Capítulo 10

Galoparon hacia el oeste en dirección al sol. Los ahorcamientos normalmente tienen lugar al amanecer, eso pensaba Josey Wales, que había visto muchos. Había oído que Ten Spot llegaría a Aldamano por la mañana.

Avanzaron durante diez millas a paso rápido, levantando el fino polvo a sus espaldas, hasta que vieron a los dos primeros centinelas.

Estaban apostados a ambos lados de la carretera; luego, más adelante, otros dos. Josey frenó los caballos hasta que avanzaron a un trote lento y, sin mirar a derecha o a izquierda, cabalgó a paso regular entre ellos.

Chato, montado en el poderoso caballo de Pancho Morino, le seguía. Pablo cerraba la marcha. Era como el pasillo de un castigo de baquetas. No se pronunció una sola palabra. Pero a su paso, cada par de bandidos se quitaban sus sombreros y los sujetaban sobre sus pechos.

Pancho Morino estaba muerto. Había muerto en combate de honor; si no fuera así, su asesino no habría sobrevivido a las armas de los escoltas de Morino en Coyamo.

Pablo inclinaba tímidamente el sombrero hacia ellos al pasar. Chato cabalgaba con el orgullo intrépido de un vaquero, espoleando el caballo y frenándolo con las riendas, para que se encabritara e hiciera cabriolas y avanzara a paso alto entre los bandidos. Josey Wales cabalgaba despreocupadamente, casi del todo echado a un lado de la silla, con el peso apoyado en un estribo, medio girado como si estuviera descansando sobre la silla… pero con el rabillo del ojo atento a la parte trasera.

El viento que gemía en la salvia y el lento golpeteo de los cascos de los caballos eran los únicos sonidos. Dos, cuatro, seis, una docena, dieciséis, veinte bandidos permanecieron montados en silencio a su paso.

A unas cien yardas de los últimos centinelas, Josey se detuvo. Se giraron todos para mirar. Los bandidos cabalgaban al galope hacia Coyamo. Una diminuta gota de sudor cayó rodando por la nariz de Josey Wales. Cortó de un tirón un trozo de tabaco y lo mascó mientras los veía desaparecer tras una nube de polvo.

—En esta —comentó— hemos estado cerca… y tú, loco mexicano —señaló con un dedo a Chato— no es que hayas sido de mucha ayuda, pavoneándote y haciendo cabriolas todo el maldito rato.

Chato se rio ruidosamente.

—Tú no comprendes, Josey. Es el derecho del vencedor de un combate de honor. Sería el orgullo de mi jefe bandido. ¡Los bandidos lo comprenden!

Pablo sacudió la cabeza mientras contemplaba la nube de polvo menguante.

—No me gustaría estar en Coyamo esta noche —dijo.

—Ni a mí —respondió Chato—. Si estuviera en Coyamo saldría corriendo de allí.

La ruta se extendía ante ellos, plana y recta, perdiéndose infinita a través de la llanura. Bajaron las alas de sus sombreros para protegerse los ojos del sol.

Chato se puso al trote junto al ruano de Josey.

—Te he observado, Josey —dijo con tono de orgulloso asombro—. Nunca antes vi a nadie tan rápido.

Josey escupió sobre un lagarto cornudo, aunque sin mucha metralla, de manera que solo le manchó la cola. Frunció el ceño.

—El Señor es sabio y nos da de manera que cada uno es bueno en lo suyo. Pablo en hacer que las cosas crezcan y vivan; yo, supongo, en matarlas.

Si había un atisbo de amargura en su voz era porque pensaba en Pancho Morino. Aquel hombre… con un poco más del Código en sus venas, podría haber sido grande. Además, Josey detestaba pensar en Coyamo.

—¿Por qué te moviste a la izquierda como una gota de mercurio cuando desenfundaste? —preguntó Chato con curiosidad.

Los caballos al trote cubrieron un cuarto de milla antes de que Josey respondiera.

—Bueno —farfulló—, esa pistola con rótula estaba muy pegada a su cadera… y debía estarlo para poder tirar de ella hacia arriba y disparar, lo cual viene bien en un recinto cerrado, un salón o algo similar, pero no podía girar lo suficiente a su derecha en mi dirección; o eso supuse. Y acerté.

