Capítulo 1
Pablo Gonzales sintió el cambio. Esa mañana de invierno de 1868 se encontraba acuclillado y apoyado contra la pared de adobe del Salón Lost Lady, contemplándose los pies descalzos, apostado allí durante horas hasta la puesta de sol.
Con el ocaso, la ciudad de Santo Río bullía ebria de vida y los hombres llegaban y bebían y manoseaban a las prostitutas. Al marcharse, en ocasiones lanzaban monedas al peón de un solo brazo que inclinaba la cabeza y sonreía y arrastraba su sombrero de paja por el suelo. En ocasiones le propinaban patadas y se reían cuando se acurrucaba en el suelo.
Pablo no sentía amargura. Había nacido para ser un peón y, estando ahora incapacitado para manejar la azada o el arado, aceptaba su posición de carroñero sin protestar.
Pero un marcado instinto de supervivencia persistía en Pablo Gonzales… una concesión de la naturaleza para compensar al peón desterrado.
Así pues, fue el primero que sintió, más que escuchó, el sonido. Alzó la mirada y la dirigió más allá de los niños mexicanos que jugaban en la calle, más allá del Hotel Majestic y siguió la carretera llena de baches hasta donde esta se hundía en el Río Grande y se disipaba en el territorio agrietado y yermo de México en la otra orilla.
Y ahora lo escuchó claramente, el rítmico golpeteo de numerosos caballos, y el sonido de sillas de montar crujiendo, y el funesto tintineo de espuelas que siempre acompañaba la llegaba de los rurales[1].
El sol brillaba todavía, pero los rayos inclinados se volvieron metálicos destellos sobre acero para Pablo Gonzales. Siempre brillaban así en presencia de los rurales.
Las fosas nasales de Pablo Gonzales temblaron al detectar el mohoso olor de la muerte. Una corta carcajada de mujer sonó en el interior del salón. Pablo no la escuchó. Ya se había esfumado.
No buscó refugio en los edificios de adobe, sino que corrió campo a través entre el mezquite y los matorrales de cholla. A su paso, silbó un tenue aviso y los niños, ya resabiados por las circunstancias de sus vidas, desaparecieron. Un perro se alejó con el rabo entre las patas y gimiendo a su escondrijo.
La ciudad fronteriza texana de Santo Río yacía desprevenida aquella mañana de estupor cuando recibió al capitán Jesús Escobedo y a unos cincuenta de sus rurales.
Unos vaqueros borrachos habían hecho trasnochar a Kelly, el encargado del salón Lost Lady. Se movía en agrio silencio, limpiando los charcos apestosos de las mesas y enderezando las sillas volcadas.
Fue Rose, la anfitriona, la que se había reído, alentada por la primera copa del día y recordando a los vaqueros derrochadores.
Los rurales estaban atando los caballos cuando Kelly los vio. El color desapareció de su rostro y dejó tan solo las picadas de viruela oscureciendo su blancura.
—¡Rurales! —susurró con voz ronca. Se volvió hacia Rose en la barra—. ¡Rurales! —repitió estúpidamente.
Ahora podían escucharlos, gritando y riendo, bajando de un salto de sus caballos con la peculiar y salvaje despreocupación que caracterizaba sus hábitos.
—¡Dios! ¡Oh, Dios! —susurró Rose.
Kelly se quedó mirándola con expresión estúpida.
—¿Dónde está Ten Spot?
—Está en el hotel —susurró Rose.
—Ve —susurró Kelly con voz ronca—, ve a la trastienda. Escóndete y dile a Melina que se esconda también. Por lo que más queráis, quedaos escondidas.
Rose ya se alejaba de puntillas y cerró la pesada puerta de la trastienda al salir.
Los hombres entraron empujándose por las puertas batientes del Lost Lady y sus risas se apagaron al entrar. Kelly se situó tras la barra y sonrió; una mueca forzada en unos labios tensos.
Siguieron entrando y se colocaron en círculo alrededor de las paredes. Entonces arrancaron las puertas batientes de la entrada y se rieron como niños histéricos cuando las lanzaron por el salón.
