Capítulo 11
Cuando Chato cayó hacia delante al recibir el impacto del rifle, Escobedo aplaudió encantado. Justo en el centro. No cabía duda. No, no era necesario perseguir al jinete. Coyamo no era el hogar del caballo. Correría dos o tres millas y luego pararía para vagar y pastar algo de hierba.
Los disparos sacaron a los rurales de las cantinas a toda prisa. Cuando obtuvo la atención de los hombres, Escobedo gritó:
—¡A los establos! ¡Alerta!
Mientras se daba media vuelta para dirigirse a su habitación, hizo una señal a Valdez y al sargento para que le siguieran.
—¡Ahora! Deben hacer esto. Primero usted, teniente; elija a sus cuarenta mejores tiradores de rifle. Cabalgue hasta Coyamo tan rápido como puedan aguantar las monturas. Envíe a veinte de ellos a la ciudad para que disparen a todos los bandidos que se les pongan a tiro. Con los otros veinte hombres, rodee el pueblo. Disparen a todo aquel que huya y también a aquellos que se rindan. Ninguno, repito, ¡NINGUNO! de ellos debe quedar con vida. ¿Comprendes?
—Sí, Capitán —respondió rápidamente Valdez.
—Y, en especial, ¡Pancho Morino debe morir! Asigne cinco de sus mejores tiradores para que se centren en él. Ya sabe cómo viste. ¡Acaben con Morino!
—¡Sí! ¡Eso está hecho! —respondió Valdez con vehemencia.
—Y cuando encuentre al alcalde, que sin duda estará escondido bajo la cama —dijo Escobedo con sorna—, dígale que nuestros exploradores siempre vigilantes nos informaron del avance de bandidos hacia el pueblo. Que le envío la mayor parte de mis tropas para rescatar Coyamo, dejando un pequeño número conmigo para luchar contra los apaches. ¿Comprende?
—¡Sí, capitán!
—Esto —Escobedo posó las manos sobre los hombros de Valdez con mucha ceremonia— te reportará mucha gloria. ¡Quizás incluso un ascenso a capitán!
Los ojos de Valdez brillaron con la avidez de un lobo pardo. ¡Capitán Valdez! Desgranó las palabras para sus adentros. Su pecho se hinchó de orgullo. Se cuadró e hizo el saludo.
—¡VAMOS! —dijo Escobedo y luego, más suavemente—: Vaya con Dios.
—Gracias, capitán —dijo Valdez.
Estaba en una misión divina y, por supuesto, con ello le llegaría la gloria, como así debía ser. Salió corriendo por la puerta.
Escobedo había usado su ingenio para manipular a Valdez; en primer lugar, la promesa de gloria y ascenso profesional; en segundo lugar, suavemente, la sensación de que le encomendaba una misión sagrada. No le fallaría.
Ya podía oír fuera a Valdez lanzando órdenes fuertes y claras, pisadas apresuradas, los hombres montando los caballos, el estruendo de los cascos de los caballos alejándose por la calle de Aldamano que se perdía hacia el este.
Ahora se volvió al sargento. Le costó bastante, pero permitió que asomara un atisbo de sonrisa benevolente en sus labios. Estudió los rasgos bestiales y barbudos del sargento, el pelo enmarañado que sobresalía bajo el sombrero. Una bestia.
—Sargento, vamos a restaurar el orden en nuestro distrito. ¡Seremos felicitados hasta por el mismísimo gobernador! Cuando el teniente Valdez se convierta en capitán, dejará un puesto libre. Y será para usted, sargento… ¡Teniente!
El ceño bajo del sargento se elevó. Su sonrisa reveló unos dientes amarillos.
—¡Sí! ¡Mi capitán!
—Veamos —continuó Escobedo—, usted se queda aquí con un contingente pequeño: contándole a usted, solo diecinueve hombres. Dejo la seguridad de Aldamano en sus manos. Solo cinco podrán dormir en cada turno. Los otros deben hacer guardias de cuatro horas. ¿Comprende?