Cabalgaron en silencio durante un rato, y entonces continuó:

—Por supuesto, el sol ayudó un poco.

—¿El sol? —preguntó Chato sorprendido.

—Pues claro —dijo Josey— esa fue la razón de que pidiera una hora extra… para tener el sol a mis espaldas; para eso y para que Pancho tomara más tequila.

¡Hola! —exclamó Chato.

—No es nada del otro mundo —dijo Josey—. Todos los marshals del oeste que hayan vivido lo suficiente lo saben. Seguro que lo has oído alguna vez. Cuando alguna mala bestia llega a la ciudad montando bronca, emborrachándose, disparando y demás, el marshal le envía un aviso para que abandone la ciudad a la puesta de sol, o de lo contrario deberá encontrarse con él en la calle. Por supuesto, el marshal se asegura de estar situado en la parte oeste y con el sol a sus espaldas… y el maleante ya va bastante cargado de alcohol. Eso es lo que acostumbran a hacer los marshals que viven más años. Asegurarse una pequeña ventaja frecuentemente alarga la vida de uno casi uno o dos años.

—Para ser un pistolero —dijo Chato con tono solemne— hace falta algo más que ser de gatillo rápido.

—Bien puedes decirlo para los que viven más tiempo. Aunque eso en ningún caso significa que lleguen a morir plácidamente sentados en una mecedora —añadió Josey secamente—. Lo mires por donde lo mires, esta profesión no vale la pena si uno puede elegir hacer otra cosa.

—¿Por qué el caballo? —la pregunta vino de Pablo, que se había acercado a Josey por la derecha—. ¿Por qué debíamos quedarnos con el caballo del señor Morino?

—Ese caballo —respondió Josey— es el único que puede mantener el paso de los nuestros en una persecución.

—¿En una persecución? —preguntó Pablo perplejo.

—Sí, ese es el caballo de Ten Spot. Vamos a hacernos muy populares cuando saquemos a Ten Spot de la trena esta noche.

Ese pensamiento provocó el silencio entre los hombres mientras cabalgaban hacia la roja esfera del sol poniente, en dirección a Aldamano, hacia el capitán Jesús Escobedo y sus sesenta rurales.

A Pablo ese pensamiento le producía una estoica resignación al suicidio. Así era como moriría.

A Chato le provocaba un escalofrío de temeraria excitación que le recorrió todo el cuerpo, y se regocijaba ante la idea, salvaje como los vientos de las llanuras. En el caso de Josey Wales eran pensamientos de guerrillero los que le asaltaban, de un veterano curtido en doscientas peleas en la frontera entre Misuri y Kansas. Y los pensamientos del guerrillero son de doble dirección: ¿Cómo pensaba el otro tipo? ¿Cuál era su plan? ¿Y su carácter? ¿A qué aspiraba? Pensamientos necesarios para un guerrillero; porque la suya era la vida del contragolpe, flexible, heterodoxa, sin la fuerza suficiente para iniciar campañas y, por ello, para él, la guerra era la guerra de la mente. Debía hacer lo inesperado (inesperado para su enemigo) o estaba muerto.

La noche barrió la penumbra violeta de la llanura y encendió las estrellas, y entre ellas brillaba el gajo con forma de arco indio de la luna nueva; el inicio de la luna comanche, la llamaban.

En invierno, los comanches atacaban como relámpagos a caballo por el territorio de México, pero en primavera se marchaban al norte, unas mil o dos mil millas, como el viento que soplaba con fuerza por las llanuras. Y a su paso dejaban la quietud del caos desatado y finalizado. Pero, al menos, los comanches les daban un respiro en primavera y en verano. Los apaches nunca se iban.

Los apaches siempre estaban allí. Cada amanecer, cada anochecer violeta, cada negra noche. Los apaches.

Ya hacía una hora que había anochecido cuando divisaron Aldamano. Al principio, tan solo detectaron unos diminutos puntos parpadeantes de luz. A medida que se acercaban, las luces iban haciéndose más brillantes e iluminaban el cielo. La población de Aldamano mantenía las antorchas encendidas toda la noche, cada noche del año, porque, cerniéndose sobre ella, alta, oscura y funesta, en los límites occidentales de la civilización española, se alzaba la Sierra Madre.