Algunos llevaban sombreros caídos sobre los ojos; otros los llevaban echados hacia atrás, colgando de cordeles detrás de sus cuellos peludos. Sonreían mirando atentamente a Kelly, como si callaran una broma privada que tenían intención de revelar pronto; sonrisas bestiales y colmillos asomando bajo espesos bigotes y barbas enmarañadas.
Sus chaquetas cortas y chaparreras acampanadas estaban cubiertas de polvo del camino. Kelly sintió un latigazo de horror al ver la sangre reseca sobre sus ropas. Llevaban enfundadas enormes pistolas en sus cinturones; largos cuchillos colgaban de sus caderas y en algunos casos de sus cuellos. Entraron los rifles en el salón.
Permanecieron de pie en dos hileras junto a las paredes y se apiñaron en la barra. Luego se apartaron para dejar paso a su capitán. La aparición de este provocó una repentina sensación de calidez en Kelly, como la que podría sentir alguien encerrado en un cuarto rodeado de dementes al ver que una figura de autoridad tranquilizadora aparecía para aclarar las cosas.
El capitán Jesús Escobedo llevaba la gorra oficial del ejército, la cual en sí misma representaba el orden. Iba perfectamente afeitado, con un fino bigote y elegantes patillas, y llevaba un sable colgado de una estilizada cintura.
—Buenos días, señor —sonrió educadamente a Kelly en la barra y le ofreció la mano. Kelly se la estrechó con entusiasmo.
—Baenos Díiess —exclamó Kelly casi a voz en grito y sintió entonces que se apoderaba de él una leve duda al contemplar el brillo en los ojos del capitán. Pero entonces Kelly aún no conocía al capitán Jesús Escobedo. La duda fue en aumento con el murmullo de risas que recorrió el salón.
El capitán Jesús Escobedo era un hombre educado. Además, estaba bastante seguro de su consanguinidad con la aristocracia real. Tal vez por eso se alió con Maximiliano, el tragicómico «Emperador de México», nombrado por Napoleón III.
El capitán Escobedo había servido a las órdenes del increíblemente cruel coronel François Achille Dupin, quien se deleitaba machacando a los indefensos y concibiendo distintos métodos para satisfacer su apetito. «Cuando matas a un mexicano, ahí se acabó todo para el muerto —informaba Dupin a sus oficiales—, pero cuando le cortas un brazo, o una pierna, o ciegas sus ojos con hierros candentes, entonces está abocado a depender de la caridad de sus amigos. Esto precisa más mexicanos para alimentarle. Aquellos que cultivan maíz no son buenos soldados. Dejen lisiados o ciegos a todos los prisioneros».
Y eso es lo que hacían, dejando a su paso un monumento de carnicerías vivientes por todo el norte de México.
Hacía tan solo un año que Maximiliano fue llevado con expresión estúpida frente al pelotón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas, terminando así con las aspiraciones de Napoleón el Pequeño; pero no con las del capitán Jesús Escobedo.
Su tío, el general Mariano Escobedo, había servido a las órdenes del indio Benito Juárez, y de hecho aceptó la rendición del estúpido austriaco. Y así la promoción de Jesús Escobedo no supuso más que un encogimiento de hombros: fue nombrado jefe de distrito; después de todo, los que formaban parte de la aristocracia debían ayudarse unos a otros. Lo que el diminuto indio en una lejana Ciudad de México no supiera, por supuesto, no le causaría ningún daño.
En realidad, el capitán Escobedo odiaba a Benito Juárez, como odiaba a todos los indios. Detestaba a los peones y consideraba que se iba a producir un caos inimaginable como resultado del plan anunciado por Juárez de otorgarles tierras.
A lo largo de los años a las órdenes de Dupin, se despertó en él un sadismo latente mientras practicaba el arte del desmembramiento con víctimas aullantes. Ese sadismo se agudizó a medida que se volvía más imaginativo. El capitán Jesús Escobedo estaba loco, pero era astuto y poseía una pátina de sadismo exquisito que le permitía dotar a sus actos de racionalidad, como ocurre con todos los hombres de autoridad.
Sus jinetes rurales medio salvajes le otorgaban el poder absoluto en el distrito, y para controlar tal poder —se estremecía al pensarlo— era necesario «aflojar la cuerda… de vez en cuando».