—Comprendo, capitán. ¡Está hecho! —saludó y se dirigió a la puerta.
—Y sargento —dijo Escobedo mientras consultaba su reloj—, ya son más de las nueve. Vaya a la hacienda del alcalde. Infórmele sobre la misión de Valdez y sus tropas. Asegúrele nuestra vigilancia. Dígale que cenaré con él y su familia a las once. ¿Comprende?
—Sí, capitán. ¿Y el padre? ¿Se lo digo también a él?
Escobedo frunció el ceño.
—Noooo, dejemos al padre que descanse tranquilo.
El sargento salió rápidamente, henchido de la importancia de su responsabilidad. Escobedo abrió la puerta y observó cómo se alejaba a la luz de las antorchas, corriendo a la casa del alcalde, lanzando órdenes a sus hombres al tiempo que andaba a zancadas con el aire arrogante de un general desfilando.
¡Ah! Uno solo debía conocerlos. Por eso el capitán Escobedo sacaba el máximo de sus hombres. ¡Sus pobres y simples rurales!
No, pensó mientras cerraba la puerta y se sentaba al escritorio, no quería que el padre interfiriera en esta ocasión durante sus conversaciones con el alcalde.
Cuando llegó a Aldamano, conoció al alcalde y al sacerdote. El alcalde, un político bravucón y rechoncho, estaba incluso más angustiado que el alcalde de Coyamo.
¡Su pueblo desaparecía ante sus ojos! No era su culpa; después de todo, estando tan cerca de la Sierra Madre. ¿Qué esperaba el gobernador? Pronto, lloriqueó, no quedaría nada allí. Se convertiría en un posadero, un peón de establo, con la única misión de proporcionar servicios al viajero que pasara por allí. Todas las minas estaban cerradas. No había ninguna actividad. Alargó las manos con las palmas hacia arriba suplicándole al capitán.
Escobedo le había escuchado con la misma silenciosa simpatía, asintiendo y mostrando su acuerdo y chasqueando la lengua compasivamente.
Cuando el sacerdote habló, la ira se concentró en la garganta de Escobedo. Ya había visto a los de su calaña antes, repartidos por todo México.
Era un hombrecillo arrugado con el rostro moreno por el sol, sin duda echado a perder entre sus peones. Era viejo y su pelo blanco estaba hirsuto y enmarañado. Comenzó a hablar con un tono suave.
—En una ocasión el gobernador de Chihuahua firmó un tratado con los apaches. En ese tratado se establecía que nuestro estado pagaría unas cuantas cabezas de ganado y unas cuantas mulas cada año como tributo a los apaches. Los apaches entraban en nuestras ciudades. Venían a comerciar. Ellos cumplieron su palabra, hasta que… —aquí el sacerdote se paró y sus ojos brillaron acusadores hacia la cabeza agachada del alcalde—, políticos avariciosos y ambiciosos que deseaban aplastar a los apaches los emborracharon con mescal, y mientras estaban borrachos los asesinaron a traición. ¡Los masacraron, capitán! ¡Como a cerdos!
Su voz se había elevado y ahora hizo una pausa y miró al suelo de piedra del patio. Con un gesto de patética desesperanza, sacudió la cabeza.
—Los apaches ya no se fían de nosotros. Han sido entrenados como guerrilleros durante siglos. Pueden superar nuestra propia traición, y lo harán. ¡Y nos lo habremos ganado a pulso!
Escobedo estaba indignado.
—Pero, padre… yo —comenzó a decir.
—¡Escúcheme! —el pequeño sacerdote se puso en pie.
Escobedo advirtió disgustado que su sotana era de poca calidad y estaba raída. ¡Por Dios! ¡Incluso llevaba las sandalias abiertas de los peones!
—Pero, un momento —le interrumpió Escobedo—, ¿por qué debería nuestro gobierno pagar un tributo a un pequeño grupo de salvajes asesinos? ¿Qué sentido tiene?