Cuando se acercaron a la población, Josey bajó la velocidad hasta marchar al paso. Avanzaron en fila de a uno por el borde del camino, donde el blando polvo batido amortiguaba el sonido y el mezquite ondeaba al viento sobre sus cabezas, incorporándolos así al paisaje ondulante.

Se detuvieron a dos millas de Aldamano; permanecieron montados durante quince, treinta minutos, y Josey no pronunció ni una sola palabra. Se acercó el catalejo a un ojo y barrió el paisaje, primero a un lado y luego a otro del pueblo.

Chasqueó al ruano para que se pusiera en marcha.

—No hay centinelas —fue su único comentario.

Avanzaron a paso regular hacia el pueblo. Ya más cerca, la población iluminada parecía aún más grande.

Cerrando la marcha, Pablo se preparaba para enfrentarse a la muerte. ¡Por todos los santos! ¿Iban a entrar en el pueblo cabalgando por la calle principal? ¡Sesenta rurales salvajes!

A una media milla del pueblo, Josey los apartó del camino y se adentró por densos matorrales.

—Dad grano a los caballos con los morrales —dijo en voz baja.

—Pero les dimos grano no hace mucho, Josey… —comenzó a decir Chato.

—Lo sé —dijo Josey, su voz era un gruñido susurrante—, pero con los morrales evitaremos que los caballos bufen y relinchen cuando huelan a otros caballos. ¡Lo cual ocurrirá en medio minuto si no os movéis pronto!

Los morrales estuvieron colocados en las monturas… ¡pronto!

Se quedaron montados en un pequeño círculo de oscuridad. El viento azotaba el mezquite y la salvia y traía sonidos de música, risas y voces altas que llegaban del pueblo.

—Una fiesta —dijo Chato con tono melancólico.

Josey mascó meditabundo, intentando escuchar otros sonidos más peligrosos.

—Me imagino —dijo finalmente— que Escobedo eligió al hombre equivocado, para él, cuando eligió a Pancho Morino. Podría equivocarme, pero no lo creo. Esa clase de tipos, Escobedo, cree que los hombres como Morino no siguen ningún código de conducta, ni tienen orgullo, ni nada similar. Creyó que Morino simplemente nos emboscaría con veinte pistoleros y nos machacaría.

—Estoy de acuerdo —dijo Chato—. Escobedo puede haber conocido a un montón de esos hombres, pero cree que un peón, un peón bandido, es solo una bestia. Pancho Morino se enorgullece… se enorgullecía de su reputación de pistolero… era un gran hombre.

—Yo también lo creo —dijo Pablo, aunque no tenía ni idea a dónde llevaban esas suposiciones.

—Si damos esto por cierto —dijo Josey—, que lo es porque el señor Escobedo jamás pensaría que se equivoca sobre los peones e indios, porque le removería las entrañas, entonces, creerá todo lo que le cuente el mensajero de Morino acerca de la muerte de Josey Wales. Es incapaz de pensar de otra manera. Le confirma que tenía razón.

—¿El mensajero? —preguntó Chato sorprendido.

—Sí —dijo Josey despreocupadamente—. Morino me dijo que Escobedo esperaba a que le enviara un mensajero para anunciarle mi muerte.

¡Hola! —exclamó Chato, y luego—: ¿Pero a quién podemos enviar para…? —su voz se apagó en el viento.

—Ahora bien, pensemos algo más —reflexionó Josey ignorando la pregunta de Chato—, si Escobedo, como tú dices, es un político, estará intentando convertirse en el gallo del gallinero. Aplastará a los hombres de Morino, los destrozará. Quiere llegar a ser el pez gordo de esta parte de México. Tiene sentido —mascó más lentamente—. Me pregunto cuántos rurales saldrán de Aldamano. Tiene que actuar con cautela. Morino tiene veinte pistoleros…

Esto último casi se lo susurró a sí mismo, así que Chato y Pablo se inclinaron para escuchar.

—¡Yo soy el mensajero! —exclamó Chato poniéndose de pie de un salto.

—Más claro que el agua; así será —farfulló Josey Wales—. Ninguno de ellos te ha visto. Lo único que me preocupa es tu cerebro.

