Capítulo 11
Texas en 1867 estaba sometido al férreo control del gobierno militar del general de la Unión Phil Sheridan. Este había defenestrado al gobernador James W. Throckmorton y nombró para el cargo a su propio gobernador, E. M. Pease. Pease, un hombre de paja del Ejército del Norte a las órdenes de políticos radicales de Washington, pronto sería sustituido por otro gobernador militar, E. J. Davis, pero las condiciones siguieron siendo las mismas.
Solo aquellos que habían firmado el «Juramento Ironclad»[7] podían votar. Los soldados de la Unión hacían largas colas frente a las urnas electorales. Todos los simpatizantes de los sureños habían sido expulsados de sus cargos. Jueces, alcaldes, sheriffs… fueron reemplazados por lo que los texanos llamaban «scalawags»[8], si los chaqueteros eran del Sur, y «carpetbaggers»[9] si eran del Norte. Milicias armadas de chaquetas azules llamados «Reguladores» impusieron, o intentaron imponer, la voluntad del gobernador, y turbas de asediadores unionistas, medio controlados por los políticos, se asentaron en el territorio como una plaga de langostas.
Los efectos de la avaricia carroñera y los tejemanejes de los políticos campaban a sus anchas, afanados por confiscar propiedades y hogares y forrarse los bolsillos con las tasas y los impuestos. El Ejército Regular, como era habitual, quedó atrapado en medio y mayormente se quedaba al margen o se dedicaba a la inútil tarea de intentar contener las incursiones de los sanguinarios comanches y kiowas que habían penetrado hasta el territorio central de Texas. Esas Fieras de las Llanuras defendían con uñas y dientes su último territorio libre, que se extendía desde el profundo México hasta el río Cimarrón en el norte.
Los nombres de rebeldes salvajes iban adquiriendo sangrienta reputación; Cullen Baker, el demonio de Luisiana, se estaba haciendo famoso. El capitán Bob Lee, que había estado a las órdenes del incomparable Bedford Forrest en Tennessee, estaba librando una pequeña guerra contra las Ligas de la Unión lideradas por Lewis Peacock. Operando desde los condados de Fannin, Collins y Hunt, Lee estaba incendiando el noreste de Texas. Ya le habían puesto precio a su cabeza. Bill Longley, el frío asesino de Evergreen, se encontraba en búsqueda y captura, y más al sur, por los condados de DeWitt y de Gonzales, estaba el clan de los Taylor. Liderados por el excapitán confederado Creed Taylor, tenía bajo sus órdenes a sus hermanos Josiah, Rufus, Pitkin, William y Charlie… y a sus hijos Buck y Jim, y a todo un ejército de una segunda generación.
Procedentes de ambas Carolinas, Georgia y Alabama, los Taylor luchaban bajo el siguiente lema familiar, grabado a fuego en su sangre desde el nacimiento: «Quienquiera que derrame sangre de un Taylor, debe morir por la mano de un Taylor». Y no era una metáfora. Ciudades enteras se vieron aterrorizadas por los tiroteos entre los Taylor, sus familiares y amigos… y los Reguladores liderados por Bill Sutton y su séquito. Eran duros y malvados; empeñados en defender sus «popriedades»; nunca habían sido derrotados y tenían la intención de dejarlo bien claro.
Simp Dixon, un familiar de los Taylor, murió en Cotton Gin, Texas, con la espalda apoyada en una pared… lo acribillaron a balazos y aun así siguió disparando sus dos 44. Se llevó por delante a cinco reguladores con él. Los hermanos Clements continuaron asaltando las ciudades controladas por carpetbaggers y periódicamente subían al norte por la ruta cuando el calor de Texas se hacía demasiado nocivo. Los ranchos desatendidos desde hacía cuatro años habían perdido miles de cuernilargos asilvestrados por los montes. El noreste del país necesitaba ternera y los jinetes sureños abarrotaban las distintas rutas reuniendo el ganado en manadas y dirigiéndolas al norte.
