Capítulo 14

El ritmo era lento. En la oscuridad, Josey volvió la cabeza para observar el paso del caballo gris que montaba Chato. Su paso era largo y suave. Y sobrepasaba la velocidad, ligeramente, del paso largo y suave de su ruano. Casi al trote. Un trote traqueteante desgarraría la descarnada herida que atravesaba el cuerpo de Chato. Se desangraría por dentro. Y moriría.

Josey calculó que avanzaban a un paso de cuatro o tal vez cinco millas por hora. Observó el cielo y calculó el tiempo. Una hora, dos, tres horas, y el viento arreció en la oscuridad, un viento de mañana que soplaba con más fuerza antes de que naciera el día. Pronto amanecería.

La luz se hizo a su derecha, borrando las estrellas, y el sol explotó, ardiendo sobre el borde de la llanura. Frente a él, Josey pudo ver olas de bajo e interminable mezquite. La llanura.

Se giró sin detenerse e intentó mirar atrás hacia Aldamano, pero no pudo verlo en la superficie plana. Como mucho, tenían una hora antes de que los rurales de Escobedo circundaran el pueblo y encontraran su rastro. Escobedo enviaría al mensajero al encuentro de Valdez para que informara a Valdez de que debía dirigirse al noroeste y encontrarse con él de camino al norte.

Cortó un trozo de tabaco y mascó lentamente. Calculando por lo alto, esto les daría unas veinticinco millas de ventaja antes de que Escobedo siguiera su rastro. Estaría hecho una furia por haberle desbaratado sus planes. Pondría a sus rurales a cabalgar como si les persiguiera el mismísimo demonio. Josey Wales mascó y reflexionó. Estaban en una situación difícil. Escupió y dio de pleno en la cabeza de un lagarto que descansaba bajo la sombra de un cactus.

En una ocasión giró la cabeza y gruñó a Chato:

—Por Dios, qué agradable es cabalgar sin escuchar tu gran bocaza parloteando.

Chato, con la cabeza agachada y el sombrero colgando sobre el cuello del caballo, alzó la mirada. Le supuso un esfuerzo. La cabeza se tambaleaba, pero unos dientes blancos brillaron tras una débil sonrisa.

—susurró—, no te preocupes por mí, Josey. Puedo cabalgar.

El sombrero volvió a caer y también su cabeza.

—No me preocupo por ti —dijo Josey—. Es que tu maldito disparo en la barriga está mejorando tus maneras, es lo único que digo.

El sol subió más alto, y más ardiente. Ten Spot se tambaleaba levemente en la silla. Sus ojos grises permanecían clavados en la espalda de Chato.

Tres horas, calculó Josey. Tres horas y Escobedo estaría sobre ellos. Examinó la llanura que se extendía frente a él… plana, ni un solo lugar donde esconderse. Sin aflojar el paso, sacó el catalejo de la bolsa y buscó ahora cualquier cosa, un cerro, o incluso una roca de buen tamaño, por Dios. No había nada. El mezquite ondeaba al viento, los cactus, el ocotillo y la hierba.

El sol ya había sobrepasado el mediodía. Cada quince minutos, Josey levantaba el catalejo y examinaba la pradera. Durante una hora. Y luego lo divisó… una fina y temblorosa línea a la derecha, una quebrada poco profunda que se abría desde el norte y moría en la llanura. Dirigió los caballos hacia la quebrada.

Entonces, miró atrás con el catalejo. Al principio no vio nada, pero luego apareció una nube de polvo, una enorme nube que se hacía más grande y se movía rápido.

—Escobedo —susurró para sus adentros.

El sol avanzó otra hora hacia el oeste cuando llegaron a la quebrada. Detuvo los caballos. Era decepcionante.