Ahora sacó un pañuelo del bolsillo y delicadamente se secó la frente. Kelly le observó con avidez.
—Mis soldados —dijo— han cabalgado desde muy lejos, señor. Quizás… —hizo una pausa y miró a su alrededor—, quizás podría ofrecer una bebida a cada uno de ellos antes de que prosigamos nuestro viaje —sonrió rápidamente mostrando una hilera de dientes brillantes—. Le pagaremos… en oro, por supuesto.
—¡Pues claro… claro! —contestó Kelly efusivamente.
Comenzó a colocar botellas de Red Dog sobre la barra. Manos ansiosas iban pasando las botellas al resto de hombres en el salón. Kelly colocó más botellas y luego, vacilante, volvió a poner más. Seguían alargándose manos pidiendo más. Kelly miró al capitán. Este seguía sonriendo.
—Me temo, señor —ronroneó suavemente—, que mis jinetes son como niños. Le pido que les muestre algo de benevolencia. ¡Por favor!
Kelly vació los estantes de botellas, pero ahora le temblaban las manos. Observó los rostros bestiales levantados mientras bebían el licor a palo seco, y se estremeció mientras su mente giraba como un torbellino. Kelly ya se había encontrado en situaciones peliagudas en otras ocasiones. El capitán se estaba sirviendo una bebida.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó Kelly con falsa jovialidad—. Chicos, bebéis como las patrullas de caballería de los Estados Unidos que pasan por aquí. Les gustará saber que vinisteis a visitar los Estados Unidos —Kelly enfatizó las últimas palabras—: Es-ta-dos U-ni-dos.
El capitán levantó una ceja mientras se servía otra copa. Su rostro se había arrugado desconcertado.
—¿Patrullas de caballería? —preguntó con amabilidad—. Pero, mi amigo, no hay patrullas de caballería en la frontera y… —recuperó una sonrisa que le atravesó el rostro—, en realidad, Texas no es Estados Unidos… o así se nos ha informado. Sois de… ¿no se llama Confederación? —preguntó educadamente.
—Oh, no —se rio Kelly—. ¿Es que no lo ha oído? La guerra ya ha acabado. Texas vuelve a formar parte de los Estados Unidos… sí, señor, los Estados Unidos.
El capitán apuró la copa y se sirvió otra. Una silla se rompió en el salón y se escucharon maldiciones en voz alta.
—¡Hola! —gritó uno de los rurales—. ¡Música!
Un jinete saltó sobre una mesa y rasgueó una guitarra. Los hombres pateaban el suelo con las botas y estallaron una botella contra la pared. El capitán no parecía oír nada. Una expresión de incredulidad burlona le cruzó el rostro mientras miraba a Kelly.
—Es impensable, señor. No, no puedo creerle, está burlándose de mí, señor —la lengua se le trababa y meneaba la cabeza con remordimiento—. Cómo puede tomar el pelo a unos pobres soldados que han estado luchando contra los apaches.
El capitán sacudió apenado la cabeza.
—¡No! —dijo Kelly con rostro serio. Elevó la voz por encima del murmullo creciente—. No, realmente…
Se escucharon ruidos de una fuerte pelea e insultos por encima del barullo. El capitán Escobedo vio que un rural con barba rompía una botella en la cabeza de otro, el cual quedó tendido en el suelo. Los demás rompieron a reír escandalosamente.
Entonces se volvió hacia Kelly.
—¿Tú comprendes, señor? Mis hombres están inquietos y decepcionados. En el campamento de los apaches solo quedaban las perras indias, las mujeres… y los bastardos, los niños. Ni rastro de los hombres. Y mientras que nuestros superiores nos pagan cien pesos por cabellera de apache, solo nos pagan cincuenta por las de las perras y veinticinco por las de los bastardos —el capitán señaló hacia los rurales apiñados que pateaban el suelo—. Vea, señor, los pelos de poca monta que llevan en sus cintos, es suficiente para desanimar hasta al mejor soldado.
Se inclinó hacia el rostro de Kelly y sus ojos brillaron con malicia.
—Quizás usted pueda ofrecer algún divertimento, señor, para saciar el temperamento de mis pobres soldados.