Primero subían por la ruta de los Shawnee hacia Sedalia, Misuri… luego por la ruta de Chisholm hacia Abilene, Kansas… Y por la Ruta Occidental hacia Dodge City, a medida que las líneas ferroviarias se fueron extendiendo hacia el oeste. Cada primavera y cada otoño convertían las pequeñas poblaciones ganaderas cabezas de vía en «Pequeños Texas» e imprimieron en ellas una marca de lo salvaje que más tarde otorgaría a esos pequeños pueblos un lugar en la historia por siempre jamás.
Era un año antes de que un joven, John Wesley Hardin, iniciara su carrera monstruosamente sangrienta… pero él solo fue uno más entre muchos. El general Sherman comentó sobre la época y el lugar: «Si fuera propietario de Texas y del Infierno, alquilaría Texas y viviría en el Infierno». Bueno, Sherman sabía bien dónde encontrar la compañía de su agrado. En cuanto a los texanos… los que no pudieron hacerse con las riendas de un caballo desbocado decidieron marcharse, preferiblemente en una caja de madera de pino.
Y ahora se corrió la noticia por la Ruta. El Rebelde de Misuri y guerrillero sin parangón, Josey Wales, iba de camino a Texas. Era suficiente para que un texano pateara el suelo con regocijo y escupiera al viento. A los políticos les produjo pensamientos frenéticos y una actividad febril. Ambos bandos se prepararon para la llegada.
Las hogueras parpadeaban hasta donde alcanzaba la vista. Manadas madrugadoras, en busca de las mejores ofertas en los mercados tras un periodo invernal sin ternera en el Norte, se amontonaban unos junto a otros casi de punta a punta de la ruta. Los cuernilargos berreaban y se empujaban mientras los vaqueros los rodeaban y los guardaban en un vallado para pasar la noche. Josey, Lone y Pequeño Rayo de Luna… que ahora cabalgaban juntos… pasaron cerca de las hogueras más avanzadas, entre las sombras. Los acordes de un banjo de cinco cuerdas sonaban metálicos por encima de los sonidos del ganado y una voz lastimera se alzó en un canto:
Dicen que ya no puedo empuñar mi rifle,
que ya no puedo luchar contra ellos,
pero no voy a quererles jamás
ahora que ya no hay duda alguna.
Y no quiero ningún perdón
por lo que fui y por lo que soy,
y no seré reconstruido,
y me importa todo un comino
Acamparon en un barranco poco profundo sin agua, lejos de las manadas. Al no poder atar con estacas a los caballos para que pacieran, y con el apetito añadido del pinto, el grano se les estaba agotando.
Era la hora del café para los vaqueros de la manada de los hermanos Gatling. Había tres hermanos Gatling y once jinetes que conducían tres mil cabezas de cuernilargos. Había sido un día duro. Las manadas les seguían en hileras a sus espaldas e inmediatamente después les seguían vaqueros mexicanos con una manada más pequeña, quienes les empujaban y gritaban para que fueran más rápido. Se habían producido varias refriegas durante el día y los jinetes estaban de un humor de perros. Los cuernilargos todavía no estaban domados para recorrer la ruta y seguían asilvestrados mientras eran conducidos por el campo; y algunos habían estado embistiendo durante todo el día y alejándose de la manada principal, lo cual mantuvo ocupados a los vaqueros. Ahora diez de ellos estaban agachados o sentados con las piernas cruzadas alrededor del fuego, devorando habichuelas con ternera. La mitad de ellos tendría que reemplazar a los jinetes que ahora cabalgaban en círculos alrededor de la manada para encargarse de la primera guardia de la noche. Ninguno parecía tener prisa por volverse a montar en la silla. Toscamente ataviados, la mayoría de ellos llevaba chaparreras… los vaqueros las llamaban «chaps»… y pesadas pistolas colgaban de cinturones caídos alrededor de sus cinturas.
