Capítulo 7

Al principio, todo le daba igual. Tumbado perpendicular sobre el lomo del caballo, con la cabeza hacia abajo, viendo tan solo el suelo y escuchando a los rurales mientras hablaban y maldecían al cabalgar junto a él, a Ten Spot ya todo le daba igual.

Como le había pasado desde Shenandoah. ¡Bella y verde Shenandoah acunada por las montañas! Tras la muerte de sus padres, vivió allí solo. Un escolar con sus libros y su huerto. Sus manzanos que estallaban en primavera con delicados colores rosas en contraste con sus ramas blancas, su fragancia que endulzaba las hojas que olían a tierra de los robles de montaña y el olor penetrante del pino. ¡Sus manzanos!

Los manzanos mostraban sin pudor el feto de vida que estaban gestando, diminutos brotes verdes que tomaban forma y se redondeaban y crecían casi hasta explotar exuberantes. Con frecuencia paseaba por su huerto y se inclinaba para sentirlos, para tocar, para palpar con su mano la vida que bullía. Podía sentir su pulso y oír su respiración.

¡Y el otoño! El otoño con su luz melancólica dorada de Shenandoah. Cómo enrojecían entonces las manzanas; primero con un tenue rubor y luego un rojo más y más oscuro, señalando así a los dioses su sazón para servir de alimentos; gordas y rojas y en paz al ser sabedoras de que estaban sirviendo a la causa para la que habían sido concebidas. Él no las había amado por el provecho. Simplemente las amaba.

La Guerra pasó por su lado sin afectarle. Tenía su mundo, separado del de los imbéciles que corrían de un lado a otro del valle, degollándose unos a otros, peleándose, mancillando la tierra con su sangre.

Su mundo estaba separado de las locuras de los hombres y sus mediocres turbulencias políticas que soplaban sobre la tierra. Él podía vivir sin ellas, y así hizo.

¡Hasta que llegó Sheridan! Sheridan y sus salvajes con antorchas. Como Atila, quemaron Shenandoah. Todo, cada campo, cada hogar, cada brizna de hierba u hoja de árbol murió abrasado en las llamas de Shenandoah.

Al principio intentó detenerlos con palabras, amonestándolos como si fueran niños. Con paciencia les explicó que él no había participado en la Guerra, que estaba por encima de sus peleas. Que él no tenía lugar en su violencia. Ellos se rieron y pasaron a caballo junto a él. Él les siguió andando y luego corriendo, primero furioso cuando las antorchas lamieron su hogar y luego suplicante cuando las llamas devoraron sus libros. Corrió entre las llamas, pisándolas, lanzando sus valiosos libros al patio hasta que ya no pudo soportar más el calor.

Corrió tras ellos hasta el huerto, pero ya se le habían agotado las súplicas. Contempló cómo el huerto, los árboles, los bellos árboles que creaban vida, se convertían todos ellos en antorchas muertas. Lo miró atentamente. Mientras la hierba del suelo prendía los árboles, William Beauregard Francis Willingham murió.

Como todos los hombres que se proponen distanciarse del mundo, no pensó en ningún momento en reconstruir su hogar. Siendo una persona poco dada a las cuestiones prácticas en su mundo apartado, también lo fue cuando tuvo lugar su destrucción. Ni tan siquiera dio una patada a las cenizas. Giró sobre sus talones y se marchó tambaleante hacia el oeste atravesando las miserables Tierras del Sur.

Ninguna descripción sería fiel a su amargura. Deseaba la muerte, pero no era capaz de dedicar el tiempo suficiente a los tecnicismos que la hicieran posible.

Fue mozo en salones, barriendo suelos y vaciando las escupideras para pagarse los whiskies. Descubrió su destreza con las cartas y de Nueva Orleans vagó rumbo al oeste.

Había comenzado a sentir cierto alivio de aquella amargura. Buscaba deliberadamente la compañía de la escoria de frontera. Cuando los hombres se referían a él burlonamente como «farolero», se regocijaba en secreto de su desprecio, como cuando le llamaban «chulo», o cuando se despertaba por la mañana junto al cuerpo de la prostituta más vulgar. Él era esas cosas… todas esas cosas… y muchas más. ¡Esto es lo que realmente había sido siempre!

La dorada Shenandoah había sido una moneda brillante que encontró en la calle y que luego volvió a perder. Jamás fue suya desde un principio… ¡Jamás mereció Shenandoah! Sintió que la amargura lo abandonaba.

Y así lo probaba día a día, ganándose el desprecio de los más mezquinos en las mesas de juego. Lo probaba cada noche persiguiendo prostitutas y regodeándose en sus entretenimientos etílicos. Ese era su mundo. Ya no pensaba en Shenandoah. Sí, la amargura había desaparecido. Estaba vacío. Vacío de sentimientos, a excepción del pequeño rincón donde creció la extraña camaradería con Rose… una prostituta analfabeta sin aspiraciones en la vida, vacía como Ten Spot.