—¿Qué sentido tiene? —repitió el sacerdote—; el sentido, capitán, es este: que esta es, o era, su tierra, y nosotros se la arrebatamos. Hemos exigido tributos en oro y sangre de todos y cada uno de los indios, desde Perú hasta nuestra frontera norte, a excepción de los apaches. Solo los apaches han revertido el proceso y recogen tributos de nosotros. Lo he visto, capitán… los sacerdotes que exigen que un peón le entregue un cierto número de pollos a la semana, un peso, una fanega de maíz; que el peón trabaje sin peonada en los campos de la Iglesia determinados días a la semana a modo de tributo. He visto a los hijos de los peones trabajar para pagar ese tributo. ¡He visto los postes de azote que hay junto a la Iglesia del Señor, donde los peones han sido azotados hasta la muerte por no entregar su tributo de un pollo! ¡También he visto los cepos en los que se enyuntan a los peones hasta que mueren de sed!
La voz del pequeño sacerdote se alzó febril. Sus ojos ardían.
—Creo —continuó con voz enfervorecida—, al igual que lo cree nuestro nuevo presidente, Benito Juárez, que la Iglesia no debería poseer ninguna tierra, ni minas ni empresas. ¡Solo la Iglesia! ¡No debería imponer tributos, excepto aquellos que recibe por amor!
—¡Sí, sí! —dijo Escobedo intentando calmarle—, tiene mucho sentido lo que dice el presidente, pero… —Escobedo se escabulló de la respuesta, no podía argumentar contra El Presidente—, soy militar, padre; tales asuntos están más allá de mi autoridad, de mi influencia. Mi juramento y mi deber son para con México. Estoy seguro de que lo comprende.
El sacerdote obviamente estaba loco. Escobedo no tenía ningún deseo de enfrentarse a él, aunque estaba seguro de que no poseía ninguna influencia sobre los obispos y los altos estamentos eclesiásticos. Se sabía que no recogía ningún tributo de los peones. No contribuía con ninguna riqueza. Su pobreza lo convertía en nada. A Escobedo le preocupaban poco sus locuras.
El sacerdote era un hombre que obviamente se había apartado de Dios y se había comprometido no con lo espiritual, sino con las cosas materiales, medio paganizado por los peones indios con los que se mezclaba.
El pequeño sacerdote paseaba de un lado a otro de la habitación. Unió las manos por la espalda. Con la cabeza baja, andaba lentamente mientras meditaba. Se sentó a la mesa enfrente de Escobedo. El alcalde estaba sujetándose la cabeza con las manos y no miraba a ningún sitio.
El sacerdote miró a través de la luz de la vela a Escobedo y sus ojos se suavizaron.
—Sí, capitán, usted es un militar. Con su permiso, mientras sus rurales están aquí, me gustaría hablar con ellos, en masa.
La petición y la suave voz sorprendieron a Escobedo.
—Vaya, cómo no, padre. Le concedo el permiso.
—Me gustaría hablarles —continuó el sacerdote, como si Escobedo no hubiera hablado— de amor. Sé… —sacudió la mano ante el asentimiento de Escobedo— que el amor solo es una palabra para ellos, y… —miró con expresión desgarradora a Escobedo— para otros. Pero quiero mostrarles que no es solo una palabra. Es una ley que, cuando se quebranta, se debe pagar el mayor de los castigos.
