Capítulo 9

A esas mismas horas tempranas del amanecer, los ojos de rastreador de Chato Olivares dieron con el rastro. Habían retrocedido hacía menos de media hora cuando vio las huellas. No había duda.

—Coyamo, Josey —dijo—, han ido a Coyamo. Las huellas no son antiguas. ¡Nos estamos acercando!

¡Acercarse! Allí, a la luz fantasmal del amanecer del desierto, se quedaron montados en sus caballos. Acercarse. Y luego, ¿qué?

Josey Wales cortó un trozo de tabaco, se lo metió en la mejilla y mascó pensativo. Escupió sobre la pala de un cactus y advirtió, con fugaz satisfacción, que había acertado de pleno.

—Bien —dijo lentamente al tiempo que espoleaba al ruano—, pongámonos a ello.

Tomaron el sendero a Coyamo a un galope veloz. El sol se levantó a sus espaldas, tintando de rosa la hierba y reflejándose en las espinas de los cactus como agujas de plata. Siguieron espoleando a los caballos incluso cuando el sol se elevó a lo más alto e hizo brotar el calor del suelo del desierto.

Se detuvieron junto a los restos descuartizados del primer rural y su caballo. Los buitres ya se estaban alimentando y con todo descaro apenas se apartaron dando unos saltitos, pues estaban demasiado llenos para levantar el vuelo.

—Apaches —dijo Chato.

—Parece que estos tipos se quieren asegurar de hacer bien su trabajo —dijo Josey con rotundidad.

Pablo cerró los ojos.

Continuaron cabalgando y ni siquiera se detuvieron para ver lo que quedaba del segundo rural. Pero se vieron forzados a aflojar la marcha de los caballos. Los condujeron al paso durante una milla.

—Me pregunto —dijo Josey— si fueron los únicos en escapar, o si había algún otro más.

—Imposible saberlo, Josey —dijo Chato—, hay demasiadas pisadas.

—¿Por qué te lo preguntas? —dijo Pablo.

—Bueno —respondió Josey secamente—, la cosa cambia si Escobedo sabe que va a tener compañía, o si no…

—Siendo nosotros, por supuesto, la compañía —explicó Chato amablemente a Pablo.

El sol ya había rebasado su cénit cuando avistaron Coyamo, brillante, achaparrado y blanco, como un espejismo en el calor del desierto.

Josey se detuvo.

—Supongo que es ese —dijo.

—confirmó Chato con una solemnidad funesta—. Es ese.

Se quedaron quietos durante un rato, dejando que los caballos descansaran. Josey echó la mano a la alforja y sacó un pequeño catalejo. Se lo pasó a Chato.

—Te diré lo que harás, Chato —dijo—, coge este catalejo, bordea la población por la izquierda y sube a esa loma que está al otro lado —movió la cabeza para indicar el lugar. Luego continuó—: Desde allí, echa un vistazo al pueblo todo lo que te alcance la vista. Cuando despliegues el catalejo te permitirá ver unas doce o quince millas del territorio. No pueden esconder los caballos. Comprueba cada rincón.

—dijo Chato, y a continuación cogió el catalejo.

—Y Pablo —dijo Josey—, tú bordea la población por la derecha. Dad un amplio rodeo y buscad caballos. Si veis más de cinco o seis, agitad el sombrero. Si no, entrad en la ciudad por el otro extremo. Nos encontraremos en los establos. Los caballos primero.

—¿Y qué vas a hacer tú, Josey? —preguntó Chato.

Josey Wales le miró sorprendido.

—¿Yo? Pues seguir cabalgando hasta llegar a la ciudad. La única manera que un jinete de Misuri conoce. ¡En marcha!

Pusieron los caballos al galope, Chato y Pablo avanzaron trazando amplios arcos y bordeando la población. Cuando ya habían partido, Josey Wales azuzó al enorme ruano, primero a paso ligero y luego a un suave trote de domingo, como si estuviera dirigiéndose a misa o a una reunión social con alguna señorita. Era el estilo de Josey Wales.

Mientras avanzaba observó a Pablo, que cabalgaba a distancia del poblado, bajaba por una hondonada poco profunda en la pradera y volvía a subir. A su izquierda vio que Chato llegaba a la loma y permanecía sobre el caballo un buen rato, moviendo el catalejo y examinando las casas.