Todo le había dado igual mientras notaba latigazos de dolor en la herida superficial de bala en la cabeza cada vez que se golpeaba contra el caballo. Le había dado todo igual hasta que lo enderezaron para que cabalgara a horcajadas y le pusieron una correa de cuero alrededor del cuello atada al cuerno de la silla de un rural.

¡Le estaban acarreando atado por el cuello como un animal! El resentimiento embargó a Ten Spot. Junto a él cabalgaba el apache, ensangrentado y destrozado, sin cruzar la mirada con él, pero sin apartarla.

Delante, la joven apache cabalgaba de la misma manera, con la correa alrededor del cuello y atada a la muñeca del capitán, que encabezaba la marcha.

Cuando acamparon, Ten Spot y los dos apaches fueron obligados a acuclillarse con las manos atadas por detrás mientras miraban a los rurales comiendo. Cuando terminaban de comer, se levantaban y se acercaban, y echaban las sobras de sus platos de lata en la tierra delante de los prisioneros.

Ten Spot se negó a comer. Los apaches se inclinaron hacia delante y apoyaron las frentes en el suelo; comían como perros mientras los rurales los miraban y rugían con risas, señalando primero a uno y luego a la otra.

¡Animales! ¡Bestias! ¡Brutos! —gritaban.

Los apaches, paciente y estoicamente, continuaron devorando las sobras. No parecían oírles.

Ahora Ten Spot se encontraba sentado con la espalda apoyada en la pared de la prisión de Coyamo. Estaba atado con los pies juntos y las manos atadas por detrás. El lugar era más una mazmorra que una prisión.

Una sola ventana con barrotes, en lo alto de la pared de adobe, se abría a nivel del suelo por el exterior, y unos pesados escalones de piedra subían a la única puerta por la que los rurales les habían lanzado a él y al apache guerrero.

Luego los rurales se metieron dentro con ellos y patearon repetidamente al apache, torciendo sus cuellos en poses grotescas y burlonas mientras sostenían imaginarias sogas colgando sobre sus cabezas.

—¡Muerte, apache, por la mañana!

Y así supo Ten Spot que ahorcarían al apache por la mañana.

Cuando se fueron los rurales, miró a los ojos al guerrero, que le devolvió la mirada sin pestañear.

Las ratas comenzaron a moverse por la paja, chillando, y Ten Spot observó con un terror creciente cómo dos de los enormes roedores se subían descaradamente al pecho del apache, lamían la sangre y comenzaban a mordisquear el extremo expuesto de una costilla rota que sobresalía.

El guerrero las observó impasible. De repente, rodó sobre sí mismo y las acorraló bajo su cuerpo. Ten Spot escuchó sus chillidos agónicos. Se estremeció.

Notaba las manos hinchadas y entumecidas por las correas de cuero fuertemente atadas, pero ahora empezó a moverlas, torció las muñecas, las giró y metió un dedo por la manga del abrigo en busca de la fina puntilla de tahúr.

Lo notó. Muy, muy lentamente la bajó hasta agarrarla con tres dedos. Cortó el cuero como mantequilla. Se soltó las manos y se sentó frotándoselas para reanimarlas. Cortó las correas de los pies. Luego se arrastró hasta el apache.

El guerrero lo miró, luego miró el filo de la puntilla y otra vez a los ojos de Ten Spot. Esperaba la muerte. Sus ojos no mostraban ninguna emoción, solo el extraño brillo vidrioso del odio.

Ten Spot cortó el cuero de sus muñecas y tobillos. El apache se incorporó rápidamente, todavía inseguro.

¿Hablo español? —preguntó Ten Spot.

—respondió el apache en voz baja.

Ten Spot se encogió de hombros y se señaló a sí mismo.

—Bueno, yo no hablo español. Menuda situación más complicada, ¿eh?

Ten Spot se rio débilmente. El apache le sonrió. Le entendía. Le habían arrancado de una patada los dos dientes frontales, dejando unos huecos irregulares en las encías. Tenía los labios inflamados y vueltos hacia fuera. Por uno de sus costados asomaba una punta irregular de la costilla rota, y el estómago y el taparrabos estaban cubiertos de sangre coagulada.

Se levantó tambaleante y no hizo ningún ruido cuando paseó por la celda arrimado a las paredes. A pesar de su terrible condición física, sus movimientos eran suaves como los de una pantera y con un grácil dominio de sus miembros.

Se arrodilló y escavó en un rincón. Ten Spot le siguió y le observó con curiosidad. Escavó en la tierra un pie de profundidad, o tal vez dieciocho pulgadas. ¡Piedra! El suelo era de piedra maciza bajo la tierra prensada y la paja.

El guerrero se levantó y, tras acercarse a la ventana, saltó y agarró los barrotes. Empujó la cabeza y apenas le cabía entre los barrotes; conseguir pasar el cuerpo entero por la estrecha abertura iba a resultarle imposible. Con soltura, se dejó caer al suelo. A pesar de la sangre que había perdido, la fuerza del apache asombraba al debilitado Ten Spot. Ahora supo por qué los apaches habían apurado las sobras.

Ten Spot no pudo soportar la visión por más tiempo. Se quitó el abrigo y se arrancó la camisa. Hizo una seña al apache para que se acercara, le presionó la costilla rota colocándola de nuevo hacia dentro y le ató tiras de tela alrededor del pecho.