»Dios —dijo—, dio al hombre el sexo y con él, como con todos los regalos del Señor, le dio capacidad de decidir cómo usarlo. La pasión del sexo es solo la entrada que debe usarse para abrir el gran misterio del amor. Solo los lazos de unión intangibles, capitán. Los lazos de amor, no los físicos. Y así pues, cada hombre puede elegir. Puede reírse y bromear por ese instrumento. Puede convertirse en lo que denominan un “sofisticado”. Puede animar y hacer de sus mujeres (sus mujeres, que se le unirían gustosas en el misterio del amor) objetos para ser exhibidos como animales. Puede simplificar el sexo y considerarlo un simple movimiento de tripas, pero… —el sacerdote señaló con un dedo a Escobedo—, cuando se aparta de la luz del amor, entra en el crepúsculo de lo material y el crepúsculo no dura mucho. Pronto descubre que su pasión ya no se despierta con la vulgaridad. Se siente insatisfecho. No se sacia con la sexualidad de nada que no sea un objeto sexual. No puede permanecer en ese crepúsculo y por lo tanto debe pasar a la noche del sadismo, de la violación, del terror infligido en otros. Aquí recobra la potencia física que había perdido. Pero en esta ocasión procede del terror y el dolor que causa, no del amor compartido. Ha elegido lo contrario… la elección diabólica siempre a disposición del hombre, sin satisfacción, solo el vacío, nunca saciado, sin fin. La violación, capitán, no es un delito sexual, al igual que el cuchillo no es un delito de asesinato. El cuchillo puede ser usado para cortar pan en la amorosa intimidad de la familia, o puede ser usado para escupir terror y muerte por el alma sádica del que lo usa. El cuchillo solo es un instrumento, como ocurre con el órgano del sexo.
»Dios, al dar al hombre el alma, también le da el libre albedrío para que se eleve por encima de los animales con su amor; pero si el hombre lo rechaza, entonces no puede permanecer en el nivel material del animal. No puede detener la degeneración una vez que esta ha comenzado. Inevitablemente, abrazará el sadismo de El Diablo, y así se convierte en algo inferior incluso a un animal. La rapacidad y la violencia campan a sus anchas por nuestra tierra, mientras nosotros nos volvemos más “sofisticados” y más “civilizados”, con esa dureza que consideramos “adulta”. Lo intangible del sadismo es la respuesta de El Diablo a lo intangible del amor de Dios. El violador no tiene demasiada potencia sexual, sino demasiado poca. La suya es un alma perdida. Al perder el amor, lo ha perdido todo. ¡Por cada bendición que Dios ofrece al hombre, también le ofrece la elección de transformar esa bendición en una maldición!
La voz del padre se endureció. Sus ojos miraban acusadoramente a Escobedo, de manera que Escobedo se vio forzado a bajar la mirada y examinar la punta de sus botas.
—Las violaciones deben parar, capitán —dijo el sacerdote—, la violencia del terror sobre esta gente debe cesar. El alma del hombre no puede vivir en un vacío sin amor. Debe llenar ese vacío. Y por eso abraza la pasión del terror. Eso… —el sacerdote se levantó con determinación—, es lo que les diría a sus rurales, y les advertiría del peligro de sus devaneos con leyes que no comprenden al romperlas.
Se alejó del patio a zancadas, y parecía más alto de lo que era, más majestuoso que lo que se esperaría de su sotana raída.
Durante el fugaz parpadeo de un segundo, el miedo invadió el corazón del capitán Escobedo, pero solo durante un segundo. Era el vino.
El alcalde había levantado la cabeza y ahora miraba suplicante a Escobedo.
—Ya ve, capitán, la cooperación que tengo del padre. Mi autoridad es imposible en esta tesitura, como ya ha visto.
—Comprendo —murmuró Escobedo, y con tono más jovial, animó al alcalde—. Si coopera para que aumente mi autoridad, haré todo lo que esté en mis manos para que el padre sea trasladado, quizás a un pueblo, donde puede enseñar a los indios a hacer canastos. ¡Tal vez, juntos, podamos levantar este pueblo de sus cenizas!
Escobedo se marchó. Se sentía incómodo. De alguna manera, se sentía desnudo, desvestido por el padre. Advirtió que el padre no le bendijo al marcharse. Ni tampoco él se lo pidió.
Ahora, mientras cerraba la puerta tras el sargento, se sacudió de la mente el recuerdo del padre. Podría lidiar con el padre tal como lo hacía con todos los tipos ingenuos como él.
Una vela solitaria iluminaba el cuarto, sacudiendo diminutas sombras que se hacían enormes al danzar sobre las paredes.
