Capítulo 6
En el crepúsculo, ya anocheciendo, atravesaron al galope el valle del río hacia la vasta llanura de Chihuahua. La ruta sur hacia Escalón discurría a través de cactus y mezquite.
Aquí la hierba crecía en matojos tan ralos que hacían falta cuarenta acres para alimentar a una sola vaca, y muchos de los rancheros eran propietarios de decenas de miles de cabezas de ganado; aquí, un Don no medía sus tierras por acres, sino por los días que se necesitaban para atravesarlas.
La hacienda del vecino podía estar a cien millas de distancia o más, y el ganado corría libre como los pumas y solo ocasionalmente era agrupado por los vaqueros, más salvajes incluso que el ganado.
Era la tierra de Chato Olivares, desenfrenada y temeraria, que empapaba de su existencia errante el alma de los hombres como un incienso, hasta que lo hacía suyo y lo moldeaba y lo presentaba a las ciudades como su espíritu: el vaquero.
No había luna. La noche desplegó su velo y el viento se enfrió. Chato dirigía la marcha, aflojando el paso, y fue él quien silbó suavemente al tiempo que detenía su caballo.
—No hay tantas huellas, Josey —dijo mientras Pablo y Josey movían las riendas para colocarse a su lado—. Está oscuro, pero en algún lugar se han desviado. No se ven sus huellas en la ruta a Escalón.
La silla de Josey crujió cuando cambió el peso de sitio.
—¿Adónde? ¿Adónde podría haber ido?
Chato se encogió de hombros en la oscuridad.
—Tal vez hacia Coyamo al oeste, tal vez hacia Casa Grande al noroeste. Quizás esté haciendo una ronda por su territorio; pero no va por la ruta a Escalón. ¿Quién sabe? Está demasiado oscuro para averiguarlo.
La voz de Pablo sonó ligeramente temblorosa.
—Pero los jinetes, los rurales que escaparon, lo sabrán. Cabalgan por delante. El capitán Escobedo descubrirá entonces que le seguimos.
—Sí, lo sé —dijo Josey; había un ligero toque de amargura en sus palabras.
Lo sabía. Como ocurrió en Misuri y en Kansas; siempre, la tierra alzada en armas. Donde un hombre cabalgaba con los nervios a flor de piel. Donde disparaba al matorral que no se agitaba como debería agitarse por el viento.
Ahora lo sabrían. Apretó el estómago y reprimió la sensación de náusea por lo de Misuri, y después tensó los nervios, como preparándolos para la locura del juego mortal que estaba por venir.
Permanecieron sentados en sus caballos, que pateaban impacientemente al viento. Chato se sentía desconsolado porque, de alguna manera, había fallado; pero nadie podía luchar contra la oscuridad.
Fue Josey quien rompió el silencio.
—Supongo —dijo— que aquellos dos que salieron corriendo le irán con toda clase de cuentos a Escobedo. Tal vez eso lo mantenga corriendo de un lado a otro y, si como tú dices, Chato, Escobedo quiere presentarse con una buena coartada, tal vez le dé un poco más de tiempo de vida a Ten Spot… —su voz se apagó y entrecerró los ojos mientras contemplaba una estrella que se filtraba por el manto de nubes—. Retrocederemos una o dos millas, nos apartaremos del rastro. Esperaremos a que haya luz.
Tratando de insuflar esperanza a su desesperanza, los condujo de regreso por la ruta y se separó de esta, hacia la maleza. Desensilló el ruano a cierta distancia de Chato y Pablo, lo llevó hacia una zona de hierba y ató el extremo de la rienda al cuerno de la silla.
Tras estirarse en el suelo con la cabeza apoyada en la silla y el sombrero inclinado sobre los ojos, desenfundó un Colt y lo sostuvo sobre la barriga. Ahora los ojos no servían de nada, solo el oído y el tacto del suelo. El ruano bufaría si notaba alguna presencia inesperada. El repentino tirón de su cabeza tiraría de la silla.