Cuando terminó, el apache se miró el vendaje y luego a Ten Spot. Se señaló a sí mismo.

—Na-ko-la —dijo simplemente, y luego—: Gracias.

—De nada —murmuró Ten Spot—, pero de poco te va a servir, amigo mío. Te van a ahorcar en unas horas.

Na-ko-la sonrió. Se giró y sus mocasines se deslizaron apenas rozando la paja mientras se abalanzaba hacia la pared justo debajo de la ventana de barrotes.

Ten Spot creyó que se había vuelto loco, porque de repente el apache se golpeó en la boca, con fuerza, violentamente. Después se llevó las manos bajo la boca y recogió la sangre que manaba de ella. Cuando llenó las palmas, saltó y lanzó la sangre por encima de él, hacia los barrotes de la ventana en la pared de adobe. Repitió los golpes en la boca; en esta ocasión, al saltar, agarró un barrote de hierro con una mano, impulsó su cuerpo hacia arriba y lanzó la sangre fuera de la ventana.

—¡Qué demonios! —susurró Ten Spot incrédulo. Na-ko-la se acercó y se paró delante de él. Alargó la mano y señaló el cuchillo. Ten Spot se lo pasó.

El apache se dirigió al rincón más apartado de la celda y se arrodilló. Hundió con cuidado el cuchillo en la tierra, cortándola en cuadrados. Lentamente, con un cuidado meticuloso, levantó los terrones y los mantuvo separados colocándolos a un lado. A medida que sacaba tierra, siempre en cuadrados, hasta llegar al suelo de piedra, avanzaba más rápido.

—Dios mío —Ten Spot le miraba boquiabierto—, que me aspen si no se ha escavado su propia tumba.

Y así era, una tumba con las dimensiones casi exactas de su cuerpo. Devolvió el cuchillo a Ten Spot y volvió a sonreír.

Entonces, tras desatarse el taparrabos, se puso en cuclillas y defecó una pequeña montaña de excrementos allí mismo, luego se movió y repitió la acción cerca de la cabecera de la fosa.

Se tumbó sobre la superficie expuesta de piedra, se acomodó y luego se sentó. Con las piernas abiertas y los pies planos, fue cogiendo cuidadosamente los pequeños terrones. Tras dejar a un lado el taparrabos, retiró con el trapo el exceso de tierra de la parte interior de los terrones y los colocó sobre sus pies. Encajaban perfectamente. No se apreciaba ningún montículo ni tan siquiera un bulto que delatara el punto de apoyo de los pies. Subió a las piernas y repitió la acción; a continuación, recogiendo parte de sus propios excrementos, los lanzó sobre la tierra que cubría la parte inferior de su cuerpo.

Se cubrió totalmente hasta el cuello, luego rompió una pajita hueca, se la colocó en la boca y miró a Ten Spot. Ten Spot se dio un puñetazo en el pecho por el milagro que acababa de presenciar.

—¡Caramba, seré hijo de perra! —dijo.

Na-ko-la le hizo una señal para que le colocara la tierra sobre los brazos y la cabeza y susurró.

—¡Gracias, Hijo de Perra!

—No, soy Ten… ¡qué demonios!

Ten Spot se arrodilló y aplanó la tierra con el taparrabos y colocó cuidadosamente los terrones.

El último terrón debía ser colocado sobre el rostro de Na-ko-la. Se miraron un buen rato y Ten Spot ya no vio odio en los ojos del apache, solo calidez.

Colocó el terrón con cuidado para no romper la pajita que sobresalía a ras de suelo. Luego pasó ligeramente el pie por la tumba, presionando y uniendo los pequeños cortes y esparció la paja por donde había estado antes.

Cogió el taparrabos y con un cuidado infinito retiró la tierra restregándolo por las paredes de la celda. Después dejó caer sus pantalones para atarse el taparrabos. Mientras lo hacía, tuvo una idea.

—Demonios —se dijo, despreocupadamente—, he tenido calambres en el estómago durante tres días. Me apuesto lo que sea a que puedo cagar lo suficiente como para evitar que entre ni una sola rata a esta celda, mucho menos uno de los rurales.

Y así hizo.

Se sentó al otro lado de la celda, con la espalda hacia la pared y se rio para sí mismo.

—Valdrá la pena la paliza… e incluso el ahorcamiento, vaya que sí, solo por ver las caras de esos rurales cuando entren.

Quizás fue el hecho de ver cómo el apache, en medio de aquel desastre, de aquellas circunstancias desesperadas, de muerte, cambiaba esa desesperanza por esperanza, e incluso aspiraba a la victoria frente a una muerte segura.

Sí, eso era, porque, en medio de la muerte, la vida volvía a fluir en Ten Spot. En su cerebro.

Guardó con cuidado el estoque en su bolsillo secreto. Recogió los trozos cortados de correas de cuero y comenzó a morder los extremos para disimular el corte limpio del cuchillo.

Ten Spot reflexionaba. A pesar de su precaria situación, maldita sea, se sentía mucho mejor.