—¿A qué te refieres con mi cerebro? —preguntó Chato, indignado. Se irguió, cogió la pistolera y se acercó a su caballo.

—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Josey—. Estás dispuesto a meter la cabeza en un nido de serpientes y ni tan siquiera te has parado a pensar cómo contar las serpientes. Siéntate.

Chato se acuclilló con la excitación bailando en sus ojos.

—En primer lugar, tú cabalgas el caballo de Morino; esa será la prueba de que vienes de parte de Morino. Tú eres su teniente… o algún otro cargo mexicano… usa el que más te guste. En segundo lugar, intenta actuar como si estuvieras un poco asustado por toda la situación. En tercer lugar, comprueba dónde está la cárcel y cuántos centinelas la rodean; cómo es el edificio y cosas así. En cuarto lugar, cuando salgas de la reunión con Escobedo ¡cabalga rápido y sal del pueblo pronto! —Josey mascó meditabundo durante un rato. Chato movió los pies irritado y ansioso por partir—. ¿Crees que puedes meterte todas esas cosas en la cabeza sin que se te escapen por las orejas?

¡Sí, sí! —respondió Chato algo impaciente.

Saltó sobre el gran pinto de Morino y acarició con los dedos la silla chapada en plata.

—¡Esto sí es una silla de verdad! —exclamó—. Cuando regresemos a casa, Josey, venderé la silla…

—¡Por todos los santos! —ladró Josey disgustado; se arrimó a Chato, que ya estaba montado, alargó la mano y le agarró el brazo con fuerza—. No hay muchos hombres capaces de hacer esto, compadre —dijo con una suavidad de acero—. Ten cuidado… Escobedo es una serpiente que puede ver…

Las palabras del fuera de la ley empañaron los ojos del emotivo Chato; bajo la dureza de Josey Wales, Chato sabía que había alguien que se preocupaba por todos ellos. Significaba mucho para Chato ser hermano de un hombre como él.

¡Vaya con Dios! —susurró Pablo.

Chato tiró de las riendas, giró el caballo sobre sus patas traseras ocultando así sus emociones repentinas y galopó por el camino hacia las luces y el ruido, hacia las calles de Aldamano. En la distancia, se levantó el sombrero despidiéndose despreocupadamente. No miró hacia atrás.

Apoyado sobre los codos, Josey se tendió sobre el camino con el catalejo en el ojo. Pablo se tendió a su lado.

Observó que Chato galopaba con el caballo casi hasta las puertas abiertas del pueblo y luego aminoró a un trote lento. Josey gruñó satisfecho… Chato les estaba haciendo creer que estaba un poco asustado.

Las enormes antorchas lanzaban su luz parpadeante sobre Chato mientras avanzaba al paso por la calle principal. Josey lo vio levantar una mano y saludar a alguien. Una mujer corrió a la calle y Chato se paró.

—¡Por Dios! —suspiró Josey—, mexicano loco… ahora se pone… ¡será posible! Y ahora la abraza… ¡hijo de perra!

Pablo comenzó a rezar en silencio por Chato Olivares: para que los santos le hicieran entrar en razón y para que Dios interviniera en su mente, que…

Cuando Chato llegó a las puertas de Aldamano, sin duda se estaba celebrando una fiesta; una fiesta no oficial, tal vez, pero sin lugar a dudas una celebración de algún tipo.

Aldamano tenía poco que celebrar; en tres ocasiones durante el último mes los apaches les habían atacado de noche, les habían robado muchos caballos y mulas y asesinado a una docena de guardias.

El pueblo de Aldamano vivía tenso en sus momentos de agonía, aferrándose a la vida como un anciano que se marchita más allá del tiempo que le corresponde. ¡Sesenta rurales en Aldamano! El pueblo se había soltado la melena.

Las mejores familias, si es que había alguna, no se encontraban en la calle. Los peones se habían guarecido en sus chozas. Los rurales salían a trompicones de las cantinas agitando botellas en el aire y amasando las tetas de las chicas de cantina. O montándolas a cielo abierto en los callejones.