Kelly no era un hombre valiente. Vio los manojos de cabello negro que colgaban de los cinturones de los rurales, los coágulos secos de las puntas ensangrentadas por donde habían cortado el cuero cabelludo. Eran de cabezas pequeñas… cabezas de niños.
Kelly sintió que le abandonaban las fuerzas y que sus piernas se debilitaban y se volvían incontrolables. Supo súbitamente que el capitán estaba jugando con él y en breve le pediría aún más, mucho más entretenimiento que la simple visión de Kelly arrugándose de miedo. Si algún otro pudiera ser el centro de atención… ¡pero no él! Su mente se movió con rapidez; después de todo, eran prostitutas, Rose y Melina. Con los ojos buscó la puerta a la trastienda.
El capitán captó el movimiento de los ojos de Kelly.
—¡Ah! Amigo, usted es un hombre compasivo.
Dio unas palmadas y gritó señalando la puerta a la trastienda.
Kelly se sintió superado por su vileza. Sacó rápidamente unas cuantas botellas de debajo de la barra y se las ofreció al capitán.
—¡MIRE! —gritó, y luego se agachó y volvió a erguirse con más botellas—. ¡MIRE! ¡MIRE ESTO!
Entonces dirigió la mirada hacia la docena de rurales que corrían hacia la puerta trasera. Ninguno le prestó atención. Estaban ya casi en la puerta cuando, lentamente, esta se abrió.
Era Rose. Se había vestido para la ocasión, un vestido escarlata con pequeñas lentejuelas de cristal bordadas que reflejaban la luz con destellos. Le quedaba ajustado y acentuaba las amplias caderas y el redondo vientre; unos pesados pechos que se apiñaban formando una enorme y nívea grieta se asomaban por el bajo escote del corpiño. Este desviaba la atención de los mechones grises en su cabello naranja teñido y las mejillas caídas bajo el espeso maquillaje.
El silencio se adueñó del salón. Rose cerró la puerta con parsimonia. Su rostro parecía artificialmente blanco, pero sonrió con coquetería, movió los brazos con un gesto amplio y avanzó sobre sus tacones hacia el capitán. Sus pechos enormes rebotaban con una temblorosa expectación al andar y sus nalgas presionaban con fuerza el ajustado traje de raso. Kelly gimió.
—¡Bien, chicos! —exclamó Rose, y dejó escapar una risilla—. Ya que yo soy lo único que podréis encontrar por aquí, tomemos una copa y divirtámonos.
En el rugido de los rurales se adivinaba una expectación salvaje. Kelly vio que un músculo se tensaba en el rostro de Rose, pero la sonrisa permaneció en sus labios y no vaciló al acercarse a la barra.
El capitán empujó una botella hacia ella. Rose la empinó en alto para dar un buen trago. Los rurales se apiñaron a su alrededor, casi encima de ella. Uno alargó la mano y acarició la piel desnuda de sus pechos y recorrió con sus dedos el profundo canalillo agarrando los senos con brutalidad.
—¡Grandes! —gritó—. ¡Muy grandes!
Rose escupió un chorro de Red Dog sobre su cara. Los rurales rugieron.
—Un momento… —el capitán miró a Rose enarcando las cejas—. ¿Y qué más podemos encontrar detrás de esa puerta, señorita?
Rose levantó otra vez la botella y escupió whisky en la brillante sonrisa del capitán. Él le propinó una fuerte bofetada y un hilo de sangre cayó por la comisura de su boca.
—¡La puerta! —gritó el capitán.
Un grupo de rurales derribó la puerta.
La chica no debía de tener más de dieciséis años. Una campesina cruce de mexicano e india, cabello largo y negro que enmarcaba el pequeño y ovalado rostro y caía sobre el barato vestido blanco. Avanzaba a trompicones sobre tacones altos, gimiendo mientras las manos de los hombres tiraban y empujaban, se enredaban en su pelo y arqueaban su cuerpo hacia atrás. Un bajo «¡Ahhhh!» inundó la habitación.
—¡Solo paró a pasar la noche! —gritó Rose.
El capitán echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¡Es la hija de un patrón! —gritó Rose, pero le faltaba convicción a su voz.