Estrecha, sus paredes hechas de gravilla y rocas pequeñas, tan poco profunda que apenas cubría la cabeza de un hombre montado a caballo en el lecho arenoso. Serpenteaba y giraba hacia el norte, una escorrentía de la escasa agua que caía en chaparrones. Josey les condujo a la zanja, porque eso es lo que realmente era, una zanja que surcaba la pradera.

—Podemos atrincherarnos aquí, Josey —dijo Chato.

—Atrincherarnos, demonios —respondió Josey—. Ellos se replegarán y dispararán al blanco, nos rodearán y esperarán a Valdez. Con sesenta rurales, nos reventarán aquí sobre estas rocas.

Pablo y la joven hicieron ademán de desmontar.

—Todo el mundo que se quede en el caballo —dijo Josey—. Sacad el tasajo y comed mientras os digo…

—Y la botella de Pancho —interrumpió Chato—. Todavía está medio llena. Mi botella…

—Lo sé —le cortó Josey—, tú y tu reserva.

Ten Spot sacó la botella, la de Pancho, de su alforja. Estaba medio llena. La levantó y dio un buen trago, tras lo cual se la pasó a Chato. El vaquero dio unos buenos tragos, bajó la botella y se lamió los labios.

—Bueno.

Pablo sacudió la cabeza. Había probado el tequila antes y no encontró nada bueno en él. Comieron tasajo.

—Por lo que se ve —dijo Josey mascando lentamente— las cosas están de la siguiente manera: los caballos necesitan agua, y grano.

Chato, revivió brevemente por el tequila y señaló al noreste.

—A unas veinte, o tal vez treinta millas, hay una hacienda grande. Nosotros…

—De acuerdo —dijo Josey—, esto es lo que haréis. Pablo, dame tu sombrero —Pablo se quitó el sombrero y se lo pasó a Josey—. Quiero todas las mantas, y necesitaré tu abrigo, Ten Spot.

El tahúr no hizo ninguna pregunta. Se quitó el abrigo y se quedó medio desnudo bajo el sol.

—Veamos —dijo Josey, y a continuación desmontó y enrolló las mantas detrás de su silla—, todos vosotros esperaréis aquí mismo. Cuando oigáis a Escobedo y sus hombres cabalgando, esperad quince o veinte minutos, y luego dirigios al noreste. Pablo, tú dile a la india todo lo que estoy diciendo. Que ella os guíe; los apaches saben cómo hacerlo. Ten Spot, tú cuida a Chato; sujeta su caballo y no avances al trote o Chato morirá.

—Ni un solo trote, Josey —le aseguró Ten Spot rotundamente—, aunque nos pisen los talones.

—Veamos —Josey cortó tabaco y mascó—, ata la cuerda al caballo de Chato. Déjalo que arrastre el matorral detrás de ti, tal vez sea de ayuda; pero arrástralo lentamente, sin levantar polvo. Cuando lleguéis a la haisienda —entornó los ojos para protegerse del sol—, ya será de noche. Esperad en la maleza, unas tres horas. Si no he llegado allí en cuatro horas, lo más probable es que no llegue nunca. Entrad y aprovechad las posibilidades que tengáis.

Se dirigió a un lado de la quebrada y con el cuchillo largo cortó tres ramas pesadas de mezquite. Se acercó al ruano y cogió la cuerda del cuerno de la silla. Ató un extremo al montón de mezquite que había cortado; el otro lo ató con fuerza alrededor del cuerno de su silla. Cuando hubo terminado, se acercó a Chato, levantó su camisa e inspeccionó las vendas y las heridas. Estaban sangrando.

—¿Qué haces, Josey? —preguntó Chato.

Josey escupió sobre una roca.

—Big Red y yo vamos a dar una vuelta —miró al sol—. Cabalgaremos una hora, dos horas, directamente al norte. Big Red y yo cabalgaremos tan rápido que la nube de polvo les hará creer que estamos muertos de miedo y hemos salido a la carrera en una última huida. El señor Escobedo creerá que nos tiene localizados. Después de eso —suspiró Josey—, bueno, se hará de noche. Ellos no pueden seguir el rastro en la oscuridad. Big Red y yo os encontraremos en algún momento esta noche en la haisienda.