Las dos mujeres indias papago (había elegido a esas sirvientas porque los papagos odiaban a los apaches) habían bañado a la joven apache, la habían alimentado, limpiado y perfumado. Ella había perdido casi totalmente el olor a animal apache.
Estaba echada en una esquina, atada y con el rostro vuelto hacia la pared. Escobedo consultó el reloj. Le temblaba la mano: nueve y media. Quedaba muchísimo tiempo para las once.
Tras sentarse en su camastro, se quitó las botas, la camisa, los pantalones y la ropa interior. Y así se quedó de pie, totalmente desnudo, controlando los temblores que le recorrían el cuerpo.
Sabía que la joven era virgen. Lo sabía porque no llevaba ninguna cinta en la cabeza. Era la marca de los apaches. No entendía nada más, ya que no daba ningún crédito a la posibilidad de que los apaches siguieran un código.
En realidad, el apache era muy estricto y su simple razonamiento era que la joven que se deshonraba a sí misma jugando con el gran regalo de Usen no honraba al hombre con el que se casaba. Era una norma que raras veces se quebrantaba, porque las jóvenes apaches sabían lo que significaba una vida sin marido. Sería alimentada por la tribu a la que perteneciera. Podía trabajar, sí. Podía continuar siendo el juguete de hombres solteros, pero jamás encontraría un marido. Una viuda… sí, una viuda podía volver a casarse con honor.
Escobedo no detectaba tal código en los animales llamados apaches. Ahora se dirigió descalzo al rincón donde la joven yacía. En una mano llevaba el cuchillo largo que había sacado del cinto. Cortó las correas que sujetaban los pies de la india y la puso de pie tirando de la correa que le rodeaba el cuello. Ella lo miró con unos ojos negros que ardían con odio. No había miedo en ellos.
—¿No tienes miedo, querida?, —susurró Escobedo con voz ronca en español—. Veamos, entonces.
La condujo a la luz de la vela con las manos atadas a la espalda.
Lentamente, comenzó a deslizar el cuchillo entre sus pechos, cortando hacia abajo, moviendo suavemente el filo y separando el ante. Siguió más abajo, hasta que la falda también cayó abierta.
Salvajemente, tiró de la correa del cuello y bajó el cuchillo por la parte trasera de su ropa. El vestido cayó y ella permaneció ante él, desnuda.
Era pequeña, apenas llegaba al metro y medio de altura; sus pequeñas y duras tetas apuntaban hacia arriba; el vientre liso y firme y el trasero recio. Brillaba como el bronce a la luz de la luna y el cabello negro le caía por los hombros.
Una ligera tensión tiraba de los músculos del rostro ovalado de la india. Su mente era incapaz de controlar ese músculo. Escobedo advirtió la tensión.
—¡Ahhhhhh! ¿Dudas, querida? Veamos.
Apoyó el cuchillo en el escritorio y echó a la joven hacia atrás sobre este. Con las rodillas mantuvo bajadas las piernas de ella, con los dedos de los pies tocando el suelo, y la tumbó hacia atrás empujándole la cara hasta que se dobló y arqueó la espalda separándola de la superficie del escritorio. Solo su cabeza y hombros estaban apoyados en un borde del escritorio y su pequeño trasero presionaba el borde contrario.
Con una mano, Escobedo sujetaba la correa del cuello, y con la otra acarició el vientre arqueado hasta rozar el vello púbico. Apenas había comenzado a crecer. La respiración de Escobedo se hizo más profunda al confirmar la ternura de la joven inmaculada.
Esta tenía las piernas cerradas con fuerza. Con una rodilla, las separó y sintió que los músculos de las piernas de la india temblaban. Se colocó cuidadosamente frente a su orificio virgen y entró en ella, lentamente, sintiendo la presión, las fuertes contracciones, desconocidas, nuevas en el acto.
La miraba fijamente a los ojos, pero estos no cambiaron, ni un solo pestañeo. De repente empujó penetrándola con tanta fuerza que gruñó con el esfuerzo.
