Capítulo 16

El aire refrescó. Era el aire nuevo que precedía el amanecer. Más tarde, se agotaría y se volvería parco y caluroso.

La fila avanzó hacia el norte; el paso de los caballos, que marcaba Josey a la cabeza, era una zancada larga que en ocasiones obligaba al caballo de patas cortas de En-lo-e a romper en breves trotes, pero no al de Chato.

El paisaje estaba gris al este y las dagas de luz surcaron el cielo infinito. El sol asomó por el borde de la pradera a la derecha y cambió los colores de los arbustos, los cactus y los espinos. Soplaba un viento frío.

El terreno se iba elevando gradualmente. Cuando ya había pasado una hora desde el amanecer, Josey detuvo el caballo y tiró del de Chato para colocarlo a su lado. El vaquero seguía tirado sobre la silla, pero estaba consciente. Al mirar las vendas, Josey vio sangre fresca, solo un poco, pero era fresca y mojaba las vendas. Josey gruñó desilusionado.

Ten Spot se acercó por detrás y junto a él, Pablo y En-lo-e. Ten Spot volvió su rostro quemado por el sol hacia atrás, y luego hacia el sol.

—¿Cómo lo ves, Josey? ¿Qué posibilidades tenemos?

Josey cortó tabaco y mascó. Movía lentamente la mandíbula mientras estudiaba el sol. Colgó una pierna relajada sobre el cuerno de la silla, mientras los caballos recuperaban el aliento y descansaban.

—Calculo que Escobedo está a casi una hora de venir hacia aquí —dijo.

—Pero le llevará más tiempo encontrar tu rastro, ¿no? —preguntó Pablo.

—No. No le costará nada —dijo Josey con voz grave—. Vosotros hicisteis el camino a la haisienda en seis horas, al paso. Yo lo hice en cuatro, a un trote lento.

Mascó un poco más con el ceño fruncido mientras hacía los cálculos. Un lagarto cornudo, bajo la sombra oeste de la roca, recibió el escupitajo en toda la cabeza y se escondió tambaleante bajo la piedra.

—Escobedo… sus jinetes, encontrarán mi rastro quince minutos después de las primeras luces del día. Lo seguirán durante un rato hasta que se den cuenta de que las pisadas se dirigen hacia el este. Escobedo conoce el territorio. Y sabe que hay agua en la haisienda. Cuando lo haga, dejará de rastrear. Se lanzará al galope directamente hacia aquí. Calculo que pasarán unas tres horas hasta que Escobedo llegue a la haisienda.

—¡Tres horas! —el impacto del anuncio hizo que Chato casi gritara—. Pero, a nuestro paso, Josey, en tres horas tan solo habremos recorrido la mitad del camino hacia el cañón. Nos atraparán tres horas después de que lleguen a la hacienda. Nos atraparán en el cañón. ¡Y el cañón es una trampa mortal!

—Hay trampas mortales esparcidas por toda la creación —farfulló Josey—. El Buen Dios creó más zarzas que flores.

Chasqueó para que el ruano se pusiera en marcha y los guio. Pero Chato no estaba convencido. La noticia le había dejado alarmado, febril.

—Escucha —llamó a Josey—, ¡escúchame, idiota! ¡Pon los caballos al trote, avanza más rápido, puedo aguantar! ¡Te lo juro por mi padre!

Las palabras de Josey Wales le llegaron flotando en el aire.

—No tienes ningún padre, maldito idiota, ¡cállate!

—De acuerdo —dijo Chato indignado—, entonces déjame que me separe y me esconda en la maleza. No seguirán el rastro de un caballo solo. Conozco el territorio. Puedo lograrlo. Y así vosotros podéis sacarles delantera y atravesar la frontera. ¡Permíteme este honor!

Chato observó la espalda impasible de Josey frente a él. No hubo respuesta, solo la espalda balanceándose en la silla. Maldijo a Josey Wales, le llamó obscenidades que hubieran provocado su muerte de haber sido otro hombre; le maldijo con el apasionado abandono que solo podía surgir de compartir el roce de la muerte con un hermano querido. La espalda impasible siguió balanceándose. Chato agotó sus fuerzas y volvió a derrumbarse hacia delante sobre la silla.