Comenzó a hablar despreocupadamente consigo mismo y con el caballo.

—Hemos cabalgado con algunos buenos hombres en Misuri, Big Red. Pero esos dos no están mal.

Se aproximó y vio que Chato bajaba de la loma y se desviaba aún más hacia el oeste. Pablo se acercaba por la derecha.

Cuando Josey llegó al arco de entrada a la calle del poblado, no se detuvo, sino que lo atravesó al trote… como haría cualquier peregrino confiado, pensó.

Pero Josey Wales no podía ser confundido con un peregrino, ni tan siquiera por el tonto del pueblo. El caballo era esa clase de animal del que dependía la vida de un hombre, y los peregrinos no cabalgan por el campo armados con revólveres Colt del 44 enfundados sobre sus piernas, ni con cuatro Colts adicionales que asomaban por debajo de la silla de montar. Los peregrinos no poseían el adusto semblante surcado de cicatrices de Josey Wales.

Cuando estaba pasando por debajo del arco, un indio con poncho apoyado en la pared corrió a la parte trasera de los edificios. A dos peones con sombreros y en cuclillas junto a la esquina de una cantina solo les bastó una fugaz mirada para desaparecer. El paso regular del poderoso caballo era el único sonido.

—Por lo visto es un pueblo muy tranquilo, Big Red —continuó Josey arrastrando las palabras y dirigiéndose al caballo—, como algunas de esas poblaciones de Kansas que solíamos visitar. En cualquier caso, no veo ningún banco por aquí.

Lo que decía era lo que sentía. No había nadie en la calle. Todo estaba en calma.

Pasó por delante de una cantina donde había atados tres caballos, descansando sobre tres patas bajo el sol abrasador. El caballo de en medio era un gran pinto negro con refuerzos de plata en la silla y las espuelas.

—Mira ese de ahí —susurró Josey a su caballo—, ese de ahí podría ganarte en una carrera, Big Red.

El ruano aguzó las orejas y bufó indignado. Tres caballos, nada más. La ciudad estaba vacía. Un tendero escondido tras las sombras le vio pasar.

Vio el establo, con amplios pasillos, y entró montado en el ruano. Chato y Pablo ya estaban allí.

—Por el catalejo —dijo Chato— no hay nada, vacío hasta donde alcanza la vista.

—confirmó Pablo—, nada.

No había nadie en el espacioso establo. Los cubículos contenían una mula y un asno viejo que dormitaba.

—Supongo que podemos refrescar y dar grano a los caballos —dijo Josey.

Quitaron las sillas. Frotaron el pelaje de los caballos y les dieron solo un poco de agua. Luego, de una lata llena de grano, llenaron los morrales y los engancharon en los caballos. Llenaron también sus propias bolsas de grano para colgarlas detrás de las sillas, y cuando por fin se dieron la vuelta, vieron que un hombre entraba en la penumbra del ancho pasillo.

Josey señaló rápidamente a Pablo hacia la puerta trasera. El hombre llevaba botas y espuelas de vaquero, pero iba vestido con humilde arpillera de peón.

Se detuvo y se levantó el sombrero de paja con educación y mantuvo los brazos bien abiertos para mostrar que no llevaba armas. Tenía la piel oscura y un orgulloso bigote que caía por debajo de la mandíbula.

Sonrió e hizo una reverencia.

Buenas tardes, señores —dijo con voz suave.

Buenas tardes —respondió Chato.

—Supongo… —dijo Josey pausadamente, y se acuclilló sobre los talones.

Muy… —comenzó a decir el extraño.

Josey se dirigió a Chato.

—Dile que te hable a ti. Tú me lo traduces y así sabremos qué demonios tiene en mente.

Chato habló en español. El hombre sonrió y asintió mostrando conformidad.

Al principio vacilante, y después más decidido, habló sonriendo continuamente. Josey supuso que se estaba disculpando por algo. Cuando hubo acabado, Chato se volvió hacia Josey. Su rostro estaba pálido, sus labios lívidos.