Cierto, había guardias repartidos por el lugar para controlar sus acciones; nada de tiros, nada de violaciones, órdenes estrictas del capitán Escobedo… ¡pero Aldamano estaba disfrutando una fiesta!

La excitación brilló en los ojos de Chato Olivares. ¡Ah, qué buenos tiempos! Saludó a una chica de cantina y ella corrió ebriamente hacia aquel atractivo bandido con la silla de plata y el caballo grande.

Chato se paró y ella le acarició la pierna. ¡Menuda tentación! Las palabras de Josey resonaron en su cabeza… mantén la cabeza fría, ¿eh? Le preguntó a la chica dónde estaba el cuartel de la policía. Ella señaló torpemente hacia el final de la calle, donde se alzaba un edificio bajo de adobe con ramada.

—¿La cárcel? —preguntó cortésmente. Ella señaló hacia un edificio largo hundido en la tierra. Estaba unido al cuartel de la policía.

—¡Gracias, señorita!

Chato le lanzó una sonrisa fugaz. No pudo evitar inclinarse sobre la silla y dar una palmadita al redondeado trasero de la chica. Josey lo vio. ¡Ah!, pensaba Chato, ¡cuánta disciplina era necesaria para ser un bandido! ¡Podía romperle el corazón a un hombre! ¡Tal vez por eso los bandidos eran tan mezquinos, tan malos!

Azuzó el caballo hacia delante. La chica de cantina corrió tras él suplicándole, y luego maldiciéndole cuando la dejó atrás. Viró el caballo y esquivó a dos rurales que pasaban tambaleándose por la calle. Pelos enmarañados, ropas sucias. Apestaban como animales. Era una calle larga.

Al llegar al edificio, desmontó lentamente y pasó las riendas por el amarradero. Al hacerlo, echó una mirada atrás. ¡Sí, era una calle muy larga!

Entró con aire desenvuelto bajo el techado de la ramada y subió al porche. El teniente Valdez estaba apostado junto a la puerta, y con él un sargento barbudo. Chato no esperó a que le abordaran. Con un frívolo tono de grandeza, afirmó de forma arrogante:

—Vengo de parte de mi capitán, Pancho Morino.

El teniente Valdez se irguió rápidamente prestando toda su atención. Tras un ligero golpecito en la puerta y sin esperar respuesta, la abrió de par en par, e indicó a Chato que entrara. Se le esperaba con urgencia, de eso no había duda.

Chato entró en la estancia y se encontró cara a cara con el capitán Jesús Escobedo. Escobedo se había levantado y su fino rostro estaba tenso y demacrado. Chato no necesitó hacer ningún papel al enfrentarse a Escobedo. Sintió y vio la crueldad; olía, apestaba, emanaba de aquel hombre como el olor de los excrementos… pero envueltos en seda.

Dos velas iluminaban la habitación de techo bajo y arrojaban sombras sobre la cara de Chato. No se quitó el sombrero. Entornó los ojos con crueldad y arrogancia. Él era la encarnación viva del bandido loco que flirtea con La Muerte.

—¡Bien! —exclamó Escobedo con nerviosismo, y luego forzó una débil sonrisa—. ¡Bienvenido, amigo! ¿Y las noticias?

Chato se tomó su tiempo. Valdez estaba detrás de él y Chato miró hacia atrás por encima de su hombro. Impaciente, Escobedo hizo una seña a Valdez para que abandonara la habitación.

Al cerrarse la puerta, Chato miró fríamente a los ojos de Escobedo.

—Soy el teniente Olivares —informó orgulloso—. Mi capitán Pancho Morino me envía en su caballo como prueba de su palabra. ¿Comprendes?

¡Sí, sí…! —la voz de Escobedo se quebró intentando mantener la compostura delante de aquel bandido arrogante.

—Ya está hecho —dijo Chato con aire despreocupado y sacudiéndose el polvo de la chaqueta.

—¿Hecho? ¿Ha dicho que está hecho? ¿Josey Wales está muerto? ¿Es eso lo que quiere decir? Explíquese, hombre… eh, teniente.

—dijo Chato—, Josey Wales está muerto, él y sus dos compadres. Cuando venga a Coyamo, dentro de cuarenta y ocho horas desde este momento, usted dio su palabra, ¿verdad?, cuando venga los encontrará tirados en los establos.