Desde atrás, la fría voz de Ten Spot flotó hasta sus oídos.

—Después de que cabalgarais hasta allí, después de que tú y Josey viajarais doscientas millas para sacar el culo de un miserable tahúr de salón de las mazmorras… Chato, prefiero meterte un tiro en la espalda que verte marchar por la maleza.

Pablo estaba perplejo ante aquellos hombres, que se maldecían unos a otros. Arriesgaban sus vidas, unos por otros, y luego se amenazaban. Y Ten Spot decía en serio lo que expresaba con su voz gélida, al amenazarle con dispararle por la espalda. Era una maravilla incomprensible.

La pradera dio paso a un terreno más pedregoso. Y el terreno se hizo más inclinado. Débilmente, Chato dijo:

—Cuando entremos en el cañón, Josey, Escobedo enviará jinetes por los bordes. Nos dispararán como a cerdos en una porqueriza. Tú comprendes esto, por supuesto —añadió con amargura.

Josey escupió de lado a un arbusto.

—Supongo que es lo que hará si no logramos recorrer el primer cuarto de milla del cañón.

—¿El primer cuarto de milla? —preguntó Chato perplejo.

—El primer cuarto de milla —repitió Josey—. Aproximadamente a un cuarto de milla, el cañón se bifurca en quebradas que van hacia el este y el oeste, siete, tal vez diez millas que se separan hacia los lados del cañón principal. Son cañones con precipicios desde los que no pueden saltar ni tampoco pueden remontar. Si envía a sus jinetes para que los bordeen, tardarán tres o tal vez cuatro horas.

—No lo vi cuando pasamos por aquí —dijo Chato.

—No te corresponde a ti verlo —farfulló Josey—. Tú eres un vaquero sin oficio ni beneficio que falla la mitad de las veces cuando lanza el lazo a un novillo. El que baja de una montaña y no presta atención a las zarzas y árboles que podría necesitar si por un casual tuviera que escalar deprisa esa montaña, es un idiota. Mi padre no crio a ningún idiota.

Por la posición del sol, Josey calculó tres horas. Se detuvieron en la subida, mientras él sacaba el catalejo y examinaba el territorio a sus espaldas. Calculaba que habían recorrido unas quince millas desde que abandonaron la hacienda. Desde el punto elevado donde se encontraba, barrió con el catalejo toda la pradera a sus pies. El catalejo no era lo suficientemente potente para mostrar los detalles, pero pudo distinguir el bulto en la pradera… la hacienda. Y aproximándose, tal vez a una milla al este, se veía una gran nube de polvo… muchos caballos al galope.

Josey gruñó.

—Casi lo he clavado —dijo satisfecho. Llamó entonces a los que estaban detrás de él—. Escobedo está muy cerca de la haisienda. He visto el polvo.

Chasqueó la lengua para mover al caballo, pero rehusó tozudamente aumentar el ritmo del paso.

El anciano informaría a Escobedo sobre el vaquero gravemente herido y la chica apache. Le informaría de que la banda de Josey Wales no era capaz de cabalgar a mucha velocidad. Se lo diría.

Toda la explicación le llevaría a Escobedo otros treinta minutos, mientras dejaban que los caballos descansaran y les daban agua. Treinta minutos.

Josey sabía que la mala bestia del capataz no estaba muerto. Al apoyar las botas sobre la barriga del capataz, sintió la tensión en los músculos cuando este intentaba contener la respiración. Le había observado por debajo del sombrero; tenía los ojos entreabiertos y miraba. Y por eso se llevó su pistolera. También se llevó los dos caballos… no por los motivos que le dio al anciano. Dos caballos, frescos, no significaban nada para Escobedo. Él traería toda su caballería. Pero si hubieran dejado esos dos caballos, el capataz podría haber cabalgado al encuentro de los jinetes y unirse a ellos en la persecución. O el anciano podría haber cabalgado para interceptar a Escobedo y hacerle girar al noreste.