—Dice —comenzó a explicar Chato— que su líder es Pancho Morino. Dice que Pancho Morino es un gran pistolero… y lo es, Josey, muy grande. Ha matado a muchos hombres. Dice que Pancho Morino está en esta calle en la cantina, y que ha oído que eres Josey Wales, un gran pistolero. Dice que para Pancho sería un honor batirse contigo en la calle para comprobar cuál de los dos es más grande —Chato clavó la mirada en el suelo, y luego dijo—: Eso es todo lo que ha dicho… ah, y que si tú ganas, podremos irnos libres sin ser atacados por sus veinte bandidos, si pierdes, entonces, nosotros… Pablo y yo… nosotros también moriremos.

—¿Por dónde se va a la cantina? —preguntó Josey.

Chato lo preguntó y el hombre respondió. Este señaló hacia el este, donde estaban atados los tres caballos.

Josey cortó un trozo de tabaco y lo mascó pensativo. Escupió, haciendo que un escarabajo pelotero saliera rodando por el estiércol del pasillo.

—Dile a este tipo —dijo despacio— que he oído hablar de lo buen pistolero que es, aunque nunca antes escuché su nombre, pero hazle creer esa mentira de alguna manera. Dile que sé que es un hombre de caballos y que entenderá que primero debo atender a mi caballo. Dile que enviaré un mensajero a la cantina en unos minutos, sin armas, para hacerle saber lo que es más conveniente, para todos… Supongo que eso es todo.

Chato tradujo el mensaje en español fluido, dando gran énfasis a la palabra «grande» al hablar de Pancho Morino. Cuando hubo acabado, el hombre inclinó la cabeza educadamente, dio media vuelta y se marchó del establo.

—Josey —dijo Chato—, el tal Pancho Morino es muy, muy rápido. Es temido en todo el territorio. Él…

—Cierra el pico —farfulló Josey—, estoy pensando.

Mascó durante una eternidad, o eso le pareció a Pablo.

—¿Sabes?, ese de ahí es un caballo precioso, ese pinto negro suyo. Te diré lo que haremos… cuando vayas tú allí…

—¿Yo? —preguntó Chato alarmado.

—Sí —respondió Josey—, cuando tú vayas allí, cuéntale toda la historia acerca de que, ya que somos pistoleros, me imagino que es una propuesta justa que el ganador se quede con el caballo del otro. Él ha visto el mío, cuando pasé por la cantina.

—¡Por Dios, Josey! —le suplicó Chato—. ¿Es que solo piensas en caballos?

—Noooo —dijo Josey abstraído—, estoy pensando en otra cosa. Cuando vayas, dile que tardaré una hora en preparar mi caballo y dejarlo en buenas condiciones —Josey entornó los ojos frente al sol—. Sí —dijo con confianza—, una hora bastará. Y Chato, cuando vayas, comprueba cómo cuelga su pistola. Dónde la lleva, cosas así… Supongo que eso es todo. Quítate la pistolera, yo te la guardo.

Con reacia lentitud, Chato se desató la pistolera. La miró con nostalgia durante unos segundos y, con el fatalista encogimiento de hombros del vaquero, salió del establo hacia la cantina mientras sus tintineantes espuelas se arrastraban por el polvo.

Josey se volvió hacia Pablo, que estaba sentado junto a la puerta trasera del establo.

—Pablo —le llamó con un tono de voz reposado.

¿Sí?

—Te diré lo que harás; desenfunda ese revólver y sujétalo en tu regazo. Te llevará solo un segundo apuntar con él. Si dejas que alguien se escabulla y nos mate por la espalda… te mataré.

—Sí, vigilaré atentamente, Josey.

Sacó el enorme revólver y lo apoyó sobre las piernas. No se movía nada.

Los minutos se arrastraron; media hora. Chato reapareció, lanzó su sombrero al suelo y se dejó caer apoyando la espalda contra un cubículo. Se limpió el sudor de la cara. Josey se agachó pacientemente. Pasó a Chato su pistola y pistolera.

Chato comenzó a hablar.

—En primer lugar, Josey, jamás haría algo así por nadie más. Recuerda, la próxima vez quiero cobrar antes el jornal. En segundo lugar, ese hombre es un asesino nato. No le importa nada morir. No tiene miedo. Dice que ha matado a dieciocho hombres que él sepa. Dice que la hora le parece bien.

Chato hizo una pausa y se secó la frente.

—¿Estaba bebiendo? —preguntó Josey con indiferencia.