—¡Música! —gritó el capitán y levantó la botella. Se estaba emborrachando. Los rurales pateaban el suelo con un ritmo lento mientras la guitarra tocaba una melodía.
Rose se alejó de la barra, pero el capitán hizo una señal y dos sonrientes rurales la rodearon con los brazos, apretándola entre ambos. Sacaron sus enormes pechos del vestido y se rieron haciéndolos rebotar con las manos, retorciéndolos y pellizcándolos mientras observaban a Melina.
La delgada muchacha hizo un valiente esfuerzo. Primero un rural y luego otro la agarraron, haciéndola saltar en un baile salvaje en círculos, rodeados por los otros rurales. Las patadas en el suelo tronaron más y más rápidas.
La chica mantenía el paso del baile frenético moviendo rápidamente sus pequeños pies, incluso después de que le hubieran arrancado la parte de atrás del vestido, y la delantera… y ahora bailaba desnuda, a excepción de las medias y los refinados zapatos de tacón alto.
Su cuerpo, con pechos rematados en pequeños pezones respingones, era ágil y moreno. Se movía más rápido a medida que las botas aumentaban el ritmo. El círculo fue haciéndose más pequeño. Los movimientos de la joven eran un mero reflejo físico en respuesta al sonido. Sus ojos brillaban y miraban histéricos.
El delgado cuerpo se mecía sensualmente y el sudor humedecía las curvas. El ruido de las patadas en el suelo se hizo insoportable y las respiraciones profundas revivieron el aire con lujuria.
Las rodillas de la muchacha comenzaron a doblarse. Un rural enorme se la arrebató a otro y la sacudió bailando furiosamente en círculo con ella una vez, dos veces, levantándola en el aire, apretándola contra su cuerpo y presionándola contra su dureza. Las rodillas de la joven vencieron bajo su peso.
El enorme rural descendió sobre ella, aplastándola contra el suelo.
Un «ahhhh» se alzó entre las fuertes respiraciones. El círculo se cerró alrededor de ellos.
El hombre metió el cuerpo entre las piernas de la muchacha. Aprisionándole las manos sobre el suelo, bajó su rostro barbudo y le mordió los labios.
Ella giró sus delgadas caderas hacia la izquierda cuando él la buscó con los pantalones bajados. Con un rápido empujón, el rural estuvo a punto de lograrlo, pero entonces ella giró las caderas a la derecha. Con cada movimiento un grito de «¡Ole!» lo jaleaba. Una… y otra vez.
La chica subió las rodillas, colocó el peso de su cuerpo sobre sus delicados pies y arqueó las caderas en el aire. Sus ojos revelaron la desesperación al ser consciente de su error y sentirlo debajo de ella. Sus delgadas piernas comenzaron a temblar cuando intentó levantarse, pero lentamente, muy lentamente, se fue derrumbando.
De repente, las enormes caderas del rural se abalanzaron sobre las suyas. Ella gritó, con un grito agudo que desgarró el aire, levantó la cabeza y luego volvió a echarla atrás, como un animal herido. Gritó otra vez… y una vez más; su cuerpo se movía furiosamente en un frenesí de dolor, retorciéndose… levantándose… bajando… arqueándose… sin control alguno mientras el rural embestía de nuevo, más rápidamente en esta ocasión.
Seguía gritando cuando el primer rural rodó a un lado y otro se lanzó a ocupar su lugar… y otro más. El calor de la pasión enloqueció a los rurales que esperaban. Se peleaban y luchaban por ocupar el siguiente turno.
Ahora ella yacía inerte, inconsciente. Al principio, le retorcieron los brazos para devolverle el movimiento a su cuerpo; después de eso, la quemaron con cigarrillos encendidos para producir convulsiones violentas en los momentos de clímax… hasta que el cuerpo dejó de convulsionarse, mientras la sostenían en posturas grotescas. El olor a carne quemada flotaba en el aire.
El capitán lo observaba todo, fascinado. Perlas de sudor empañaban su rostro. Las lágrimas dejaron gruesos rastros sobre el espeso maquillaje de Rose. No sollozó. Ella misma no sabía que estaba llorando. Kelly cerró los ojos y se derrumbó en el suelo tras la barra.