Josey había mentido al anciano acerca de por qué se llevaba los caballos. No tenía sentido dejarle más pistas. Les daría cierta ventaja.

Los caballos resollaban ahora que la subida se hacía más empinada y el sol calentaba más. Pero la mente de Josey Wales no estaba puesta en el sol. Valdez habría informado a Escobedo de que no encontró el cadáver de Josey Wales en Coyamo. Escobedo habría deducido que la emboscada de la quebrada fue obra de Josey Wales. El anciano lo confirmaría: Josey Wales estaba vivo.

¡Josey Wales! ¡Con un vaquero mestizo, y un peón estúpido de un solo brazo! Josey se lo imaginaba mientras avanzaba. Aquel tipo con ínfulas debía de estar hecho una furia al pensar que él valía mucho más que toda aquella chusma, y probablemente perdiera totalmente el sentido de lo razonable. Sonaba razonable.

Al leer los pensamientos de Escobedo, Josey llegaba a ponerse en su piel. Y unos cuantos años más tarde, el ingenioso Toro Sentado adivinaría el pensamiento del egocéntrico Custer, y alimentaría ese egocentrismo y lo masacraría, y de igual modo funcionaba la mente de Josey Wales con la personalidad del líder que lo perseguía.

Otra idea, una vaga imagen comenzó a tomar forma en su cabeza. En todos los lugares por los que habían transitado siguiendo el rastro de Escobedo… ¡las huellas apaches! Siempre. Ahora, entornando los ojos con suma atención, vigiló el lateral de la ruta.

Otra hora pasó y entonces detuvo la marcha. Con el catalejo echó un vistazo a sus espaldas y vio la nube de polvo acercándose al norte.

—Ya vienen —informó lacónicamente y reanudó la marcha.

Bajó la mirada y observó el borde de la ruta. Débilmente distinguió las huellas, pero frunció el ceño, perplejo. Estas huellas se apartaban de la ruta hacia el suroeste. Hizo una seña a Pablo para que se adelantara.

—Pregúntale a En-lo-e por esas huellas —y las señaló.

Pablo habló con la joven. Ella bajó de un salto del caballo y se arrodilló sobre la tierra. Se puso a cuatro patas, examinándolas. Se arrastró junto a ellas, unas veinte o treinta yardas hacia el suroeste. Luego se levantó y regresó. Habló en voz baja con Pablo y señaló hacia el norte.

—Dice —tradujo Pablo— que las huellas apuntan hacia el suroeste, pero que no van en esa dirección. En ocasiones los apaches corren hacia atrás durante diez o veinte millas. La parte profunda de la pisada está en los dedos, no en el talón. La tierra que sobresale hacia fuera es de los dedos, hacia delante, no de los talones. Estos apaches (sí, son hombres de su banda) están corriendo hacia atrás, en dirección al cañón.

La revelación provocó un gruñido de sorpresa en Josey Wales. El viento era caliente y abrasaba la tierra roja y amarilla, que se hacía más fina en la pendiente superior. Josey tiró de los caballos, que escupían espuma por los bocados y resollaban. Una hora a esa marcha los condujo hasta la cima, la meseta. Allí se detuvieron y todas las cabezas se volvieron para mirar. A lo lejos, allá abajo en la larga pendiente rocosa pudieron verlos. Avanzaban en una larga fila que comenzaba a escalar desde el lecho del desierto.

—Por lo visto, somos importantes —farfulló Josey, mascando y observando las tropas.

—Parece que se haya reunido todo el ejército de México —dijo Ten Spot—. El tal Escobedo debe de estar loco.

—Supongo —asintió Josey satisfecho— que con que esté la mitad de loco nos valdrá.

Dejaron descansar a los caballos durante un cuarto de hora. Pablo observaba nervioso a los jinetes que se aproximaban. Estaban empezando a coronar la pendiente.

—Vamos —dijo Josey.

No le habría hecho falta decirlo dos veces.

Todos se apiñaron detrás de él. Chato no dijo nada. Aunque estaba consciente, la cabeza le colgaba hacia delante y se sujetaba en el cuerno de la silla.