El cuerpo de ella se arqueó aún más alto; su vientre estaba estirado y tenso, arqueado sobre el espacio bajo su espalda. Sus piernas se sacudían descontroladas. Sacó el miembro y el cuerpo de la joven cayó. Y luego volvió a empujar, con saña, y observó el delgado cuerpo elevarse en un éxtasis de dolor; abajo… arriba… y aun así ella no dejó escapar ni un solo grito, aunque las piernas se agitaban violentamente en el aire. Y, sin embargo, sus ojos no cambiaron. Solo el cuerpo se sacudía, levantándose y golpeando la superficie del escritorio. La sangre chorreaba de su cuerpo. La suficiente para saciar hasta al más despiadado terrorista; pero Escobedo ya se había adentrado más profundamente en la pasión por el terror. El sacerdote había sentido (olido, como Chato) el sadismo de aquel hombre.
Se detuvo, jadeando con fuerza; el sudor brillaba sobre su cuerpo huesudo.
Inclinó la cara cerca de aquellos pequeños ojos estoicos. Todavía estaba muy dentro de ella, y en un español muy lento y claro para que le entendiera, le dijo suavemente:
—Me han dicho, querida, que hay una sensación, una experiencia que solo es dada a unos pocos hombres. ¿Sabes cuál es, eh? Es la experiencia de estar dentro de una virgen, como lo estoy yo ahora. Mientras ella muere, los estertores de muerte, las contracciones, son inimaginables. ¿Te apetece que probemos esta experiencia, pequeña querida? —la locura hizo que su susurro sonara más ronco.
Comenzó a apretar la correa alrededor de su garganta. Febrilmente, observó con atención a la joven al tiempo que apretaba más y más fuerte. Los ojos comenzaron a salirse de sus órbitas. Él se sentía en su interior como un hierro retorciéndose entre terciopelo. El rostro de la joven se puso azul. La lengua salió de la boca y perdió el conocimiento.
La pasión finalmente había abandonado a Escobedo. El vientre de la india se había soltado y le había llenado a él y al escritorio de excrementos. Escobedo dio un paso atrás, exhausto y asqueado. Se sentía débil cuando se la quitó de encima y la dejó caer al suelo, y solo durante unos segundos pudo resistir la visión de los restos.
Corrió al baño que había detrás de la oficina. Se limpió aún tembloroso. Se vistió con el uniforme completo, teniendo cuidado de sacar brillo a las botas y de sacudirse el polvo de las mangas.
Sentía debilidad en las piernas y no quiso mirar a la figura que yacía en el suelo cuando pasó a su lado. Levantó la botella de tequila y bebió con avidez. Cuando abrió la puerta, consultó el reloj: las diez cuarenta y cinco. Sería puntual a su cita con el alcalde. Cuando caminó por la calle se sintió relajado y reconfortado por el tequila. Al ver al sargento se paró junto a él.
—Vaya a mi oficina, limpie la carnicería… de la bestia. Envuélvala en unas mantas. Puede colgarla fuera en la puerta oeste de Aldamano, mirando hacia la Sierra Madre.
—Sí, capitán —respondió el sargento con gesto impasible.
Sabía lo que le esperaba. Había realizado esa labor en muchas ocasiones. Encogió sus hombros bestiales y se preparó para aguantar la peste del trabajo.
Escobedo, a pesar de la brillantez de sus maniobras, a pesar de su ingenio para planear, poseía un defecto que minaba la férrea solidez de sus ambiciones. Siempre veía a aquellos que estaban por «debajo» de él como seres estúpidos, sin capacidad de raciocinio, ni personalidad, ni honor. Y como le ocurría a ese tipo de hombres, jamás era consciente de ese defecto; solo maldecía las crisis que se desarrollaban primero aquí, luego allá, y que por supuesto finalmente lo destruirían.
Como el propio sargento reflexionó, el capitán había realizado un acto similar muchas veces, pero jamás con una apache.