—respondió Chato—, una botella de tequila —miró de reojo a Josey—. Yo tomé dos, tal vez tres tragos, un poco, para averiguar más cosas, ya sabes…

—Sí, ya sé —gruñó Josey—. ¿Cómo lleva la pistola?

Chato señaló a Josey.

—Solo en otra ocasión vi una funda como esa… es rápido. Lleva una funda con rótula.

—¿Una funda con rótula? Nunca oí nada parecido —dijo Josey.

—Algunos pistoleros de la frontera las usan —explicó Chato—. La pistolera cuelga de una pequeña rótula metálica, la funda oscila colgando de la rótula. La pistola nunca sale de la funda. Está atada a ella. El fondo de la funda tiene una abertura. Lo único que hace, Josey… —Chato bajó la voz hasta un tono tétrico— es bajar la mano a la culata y apretar el gatillo, levantando al mismo tiempo el fondo de la pistolera y ¡BAM! Dispara. Desde la cadera, muy rápido… Entiendes, la funda no está fija…

—Sí —Josey le interrumpió—, lo entiendo —se rascó la barba crecida de la mandíbula—. ¿Está la pistolera pegada a su cadera o cuelga suelta?

Chato frunció el ceño, intentando recordar.

—Está pegada a la cadera. Es necesario, ¿comprendes?, debe tener la sujeción suficiente para tirar hacia abajo… no puede estar suelta.

—Supongo… —reflexionó Josey Wales.

Chato estaba nervioso.

—¿Cómo sabremos cuándo ha pasado la hora? No tenemos reloj. Ni tampoco sabría la hora si tuviéramos uno.

Josey miró al sol a través de la puerta con los ojos entornados. Donde la sombra retrocedía en el rincón del pasillo del establo, marcó una línea en la tierra con el dedo.

—Cuando el sol llegue aquí —dijo—, creo que habrá pasado una hora del buen Misuri. Puedes despertarme entonces.

—¿Despertarte? —exclamó Chato casi gritando—. ¿Pero vas a dormir?

—Bueno —dijo disculpándose—, si uno de vosotros tiene sueño, me repartiré la guardia con él. Solo hay que vigilar dos puertas… a medias. ¿Qué os parece?

—¿Dormir? —exclamó Chato—. ¡No podría dormir ni aunque estuviera muerto!

—Ni tampoco yo podría dormir, Josey —añadió Pablo.

Con la cabeza apoyada en la silla, el sombrero echado sobre la cara, Josey se tumbó en el pasillo del establo. El sueño inquieto de la ruta del forajido era diferente. Ahora descansaría entre dos amigos.

En un segundo, Chato le dijo con vehemencia a Pablo:

—¡Qué hijo de perra! ¡Cuando Josey duerme de verdad, ronca!

Y eso es lo que estaba haciendo.

A Chato le daba la impresión de que la sombra se movía muy rápidamente. La observó, fascinado por la velocidad con la que pasaba una hora. Cuando tocó la línea del suelo, sacudió a Josey.

—Ya es la hora —dijo en voz baja.

Josey se puso de pie, bostezó y estiró el cuerpo. Flexionó los brazos, las manos, desenfundó los enormes revólveres e inspeccionó las cargas, luego los volteó y los volvió a enfundar.

Llamó a Pablo y Chato para que se acercaran cuando se dirigió a la puerta del establo.

—Os diré lo que haréis. Chato, avanzarás otra vez por los edificios a mi derecha, a unos cuatro o cinco pasos por detrás, y vigilarás la parte superior de los edificios, y los callejones al otro lado de la calle desde tu lado. Pablo, tú avanzarás igual, otra vez por detrás de los edificios a mi izquierda. Pero tú vigila las plantas superiores del otro lado de la calle, y los callejones. Si ves a alguien sospechoso, dispárale.

—Ese hombre —dijo Chato con firmeza— quiere un duelo a pistolas. No está pensando en ninguna emboscada.

—Sí, claro —dijo Josey arrastrando las palabras—. Recuerdo a varios tipos que murieron de dolor de espalda por creer eso mismo. Los dos vigilaréis los edificios. Yo me encargaré de conocer al señor Pancho.

Salieron a la calle. Josey andaba por en medio de la polvorienta carretera, antes de girar hacia el este. Tenía el sol de las tres de la tarde a su espalda, ardiendo.