Era más sencillo cabalgar por la meseta, una altiplanicie salpicada con matojos de hierba, cactus saguaros y arbustos raquíticos de mezquite. El paso de los caballos era más fluido y firme.

Aunque todavía era por la mañana, el sol se encontraba alto cuando divisaron la boca del cañón; lo que parecía en un principio una caverna poco profunda flanqueada por rocas desnudas. En menos de una hora entraron y casi inmediatamente la ruta descendió y las paredes a ambos lados se elevaron más altas.

El camino se estrechó; bajo los cascos de los caballos se escuchaba casi piedra sólida, de manera que en ocasiones se resbalaban por la superficie pulida. Se adentraron aún más por el camino, que siempre descendía, y cuando ya parecía que aquel descenso no tenía fin, de repente el terreno se niveló. A trescientos pies sobre sus cabezas podían ver el borde de la meseta. Josey aceleró el paso de los caballos y, aunque ninguno de ellos expresó su alivio, todos se sentían exultantes cuando pasaron la bifurcación de los cañones que se dividían hacia el este y el oeste, de los cuales Josey les había hablado.

Cañones profundos. Los jinetes de Escobedo al menos no cabalgarían por los bordes sobre sus cabezas.

Josey los guio por el camino. Josey Wales no compartía la visión mística de Gerónimo, pero sus mentes eran las mentes de guerrilleros, y por ello sus canales de pensamiento corrían paralelos en cuanto a la elección del momento y del terreno. Y así era, mientras Josey cabalgaba.

Observó las paredes cada vez más juntas del cañón. Sus ojos reconocieron el lugar por el que habían cabalgado antes. Apenas había espacio para dos caballos; las paredes eran demasiado empinadas para que un caballo pudiera escalarlas, y eran rocosas y escarpadas. Ese terreno continuaba al menos unas cien yardas antes de que la ruta se ensanchara ligeramente y las paredes no fueran tan escarpadas. Josey condujo a su pequeña banda a través de las cien yardas de estrecho cañón y los cascos de los caballos resonaban sobre la dura piedra. Cualquier susurro se expandía por todo el cañón.

Al final de ese tramo estrecho, Josey detuvo la marcha y desmontó. Tiró de la cuerda enrollada en el cuerno de su silla y ató las riendas de todos los caballos, excepto las del ruano. Los condujo a un estrecho bosquecillo de mezquite y los ató a los matorrales.

Chato se derrumbó y lo sostuvieron entre Ten Spot y Pablo. En-lo-e observaba a Josey con ojos extrañamente brillantes.

Josey mascaba y observaba el sol que se encontraba casi directamente sobre sus cabezas. No había ni una brizna de aire en el cañón. En lo alto, el viento, como si tocara una flauta sobre el estrecho cañón, sonaba distante, una nota aguda y agonizante de monotonía. Aguzaron el oído. A lo lejos, se escuchaba el rápido repiqueteo de caballos.

—¡Ya vienen, Josey! —exclamó Ten Spot. Josey escupió sobre una piedra caliente.

—No —dijo en voz baja—. Eso son solo dos caballos. Escobedo los ha enviado de avanzadilla para ver si hemos pasado la bifurcación de los cañones. ¡Escuchad!

Los cascos de los caballos se detuvieron unos segundos y luego resonaron de nuevo, alejándose cada vez más.

—Ahora regresan para informar —dijo Josey despreocupadamente—. Ten Spot, tú sube cerca del borde sobre aquella roca en el lado oeste, no te asomes demasiado como para que sobresalga tu figura por la cima, pero sube alto. Pablo, tú y En-lo-e subid por la misma pared, a unos veinte pies por debajo de Ten Spot. Encontrad una buena roca en la que podáis esconderos. Yo me encargaré de poner a Chato a cierta altura en las rocas para apostarlo allí. Él usará el rifle. Pásale a En-lo-e una de las pistolas de los rurales. Reparte munición. Recordad, nadie dispara hasta que yo lo haga.

Ten Spot se acercó a Josey.