—¡Ahhhhhhh!

Escobedo no pudo contenerse. Salió corriendo de detrás del escritorio y, colocando las manos sobre los hombros de Chato, lo sujetó orgullosamente.

—¿Y cómo? —preguntó—, ¿cómo ocurrió?

Chato se alejó de las manos y echó un vistazo a la habitación. Chasqueó los dedos y dijo:

No fue nada. Veinte rifles desde la maleza. Fue cuestión de un momento —afirmó mirando a Escobedo fijamente—. Se ha levantado mucha polvareda en el camino de Coyamo.

¡Sí, sí! —Escobedo corrió de nuevo detrás del escritorio, sacó dos botellas de tequila del cajón y las colocó frente a Chato—. Perdón, por favor —dijo en tono más suave con su mirada felina clavada en los ojos de Chato y perdiendo el rojo de sus mejillas por la excitación—. Una bebida para sellar nuestra promesa; lleve el tequila a su capitán como muestra de mi lealtad.

Abrió una de las botellas.

Chato la empinó y dio un largo trago. Se la quitó de la boca y se limpió los labios.

¡Hola! —exclamó con sincera admiración—, ¡es tequila buena!

—dijo Escobedo, ahora su voz era más suave, más condescendiente—, viene de la mismísima Ciudad de México.

Chato volvió a tapar la botella y se lamió los labios con deleite. Avariciosamente, agarró las dos botellas.

—Para mi capitán —explicó.

Cuando se dirigía a la puerta, se volvió y sus ojos brillaron.

—Son cuarenta y ocho horas, ¿verdad?

—Verdad. Cuarenta y ocho —respondió Escobedo—. Le doy mi palabra de honor.

Su mente ya maquinaba el siguiente paso.

Con una botella en cada mano, Chato abrió la puerta con el pie. Se abrió de golpe y saltó sobre su caballo. A continuación, colocó con cuidado una botella de tequila en cada alforja.

¡Buenas noches! —canturreó, pero el capitán ya había ordenado a Valdez y al sargento que entraran. Chato se encogió de hombros.

No le vieron girar despreocupadamente el caballo trazando un semicírculo delante de la prisión. Un guardia de ronda se paró para apoyarse en el edificio bajo. Otro en el extremo, junto a la puerta, entre sombras. Un muro bajo de unos cuatro pies corría paralelo a la parte trasera de la prisión.

Mientras cabalgaba, Chato silbaba. Era un silbido peculiar que repetía una y otra vez. El rural apoyado en la pared saludó desganadamente con la mano. El jinete loco silbaba un saludo, sin duda iba borracho. Jamás antes había oído ese silbido.

Pero en las profundidades de las mazmorras, atado de pies y manos, Ten Spot lo oyó, el peculiar trino entrecortado del chotacabras. Lo conocía bien de sus montañas de Virginia, y de Tennessee.

El último lugar en el que lo había oído era un lugar llamado el Rancho de Río Torcido, el hogar de Josey Wales. Se tensó y aguzó el oído escuchando ávidamente el sonido que se iba apagando. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. En la oscuridad reflexionaba perplejo e incrédulo. Luego sonrió.

Chato recorrió la calle al trote. El tequila le había calentado y había hinchado su optimismo. ¡Había sido pan comido! Incluso estuvo sopesando la idea de darle otro tiento a la botella, pero no, podría llevarlo a perder el buen juicio y a visitar la cantina. Ya había recorrido media calle, tres cuartos de calle.

No vio que la puerta del cuartel de la policía se abría a sus espaldas. Escobedo, Valdez y el sargento salieron. Escobedo hizo una seña y el sargento levantó el rifle, lo apoyó en un poste de la ramada. Apuntó un tiro muy, muy largo… ¡CRACK! El proyectil surcó el aire con un relámpago.

Le alcanzó con fuerza en la espalda y Chato se tambaleó sobre la silla. Su excelente manejo del caballo, después de toda una vida sobre una silla de montar, evitó que cayera. Sin pensarlo, solo con el instinto para guiarle, aflojó las riendas al tiempo que clavaba las espuelas dentadas en los flancos del caballo. Con ambas manos se agarró al cuerno de la silla.

