerta de la cocina con Lone a la cabeza y Chato, con tintineantes espuelas, cerrando la marcha.
Pablo no sabía lo que iba a encontrar al otro lado de la puerta, pero desde luego no estaba preparado para lo que vio.
Había una larga mesa que ocupaba gran parte de la habitación; sobre esta había bandejas con ternera, tiras de beicon, bandejas de alubias y panecillos. El denso aroma a comida cocinada hizo que Pablo empezara a salivar.
A un lado de la mesa, una bonita india comía mientras amamantaba a un bebé indio con su terso pecho. Junto a ella, un curtido cowboy blanco comía con la cabeza agachada y totalmente concentrado. Al otro lado de la mesa, una mujer joven y rubia, de abundante pecho, tenía sobre su regazo un bebé también rubio y, junto a ella, un vaquero mexicano atacaba un plato repleto de comida.
En el otro extremo de la mesa, Pablo lo vio e instintivamente se persignó por el bandido sin alma… ¡Josey Wales!
Este levantó la mirada cuando entraron los hombres, y Pablo vio su rostro de cabello y bigote negros, y una cicatriz brutal que le surcaba el pómulo. Sus ojos se posaron en los de Pablo, y eran tan negros como los del cheroqui, y tan duros y capaces de irradiar una luz de crueldad. Una anciana, diminuta y de cabellos blancos, colocaba más comida en la mesa.
Lone y Chato lanzaron los sombreros al suelo y se sentaron a la mesa, Lone junto a la mujer india. Ella dejó de comer, le pasó el brazo por la cintura y le besó en la mejilla.
Pablo permaneció de pie, con la cabeza baja y moviendo los pies indeciso. Chato, mientras se llenaba hasta arriba su plato, señaló con el pulgar a Pablo.
—Este es…
—Pablo Gonzales, señoras y señores —dijo Pablo con educación.
—… dice que tiene que verte —terminó Chato, y continuó llenándose el plato.
La dura mirada de Josey Wales se dirigió a Pablo.
—¿Y bien?
Antes de que Pablo pudiera responderle, la anciana señaló un sitio a la mesa y miró a Pablo.
—Rata[2] ahí —dijo.
Pablo miró nerviosamente hacia el punto que señalaba la anciana, pero no vio ninguna rata.
La mujer rubia le sonrió amablemente.
—Quiere decir que te sientes ahí —dijo, y señaló el lugar.
—Eso es lo que he dicho —replicó la anciana indignada.
—¿Señor? —preguntó Pablo mirando a Josey Wales.
—¡SIÉNTATE! —exclamó la anciana.
Pablo se sentó.
Chato le pasó las bandejas de alubias, panecillos y carne sin levantar la vista del plato.
Su entrada aparentemente había interrumpido a la anciana de cabello blanco mientras hablaba, porque siguió hablando a mitad de frase.
—… y si no hacemos alguna maldita cosa sobre esto, solo el Señor sabe en qué se va a convertir este lugar. Rayo de Luna… —señaló dramáticamente a la mujer india, que cortaba carne de una de las bandejas con un cuchillo de aspecto amenazante— te tiene la mitad del tiempo intentando que hables cheyene porque ella no tiene suficientes sesos para aprender a hablar. Bueno, ¡yo no voy a aprenderlo! Y otra cosa… ¿estás escuchando, Josey?
Pablo le lanzó una mirada al forajido. Josey estaba mascando un trozo de tasajo de ternera mientras acariciaba la rubia cabeza del bebé.
—Sí señora, abuela —dijo sin levantar la mirada—, estoy escuchando.
Todos continuaron comiendo. Chato levantó un plato vacío y la abuela lo cogió, volvió a llenarlo y lo colocó en la mesa. Y mientras ponía la comida, hablaba.
—Y otra cosa… ¡PAGANISMO! Rayo de Luna está continuamente enroscándose y aliviándose con Lone cada vez que se le viene en gana, y a cielo abierto. Y Lone, que fue educado para diferenciar el bien del mal, se presta a ello como un maldito verraco en celo… ¿me oyes, Lone?
—Sí señora, abuela —respondió Lone humildemente.
Cogió dos panecillos de una de las bandejas que pasaban por delante y los cubrió de salsa de carne.
—Por Dios —dijo la abuela mientras colocaba un plato de beicon junto al plato de Pablo—, no sé qué sería de la crianza de estos dos pobres niños si no fuera por mí —de repente le dio un codazo a Pablo en el hombro—. ¿Estás salvado, hijo?
Pablo la miró atónito.
—Religión —farfulló Chato al tiempo que devoraba un bocado de carne.
—Oh, sí, señora. He sido bautizado, yo…
—¡Lo ves! —dijo la abuela—, ¡y solo tiene un brazo! —la abuela resopló, miró fijamente a Pablo y volvió a resoplar—. Pero te diré una cosa, hijo, en cuanto acabes de comer, te daré un poco de jabón suave. Puedes meterte en el arroyo… que me aspen si no apestas a puerco… sin ánimo de ofender.
—Sí, lo haré, señora —dijo Pablo—. Los comanches me capturaron y…
Todos levantaron la mirada de la comida.
Pablo les contó lo ocurrido con los comanches, cómo le capturaron y descuartizaron su mula y lo que hicieron cuando pronunció el nombre de Josey Wales.
—Josey conoció a Diez Osos, un jefe de guerra —explicó la abuela en voz baja—, en el valle. Le dijo cómo podían vivir o morir. Que no echaría a perder la tierra… ellos podían usarla… nosotros podíamos usarla. Cuando ellos pasan por aquí, hacen medicina, comen un poco de ternera, allá en el valle. Es un trato de palabra, cumplido por ambas partes. Esa es la razón de que te soltaran, hijo. Josey Wales cumple su palabra. Nunca lo olvides.
—Sí, sí, señora, no lo olvidaré —dijo Pablo—, yo…
Iba a contarles lo de la Señorita Rose, pero la abuela lo interrumpió y continuó con el recuento de la depravada moralidad que la rodeaba.
La abuela miró fijamente a Josey, que estaba en ese momento rebañando salsa de carne con un panecillo.
—Chato —dijo la abuela señalando al vaquero—, ha recaído. Blasfema por esa boca casi peor que Lone. ¿Me oyes, Chato?
—Sí señora, abuela —farfulló Chato mientras remojaba la comida con café ardiendo.
Ella no esperó su respuesta.
—Y Travis, y Miguel, han comenzado a mascar tabaco y a escupirlo por todos lados, y eso lo han sacado de ti, Josey. Y ayer —dijo señalando triunfal a Rayo de Luna—, ayer la vi a ella mascando y escupiendo. ¡Por Dios Santo, una tiene ahora que ir dando botes como un saltamontes por esta casa para evitar que le echen un escupitajo!
La anciana se inclinó y examinó de cerca al bebé que sujetaba la mujer rubia.
—Laura Lee, ese pequeño tuyo está muy pálido. Te dije que le dieras una cucharada de raíz de cálamo. Ven aquí, Jamie.
Levantó al bebé del regazo de Laura Lee.
—La Señorita Rose… está muerta —dijo Pablo cuando se hizo el silencio.
La abuela se quedó petrificada con el bebé en el aire. Los cuchillos cayeron sobre la mesa. Todas las cabezas se giraron hacia Pablo.
—¡Dios mío! —susurró la abuela.