—Si vamos a emboscarlos, Josey, me parece que uno de nosotros debería apostarse en la pared este. Los pillaríamos en un fuego cruzado.

Josey lo miró pacientemente, como el que mira a un niño inocente.

—En primer lugar, no hay ningún lugar adónde ir, nadie puede subir por esa pared. En segundo lugar —miró al sol—, en un minuto o dos el sol dejará en sombra nuestro flanco oeste; ellos estarán al sol, mirando a través de él, y nuestros disparos llegarán desde las sombras. ¿Lo entiendes?

—Jamás se me hubiera ocurrido —murmuró Ten Spot.

Se pasaron las armas, las cartucheras, la munición, y escalaron las rocas casi perpendiculares. Con suavidad, Josey colocó un brazo de Chato alrededor de su cuello y con cuidadosos pasos escalaron por la pared. A medio camino encontró la roca y tumbó a Chato tras ella.

Junto a él colocó la carabina y la cartuchera. El vaquero se tumbó boca abajo sobre la barriga y con la cabeza hacia el cañón. Tuvo que hacer un esfuerzo para apoyarse sobre los codos y levantar la carabina.

—Es de siete disparos, Chato —dijo Josey—. Cuento contigo para que derribes a todos los hombres que rodeen a Escobedo y así sea yo el primero en dispararle. Recuerda, Escobedo es mío.

Chato levantó la mirada a Josey.

—Y tú, Josey… —las lágrimas caían por el rostro de Chato—. Tú… —se ahogó—, tú tienes la intención de morir ahí abajo… en el cañón.

Josey Wales miró con dureza al vaquero.

—No tengo intención de morir en ningún lado. Tengo la intención de matar a Escobedo, lo cual me siento obligado a hacer en primer lugar —sus ojos se ablandaron, y también su voz, cuando se giró—. Lo harás bien, Chato; recuerda que eres mejor hombre de lo que piensas.

Chato lo miró con los ojos empañados mientras bajaba cuidadosamente por la pared.

Todos le observaban desde la pared del cañón. El sol se inclinó aún más y las sombras reptaron sobre Ten Spot. Josey Wales estaba en el lecho del cañón. Estaba cepillando las patas del ruano y levantándole los cascos para quitarle los guijarros. Todos le vieron deslizar sus enormes revólveres arriba y abajo en las pistoleras; solo entonces se montó. No movió el caballo. El ruano parecía saber lo que se avecinaba. Se quedó erguido, quieto como una roca. Josey pasó perezosamente una pierna sobre el cuerno de la silla y desenvainó su enorme cuchillo.

Ten Spot, mientras lo observaba, suspiró para sus adentros.

—¡Se está cortando tabaco, por todos los santos!

Y así era, y lo mascó lentamente, muy lentamente, observando cómo reptaba la sombra centímetro a centímetro por el borde oeste, y escuchando.

Al principio, les llegó el sonido de muy lejos, como el distante golpeteo de la lluvia. Luego fue acercándose. Ahora el ruido de los cascos de los caballos se oía claramente, resonando cada vez más hasta que invadió el cañón. El sonido pasó de un redoble bajo a un estruendo ensordecedor. ¡Qué cantidad de caballos! ¡Atronador! Entonces aparecieron. El oficial del ejército a la cabeza, blandiendo el sable; tras él, en columnas de a dos, los rurales. Y seguían llegando, en una interminable riada. Era una visión sobrecogedora.

La sombra se desplazó aún más por la pared oeste, pero Josey Wales, ahora con ambos pies en los estribos, permaneció sentado e imperturbable en el camino, brillando a la luz del sol cuando este se reflejó sobre el manto de pelo rojizo del magnífico ruano bajo sus piernas.

El oficial del ejército estaba a unas cincuenta yardas de Josey cuando lo vio. El jinete inmóvil e impasible le había pasado desapercibido. Levantó la mano para detener la marcha. Observó bajo el ala de la gorra a la figura, inmóvil como una piedra.