El enorme caballo saltó inmediatamente y comenzó a correr a galope tendido. Detonaron más rifles. Pero Chato Olivares, dando dementes tumbos sobre la silla, corría en una carrera a muerte. Fallaron.

Josey Wales lo estaba observando. Vio que Chato se agachaba repentinamente, y luego que el caballo saltaba, antes de que el sonido del disparo de rifle le alcanzara. Se puso de pie de un salto.

—Trae los caballos —gritó a Pablo.

Tras arrancar el morral del gran ruano, saltó sobre la silla, al estilo indio, y partió a la carrera.

No dirigió el ruano hacia Chato, sino en la dirección opuesta, por el camino a Coyamo. El ruano debía igualar la velocidad del pinto para poder detenerlo.

—¡Arre, Big Red! —gruñó violentamente y el enorme caballo echó las orejas hacia atrás. Saltó como un puma y se hinchó, mientras las poderosas ancas lo impulsaban a una fulgurante velocidad en solo diez segundos.

El ruano podía oír los cascos detrás de él. Los había oído muchas veces antes; debía distanciarse de ellos. Estiró el cuello como un ciervo. Dio todo lo que tenía en su pecho, y en su corazón.

Los caballos competían en una carrera… pero el ruano la ganó. Alcanzó al pinto y luego lo adelantó, y Josey se vio obligado a tirar de las riendas, mientras el ruano bufaba y protestaba, hasta que el pinto le dio alcance. Cuando el tambaleante Chato se puso a su lado, Josey se inclinó y agarró las riendas, tirando de ambos caballos, que se encabritaron, resoplaron y se empinaron sobre los cuartos traseros. Cabalgó así durante cincuenta yardas hasta una zona de denso mezquite y los ató a las ramas mientras aún pateaban el suelo.

Chato tenía la cabeza echada hacia delante y su sombrero descansaba sobre el cuello del caballo. La sangre manaba del pecho y se derramaba sobre la silla. El corazón de Josey Wales se heló e hizo que contuviera la respiración. Bajó a Chato del caballo tirando de las manos fuertemente cerradas alrededor del cuerno del vaquero y lo tumbó boca arriba.

Le quitó rápidamente la camisa. El agujero estaba en el bajo vientre. Lo volvió sobre el estómago y encendió una cerilla. La bala le había pasado a pocos milímetros de la columna vertebral.

Pablo se aproximó con los caballos. Vio la sangre y corrió a los matorrales. Regresó en un segundo con su único brazo repleto de hojas.

—Esto —jadeó— hará que deje de sangrar. Curarán la herida.

Mientras Pablo amontonaba las hojas en la herida de la espalda, Josey sacaba una camisa de la alforja. La rompió en tiras y él y Pablo dieron la vuelta a Chato, amontonando ahora las hojas sobre el pecho y apretándolas hasta que lentamente la sangre coaguló y dejó de manar.

Josey vendó a Chato con las tiras de la camisa, haciéndolo rodar suavemente sobre el suelo, y ató el ancho vendaje con unos nudos bien apretados.

Chato abrió los ojos. Sonrió débilmente en la penumbra.

Es malo… ¿eh? —preguntó con calma.

—Es malo —respondió Josey y, a continuación, encendió otra cerilla—. Tose y escupe en mi mano.

Chato hizo un débil esfuerzo.

—Me duele si toso, Josey —protestó.

—Tose, maldita sea, y escupe en la mano —le ordenó Josey.

Chato tosió y escupió. A la luz parpadeante, Josey examinó la saliva.

—No hay sangre, no creo que te hayan dado en el pulmón.

—Ah… —Chato suspiró—, es bueno. Siempre he dicho que mi suerte…

—Tu suerte —gruñó Josey— no vale un pimiento. Podría ser la barriga o las tripas; en cualquier caso —reflexionó—, no te ha dado en la columna.

—Dios te salvará, Chato —susurró Pablo con voz reconfortante—, Dios no dejará que mueras.

Entonces lo escucharon, al principio sonó como un trueno en la distancia. Josey conocía el sonido.

—Voy al camino —dijo en voz baja—. Si escuchas disparos, Pablo, sube a Chato a ese caballo de una forma u otra y cabalgad hacia el norte.