Josey no había mencionado que ahora Escobedo estaría planeando tenderles emboscadas. Chato ya lo sabía, y Pablo… no era necesario que él lo supiera.
Ahora veía de nuevo al rural herido agitando el pendiente de Rose provocadoramente frente a él y, al momento, la imagen retrocedió hasta Misuri, mucho tiempo atrás… su cabaña humeando y los esqueletos chamuscados de su esposa y su niño… eso es lo que vio cuando disparó al rural entre los ojos.
Se tragó la amargura y se dejó envolver suavemente por el sueño inquieto del fuera de la ley.
Chato y Pablo ataron sus caballos de la misma manera y, como Josey les había indicado, se tumbaron a cierta distancia, mirando en direcciones opuestas. El viento nocturno comenzó a soplar y las espinas de los cactus aullaban delicadamente con el roce del viento, como espíritus lejanos agonizando en un coro etéreo.
Pablo se arrastró cerca de Chato.
—Chato —dijo.
El vaquero no levantó el sombrero de su cara, pero susurró:
—Si tienes que hablar, niño, susurra, como el viento. El sonido viaja muy lejos de noche por las llanuras.
Pablo se acercó aún más adonde estaba tumbado Chato. A lo lejos, un lobo gimió, con un aullido largo y vibrante.
—¿El lobo? —susurró Pablo.
—Sí —respondió Chato—, pero también es el grito que usan los apaches, y los apaches atraviesan las llanuras solo por la noche.
Un coyote ladró una respuesta burlona.
—¿Chato?
—¿Sí?
—¿Era necesario… quiero decir, que el señor Josey le disparara al rural herido y que les vaciáramos los bolsillos? —preguntó Pablo.
Chato se rio suavemente.
—Nunca comprendes, niño. Ese rural era un torturador. Le encantaba ver el dolor en los demás. Josey le dio una muerte rápida. ¿Y sus bolsillos? Todos son saqueadores de los indefensos. La justicia es que uno debe recibir lo que merece, esa es la única justicia… buena, o mala. Es el código del bandido Josey Wales. ¿O es que querías que la puta y el cantinero se llevasen lo que tenían en los bolsillos?
—No —susurró Pablo vacilante.
—No le des más vueltas, Pablo —susurró Chato—. Las monedas que suenan en tu bolsillo son justicia, y el botín de guerra. Si Josey Wales hubiera podido llevar a los rurales ante un juez, el juez se habría quedado el botín y lo repartiría con sus políticos, y estos se comprarían carruajes nuevos con elegantes molduras en el techo, y sus putas llevarían anillos nuevos. Y Josey Wales y Pablo y Chato Olivares estarían ahora mismo colgando de una soga. Esa es la justicia de ellos. ¿La de Josey Wales? Él solo tiene su arma.
Se hizo un largo silencio y Pablo reflexionó sobre aquellas palabras. Comenzó a arrastrarse de regreso a su silla de montar, porque era obvio que Chato se había quedado dormido.
—¿Pablo? —susurró el vaquero.
Pablo paró en seco.
—¿Sí?
—Desde niño cultivaste maíz, cada primavera lo cosechabas. ¿Verdad?
—Verdad —susurró Pablo.
—Y lo veías crecer, brotando con las lluvias del vientre de la Madre Tierra… y tú ayudabas, y pasabas la azada, y recolectabas, y saboreabas los granos de las mazorcas. Año tras año. ¿Verdad?
—Verdad —susurró Pablo.
—Tú produces un efecto en el crecimiento del maíz, pero aquello en lo que tú produces un efecto, todo lo que haces, también tiene un efecto en ti. El crecimiento del maíz y la Madre Tierra poseen un mayor efecto en ti, de forma que tú eres Pablo… una parte de Su progenie y de Su crecimiento y de Sus frutos, de Su delicadeza, de Su vida eterna. Tú vivirás para siempre, Pablo. Alégrate de que no comprendes las tormentas que se mueven por encima de Madre Tierra; porque las tormentas vienen fieras, con una ferocidad grande, pero mueren rápido. Ellas también son necesarias, pero no duran mucho. Y eso es lo que pasa con Josey Wales.