Josey Wales juntó las riendas y las dejó colgando alrededor del cuerno de la silla. No necesitaba el control de las riendas con el ruano; Big Red había cargado en muchas ocasiones, se había enfrentado a muchos de esos hombres a caballo. Lo sabía, y sus músculos temblaban excitados bajo las piernas de Josey.

Permanecieron quietos durante un buen rato. Un susurro corrió por las filas de rurales. De repente, se escuchó un grito; estaba lleno de rabia, demente como el de un loco, y salió de la garganta de Josey Wales.

«¡ESCOBEDO! ¡ESCObedo! ¡Escobedo! ¡Escobedo!», lejos por el cañón, el eco repitió el nombre y la rabia.

El oficial desenvainó el sable y lo levantó, reflejando la luz del sol.

—¡Yo soy el capitán Jesús Escobedo!

«¡JESÚS Escobedo! ¡Jesús Escobedo!», el eco repitió el tono de arrogancia de las palabras.

El eco murió y durante todo un minuto se hizo el silencio, y la voz se escuchó monótona, áspera, provocadora, burlona: «¡Yo soy JOSEY WALES!». «¡JOSEY Wales! ¡Josey Wales!». El eco se apagó y un temblor recorrió las filas de rurales, el susurro de sus voces también resonó en el cañón, «¡Josey Wales!».

Cuando Josey volvió a gritar, la voz no era fuerte, sino monótona y letalmente fiera.

—Elige algún arma, babosa rastrera y cobarde. ¡Voy a matarte!

Y el eco repitió: «matarte… matarte…».

El teniente Valdez se adelantó junto a su capitán. Chato se limpió el sudor de los ojos. Ni siquiera se aseguró con un disparo en el pecho; era un buen tirador. Reventó un lado de la cabeza de Valdez. El teniente se dobló hacia delante y cayó de la silla. La explosión del rifle provocó murmullos de alarma entre los rurales. Desenfundaron los rifles.

El sargento adelantó su montura y el rifle volvió a detonar, derribándolo casi sin cabeza.

Escobedo permaneció sentado a solas.

—¡Te enfrentarás a él a solas! —jadeó Chato para sus adentros—, te enfrentarás a él a solas… mientras yo viva.

Escobedo dejó caer el sable. Tenía el rostro lívido, embargado bien por la locura o por el miedo. Alargó el brazo y sacó el rifle de la funda.

Al hacerlo, Josey Wales se inclinó hacia delante:

¡ADELANTE, BIG RED!

El ruano saltó tomando impulso, despegando las patas delanteras del suelo. El caballo que tenía frente a él era su enemigo, lo sabía por las experiencias anteriores. Los 44 ya estaban en ambas manos de Josey Wales.

Escobedo iba lento con su rifle, clavó las espuelas en el caballo, pero ya había perdido la ventaja.

El ruano iba ya a galope tendido. Josey levantó los revólveres. La detonación del primero retumbó como un cañón en las paredes, luego, la segunda. Escobedo cayó hacia atrás del caballo con el pecho reventado. Aun así, el ruano siguió cargando, derribó al caballo de Escobedo y lo dejó tirado al borde del camino.

Josey lo hizo virar presionando las rodillas con un giro hacia atrás y con un movimiento metódico y decidido, disparó al cuerpo en el suelo: una vez, dos veces, tres veces. No prestó ninguna atención a las filas de rurales tan cerca de él. Finalmente, escupió al capitán Jesús Escobedo.

Los rurales se quedaron congelados en ese instante de acción brutal, y a continuación cargaron. Si esperaban que el jinete solitario saliera huyendo, fueron desagradablemente sorprendidos. Con las rodillas, Josey volvió a girar al ruano para encararlos y cargó contra ellos amartillando los revólveres y disparándoles con ambas manos.

Desde la pared oeste sonó el estallido del rifle, una y otra vez. Las pistolas comenzaron a disparar desde las rocas. Y por encima de todo ello comenzó (primero un gruñido en voz baja y luego en aumento hasta convertirse en un grito de júbilo inhumano) el grito del ansia sanguinaria de guerra del rebelde Josey Wales. Un escalofrío recorrió la espalda de Chato. Pablo tembló al oír el sonido. Los rurales dejaron de gritar maldiciones. El grito se rompió en ecos que retumbaron una y otra vez por el cañón.

