Capítulo 5

Siguieron la ribera río abajo, apartándose de Warrensburg, y cruzaron los bajos del río con el agua hasta las panzas de los caballos. Al salir del río, avanzaron al paso a través de media milla de espesa maleza antes de llegar a una dispersa arboleda. Faltaban dos horas para la puesta de sol y ante ellos se abría la pradera tan solo interrumpida por arbustos rodantes. A su derecha estaba Warrensburg y la carretera de Clinton hacia el sur; una carretera por la que ellos ahora no podían transitar.

Josey arrimó los caballos al último refugio de árboles. Examinó el cielo. La lluvia les vendría bien. Siempre ayudaba a que las partidas y grupos no disciplinados buscaran un techo donde refugiarse.

Aunque el cielo estaba nublándose, no parecía que fuera a llover inmediatamente. El viento arreciaba desde el norte, frío y punzante, tumbando los altos arbustos de la pradera que les llegaban hasta la cintura.

Permanecieron sentados en silencio sobre sus caballos. Josey observó una nube de polvo en la distancia y la siguió con la vista hasta que desapareció… era el viento. Examinó los arbustos rodantes y volvió a examinarlos otra vez… dejando que pasara un tiempo para poder descubrir a cualquier jinete que pudiera haber estado escondido. A lo largo de todo el territorio hasta el horizonte… no había ningún jinete. Josey sacó una manta de la parte trasera de su silla y la colocó alrededor de los hombros encorvados de Jamie. Le bajó aún más el sombrero sobre los ojos.

—Cabalguemos —dijo rápidamente y espoleó al ruano. La pequeña yegua le siguió. Los caballos estaban descansados y fuertes. Josey tuvo que frenar al ruano hasta ponerlo al paso para evitar que la yegua de patas más cortas rompiera a trotar.

Jamie espoleó a la yegua hasta colocarse junto a Josey.

—No te retrases por mi culpa, Josey —le gritó débilmente contra el viento—. Puedo cabalgar.

Josey detuvo los caballos.

—No estoy retrasándome por tu culpa, saltamontes cabeza dura —dijo sin alterarse—. En primer lugar, si hacemos correr a los caballos, levantaremos polvo; en segundo lugar, ya hay suficientes partidas en el sur de Misuri buscándonos como para empezar otra guerra y, en tercer lugar, como intentes correr en lugar de pensar, nos colgarán de la soga cuando llegue la noche. Tenemos que atravesar rápidamente el territorio.

Una media hora a paso regular les llevó hasta un banco de arena junto al río, donde la ruta se separaba de la ribera y se dirigía hacia el oeste. Invadida de densa maleza y pequeños cedros, ofrecía un buen escondite, pero Josey guio los caballos a través de la senda hasta volver a salir a la pradera.

—Peinarán esas orillas… en todo caso, esa no es nuestra dirección —comentó secamente.

Unas cien yardas más allá detuvo los caballos. Desmontó y cogió una rama de arbusto del suelo y volvió sobre sus pasos hasta el banco de arena. Tan cuidadosamente como un ama de casa, regresó marcha atrás al tiempo que limpiaba las pisadas sobre la tierra suelta.

—Si encuentran nuestro rastro y son lo suficientemente idiotas… podrían perder dos horas en ese banco de arena —le dijo a Jamie mientras espoleaba los caballos de nuevo.

Pasó otra hora, con rumbo constante hacia el sur. Jamie ya no levantaba la cabeza para examinar el horizonte. Un dolor punzante y abrasador llenaba su cuerpo. Podía sentir la hinchazón de la carne bajo el vendaje fuertemente atado. Las nubes descendían sobre ellos, más pesadas y oscuras, y el viento transportaba un reconocible sabor a humedad. La penumbra del anochecer aportaba una inquietante luz a la maleza de la pradera que hacía que el paisaje pareciera haber cobrado vida.

De repente, Josey detuvo los caballos.

—Jinetes —dijo lacónico—, se acercan por nuestra espalda.

Jamie escuchó, pero no oyó nada… luego, percibió un débil latido de cascos de caballo. Delante de ellos, a lo lejos, quizás a cinco o seis millas, había una loma de bosque frondoso. Demasiado lejos. No había ningún otro lugar a cubierto.

Josey desmontó.