El sordo disparo de una pistola pequeña rompió la intimidad de la sala y los rurales se apartaron de un hombre que se tambaleó y cayó al suelo.
Ten Spot estaba de pie en la entrada con una derringer en la mano. No llevaba sombrero e iba impecablemente vestido con un abrigo negro y la camisa con volantes de un jugador. Vio al capitán y levantó con frialdad la pequeña y fea pistola; pero no llegó a disparar. Un rifle disparó a manos de uno de los rurales e impactó en Ten Spot empujándolo hacia atrás en un medio giro. Se quedó tendido en la entrada, las piernas se sacudieron y a continuación se quedó inerte.
Rose gritó. Se lanzó hacia una botella y la rompió en la cara del rural que tenía más cerca. Su boca se torció en una mueca violenta.
—¡Malditos hijos de puta! —gritó, y a continuación se abalanzó hacia el capitán lanzándole las uñas a la cara.
Los hombres se tiraron sobre ella como perros rabiosos, enloquecidos por algo más que la lujuria. Pero ella luchó. La arrastraron al medio del salón y le arrancaron el brillante traje de raso. Ella ya no gritaba, pero sí mordía y pegaba patadas y puñetazos… y cuando le inmovilizaron las manos contra el suelo, siguió forcejeando con los pies. Ya no se oía ninguna risa.
Con sus enormes piernas abiertas a la fuerza, la poseyeron, uno a uno, mientras le mordían los pechos y su cuerpo se debilitaba. Le patearon la cara, le aplastaron el cuerpo hasta que se quedó inconsciente. Su carne había dejado de temblar.
El capitán lo observó todo con mirada intensa y los labios entreabiertos. Ordenó que sacaran a Kelly de detrás de la barra y lo lanzaron sobre el cuerpo de Rose.
—¡Actúa para nosotros, gringo! —le espetó el capitán.
Kelly lloró. Las lágrimas cayeron por los surcos de sus mejillas mientras permanecía echado sobre el cuerpo desnudo de Rose, con el rostro a tan solo unas pulgadas del de ella. Su cuerpo se sacudía con sollozos rotos.
El brazo izquierdo de Rose estaba torcido hacia atrás, casi desencajado del hombro. Abrió los ojos y miró a Kelly. Su rostro estaba horriblemente salpicado de sangre, y sus labios abultados, con los dientes rotos, se movieron en un esfuerzo por hablar.
—Rose… Rose… —susurró Kelly destrozado—, lo siento, Rose… por favor… perdóname, Rose —y a continuación enterró la cabeza entre sus pechos.
Rose levantó el pesado brazo derecho y rodeó con él el cuello de Kelly.
—Pobre Kelly —susurró Rose—… tú no tuviste la culpa, socio… simplemente ocurrió… no salió la escalera de color… —sus ojos se apagaron y exhaló un suspiro.
Los rurales ya habían saciado toda su pasión. Y ahora comenzaron a pensar supersticiosamente en la muerte que les rodeaba. Unos cuantos se persignaron. Gruñían e iban de un lado a otro, buscando whisky y preparados para largarse.
El capitán puso la bota sobre el pecho de Ten Spot.
—Este de aquí respira —dijo—. Ponedlo sobre un caballo. Si sobrevive, debe ser ejecutado.
Kelly permaneció idiotizado en medio de ellos y los observó mientras arrastraban a Ten Spot hacia los caballos.
—Y ahora… —el capitán se giró hacia Kelly; de nuevo era el eficiente oficial del ejército—, debemos encargarnos de ti, mi amigo.
Levantó la mano con la palma hacia arriba y la extendió hacia uno de los rurales, quien colocó una enorme pistola sobre esta. El capitán sonrió y disparó a Kelly en el pecho con total indiferencia.
Kelly se tambaleó hacia atrás y cayó sentado con la espalda apoyada contra la barra. La sangre se extendió por la camisa y pequeñas burbujas rojas salían de sus labios. Entonces, Kelly hizo algo extraño. Se rio. Se rio con una risa gutural que culminó en un ataque de tos, escupiendo bruma de rocío rosa, y volvió a reírse.
El capitán lo miró atónito y se inclinó hacia delante.
—La Muerte… ¿es divertida?