—¿Y tú? —susurró Pablo tras una larga pausa—. ¿Qué eres tú, Chato?
El vaquero se rio suavemente.
—¿Yo? Yo soy el rastrojo rodante que va con el viento. Y, niño…
—¿Sí?
—Si no duermes y mañana te caes dormido de la silla cuando te necesitemos, Josey te va a meter una bala. Cuando pueda ver y contar las espinas de aquel cactus de allá, partiremos.
Pablo regresó a su silla. Se quedó durante un rato contemplando las estrellas que parpadeaban entre las nubes en movimiento. Por primera vez en su vida se alegraba de ser Pablo. Las palabras del vaquero despertaron algo del pasado, de antes de que sus gentes fueran sometidas por los españoles. Se sintió indio.
Notaba contra su espalda a la Madre Tierra viva. Sus lluvias eran más sagradas que el agua de una pila bautismal salpicada en su cabeza por un sacerdote español. Vagamente, deslizándose en el sueño, se preguntó si el vaquero era un sacerdote pagano de la antigüedad. Se durmió profundamente y nada le turbó.
Chato había tenido parte de razón acerca del destino de Escobedo. Coyamo, al oeste.
Tras abandonar Saucillo con cincuenta jinetes, Escobedo se sacudió la extraña y persistente gelidez que le habían dejado las palabras de Kelly. Josey Wales… unas palabras e imágenes dementes balbuceadas por un cantinero borracho de tequila. Una superstición propia de un peón, tal vez, pero no del capitán Jesús Escobedo.
No había elegido la plaza de Coyamo al azar. Había cálculo, eficiencia y ambición en los planes de Escobedo.
Las ricas minas de plata salpicaban el territorio de aquella zona, con sus tesoros enterrados en las profundidades, pero los peones huían de noche; las mejores familias no fueron capaces de desarrollar pueblos. Y ni sacerdote, ni oración, ni espada alguna lograba aumentar la escasa población. Y todo por una sola razón. Los apaches. La muerte sigilosa que asaltaba, asesinaba y usaba las artimañas del Diablo en el desempeño de su insaciable terror.
Los apaches eran como humo en la mano; no se enfrentaban ni luchaban, sino que corrían hacia Sierra Madre, pero siempre, siempre, regresaban para volver a golpear.
Eran motivo de gran dolor y vergüenza para el gobernador de Chihuahua, así como para el resto de gobernadores de todos los estados del norte. Eran un gran problema en la propia Ciudad de México. La civilización no solo había sido detenida por un puñado de animales asesinos, además estaba retrocediendo.
El hombre de ingenio y previsor, de acción y cuidadosa planificación, tiene posibilidades de llegar a ser coronel, o incluso general. Detentando tal poder, podría sacar tajada de una parte de la plata de las minas, jugar la baza de la reforma del territorio en Ciudad de México con Benito Juárez, y con la otra mano devolver la tierra a los Dones y compartir algo con ellos también. De general a Don no era un paso imposible. ¡Don General Jesús Escobedo! Una justa restitución de su nombre a la aristocracia a la que pertenecía.
Tan solo había dos machos en el campamento apache que él y sus rurales habían atacado por sorpresa. Uno de ellos había escapado. El otro fue hecho prisionero. ¡Treinta y cinco perras y bastardos pasados a cuchillo! Tenía otro apache cautivo, una perra de unos trece o catorce años de edad. Y también tenía al gringo asesino.
Su plan poseía la genialidad de la simpleza. En primer lugar, ahorcaría al apache en la ciudad de Coyamo, para asustar al alcalde y ganarse las alabanzas de este y del sacerdote por sus exitosas incursiones, alabanzas que llegarían a oídos del gobernador y los obispos. Por otro lado, demostraría a los peones el poder de sus rurales sobre los apaches.
Desde Coyamo viajaría hacia el oeste, a Aldamano, y allí, tras su propio «interrogatorio» privado a la perra apache, la ahorcarían a las afueras de la ciudad para que la vieran todos. Las alabanzas se propagarían desde Aldamano.