La voz se escuchó claramente:
—Hooolaaa, campamento.
Todos los hombres se tensaron. Cuatro de ellos desaparecieron en la oscuridad tras retroceder unos pasos del fuego. Tenían los «papeles», y aunque estaban protegidos por el código de la ruta… todos los jinetes de la manada lucharían hasta morir en su defensa… no tenía sentido preocupar y molestar a un agente del orden metomentodo.
El jefe de ruta, durante un buen rato, continuó masticando ternera, haciéndoles esperar el tiempo suficiente. Luego se levantó y berreó:
—¡Acérquense!
Escucharon las lentas pisadas del caballo… y luego lo vieron a la luz de la hoguera. Era un enorme caballo negro que bufaba y reculaba cuando el jinete se aproximó. Desmontó y no dejó las riendas del negro sueltas sino que las ató a la rueda del carromato de la comida. Sin mediar palabra, sacó un plato y una taza de metal de las alforjas, se sirvió una buena cantidad de habichuelas y ternera de la olla, se escanció calmadamente café en la taza y se agachó para comérselo en el círculo de jinetes. Esa era la costumbre. La cantina estaba a disposición de cualquier jinete en la ruta.
Era de mala educación hacer preguntas en Texas. Siempre que un hombre formulaba una, la acompañaba invariablemente con un «sin acritud»… a menos, por supuesto, que sí se quisiera mostrar acritud… en cuyo caso uno debía estar preparado para desenfundar su pistola. De todas formas, las preguntas no eran necesarias. Todos los vaqueros presentes podían «interpretar» las señales. El jinete calzaba botas mocasín y el pelo negro largo y en trenzas. Era indio. El sombrero gris de caballería significaba confederado. Un cheroqui confederado. Llevaba el 44 enfundado y un cuchillo. Un guerrillero. Venía de las Naciones, en el Norte, y cabalgaba hacia el sur… si no fuera así, si hubiera venido por el sur, habría parado a comer en el extremo trasero del convoy. El caballo era demasiado bueno para un indio o un vaquero normal, por lo tanto, debía de estar huyendo de algo, que es cuando uno necesita el mejor ejemplar equino que pueda conseguirse. La «interpretación» tan solo precisaba de un minuto. Todos dieron su aprobación… y mostraron su acuerdo retomando la conversación.
—Solo podrán cazar a Wales por la espalda —opinó un vaquero barbudo mientras rebañaba las habichuelas con un biscote.
Otro se levantó y volvió a llenarse el plato.
—Whit cabalgó con Bill Todd y Fletch Taylor en Misuri… dice que vio a Wales en una ocasión en el 65, en Baxter Springs. Disparó a tres polainas rojas… Whit dice que era imposible ver el movimiento de sus manos… y ninguno de los polainas logró desenfundar.
—Unos panzas-azules lo rastrearon por las Naciones —dijo otro—. Dicen que va con otro jinete… ahora quizás dos.
El jefe de ruta habló:
—Se sabe que tenía amigos entre los cheroquis.
Su voz se apagó… había hablado sin pensar en sus palabras… y ahora se hizo un incómodo silencio. Los hombres lanzaron rápidas miradas de reojo hacia el indio, que parecía no haberlo oído. Estaba concentrado en su plato de hojalata.
El jefe de ruta se aclaró la garganta y se dirigió al indio:
—Forastero, nos preguntábamos por las condiciones de la ruta allá en el norte. Es decir, si es que viene de esa dirección, sin intención de molestar.
Lone levantó la mirada despreocupadamente y habló con un bocado de ternera en la boca.