Que un apache adivine los pensamientos de uno por adelantado es malo… para ese uno. Contarle a un apache tus pensamientos es algo muy, muy malo. Simplifica el arte del doble pensamiento, que tan bien emplean los guerrilleros.
Escobedo se lo dijo a la joven en un español que podía entender. Le dijo que iba a morir. Le dijo cómo iba a morir. Le dijo lo que esperaba sacar de ella con su muerte.
Durante generaciones, los apaches, criados como guerrilleros desde la niñez, aceptaron vivir cabalgando sobre la delgada línea entre la vida y la muerte.
Automáticamente, la joven se movió en esa línea. No demasiado pronto. Revelaría la farsa. Cinco segundos antes de que sus ojos se abrieran desorbitados por la muerte, ella los desorbitó a voluntad. Tensó el cuello, y a tan solo tres segundos de su muerte, la lengua salió disparada. En su vientre, ella le daba lo que él le pedía. El dolor no importaba. Movió el músculo a pesar del dolor, cada vez con más fuerza, contrayéndolo en un sanguinolento abrazo, deslizando los músculos tensos… y de esa manera drenó la pasión en él.
Todo apache estaba familiarizado con la muerte y la descarga del vientre que se producía, y por eso ella la forzó, asqueando a Escobedo. Pero cuando él la lanzó al suelo, su mano escondida tras la espalda sostenía el mango del cuchillo con tanta fuerza que hubiera sido imposible arrebatárselo.
Mientras Escobedo se lavaba y vestía, ella inhaló pequeñas bocanadas de aire, solo el suficiente para sobrevivir, lo mismo que cuando comió las sobras en el camino. Disciplina incluso cuando boqueaba para sobrevivir; solo la suficiente para apartarse de la oscura línea de la muerte.
Ahora, con la habitación vacía, el cuchillo cortó sin dificultad las correas de sus muñecas. Se llevó una mano a la garganta y aflojó la correa. Una enorme franja, azul y gruesa como una soga, le rodeaba el cuello. No pensaba en ello. Todos sus pensamientos estaban centrados en la supervivencia y el doble pensamiento del guerrillero. Escobedo enviaría enseguida a alguien para llevársela. Se tumbó boca arriba como estaba antes, con las manos detrás de la espalda.
El sargento abrió la puerta de par en par y la cerró. Atravesó la estancia y bordeó el escritorio. Al ver la escena, maldijo en voz baja.
—¡Excrementos! ¡Siempre excrementos! Preferiría limpiar las porquerizas —gruñó para sí mismo mientras le daba la espalda a la india. Cogió una manta, la extendió en el suelo y se acercó a ella para arrastrarla.
Se inclinó para agarrarla del pelo acercándose a la cara de la joven. La mano de esta salió disparada como la cabeza de una serpiente. La punta del cuchillo penetró por la garganta, tan violentamente que fracturó la cervical en la base del cráneo del sargento. Su cerebro no tuvo tiempo de registrar la acción mortal. Solo la miró inexpresivamente mientras caía sobre ella.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, se quitó de encima el cuerpo del hombre. A gatas, lo hizo rodar y lo escondió bajo el camastro de Escobedo.
Intentó levantarse, pero se le doblaron las piernas. Se arrastró haciendo fuerza con los brazos hasta el borde del escritorio; sopló la vela y gateó hasta la puerta trasera de los aposentos de Escobedo.
Ahora, sus rodillas se combaron. Se estiró desesperadamente hacia arriba y levantó el pasador de la puerta, lo sujetó mientras se deslizaba a través de ella y la cerró.
Sus rodillas ya no aguantaban más su peso. Con los codos se arrastró hasta la pared, pasó por la parte trasera del cuartel y avanzó por el muro de la cárcel. Fue ahí cuando la oscuridad se apoderó de la tenaz voluntad de la apache. Se quedó inconsciente tirada junto al muro de la cárcel. El cuchillo, fuertemente apretado, seguía en su mano.