Luego, tras dejar parte de sus hombres en Coyamo y otra parte en Aldamano, viajaría con solo diez rurales a Escalón. Allí, ante los militares y más cerca de Ciudad de México y las personas de influencia, relataría la persecución del gringo que había matado a un agente de la ley mexicano, cómo lo había perseguido hasta el refugio de los criminales, Santo Río, y había librado allí una batalla campal con los bandidos y regresado con el criminal.
¡México! Así demostraría a los odiados gringos del norte que el largo brazo de la justicia mexicana llegaba incluso hasta Río Grande, gracias, por supuesto, a la dedicación del capitán Escobedo. Les hablaría del ajusticiamiento de los treinta y cinco apaches. Los periódicos de la capital alabarían sus esfuerzos. Los obispos, que incluso ahora andaban inquietos por los menguantes tributos que recibían de los peones, presionarían para que le otorgaran a él más autoridad, y a los propietarios de las minas y los Dones.
Quizás de capitán pasaría a general… ya había ocurrido antes. Y con el poder después de eso… ¿por qué no?… ¡Presidente!
¿Una locura? No en un México turbulento. Incluso sueños más fantásticos se habían cumplido. El objetivo de Escobedo era posible, e incluso probable, porque él no era solo un soñador. Era un hombre con los atributos necesarios para cumplir sus sueños: no tenía ningún reparo moral en llevar a cabo sus acciones. El plan sería un éxito.
Coyamo había sido reconstruido por los españoles a partir de un antiguo ejido, un antiguo poblado indio comunal. Unas cuantas chozas de adobe se apiñaban en la parte trasera de la única calle principal de tiendas y cantinas. Habían construido una iglesia para cristianizar a los indios y un muro bajo de adobe rodeaba el pueblo, uno de los inútiles gestos de protección contra los apaches.
Escobedo reunió a sus rurales a la puesta del sol, en columnas de a dos, al estilo militar. Ahora eran soldados, sujetos a padecer dolores letales si no se comportaban como tales.
Dos pasos más atrás, a su lado, cabalgaba el teniente Valdez; Escobedo a duras penas disimulaba su desprecio por la sangre mestiza de Valdez.
Tras encargar a Valdez que alojara a los rurales cerca de los establos y corrales, que colocara guardias alrededor de la población y metiera al gringo y al apache en prisión, se retiró a sus aposentos privados reservados al capitán de la policía. Había dejado a la joven apache maniatada en su habitación mientras presentaba sus respetos al alcalde y al sacerdote.
La hacienda del alcalde estaba respetablemente retirada de la calle, con un agradable patio delantero tras rejas de hierro. Fue en el patio donde comieron; el alcalde, su esposa regordeta y el sacerdote eran los anfitriones del capitán. Unas mujeres indias servían los platos, arrastrando los pies cuando entraban y salían de la cocina obedeciendo las severas órdenes de la matrona.
Para ser mestizo, pensó Escobedo, el alcalde mostraba cierta familiaridad con las buenas maneras. Cierto, engullía la comida demasiado rápido y no perdía demasiado tiempo en cortesías.
¿Qué tal había ido la ronda del capitán? ¿Y la salud de su familia? Si necesitaba algo para sus tropas, solo tenía que pedirlo. Los gruesos belfos del alcalde temblaron a la luz de las velas. Esperó impacientemente a los puros y el vino, a que se retirara su esposa, para presentarle su caso… las excusas por su falta de progreso, el cual amenazaba con destrozar su carrera política y enviarlo de vuelta al trabajo de trepa chupatintas.
Su voz se alzó en un chillido: los peones que había traído no querían quedarse. Incluso habían intentado acorralarlos, como caballos en un cercado, pero se escapaban y huían de noche. No eran rebeldes. Solo tenían miedo. De los apaches.