—No es molestia —dijo—. El pasto debería estar bien. A un día de distancia de la otra orilla del Rojo os molestarán algunos choctaws… hay grupos pequeños armados con viejos rifles de carga delantera. Las aguas del Canadian todavía no han subido, al menos, no lo habían hecho hace unos días. Si van a desviarse por la ruta Chisholm, se toparán con el Arkansas al oeste del Neosho… tampoco debería ir muy crecido… pero nunca he llegado tan al oeste. Al este, por la ruta Shawnee… está un poco crecido —rebañó los restos de las habichuelas, limpió el plato con arena y apuró el último trago de café—. Quiero comprar un poco de grano para animales… si les sobra algo.
—Estamos tirando de nuestras reservas… no llevamos grano —dijo el jefe de ruta—, pero solo para un caballo, tal vez…
—Tres caballos —dijo Lone.
El jefe de ruta se volvió hacia el cocinero.
—Dale la avena del carromato de la comida —y dirigiéndose a Lone—. No es mucho… solo para un día o dos… pero nosotros podemos desayunar fritos de maíz… ¿verdad, chicos?
Los vaqueros asintieron moviendo sus enormes sombreros al unísono. Lo sabían.
—Me gustaría pagar —dijo Lone mientras tomaba el saco de avena del cocinero.
—Ni hablar —dijo un vaquero junto al fuego con voz alta y clara.
Cuando Lone se montó en el negro, el jefe de ruta sujetó la brida durante unos segundos:
—Ligas de la Unión, unos veinticinco hombres… o treinta… registraron las manadas a un día a caballo de aquí… se dirigían al oeste. Les oí decir que los Reguladores estaban peinando todo el territorio en esta parte del condado.
Y entonces soltó la brida.
Lone bajó la mirada hacia el jefe de ruta y sus ojos brillaron.
—Se lo agradezco —dijo en voz baja, tiró del negro y desapareció.
—Buena suerte —las voces de los hombres flotaron hacia él desde la hoguera.
Josey y Pequeño Rayo de Luna le esperaban en la charca cercana. Josey se sentó sujetando las riendas de los caballos y Pequeño Rayo de Luna permaneció de pie detrás de él, en la parte alta de la ribera, atenta al regreso de Lone. Antes de que él escuchara los pasos del indio, ella le tocó el brazo.
—Caballo —dijo secamente.
Josey sonrió en la oscuridad, una squaw cheyene que hablaba como un vaquero. Escuchó el informe de Lone en silencio. Por alguna razón… había dado por sentado que Texas seguiría siendo tal como era cuando pasó allí el invierno durante la Guerra; todo parecía en paz tras las líneas confederadas… pero ahora, las mismas traiciones que habían asolado Misuri durante tantos años estaban presentes en Texas.
Su rostro se endureció. No iba a resultar fácil llegar a México. Le sorprendía que conocieran tan bien su nombre, y la palabra «Reguladores» le resultaba nueva. Lone le observó y esperó pacientemente a que Josey hablara. Lone Watie era un rastreador experto. Había sido un hombre de caballería de la más alta categoría, pero sabía por instinto que ese clima de Texas requería el liderazgo del guerrillero experto.
—Cabalgaremos de noche —dijo Josey con tono grave—, descansaremos de día junto a los riachuelos y bajo los árboles. Cuanto más bajemos al sur, más seguros estaremos. Sigamos cabalgando.
Dirigieron los cansados caballos hacia el sur, bordeando ampliamente las hogueras de las manadas.
La mañana del cuarto día divisaron el Brazos y acamparon en un espeso bosque de álamos a media milla de la carretera de Towash. Pequeño Rayo de Luna se hizo un ovillo a los pies de un árbol y se quedó dormida. Ya no quedaba grano para los caballos y Lone los ató a una estaca en un terreno con escasa hierba… y a continuación se tumbó en el suelo con el sombrero sobre la cara.