—No cabalgaré —dijo Chato tozudamente—. Puedo disparar igual de bien desde aquí.

—Yo me quedaré con Chato —susurró Pablo.

Josey Wales se alejó de ellos, silencioso como un puma entre la maleza, y hasta ellos les llegó flotando su susurro.

—¡Estúpidos idiotas!

Se tumbó junto al camino bajo un arbusto y los vio pasar, galopando en columnas de a dos. Cinco, diez, quince, veinte, cabalgaban hacia Coyamo. Veinte veces dos, calculó que debían ser ¡cuarenta rurales!

Silenciosamente, regresó deslizándose e informó de las noticias a Pablo, en cuclillas junto a Chato. Chato sonrió al escuchar el número. ¡Cuarenta rurales salen de Aldamano!

—He hecho un buen trabajo, ¿eh, Josey? —preguntó, con voz débil pero orgullosa.

—Eso creo —respondió Josey—, es decir, si sobrevives.

—Vivir o morir, ¡por Dios! —renegó Chato entre susurros—, he hecho bien mi trabajo… Recuerda, Josey, la próxima vez debo pedirte un adelanto del salario, ¿eh?

¡DE ACUERDO! —gruñó Josey Wales—, siempre me tienes que estar recordando tu maldito adelanto de salario.

Chato intentó reírse, pero el entumecimiento estaba disminuyendo y el dolor le cortó la respiración.

El gajo de luna cayó hacia el oeste. Un coyote alzó su voz de tenor que se escuchaba a largas distancias llevada por el viento. Josey se sentó junto a Chato y Pablo. Cortó un trozo de tabaco y lo mascó mirando abstraídamente al mezquite que ondeaba azotado por el viento.

—¿Y bien? —jadeó Chato; el dolor le pasaba factura—. ¿No es ahora el momento de sacar a Ten Spot… mientras los rurales están fuera?

El dolor y las mascadas despreocupadas y metódicas de Josey pusieron a Chato de mal humor. Después de todo eso, ¿iban a quedarse allí sentados como vacas?

Tras un buen rato, Josey respondió.

—Poniéndonos en lo mejor, es decir, suponiendo que fuerzan los caballos hasta dejarlos muertos, esos rurales tardarán como mínimo cinco horas hasta llegar a Coyamo.

—Pero —sugirió Pablo en voz baja—, si sacamos al señor Ten Spot ahora, tendríamos muchas horas de ventaja.

—Creo que no —dijo Josey, y a continuación levantó la mirada a la luna—. Escucha, esos tipos militares nunca aprenden. Siempre hacen el cambio de guardia a medianoche. Si vamos ahora a por Ten Spot… los soldados encontrarían a los guardias muertos en tan solo treinta minutos cuando vinieran a hacer el cambio de guardia. No —mascó pensativamente—, esperaremos hasta después de la medianoche; así sacaremos una ventaja de cuatro, o tal vez, seis horas; todo depende de cuánto tiempo dura cada turno de guardia, a menos que tengamos mala suerte y alguien encuentre a los guardias muertos accidentalmente.

—¿Guardias muertos? —preguntó Pablo, abrumado por el razonamiento.

—Bueno —dijo Josey—, lo podemos hacer de una manera o de otra. Podría simplemente presentarme allí, inclinar el sombrero y decirle al guardia que hemos ido a por el señor Ten Spot y que por favor lo dejen marchar. Pero lo más probable es que tengamos que degollarlos. O nosotros los degollamos, o nos degüellan ellos, elige.

—¿Cómo calcularás… la hora? —preguntó Chato con voz débil.

—La sabré —respondió Josey.

A continuación, se echó hacia atrás sobre la tierra y observó el gajo de luna bajando por el cielo. Tras unos segundos, llamó perezosamente.

—Pablo.

—¿Sí?

—Saca un poco de tasajo de ternera de la bolsa y dáselo a ese bocazas babeante de Chato para que lo mastique. Cuando lo trague, sabremos si le han disparado en el estómago.

Pablo sacó la ternera y se la pasó a Chato, luego se colocó una manta enrollada bajo la cabeza y se maravilló ante los misterios de la mente de Josey Wales y su forma de hacer las cosas.