No mencionó lo que todos sabían. Al tirar del pesado mezquite, ¿podría aguantar el ruano una hora? ¿Dos horas? Si pisaba un agujero, o se rompía una pata, o tropezaba, Josey Wales estaría acabado.

Era una huida a todo galope. Todos y cada uno de ellos lo sabían. Incluso la joven india; porque, en voz baja, Pablo se lo había dicho en español.

Iban a recibir una vida nueva, una noche de ventaja. Una oportunidad para aquella pequeña banda de débiles y heridos cuando ya estaba todo perdido.

Josey estrechó la mano de Chato. El tequila y el temperamento emotivo del vaquero hicieron que las lágrimas corrieran sin vergüenza por su rostro.

—Esto —susurró con la voz rota—, esto… Josey… no debería pasar, no deberíamos separarnos, nosotros…

—Cállate, vaquero borracho. Me alegro de no tener que verte la cara.

Ten Spot no dijo nada. Tomó con fuerza la mano de Josey. Pablo sujetó su mano un buen rato y rezó en silencio. En-lo-e se inclinó desde la silla de montar para tocarle cuando pasó a su lado.

Josey saltó en el ruano y partió de la quebrada. En la parte alta, sacó el catalejo y ahora pudo ver claramente a los rurales. Calculó que eran unos treinta, tal vez a unos veinte minutos de camino.

Volvió a guardar el catalejo en la alforja, cortó un trozo de tabaco y se lo metió en la boca.

¡Vaya con Dios! —la voz de Pablo flotó desde el fondo de la quebrada.

—Lo mismo os digo —respondió Josey Wales. Se bajó el sombrero—. De acuerdo, Big Red —gruñó—. ¡Veamos si todavía tienes lo que hay que tener!

El gran ruano saltó tirando de la enorme bola de mezquite. Se estiró partiendo a la carrera y echó las orejas hacia atrás hasta pegarlas totalmente. Y es que a Big Red, como a Josey Wales, no le gustaba que le creyeran débil.

Ten Spot se había arrastrado hasta la parte alta de la quebrada.

—¡Por Dios! —exclamó—, esa nube de polvo parece de un ejército corriendo hacia la frontera.

Miró hacia atrás y pudo ver a los rurales acercándose y ahora gritando triunfales; ¡por fin habían saltado como conejos en campo abierto!

Mientras cabalgaba, Josey guio al ruano con sus rodillas, intentando mantenerse en campo abierto. Acortó la cuerda y acercó el mezquite casi hasta los talones del caballo; así podía controlarlo mejor y evitar que se enredara con la maleza.

Ahora, a intervalos, levantaba el mezquite del suelo, creando volutas de polvo en lugar de una columna recta. Cada vez que levantaba el mezquite, este daba unos segundos de descanso al ruano… una ventaja mínima.

Los caballos de los rurales retumbaban cada vez más cerca de la quebrada y tronaron al pasar donde la pequeña banda se escondía tumbada sobre los caballos. Algunos de los soldados habían desenfundado los rifles y disparaban a Josey. Luego, como un trueno retumbando por encima de la pradera y desapareciendo con un tenue tamborileo, el sonido de los caballos se apagó.

Pablo y la joven india encabezaron la marcha; Ten Spot, tirando del caballo de Chato, les siguió; salieron de la quebrada en dirección noreste alejándose de la persecución, avanzando lentamente y en silencio contra el viento. Sus pensamientos estaban puestos en la desesperada persecución hacia el norte. Todos sabían que esa galopada les estaba salvando la vida.

Pablo rezaba por el bandido de la cicatriz en la cara, Josey Wales. Incluso aunque fuera cierto, como decían los sacerdotes, que el bandido no tenía alma, les pidió a los Santos y a Dios que guiaran los pies del ruano para que no se tropezara y no cayera.