Ten Spot no era un pistolero. Realmente, no existía la violencia en Ten Spot, el derringer que llevaba era solo de adorno. Había jugado a las cartas, pero antes de eso, tan solo había tenido sus manzanos y sus libros.

Y de sus libros, lo único que conocía era la galante figura del duelista del siglo XVI. Se levantó irguiéndose y, con una mano apoyada en la cadera, alzó la pistola y la amartilló; tras apuntar cuidadosamente, disparó y derribó del caballo a un rural. Su camisa de volantes ondeaba al viento. La elegante levita negra imprimía una imagen de sí mismo en su mente. De nuevo, levantó la pistola. Ya no era Ten Spot. Era William Francis Beauregard Willingham.

Los rurales que vieron la figura erguida apuntaron con sus rifles y dispararon. Dos de ellos acertaron y derribaron a Ten Spot. Fue muy patético. Luchó por ponerse de nuevo de pie, tambaleándose mientras la sangre manaba de su pecho. Apuntó de nuevo el arma, sin olvidarse de apoyar la mano izquierda en la cadera. Cinco balas de rifle lo acribillaron. Su pistola, ya amartillada, disparó. Permaneció en pie, tambaleándose y se lanzó con el cuerpo rígido por el aire, como la estatua de un hombre de estado defenestrada por unos vándalos. Cayó, giró en el aire y aterrizó sobre las rocas a los pies de la pared. Por fin. William Francis Beauregard Willingham estaba muerto.

Los rurales, al comprender que solo podían cargar de dos en dos contra el demente que tenían en frente y temiendo el fuego asesino proveniente de la pared, giraron para huir. Al hacerlo, unas figuras brotaron de las rocas a ambos lados. ¡LOS APACHES!

Con arcos y flechas, lanzas y armas, cayeron sobre los rurales. El primer jinete que escapó galopaba precipitadamente cuando una figura agachada saltó a sus espaldas sobre el caballo y le reventó el cráneo como un melón con un hacha. El poderoso apache entonces giró el caballo y, blandiendo la lanza, retrocedió por el camino. ¡Si el hombre de la cicatriz en la cara cerraba el cuello de la botella, Gerónimo cerraría el fondo!

Los gritos de los moribundos cesaban de golpe tras el húmedo sonido de las lanzas al penetrar en el blanco. Los caballos heridos relinchaban e intentaban levantarse. Los apaches se movían entre ellos. Cuando encontraban a hombres con cabelleras de sus mujeres o sus hijos, descuartizaban sus cuerpos.

Josey Wales había desmontado. El sudor cubría la sangre que manaba de un lado; un corte de sable en el hombro.

Lentamente, se dirigió al cuerpo destrozado de Ten Spot, que yacía casi al borde de la ruta. Pablo y En-lo-e bajaron a tumbos por las rocas, sujetando a Chato entre ellos. Todos permanecieron en un pequeño círculo, exhaustos, y miraron a Ten Spot. Su cuerpo estaba roto, ensangrentado e irreconocible.

Con gesto cansado, Josey Wales se inclinó y comenzó a apartar rocas y abrir un espacio lo suficientemente grande y profundo para enterrar a Ten Spot. Se movió despacio e hizo rodar el cuerpo en el agujero. Chato permaneció de pie, tambaleante, mientras Pablo y En-lo-e ayudaban a Josey a apilar las rocas y formar el túmulo. No prestaron atención a los guerreros apaches a unas cincuenta yardas de ellos en el cañón, que ahora despojaban a los cuerpos de pistolas y munición y agrupaban a los caballos. Ahora la ruta estaba totalmente en sombra.

Josey se quitó el sombrero. Su rostro se mostraba inexpresivo. Pablo y Chato se quitaron los sombreros y los sujetaron sobre sus pechos.

—Bueno —dijo Josey, y su voz sonó hueca—, supongo que debemos decir algo.