—Una docena, tal vez más, pero no van dispersos sino apiñados y se dirigen a aquel bosque de allá.

Con cuidado y sin prisas, bajó a Jamie de la silla de montar y lo sentó en tierra con las piernas estiradas. Llevó al ruano cerca del chico, agarró al caballo por los belfos con la mano izquierda y, lanzando el brazo derecho por encima de la cabeza del animal, agarró la oreja del ruano. La retorció con fuerza. Las rodillas del ruano temblaron y cedieron bajo su peso… y cayó rodando al suelo. Josey alargó una mano hacia Jamie y lo arrastró hacia la cabeza del caballo.

—Túmbate sobre su cuello, Jamie, y sujétale los belfos.

Josey saltó sobre sus pies y agarró la cabeza de la yegua. Pero esta se le resistió, reculando y dando coces y levantándolo del suelo. El animal le miraba con ojos desorbitados y echaba espuma por la boca y a punto estuvo de soltarse. En un momento dado, Josey echó mano del cuchillo de la bota, pero antes de agarrarlo tuvo que sujetar a la yegua con más fuerza para evitar que se escapara. El golpeteo de los cascos de la partida se escuchaba ahora claramente e iba aumentando de volumen. Desesperadamente, Josey dio un salto. Aún con la cabeza de la yegua entre sus manos, cerró las piernas alrededor del cuello del animal y empujó el peso de su propio cuerpo hacia abajo sobre la cabeza de la yegua. Los belfos del animal se arrastraron por la tierra. La yegua intentó saltar, pero resbaló y cayó con fuerza sobre un costado.

Josey permaneció tumbado donde había caído, con las piernas enrolladas alrededor del cuello de la yegua, sujetando con fuerza la cabeza contra su pecho. Había caído a menos de una yarda de Jamie. Miró al chico y pudo ver su blanco rostro y sus ojos febriles mientras permanecía tumbado sobre el cuello del ruano. El tamborileo de los caballos de la partida ahora hacía que el suelo vibrase.

—¿Puedes oírme, chico? —el susurro de Josey sonó ronco.

El pálido rostro de Jamie asintió.

—Escúchame ahora… escucha. Si me ves saltar, tú quédate tumbado. Me llevaré a la yegua… pero tú quédate tumbado hasta que escuches los tiros y los caballos corriendo hacia el río. Luego échate hacia atrás sobre el ruano. Él te levantará sobre su grupa. Cabalga hacia el sur. ¿Me escuchas, chico?

Los ojos febriles le devolvieron la mirada. Un fino rostro marcado por arrugas pertinaces. Josey maldijo para sus adentros.

Los jinetes se acercaban. Los caballos avanzaban a medio galope y los cascos golpeaban rítmicamente el suelo. Ahora Josey podía oír el crujir de la piel de las sillas y desde su posición en el suelo vio el cuerpo de jinetes cerniéndose sobre ellos. Pasaron a menos de doce yardas de los caballos tumbados. Josey pudo ver los sombreros… y los hombros recortados contra el horizonte más claro.

Jamie tosió. Josey miró al chico, desabrochó uno de los Colt y empuñó el revólver sobre la cabeza de la yegua. Un hilillo de sangre caía de la boca de Jamie y Josey lo vio sacudirse y toser otra vez. Luego vio que el chico bajaba la cabeza; estaba mordiendo el cuello del ruano. Los jinetes seguían pasando durante una enloquecedora eternidad. La sangre caía ahora de la nariz de Jamie mientras su cuerpo se sacudía por falta de aire.

—Respira, Jamie —susurró Josey—, respira, maldito seas, o morirás.

Pero el chico siguió aguantando. Los últimos jinetes desaparecieron de vista y los cascos de los caballos se apagaron. Josey se estiró y golpeó a Jamie con un puñetazo brutal en la cabeza. El chico rodó sobre un costado y su pecho se expandió con aire. Estaba inconsciente.

Josey se puso en pie y dejó que la yegua se levantara, con la cabeza gacha y temblorosa. Apartó a Jamie del ruano y el enorme caballo se levantó, bufó y se sacudió el cuerpo. Josey se inclinó sobre el chico y le limpió la sangre de la cara y el cuello. Levantó la camisa y vio una masa de carne horriblemente descolorida e inflamada bajo los vendajes. Aflojó las vendas y echó un poco de agua fría de su cantimplora sobre el rostro de Jamie.