Con los ojos entornados de cara al sol, Josey Wales conducía al gran caballo por el terreno presionando primero la rodilla izquierda y luego la derecha. El ruano respondió como un felino.

Fue una carrera de treinta minutos y el ruano iba perdiendo terreno lentamente. Los rurales, excitados por saltar sobre su presa, cargaban a muerte. Poco a poco fueron acortando distancia. Pero no pudieron aguantarlo. Big Red había estado andando todo el día. Los caballos de los rurales y Escobedo ya habían cabalgado a todo galope. También estaba la cuestión del enorme corazón y la férrea voluntad del ruano. Los rurales comenzaron a perderse en la lejanía.

Una hora más tarde se habían quedado muy atrás, forzados a aflojar la marcha para no reventar sus monturas. Josey aminoró también la marcha y avanzó a un galope lento. No quería separarse mucho de ellos, ni tampoco quería agotar al caballo bajo sus piernas. Ya salía espuma del bocado y el sudor empapaba la manta de la silla. Redujo la marcha aún más. Siempre mantuvo la quebrada a su derecha siguiendo el serpenteo de esta hacia el norte.

El sol bajó en el cielo y perdió ardor, al tiempo que coloreaba la pradera de un rojo sangriento a través de la polvorienta bruma, y luego desapareció tras los picos irregulares de la Sierra Madre. El crepúsculo llegó. Y con él el viento nocturno. Josey detuvo al ruano.

Muy lejos a sus espaldas, seguían persiguiéndole a un paso lento; pero Escobedo, Josey estaba seguro, los obligaría a seguir. Enganchó una pierna relajadamente sobre el cuerno de la silla. Estaba cubierto de polvo. Cortó tabaco y comenzó a mascar lentamente.

—Veamos, Big Red —dijo al caballo jadeante—, pensarán que estamos desfondados, porque ellos lo están. Tienen que pensar que intentaremos parar y escondernos en la oscuridad… que es lo único que podemos hacer con nuestros caballos destrozados. Para cuando lleguen donde se supone que vamos a acampar, será noche cerrada.

Pisando el estribo con el pie, condujo al caballo hacia la quebrada poco profunda y subió por el otro lado. A unas diez yardas, ató el caballo a un mezquite, llenó un morral con grano y lo colgó de la boca del animal.

—Será mejor que te llenes del todo, es lo último que nos queda —recordó al caballo.

Josey se movió rápidamente, sacó las mantas, el sombrero, el abrigo de Ten Spot que había guardado detrás de su silla. Bajó a la quebrada. Envolvió un arbusto de mezquite con el abrigo y le colocó el sombrero encima. Dio un paso atrás y admiró su obra.

—Perfecto —opinó en voz baja.

Cogió las mantas, cortó pequeños mezquites y los enrolló en ellas: eran figuras embozadas y llenas de bultos que dormían en el suelo. Cortó un palo largo y, tras apoyarlo en el mezquite que sujetaba el sombrero y el abrigo, se echó hacia atrás admirado.

—Que me aspen si no pareces haber estado haciendo la guardia, aunque al final te has desplomado en tierra dormido, pobre diablo.

Se agachó y encendió una hoguera y lanzó algunos trozos de tasajo en esta invadiendo el aire con el olor a carne quemada. Apagó el fuego a pisotones.

—El olor los atraerá, pero si hay una hoguera encendida pensarán que es una trampa…

Hablaba animadamente consigo mismo mientras trabajaba.

El crepúsculo se cerró. La estrella más brillante apareció en el cielo. Corrió a su caballo. Recogió la cuerda, desató el mezquite y la enrolló alrededor del cuerno. Montó en el ruano, volvió a cruzar la quebrada y cabalgó en dirección a las tropas de Escobedo, giró a unas cien yardas y regresó, bajó por el campamento que había improvisado; y así hizo una y otra vez, marcando la tierra, y luego por el lado opuesto desapareció entre la maleza.