Algunas de las minas habían sido parcialmente horadadas. Algunas estaban cerradas. Si el capitán pudiera transmitir su mensaje al sur; si pudiera estacionar más hombres… si… si…
Escobedo lo había oído todo ya antes. ¿Cuándo fue? En 1760, el gobernador de Chihuahua, respondiendo a la consulta del Rey de España acerca de cuál era la razón de que no avanzara el asentamiento y el progreso en su territorio, ofreció la misma excusa, como la que dieron los otros gobernadores de Sonora y otros estados al norte. Los apaches. En 1680, la misma respuesta. Los apaches.
¿Hasta cuándo se remontaba? ¿Cuántas carreras políticas se habían arruinado? ¿A cuántos generales se les habían formado consejos de guerra? ¿Cuántas familias de la aristocracia habían caído en desgracia y quedaron exiliadas al olvido? Los apaches.
Escobedo asintió compasivamente entre el humo del puro. Murmuró su acuerdo con las manos gesticulantes del alcalde. Esperó a que hablara el sacerdote.
El sacerdote era un hombre flaco y vestía el hábito con dignidad. Su rostro era de piel blanca, agraciado, obviamente había abandonado hacía poco la corte de España. Era de una familia que hubiera preferido que se mantuviera en los altos círculos de la diplomacia, o tal vez del estamento militar, pero que eligió el sacerdocio. Sin duda alguna, era un hombre de Dios.
Aunque había bebido tanto vino como Escobedo y el alcalde, su lengua no se trababa y sus palabras estaban llenas de paciencia. Hablaba con voz suave y beatífica gracia.
—El peón indio es bueno. La Iglesia ha hecho un gran progreso en la cristianización. Es consciente de sus pecados y de su única redención. Asiste a las misas y los ritos. Es simple, pero tiene alma.
El sacerdote hizo una pausa y echó la mirada al cielo en busca de sus pensamientos.
—Que me perdonen, por Dios, si me equivoco —se persignó lentamente y con gesto majestuoso—, pero he llegado a creer en lo más hondo de mi corazón que el apache es un animal. No tiene alma. O bien es eso, o bien representa al Diablo en la tierra. Asalta hasta las iglesias de Dios, profana las imágenes sagradas y mancilla los altares —bajó la voz—. En dos ocasiones he pedido entrevistarme con cautivos apaches para hablarles de amor, de la palabra de Dios, para tocar sus almas. En sus ojos solo encuentro un odio que quema mi alma —el sacerdote se estremeció al imaginárselo—. ¡Tanto odio! —su voz tembló—. Me han escupido en la cara y han mancillado el hábito y la Cruz con su saliva.
Inclinó la cabeza con gesto de desesperación por tanta indignidad.
El sacerdote, por supuesto, no hizo una revisión de la historia en su discurso. La historia de los obispos, testigos del robo a mano de los políticos y los Dones de la riqueza de México y la esclavitud de los indios, al tiempo que a la Iglesia tan solo se le permitía tomar las limosnas de esas riquezas. Los obispos usaron su influencia sobre el Rey para «acabar con la esclavitud de los indios».
El Rey respondió. Su proclamación dictaba que todos los indios debían percibir un «salario digno» y dejó en manos de la Iglesia y los políticos decidir cuál debía ser ese salario digno. Los políticos controlaban los precios del maíz y el frijol y el «salario digno» fluctuaba según estos.
El sacerdote tampoco mencionó al peón que trabajaba en las minas, transportando trescientas y cuatrocientas libras de mena sobre su espalda, por unas escaleras que subían cientos de pies hasta la superficie, durante catorce o dieciséis horas al día por el «salario digno» de un peso diario.
Ni tampoco mencionó que la Iglesia cobraba al peón trescientos pesos para celebrar la ceremonia de su casamiento, cien pesos para bautizar a su recién nacido, pesos para el cepillo de las fiestas y las confesiones, así que el peón indio trabajaba sin parar endeudado con la Iglesia… y con el vendedor de maíz, convirtiéndose así en el esclavo no de un señor, sino de dos, y enriqueciendo a dones con la riqueza de reyes. Y la Iglesia ahora era propietaria de millones de acres de tierra, tierras que el peón debía trabajar sin cobrar nada para así pagar sus tributos con la Iglesia. La Iglesia, tan rica que incluso el gobierno federal de Ciudad de México tomaba prestado frecuentemente de sus sagrados cofres para poder hacer frente a sus propios presupuestos cambiantes, previo pago de intereses, por supuesto.