Kelly sacudió la cabeza y se rio entre dientes.
—No —tosió—, no es divertida —volvió a sacudir la cabeza balanceándola de atrás adelante sobre el cuello inerte, y se rio de su broma secreta; un reguero rojo le caía ahora por la barbilla—. No —repitió ahora más débilmente; el capitán se arrimó aún más para escucharle—. Pero me haces gracia, amigo. Lo sé… mira… tienes los días contados. Yo no soy nada, pero… —Kelly tosió—, pero yo que tú… preferiría mucho más ser yo aquí tirado… que tú. Ten Spot y Rose… son amigos de Josey Wales… ¡JOSEY WALES! —Kelly levantó la mirada a los ojos del capitán y sonrió con una horrible mueca—. Nos vemos en el infierno.
Y entonces, por una vez en su vida, Kelly estuvo a la altura de la ocasión. Escupió sangre sobre las botas del capitán antes de ahogarse.
—¿Josey Wales? —repitió el capitán.
Entonces observó a sus rurales mientras desfilaban hacia sus monturas. Media docena de ellos hurgaban tras la barra en busca de whisky. Sacaron de allí una caja y la volcaron sobre la barra, derramando el contenido. Eran papeles, y los papeles eran carteles; y los carteles eran todos idénticos, referidos todos a un mismo hombre.
El capitán Escobedo examinó aquel rostro que le miraba desde el cartel y sintió el impacto de aquellos violentos ojos negros, bañados en odio, bajo el ala de un sombrero confederado de caballería. Una cicatriz que le atravesaba la carne hasta el hueso surcaba la mejilla por encima de un bigote negro. Bajo el dibujo, se leía:
JOSEY WALES, 32 AÑOS DE EDAD. 1 METRO 80 DE ALTURA. PESO, 73 KILOS. CICATRIZ HORIZONTAL PROFUNDA DE BALA EN PÓMULO DERECHO, CICATRIZ PROFUNDA DE CUCHILLO EN LA COMISURA IZQUIERDA DE LA BOCA.
ANTERIORMENTE EN BUSCA Y CAPTURA POR EL EJÉRCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS COMO TENIENTE GUERRILLERO A LAS ÓRDENES DEL CAPITÁN WILLIAM «BILL EL SANGUINARIO» ANDERSON EN MISURI.
WALES RECHAZÓ LA AMNISTÍA DE 1865. CONSIDERADO UN REBELDE INSURRECTO, ATRACADOR DE BANCOS Y ASESINO PROBADO DE AL MENOS 35 HOMBRES.
ARMADO Y PELIGROSO. EXTREMADAMENTE RÁPIDO Y EXPERTO CON LAS ARMAS. NO INTENTEN DESARMARLO. REPETIMOS: NO INTENTEN DESARMARLO.
SE BUSCA MUERTO. REPETIMOS: SE BUSCA MUERTO. RECOMPENSA: $7.500 DÓLARES.
DISTRITO MILITAR DE LOS ESTADOS UNIDOS: SUROESTE,
GENERAL PHILIP SHERIDAN AL MANDO.
El capitán examinó los carteles durante un buen rato. Sus rurales ya estaban montados, esperándole.
Los guerrilleros de Misuri eran conocidos por todos los militares, incluso en México; los James, los Younger, el Sanguinario Bill Anderson, Josey Wales, Fletcher Taylor, Quantrill; nombres legendarios de feroz y sangrienta reputación… pero irreales.
El capitán enrolló los carteles, los dobló y se los guardó en el interior de su abrigo, tomó un último trago de la botella y condujo a sus jinetes hacia el Río Grande dejando una columna de polvo tras de sí.
Se encogió de hombros. Podía colgar los carteles en los pueblos por los que pasara de camino al sur. Así alertaría a los consabidos pistoleros; esa recompensa era dinero, mucho dinero.
Sin embargo, mientras cruzaba el Río Grande, no pudo evitar echar la mirada atrás por encima del hombro. Curiosamente, el sol brillaba con destellos de acero. Sobre la tierra agrietada que quedaba a sus espaldas, al norte, se cernían sombras, oscuras y funestas.
El capitán Jesús Escobedo tembló inesperadamente y sintió frío.