Para cualquier fuera de la ley esto hubiera bastado. Lo más probable es que los rurales, incapaces de seguir el rastro en la oscuridad, simplemente montaran campamento para pasar la noche, esperando a retomar el rastro. Pero Josey Wales no era un fuera de la ley cualquiera, era un guerrillero-guerrero. Existía la remota posibilidad de que rodearan el campamento y lo examinaran detenidamente; tal vez llevaran con ellos un indio que descubriera las huellas del ruano dirigiéndose al este. Josey Wales tenía intención de eliminar todas estas pistas.

Caminó tirando del caballo unas cien yardas hacia el sur, en la dirección por la que vendrían los rurales, pero en la orilla opuesta de la quebrada.

Tras atar al ruano al amparo de la maleza, sacó los dos 44 de las fundas de la silla de montar y regresó a la quebrada. Eligió un lugar en el mismo borde bajo un arbusto y se tumbó boca abajo apoyado en los codos y con los dos 44 amartillados.

Uno podía imaginar lo que harían los estúpidos militares. Cuando descubrieran el campamento, enviarían soldados a los flancos para rodearlo. Cruzarían la quebrada hasta unas cien yardas al norte del campamento y, calculándolo desde donde él estaba, unas cien yardas hacia el sur. Si Josey se hubiera tumbado justo enfrente del campamento, se habría quedado atrapado dentro del círculo, algo elemental para un forajido experimentado como Josey Wales.

Permaneció atento. El gajo lunar se había ensanchado y arrojaba una luz fantasmal sobre la pradera, transformando la arena del lecho de la quebrada en una tenue cinta blanca. El viento trajo consigo el distante aullido del lobo y el gañido del coyote.

Ahora los oía. Caballos cansados que arrastraban los cascos en el polvo, el crujido del cuero. Cabalgaban ahora por el borde de la quebrada. Pensarían que, siendo el único lugar donde esconderse, había alguna posibilidad de que su presa intentara volver sobre sus pasos. Se acercaban y el sonido pesado de los cascos de los caballos iba en aumento.

Casi enfrente de él, al otro lado de la quebrada, escuchó una suave exclamación en español. Sonrió maliciosamente. No era coincidencia que se hubiera tumbado en el mismo límite del olor a ternera quemada. Todos los sonidos cesaron.

Aguzó el oído y prestó atención a los susurros mientras los hombres desmontaban para avanzar sigilosamente por la quebrada. Pasaron diez minutos, un caballo pateó el suelo, quince minutos. Los exploradores regresaron.

Hablaban en susurros. Detectó que un gran número de ellos avanzaban sigilosamente por un lateral de la quebrada, esos serían los hombres que se iban a apostar al otro lado del campamento, por encima de la quebrada, y los que iban a atacar por ese lado.

Estos que seguían frente a él les dieron tiempo antes de moverse. Otros quince minutos, veinte, y Josey aguzó la vista. Una figura bajaba por la ribera contraria, inclinado, avanzando con cautela, seguido por otro y otro más.

Venían casi directamente hacia él. Sin embargo, esperó y los contó. El primero ya estaba escalando por la ribera de la quebrada delante de él. No podía esperar mucho más, el hijo de perra estaba a punto de pisarle la cabeza. Seis en fila, contó.

La primera figura se alzó ante él a menos de cinco pies de distancia. ¡BUM! La garganta profunda del 44 resonó y tumbó al rural hacia atrás. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, el percutor del Colt cayó en el revólver de la derecha y mató al segundo. El Colt de la mano izquierda volvió a tronar; el tercero cayó como un saco en la tierra del lecho. Las figuras tras ellos se giraron y escalaron a toda prisa la ribera; de forma metódica, Josey golpeó los percutores con el pulgar, uno, dos, entre los omoplatos, y cayeron boca abajo sobre las rocas. El último llegó a la maleza del otro lado.