No mencionó que el periodo de supervivencia de un minero indio era de cinco años, que la Iglesia le exhortaba a «tener hijos y poblar la tierra». Se esperaba de él que criara, al menos, a cinco niños antes de morir.
El indio de México estaba muriendo. Moría en esa lenta trituradora que no revelaba violencia alguna envuelta en la negra vestidura de la Iglesia. El pie de hierro de la avaricia le empujaba hacia su premio celestial.
El sacerdote no hablaba de estas cosas. Eran cosas del mundo material que nada tenían que ver con lo espiritual y, por encima de todas las cosas, el sacerdote estaba principalmente preocupado por el alma del peón indio.
La calidez del vino y las palabras y maneras del sacerdote inclinaron el corazón del capitán Jesús Escobedo hacia aquel hombre de Dios.
Él, Escobedo, después de todo, estaba allí para traer la esperanza, la seguridad para la Iglesia, el progreso para México y la civilización. Su ambición personal estaba indudablemente alentada por esas causas sagradas y nacionales. Podía ver el destino, el «destino manifiesto» que recaía sobre sus hombros.
Habló en voz baja, sin grandes aspavientos, de como él y sus cincuenta rurales habían atacado a cien apaches, que les doblaban en número; habían ajusticiado a treinta y cinco y los demás huyeron en desbandada.
Ahorcaría a un cautivo en el límite occidental de Coyamo al amanecer a modo de advertencia para los apaches, y para dar alientos al peón cristiano. El otro cautivo sería ahorcado en Aldamano, sesenta millas al oeste.
Relató su lucha en la batalla campal en la mismísima frontera del Río Grande, y cómo ganó y se trajo con él al gringo criminal para llevarlo ante la justicia en Escalón. ¡Si al menos tuviera la autoridad para hacerlo!
Podría expulsar a los apaches hasta Sierra Madre, perseguirlos hasta donde jamás habían sido perseguidos antes, borrarlos de la faz de tierra.
Sentía que Dios lo apoyaba, dijo, como servidor de la santa fe y el avance de la civilización.
Cuando Escobedo acabó de hablar, el alcalde se había puesto en pie.
—¡Apoyo totalmente a hombres como usted, capitán! Usted es la vida a la que debemos aspirar en el norte. Esta noche (no voy a esperar hasta mañana), esta misma noche presentaré su petición de autoridad para poner en marcha ese plan. La enviaré a la capital del estado ¡sí, señor! ¡A la mismísima Ciudad de México!
El alcalde estaba exultante y casi bailaba sobre la piedra del patio.
El sacerdote extendió las manos hacia delante y se las examinó.
—No soy un hombre a favor de la violencia. Siempre me he opuesto a ella —dijo—, pero si se debe alzar la espada en defensa de la Cruz, ¡entonces que sea alzada, como en las Cruzadas, capitán! Haré llegar mi apoyo por su causa al Obispo de inmediato.
Escobedo mantuvo el gesto digno, aunque la alegría le invadía todo el cuerpo, llenándolo de excitación. Se levantó dando las gracias por la hospitalidad de la hacienda del alcalde y se arrodilló con gesto humilde ante el sacerdote para obtener su bendición.
Mientras avanzaba por la polvorienta calle hacia sus aposentos, se sentía de lo más exultante. Pasó junto a la prisión donde estaban encerrados los prisioneros y sorprendió a los guardias de turno con un cordial «¡Buenas noches!».
Todavía no era medianoche. La joven apache le esperaba para darle placer en sus aposentos.
En algún lugar leyó en una ocasión acerca de las fortunas de guerra, cómo se creaban. Sin duda, esas historias eran ciertas. ¡El nombre de Jesús Escobedo pronto estaría en los labios de todo México!