PARTE 3

Capítulo 13

Josey y Lone dejaron que los caballos galoparan libres. Corriendo con los ollares totalmente abiertos, los cascos retumbaban a su paso sobre la oscura ruta como un trueno. Una milla, dos… tres millas a un ritmo que mataría caballos de menor categoría. La espuma cubría las sillas de montar cuando redujeron la marcha a un trote lento. Se habían dirigido al norte, pero el río Brazos se curvaba bruscamente retrocediendo y los forzó a recorrer un semicírculo hacia el noreste. No se escuchaba ningún ruido de sus perseguidores.

—Pero vendrán —dijo Josey gravemente mientras descansaban en un bosquecillo de cedros y robles.

Tras desmontar, aflojaron las cinchas de las sillas para dejar respirar a los caballos mientras los paseaban, de un lado a otro, bajo la sombra. Josey pasó las palmas de las manos por las patas del ruano… no notó ni un solo temblor. Vio que Lone hacía el mismo gesto con el negro, y el indio sonrió.

—Como una roca.

—Primero recorrerán a toda velocidad la ribera del Brazos —dijo Josey mientras cortaba un pedazo de tabaco—, buscarán por dónde cruzar… calculo que estarán aquí en una hora.

Rebuscó dentro de las alforjas, deslizó balas en las recámaras de los 44 y cargó la pólvora y el fulminante.

Lone siguió su ejemplo.

—No tengo mucho que recargar —dijo—, estaba preparado para disparar a la hilera de uniformes azules que tenía más cerca… pero, diantres, jamás antes había visto a nadie disparar así. ¿Cómo sabías quién iba a disparar primero?

Había una admiración y curiosidad genuinas en la voz de Lone.

Josey enfundó el revólver y escupió.

—Bueno… el que estaba en tercer lugar a mi izquierda tenía puesta la lengüeta en la funda y no parecía tener mucha prisa… el segundo a mi izquierda me miraba con ojos asustados… supe que no sería capaz de hacer nada hasta que alguien lo hiciera. El que tenía a mi izquierda me miraba con los ojos enloquecidos de alguien a punto de actuar cuando dije aquellas palabras. Entonces supe por dónde empezar.

—¿Y qué me dices del que estaba más cerca de mí? —preguntó Lone con curiosidad.

Josey dejó escapar un gruñido.

—No le presté ninguna atención. Te había visto a ti por ese lado.

Lone se quitó el sombrero y examinó las borlas doradas que colgaban de la banda.

—Pero podría haber fallado —dijo en voz baja.

Josey comenzó a atar su silla de montar. El indio comprendió que por una milésima mortal de segundo… Josey Wales había tomado la decisión de poner su vida en manos de Lone Watie. Josey trasteó con las correas de cuero… pero no habló. El lazo de hermandad se había fortalecido entre él y el cheroqui. Las palabras ya no eran necesarias.

El sol se puso tras el Brazos envuelto en una bruma roja cuando Josey y Lone se dirigían hacia el este. Cabalgaron durante una hora al paso a través de las zonas boscosas y al trote por los espacios abiertos, y luego giraron al sur. Ya era de noche, pero una media luna plateaba el campo. Al salir de un bosquecillo hacia un tramo abierto, estuvieron a punto de darse de bruces con una partida grande de jinetes que surgieron de detrás de una hilera de cedros. La partida los vio inmediatamente. Los hombres gritaron y se escuchó el eco del disparo de un rifle. Josey espoleó al ruano y corrió al galope hacia el norte, seguido por Lone. Cabalgaron a toda velocidad durante una milla, tanteando el terreno irregular a media luz y abriéndose paso entre las ramas de los árboles y la maleza. Josey entonces se detuvo. El jaleo a sus espaldas se había desvanecido y en la lejanía los gritos de los hombres se oían débiles y remotos.

—Estos caballos no nos sacarán de otra —dijo Josey gravemente—. Tienen que descansar y pacer… tienen los ojos en blanco.

Giró hacia el oeste, de regreso hacia el Brazos. Se pararon junto a la orilla del río y bajo la sombra de los árboles ataron a los caballos para que pacieran con las sillas holgadas.

—Me podría comer una mula de Misuri de camino al norte —dijo Lone con nostalgia mientras miraban a los caballos mordisqueando la hierba.

Josey masticaba relajadamente un pedazo de tabaco y derribó una chicharra que pendía de un hierbajo con un chorro de tabaco.