Con un paso insoportablemente lento, se dirigió hacia la cantina. Había avanzado diez pasos cuando Pancho Morino salió por las puertas batientes y se colocó en medio de la calle.

Al girarse hacia Josey, Morino se bajó el sombrero para protegerse mejor los ojos. Detrás de él, sus dos hombres le guardaban las espaldas.

Iba vestido totalmente de negro. El sombrero ribeteado de plata reflejaba flores brillantes sobre el ajustado chaleco y hacía que corrieran en círculos brillantes por los pantalones ajustados por la cintura y acampanados, al estilo vaquero, por encima de las botas. La única pistola la llevaba alta. Tenía culata de marfil.

Josey calculó la distancia mientras se aproximaban el uno al otro. Paró cuando quedaban unos veinte pasos entre ellos. Morino pareció decepcionado. Dio otro paso, pero Josey no se movió. Morino se detuvo.

Su rostro era delgado, angular, oscuro, con un fino bigote pulcramente recortado. Sus ojos eran ojos temerarios, negros y desorbitados con una provocadora mirada a la muerte. Estaba fumando un puro.

Durante unos treinta segundos, permanecieron así. Pancho Morino rompió el silencio. Sonrió, afable, y enseñó sus dientes blancos al sol.

—Buenas tardes, señor Josey Wales.

Aunque afable, su voz sonaba ligeramente burlona.

—Las mismas que tenga usted, señor Pancho Morino —dijo Josey pausadamente.

Morino estaba perplejo ante aquel hombre. Cierto, parecía ser un hombre malo, con una cicatriz en la cara y dos pistolas. Pero, para ser un gran pistolero, no esperaba erguido como todos los hombres con coraje; sus pies no estaban separados. No parecía preparado para el funesto momento; sus pies estaban casi juntos, como si estuviera a punto de bailar. Parecía estar holgazaneando allí en medio de la calle.

Ahora Josey volvió a hablar, muy lentamente.

—Chato —le llamó en voz baja, sin apartar la mirada de Morino.

—respondió Chato desde la sombra de los edificios.

—Dile al señor Pancho Morino que, viendo que es tan buen tipo, le cedo a él el honor de dar la salida. Puede lanzar el sombrero al aire cuando le plazca. Cuando el sombrero toque el suelo, descargaremos. En todo caso, recuérdale nuestro trato sobre el caballo.

El español fluido de Chato era el único sonido; en algún lugar, alguien hizo crujir una puerta para mirar. Morino no apartó los ojos de Josey mientras Chato hablaba, pero por sus labios cruzó una rápida sonrisa. Tras hacer una reverencia burlona, dijo:

Gracias, señor Wales. Lo acepto.

Ahora estaban ambos erguidos, Morino seguía fumando el puro. Un minuto pasó y se convirtió en dos. Morino solía retrasar sus matanzas. Tensaba los nervios de su oponente, haciéndole sentir inseguro y obligándole a pensar en la muerte a la que se enfrentaba. Pero no detectó ningún gesto en el lánguido semblante del hombre que tenía frente a él; estaba ligeramente encorvado, cierto, pero no apreció ningún movimiento de los ojos malvados y negros clavados en los suyos, ni ningún arrastrar de pies; solo una mascada lenta y calculadora de la mandíbula, medida, con la lentitud deliberada de aquel que, profundamente experimentado como verdugo profesional, puede perder el tiempo abstraídamente, esperando a que comience la función. Por primera vez en su carrera de pistolero, Pancho Morino sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Un temblor agitaba la mano que levantó con el puro. Su mente comenzó a volar en busca de alguna ventaja de último minuto, porque ahora ya sabía que si alguna vez necesitaba la ventaja, iba ser contra aquel hombre.

Mientras fumaba, calculaba. El gringo espera que lance el sombrero al aire, y así darme ventaja para empuñar la pistola. El hombre es un loco, o un pistolero extremadamente confiado. Pero veamos, si le lanzo el sombrero a él, a la altura de la cintura, le confundirá. ¿Quién sabe? Se encogió de hombros para soltar la inusual tirantez de nervios que le atenazaba. En medio de la confusión, la mano del gringo podría saltar. Quizás no viera la mano de Pancho Morino. Dejó caer el puro.