—dijo Pablo—, debemos dar enterramiento al señor Ten Spot.

—Señor… —comenzó Josey.

—interrumpió Pablo.

—¡Cierra el pico! —gruñó Josey—, ¿es que no ves que estoy rezando?… Señor —comenzó otra vez—, Ten Spot no era su nombre, pero no recuerdo de buenas a primeras cuál era. Era un nombre largo y Tú lo conocerás, supongo —Josey hizo una pausa y frunció el ceño—. Ten Spot nunca le dio importancia a marcar una baraja, o a deslizar una carta al fondo de la baraja. Es solo que no significaba mucho para él. Él me fue fiel, Señor, y por eso yo me siento en deuda con él. Supongo que murió sin temor. Te agradeceríamos que tuvieras a bien aceptar a Ten Spot —Josey volvió a hacer una pausa—. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo, lo que el Señor nos da, el Señor nos lo quita… y demás. ¡Amén! —concluyó, y se puso el sombrero en la cabeza.

—¡Amén! —dijo Chato—. Adiós, Ten Spot.

—Amén —dijo Pablo, y se persignó. Jamás había oído una oración semejante—. ¿No deberíamos… marcar la tumba del señor Ten Spot… con algo? —preguntó en voz baja.

Josey cortó un trozo de tabaco y mascó meditando la pregunta durante un largo minuto.

—Nooooo —dijo—, recuerdo que en una ocasión Rose me dijo que Ten Spot, cuando se emborrachaba, hablaba continuamente de un lugar llamado Shenandoah, un valle verde donde tenía sus manzanos —hizo una pausa—. No, supongo que es allí adonde ha ido Ten Spot, no está aquí. Tal vez —y su rostro marcado se iluminó—, tal vez se haya llevado a Rose con él. No —parecía convencido—, Ten Spot no está aquí.

Pablo y Josey, sujetando entre los dos al tambaleante Chato, se dirigieron al lugar donde estaban atados los caballos y montaron. Josey tiraba de la montura de Chato, y Pablo le seguía. En-lo-e dudó. Miró hacia atrás. Los apaches estaban de pie, en silencio, observándolos. Ella saludó con la mano, saltó sobre el caballo y siguió a Pablo por la ruta en sombra.

Los apaches regresaron a su trabajo, colgando las armas y munición de los caballos y atando los caballos extra: sus premios de guerra. «Botín», lo llamaba el hombre blanco… a menos que fuera él el que los tomara.

Cabalgaron en una larga fila con Gerónimo a la cabeza por la misma ruta que Josey Wales. Pasaron junto a la tumba de Ten Spot. No pararon ni miraron al pequeño apache vendado que estaba de pie junto al túmulo.

Era indecoroso mostrar cualquier emoción. Cualquier sentimiento del apache podía ser, y era, traducido en acción, pero en ocasiones no había manera de ocultar la pena. Y por ello no miraron, para no avergonzar a su hermano Na-ko-la.

Na-ko-la estaba de pie junto a la tumba mientras las sombras se alargaban. Estaba en cuclillas y cantó la canción de muerte del héroe, que suena a canto salvaje y sinsentido a los oídos del hombre blanco, pero que dice:

Tú has ayudado a los indefensos que no podían ayudarte

Has cultivado la amistad de los que no tenían amigos y que no podían ser amigos tuyos

Has muerto la muerte del valor y el coraje

Regresarás al gran círculo

Nacerás otra vez, Hermano, más alto en el gran círculo, por tus hazañas te has ganado este sitio

Yo, Na-ko-la, te canto para que los espíritus del círculo de vida escuchen mi humilde canción por ti.

Na-ko-la permaneció allí. La canción había acabado. Las lágrimas inundaron sus ojos. Los apaches sentían profundamente. Na-ko-la lloró. Se alejó a trompicones por la ruta. Se giró y dijo:

—¡Adiós, Hijo de Perra!

A unas cincuenta yardas por la ruta, encontró al caballo atado a un arbusto, dejado ahí por sus camaradas. Montó y siguió sus huellas. Ellos le esperarían.