—Me alegro de haberme metido este tabaco en el bolsillo… después de dejar todas esas provisiones en tierra allí en el pueblo. Y la silla de Pequeño Rayo de Luna…

La voz de Josey se apagó. Ninguno de ellos había mencionado a la mujer india… ni sabían que se había lanzado contra los caballos de los unionistas retrasando así la persecución. Lone se puso nervioso cuando viraron hacia el norte y se sintió aliviado cuando bajaron de nuevo al sur. Pequeño Rayo de Luna recordaría la ruta que dibujó Josey con un palo en la tierra, al suroeste de Towash. Ella tomaría esa ruta.

Como si se hiciera eco de los pensamientos del indio, Josey dijo en voz baja:

—Debemos dirigirnos al sur… de una forma u otra… y rápido.

Lone sintió afecto hacia aquel fuera de la ley con una cicatriz en la cara sentado junto a él… que ahora se preocupaba por una squaw proscrita poniendo en riesgo su propia vida.

Se turnaron para dormir un poco bajo los árboles. Dos horas antes del amanecer cruzaron el Brazos y una hora más tarde se guarecieron en una quebrada tan invadida por la maleza, parras y mezquite que el aire cerrado y el tardío sol de abril convertían aquel escondite en un verdadero horno. Habían elegido aquella quebrada por el terreno rocoso que la flanqueaba y que evitaba así dejar huellas al aproximarse.

A una media milla por la quebrada, donde se estrechaba hasta convertirse en una grieta que se adentraba por la tierra, encontraron una cueva que se abría bajo un espeso emparrado. Lone, a pie, regresó por donde habían llegado y colocó los arbustos y parras en su lugar original. Regresó con una sonrisa triunfal y sosteniendo en alto un faisán. Limpiaron el ave pero no encendieron fuego y se la comieron cruda.

—Nunca habría imaginado que un pollo crudo pudiera saber tan bien —dijo Josey mientras se limpiaba las manos con un matojo de enredaderas. Lone partía los huesos con los dientes y chupaba el tuétano.

—Deberías probar los huesos —dijo Lone—, tienes que comer TODO de cualquier animal cuando estás hambriento… mira, los cheyenes… también se comen las entrañas. Si Pequeño Rayo de Luna estuviera aquí…

Ambos dejaron la frase colgando… y sus pensamientos vagaron hasta provocarles un sopor y un sueño ligero… mientras los caballos ramoneaban de las parras.

Casi al mediodía les despertó el golpeteo de cascos de caballos que se aproximaban por el este. Los jinetes se detuvieron durante unos segundos sobre la abertura de la quebrada por encima de ellos, y mientras Josey y Lone sujetaban a los caballos por los ollares, oyeron que los jinetes se alejaban galopando hacia el sur.

La puesta de sol trajo el ansiado frescor de una brisa que comenzó a soplar sobre los arbustos y sacó de sus madrigueras a los urogallos nocturnos. Josey y Lone avanzaron con cuidado por la pradera. No había jinetes a la vista.

—Al este desde aquí —dijo Josey mientras examinaban el terreno—, está demasiado poblado por asentamientos… debemos ir hacia el oeste… y luego girar hacia el sur.

Dirigieron las monturas hacia el oeste en dirección a una elevación gradual de tierra que les condujo a una pradera con menos vegetación, donde el paisaje y los elementos eran más agrestes y salvajes.

En 1867, si se dibujaba una línea desde el río Rojo, al sur de la pequeña localidad de Comanche… y se extendía la línea recta hasta el río Grande, al oeste de esa línea uno encontraba muy pocos hombres. Algún que otro puesto avanzado, un ranchero temerario o loco atraído por la inexplicable necesidad de establecerse donde ninguna otra persona se atrevía a ir, y hombres desesperados que huían de la horca. Y es que al oeste de esa línea los comanches eran los reyes.

Dos horas después de que se pusiera el sol, Josey y Lone divisaron los edificios achaparrados de Comanche y giraron al suroeste… al otro lado de la línea. Pararon a mediodía en el arroyo Redman, un riachuelo pequeño y de aguas mansas que zigzagueaba sin rumbo fijo entre la maleza, y a media tarde retomaron la marcha. El calor era más intenso y minaba la fuerza de los caballos al levantarse en un terreno cada vez más suelto y arenoso. Comenzaron a aparecer grandes rocas y cactus raquíticos lanzaban sus brazos espinosos hacia arriba desde la llanura. Al caer la noche dejaron que los caballos descansaran y comieron un conejo que Lone había cazado desde la silla. En esta ocasión se arriesgaron a encender un fuego… pequeño y sin humo, de ramitas de cholla seca. Matorrales secos se apiñaban en matojos grandes que los caballos masticaron con ahínco.