El chico abrió los ojos. Sonrió tensamente a Josey y con los dientes apretados susurró:

—Les hemos vuelto a dar una paliza, ¿verdad, Josey?

—Sí —dijo Josey con voz suave—, les hemos vuelto a dar una paliza.

Enrolló una manta, la colocó bajo la cabeza de Jamie y se sentó mirando hacia el sur. La partida había desaparecido en la noche cerrada. Sin embargo, siguió observando. Tras un largo rato, fue recompensado al detectar el parpadeo de las hogueras en los bosques al suroeste. La partida había acampado para pasar la noche.

Si hubiera estado solo, Josey habría retrocedido de nuevo hacia el Blackwater y por la mañana habría seguido a la partida hacia el sur. Pero Josey había visto el sufrimiento en hombres heridos antes. Siempre mataba. Calculaba que estaban a unas cien millas de la tienda medicina de los cheroquis.

Jamie estaba sentado y Josey lo subió a la silla de la yegua. Continuaron hacia el sur, dejando las luces del campamento de la partida a su derecha.

Aunque el cielo se había nublado, calculó que debía de ser medianoche cuando detuvo los caballos. Aunque estaba consciente, Jamie se balanceaba en la silla y Josey le ató los pies a los estribos pasando la cuerda por debajo de la tripa del caballo para asegurar al chico.

—Jamie —dijo—, la yegua va con un trote bastante suave. Casi tan suave como si fuera al paso. Tenemos que ganar algo de tiempo. ¿Podrás con ello, chico?

—Podré con ello —la voz sonó débil, pero segura. Josey espoleó al ruano hasta ponerlo en un lento medio galope y la pequeña yegua le siguió de cerca. La pradera ondulante cambió lentamente de aspecto… una pequeña loma boscosa se veía aquí y allá. Antes del amanecer, ya habían llegado al río Grand. Mientras examinaba las orillas en busca de un vado, Josey tomó una ruta bastante transitada para cruzar y luego continuó por terreno abierto hacia el Osage.

Pararon al mediodía en las orillas del río Osage. Josey alimentó a los caballos con el grano de maíz que llevaba Jamie en las alforjas. Ahora, hacia el sur y el este, podían ver las laderas de los salvajes Montes Ozark con quebradas enrevesadas e innumerables riscos que habían servido durante mucho tiempo al fuera de la ley en su huida. Estaban cerca, pero el Osage era demasiado profundo y demasiado ancho.

Sobre una llama diminuta, Josey calentó caldo para Jamie. Él mismo devoró un poco de cerdo en salazón y tortitas de harina de maíz. Jamie descansaba sobre la tierra; el caldo le había devuelto algo de color a sus mejillas.

—¿Cómo vamos a cruzar, Josey?

—Hay un ferry a unas cinco millas río abajo, en el cruce de Osceola —respondió Josey mientras ajustaba las correas de las sillas en los caballos.

—¿Y cómo diantres vamos a cruzar en un ferry? —preguntó Jamie incrédulo.

Josey ayudó a Jamie a subirse a la silla.

—Bueno —dijo arrastrando las palabras—, solo hay que subirse en él y dejarse llevar, supongo.

Una arboleda frondosa entremezclada con caquis y raquíticos arbustos de cedro les separaba del claro. El ferry estaba atracado y amarrado a unos postes en la orilla. Un poco apartados del río había dos edificios de madera, uno de los cuales parecía ser un almacén. Josey pudo ver la carretera de Clinton serpenteando hacia el norte una media milla hasta desaparecer tras una elevación y reaparecer en la lejanía.

Humo de madera manaba de las chimeneas tanto del almacén como de la vivienda, pero no se advertían signos de vida a excepción de un anciano sentado sobre un tocón que tejía una trampa de alambre para peces. Levantaba la mirada constantemente de la labor para mirar hacia la carretera de Clinton.

—El anciano parece nervioso —susurró Josey—, y ese podría ser el lugar.

—¿El lugar para qué? ¿No van bien las cosas?

—Daría un carromato rojo con ruedas amarillas por ver al otro lado de aquellas cabañas —dijo Josey… y luego—. Vamos.

Con la consumada audacia del guerrillero, salió cabalgando lentamente de la arboleda y se dirigió directamente hacia el anciano.