—¡Maldita sea! —escupió Josey disgustado.

Se puso de rodillas, metió los Colts descargados en su cinto y sacó los otros dos de sus pistoleras. Disparó, disparos rápidos, espaciándolos a lo largo del borde de la quebrada, hasta que vació los revólveres. Corrió agachado, cogió las riendas del ruano y caminó lentamente hacia el este.

A su espalda se había desatado el caos. Los rifles y las pistolas detonaban y retumbaban, resonando en la quebrada y escupiendo fuego primero hacia un lado y luego hacia otro. Tras andar unas cien yardas, Josey se montó en el ruano y se dirigió al este.

El tiroteo moría en la distancia; ahora solo se escuchaba algún que otro disparo. Escuchó órdenes a voz en grito en español que le llegaban débilmente con el viento. Y luego todo se quedó en silencio.

Mantuvo al ruano en dirección este. Después de treinta minutos de trote ligero, se giró en la silla de montar; unos fuegos enormes iluminaban el cielo nocturno a su espalda.

—Veamos —conjeturó con el ruano—, esa debe ser la señal para avisar al señor Valdez de que se dé prisa.

A la luz plateada de la luna volvió a cargar los revólveres y se permitió soltar una risotada satisfecha.

—Diantres, Big Red —dijo despacio—, ese tal Escobedo no llegaría vivo al desayuno en Misuri.

Calculó el camino. Había cabalgado hacia el norte. Chato dijo que cabalgarían hacia el noreste. Trotó calculando que podía doblar el paso lento de ellos si viajaba directamente al este. Aunque seguía todavía en pleno corazón de territorio enemigo, y que sin duda le perseguirían al amanecer, Josey Wales empezaba a sentirse mejor. Se dio el gusto de un momento de esparcimiento.

Tengo una chica en Flywood Mountain

La chica más bonita de todo Tennessee

Creo que el domingo iré a cortejarla

Subiremos la montaña, mi chucho y yo.

El ruano dejó escapar un bufido desdeñoso. Había una cosa que Josey Wales no sabía hacer. Era incapaz de entonar una canción.

Los apaches, tras abandonar Aldamano, también corrieron hacia el noreste, pero la tangente de su trayectoria los llevó más al norte. Raras veces los apaches cruzaban las llanuras a la luz del día, así que descansaron durante el día, agazapados bajo los pequeños matorrales cerca de la quebrada a la que llegó cabalgando Josey Wales.

Observaron las nubes de polvo acercándose con gran interés y se retiraron un poco más tras la maleza. Entonces reconocieron al ojos azules con la cicatriz en la cara que había rescatado a su hermana.

En la bruma púrpura del crepúsculo del desierto, se acercaron y observaron curiosos cómo montaba el falso campamento. Retrocedieron y permanecieron a espaldas de Josey, para observarlo. Ahora se mostraban más osados. Usen había traído la noche y había oscurecido la visión del enemigo.

Lo vieron todo. El tiroteo entrecortado de Josey Wales, la confusión y los disparos de los rurales cuando se dispusieron a atacar el falso campamento. Luego desaparecieron entre la maleza.

La admiración por el hombre de la cicatriz en la cara creció en el corazón de Gerónimo. Cuántas veces los apaches habían amarrado las patas de los ponis rebeldes, cuántas veces habían montado un falso campamento y habían esparcido los utensilios de cocina.

Cuando los soldados rodeaban el campamento para emboscarlos, los apaches los emboscaban a ellos. El hombre de la cicatriz en la cara pensaba como un apache.

Gerónimo no podía saberlo, pero las incursiones como guerrillero de Josey Wales igualaban en número a las del propio Gerónimo.

Ahora los apaches no siguieron a Josey Wales. Partieron hacia el este, pero ligeramente escorados hacia el norte. Gerónimo había tenido una visión de los eventos que estaban por venir. Una ventaja sobre la cual Josey Wales no sabía nada.