Sin embargo, el pistolero de la cicatriz en la cara no se movió, ni siquiera detuvo el irritante ritmo de la mandíbula mascando. Lentamente, Pancho Morino se echó la mano izquierda al sombrero. Con los dedos, agarró el ala. De repente, lo lanzó lateralmente hacia Josey.

Pero cuando lo hizo, el sol impactó directamente en sus ojos. La figura ante él se emborronó y el bandido vaciló intentando recuperar la visión. Había perdido la ventaja. El sombrero salió volando, se ladeó y se desplomó en el suelo.

Cuando levantó el polvo del suelo, la mano de Pancho Morino culebreó para empuñar la pistola; inclinó la funda y disparó, ¡pero el gringo se había desplazado un paso a la derecha de Pancho!

Se movía como si fuera líquido. Las bocanadas de humo manaban del cañón.

Pancho Morino sintió los golpes del percutor, tan rápidos uno tras otro que casi parecían uno solo. Le lanzaron hacia atrás sobre la tierra. Supo que había perdido. Se quedó allí tirado, consciente, mirando el cálido cielo azul. ¡Qué azul era! No sentía dolor.

Una sombra le cubrió el cuerpo. Era la sombra de Josey Wales. Había enfundado el revólver. Lo había disparado dos veces. Josey Wales sabía dónde habían impactado las balas.

Ni Pablo, ni Chato, ni los hombres de Morino movieron un músculo. Permanecieron en silencio. Josey bajó la mirada a los ojos del pistolero.

—¿Dónde está Escobedo? —le preguntó suavemente.

—Aldamano… sesenta rurales miserables… bestias —susurró Morino—. Esperan a mi mensajero… para informar de que estás muerto. Te lo ruego… ¡mátalo!

La vida lo abandonaba y el polvo se tornaba negro en un círculo de barro bajo su cuerpo.

—¿Lleva prisioneros? —preguntó Josey.

—Sí, uno gringo… uno apache…

Levantó una mano sorprendentemente pequeña y delicada y rebuscó en su chaqueta. Josey se arrodilló, sacó el puro negro y unas cerillas. Rasgó una en la hebilla de plata de Morino y encendió el puro. Despacio, lo colocó entre los labios del bandido y se puso de pie.

Gracias —susurró Morino—. Mi caballo… es tuyo… mis armas…

—Me llevaré el caballo; ese era el trato —dijo Josey—, pero no voy a coger nada del cuerpo de alguien como tú.

—Entonces compartimos… algo… incluso en esta… somos compadres —el susurro de Morino se debilitaba—. Mis hombres vendrán. Cuando te vean con el caballo… sabrán que ganaste la lucha a muerte. Os dejarán pasar… es… es… un honor.

—Supongo —dijo Josey— que eso es lo único que hombres como tú o como yo tenemos, eso sí podemos llevárnoslo a la tumba. Adiós.

Se dio la vuelta para marcharse y su sombra se apartó del cuerpo de Pancho Morino.

—Fui rápido… ¿eh? —el susurro de Morino le alcanzó.

—Fuiste rápido —dijo Josey Wales, y se alejó.

Pancho Morino intentó fumarse el puro, le sabía bien; pero la vida le abandonó rápidamente. Se cayó de sus labios y le quemó perforándole la chaqueta con adornos de plata.

Cogieron el gran caballo pinto. Chato cabalgaba en él detrás de Josey en dirección oeste y pasaron junto a la iglesia. Detrás de ellos, los dos bandidos se arrodillaron, descubriéndose las cabezas, junto a su líder abatido.

El sacerdote estaba de pie en las escaleras de la iglesia. Su delgado rostro les siguió, mirándolos inexpresivamente cuando pasaron. Se persignó y pareció sorprenderse cuando el bandido que seguía al de la cicatriz en la cara levantó el sombrero educadamente, y también cuando el bandido indio de un solo brazo se persignó con devota expresión, logrando incluso levantarse el sombrero al pasar.

El bandido de la cicatriz en la cara no pareció advertir la presencia del sacerdote. Escupió un chorro de asqueroso tabaco en la calle y miró hacia arriba, al tejado de la iglesia. Quizás esté mirando a los cielos, pensó el sacerdote, temeroso por su alma perdida.

Pero, por supuesto, el sacerdote no conocía a Josey Wales.