Josey Wales observó la carretera de Towash. Desde donde estaba sentado, apoyado en un álamo, podía ver los jinetes que pasaban a sus pies. Muchos jinetes, solos y en grupos. Ocasionalmente pasaba un carro que levantaba el fino polvo gris… y aquí y allá algún que otro precioso caballo. Hacia el oeste pudo ver la ciudad, apenas visible tras la bruma polvorienta, y una pista de carreras en los límites de la población. Era día de carreras; eso significaba mucha gente. En ocasiones uno podía moverse entre mucha gente sin llamar la atención.
Josey masticó laboriosamente un trozo grande de tabaco y se puso a darle vueltas a un plan. No veía jinetes azules en el camino. México, ese objetivo efímero para hombres efímeros que no tenían mundo ni objetivo, estaba a un largo trecho. Conseguirían provisiones en la ciudad y marcharían hacia el sur en dirección a San Antonio y la frontera.
—De todas formas —reflexionó en voz alta—, si Pequeño Rayo de Luna no consigue una silla nueva… o un caballo… se va a romper el trasero en ese pinto.
Despertaría a Lone a mediodía.
Josey ignoraba el nombre de la ciudad. Estaban allí por casualidad después de avanzar por la vieja carretera de Dallas a Waco pasada la medianoche y abandonarla cuando las primeras luces del día despuntaron por el este.
La ciudad era Towash, uno de tantos centros de carreras y apuestas en el corazón de Texas. Al sureste estaba Bryan, que ganó cierta fama cuando Big King, propietario del salón Blue Wing, perdió aquel establecimiento por una mala mano a las cartas. El ganador y nuevo propietario era Ben Thompson, el jugador y demonio pistolero exconfederado de Austin. Brenham, Texas, al sur del Brazos, era otro centro de reunión de la curtida aristocracia de los naipes y las pistolas.
Towash era un lugar extraordinario. Pero ahora ha desaparecido y tan solo unas cuantas chimeneas de piedra ruinosas marcan su previa existencia… al oeste de Whitney. Pero en 1867 Towash se había hecho un gran nombre… al más puro estilo texano. Se vanagloriaba del circuito de carreras de Boles, que atraía a los juerguistas y jugadores desde lugares tan lejos como Hot Springs, Arkansas. Había un ferry impulsado a mano que cruzaba el Brazos, y no muy lejos de allí se alzaba una molienda movida por una enorme noria de agua. Dyer & Jenkins, se llamaba el comercio. Había una barbería con escasos clientes y seis salones que tenían demasiados, donde se dispensaba whisky barato… sin rebajar. Como era típico en muchas ciudades de Texas en 1867, no existía ninguna ley más allá de la que cada hombre se quisiera dar. De vez en cuando los Reguladores de Austin aparecían… siempre en grupos grandes… más por protección que por hacer cumplir la ley.
Cuando esto ocurría, era costumbre que el barman se moviera por la barra limpiando con un trapo e informando en voz baja: «Panzas azules en la ciudad», por el bien de todos los caballeros presentes en búsqueda y captura. Algunos desaparecían y otros no. En tales casos, era frecuente que otro texano muriera con las botas puestas… pero no sin haber mermado antes las filas de los Reguladores en la feroz guerra no declarada de la Reconstrucción en Texas.
Un leve silbido puso a Lone de pie. Pequeño Rayo de Luna estaba agachada junto a él mientras Josey hablaba y dibujaba con un palo la ruta futura en el suelo.
—¿Vas a entrar tú también? —preguntó Lone.
Josey asintió.
—Estamos bastante al sur y las últimas noticias que tienen de mí es en las Naciones.
Lone sacudió la cabeza vacilante.
—Se habla por todas partes, y conocen tu aspecto.
Josey se levantó y se estiró.
—Conocen el aspecto de muchos tipos. No voy a pasar el resto de mi vida vagando por el campo. De todas formas, no vamos a regresar por esta dirección.
Ensillaron a última hora de la tarde y bajaron la loma hacia Towash. Pequeño Rayo de Luna y el redbone iban tras ellos.