Josey había vivido sobre la silla de montar durante años, pero sintió que le invadía el cansancio, aumentado por la falta de comida, y vio que la vejez asomaba en el rostro de Lone. Pero el delgado cheroqui tenía ganas de continuar; ensillaron en la oscuridad y cabalgaron a paso regular hacia el suroeste.

Fue después de medianoche cuando Lone señaló un punto rojo en la distancia. Estaba tan lejos que durante unos segundos les pareció una estrella. Pero saltaba y parpadeaba.

—Una gran hoguera —dijo Lone—, puede que sean comanches celebrando una fiesta, o alguien en aprietos, o algún estúpido que quiere que lo maten.

Tras una hora de camino, el fuego se hizo claramente visible y saltaba alto en el aire con el crujido de ramitas secas. Parecía ser una señal, pero al acercarse no vieron ningún rastro de vida en el círculo iluminado, y Josey sintió que se le erizaban los pelos de la nuca por el misterio. Manteniéndose fuera de la luz, rodearon las llamas aguzando la vista a la tenue luz de la pradera. Josey vio un punto blanco que reflejaba la luz de la luna y cabalgaron con precaución hacia allí. Era el caballo pinto, atado a un arbusto de mezquite pastando en la hierba.

Josey y Lone desmontaron y examinaron el terreno alrededor del caballo. Sin previo aviso, una figura agachada salió de su escondite tras los matorrales y saltó sobre la figura medio inclinada de Lone. El cheroqui cayó hacia atrás sobre el suelo y su sombrero salió volando. Era Pequeño Rayo de Luna. Sujetaba el cuello de Lone sentada a horcajadas sobre él en la tierra… riendo como una niña, rozando la cara en la del indio y apoyando la cabeza en su pecho como un perrillo juguetón. Josey los observó mientras rodaban por el suelo.

—Maldita india loca… he estado a punto de reventarte los sesos.

Pero se percibía alivio en su voz. Lone forcejeó hasta ponerse en pie y la levantó a ella también del suelo… y después la besó furiosamente en la boca. Fueron hacia el fuego, Josey y Lone lo apagaron con puñados de arena mientras Pequeño Rayo de Luna parloteaba a su alrededor como una niña, y en una ocasión abrazó tímidamente el brazo de Josey contra su cuerpo y rozó la cabeza sobre su hombro. Una fea y profunda brecha recorría su frente de arriba a abajo y Lone la examinó con tiernos dedos.

—No está infectada, pero le habría venido bien haberse dado unos puntos hace uno o dos días… demasiado tarde ahora.

—Hasta que se borre la cicatriz —comentó Josey—, va a parecer que metió la cabeza en la madriguera de un gato montés… pregúntale cómo se lo hizo.

Pequeño Rayo de Luna le contó la historia con el movimiento de sus manos y, cuando Lone se lo repitió a Josey, este le escuchó con la cabeza agachada. Ella se rio de los reguladores confundidos, la muchedumbre corriendo, los rostros estupefactos. Sus propias acciones, que causaron la escena de comedia hilarante, quedaron en segundo término. Ella no veía nada extraordinario en lo que había hecho… era algo natural, tan correcto como cocinar para su hombre. Cuando hubo acabado, Josey la abrazó y la sostuvo durante un buen rato entre sus brazos mientras Pequeño Rayo de Luna permanecía en silencio… y los ojos de Lone Watie se humedecieron.

—Será mejor que nos alejemos de esta hoguera —dijo Josey, y mientras se dirigían a los caballos, Pequeño Rayo de Luna corrió excitada hacia unos matorrales y sacó de detrás la nueva silla de montar que se le cayó a Josey en Towash.

—¡Las provisiones, Dios bendito! —exclamó Josey—. ¡Ha traído las provisiones!

Lone hizo un gesto a la india moviendo las manos como si estuviera comiendo.

—Comer —inquirió Lone esperanzado.

Pequeño Rayo de Luna corrió, cogió un saco flácido y sacó tres patatas mustias de su interior… y sacudió la cabeza. Lone miró a Josey.

—Tres patatas, no parece que haya más.

Josey suspiró.

—Bueno… supongo que podemos comernos la maldita silla después de que Pequeño Rayo de Luna la reblandezca… golpeándola otra vez con su trasero sobre el pinto.

Solo tras una hora de galopada Josey se convenció de que estaban ya a suficiente distancia del fuego… y acamparon. Al siguiente mediodía cruzaron el Colorado y permanecieron por allí a la sombra de los álamos hasta la caída del sol. El calor del sol se iba haciendo más intenso y no fue hasta que notaron el frescor de la noche cuando ensillaron y continuaron hacia el suroeste.

La dirección suroeste que habían tomado no les llevaría a San Antonio; Josey sabía que después de Towash debían evitar los asentamientos.