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La sala de reuniones del Carnival News era un rectángulo sin ventanas. Una mesa maltrecha ocupaba el centro y dos tubos fluorescentes se encargaban de iluminar la habitación y borrar las sombras. Había archivadores que no resultaban precisamente apropiados como decoración y algunos pósteres de propaganda en las paredes. Junto a éstos había un almanaque del año anterior que no había sido reemplazado.

Sobre la mesa resoplaba una cafetera que Liz había tenido la amabilidad de preparar.

Robert Green y Edward Lerman aguardaron en silencio la llegada del comisario y el agente de la DEA, escuchando el burbujeo del café en el recipiente transparente y paseando la vista por las paredes. Edward tamborileaba con sus largos dedos. Robert procuraba mantener su mente centrada en el supuesto tráfico de drogas; sabía que el tema no lo implicaba directamente a él o al periódico y que pasaría a manos ajenas en poco tiempo, pero prefería pensar en eso y no en otra cosa. Utilizó los minutos de espera para imaginar el aspecto del agente de la DEA. La insistencia de Harrison de estar presente durante la conversación fue suficiente para que su cerebro concibiera a un agente duro, de mandíbula cuadrada y hombros anchos; un individuo imperturbable salido de una novela de Clancy, vistiendo un traje hecho a medida y gafas de sol.

Fue tan sencillo concebir aquella imagen que, cuando Harrison apareció junto al agente Arthur McAllen, Robert estuvo a punto de lanzar una carcajada. En contraposición con el comisario, el agente parecía un niño disfrazado de adulto. Su atuendo era digno de una obra teatral escolar. Llevaba una camisa blanca por debajo de un jersey estrecho, tirantes de cuero y en efecto llevaba gafas, pero no de las de sol, sino de cristal transparente y montura redonda. Tenía el cabello cortado a cepillo y el rostro bronceado; medía menos de un metro sesenta y tendría unos cuarenta y cinco años, aunque era difícil adivinarlo.

Se hicieron las presentaciones de rigor y cada uno ocupó un sitio en la mesa. Robert ofreció café y todos aceptaron. McAllen se mostró particularmente agradecido cuando recibió su taza humeante, y Robert se preguntó en qué punto residiría la amenaza de aquel niño-agente.

Robert hizo una breve introducción que sirvió de preámbulo a Edward, quien relató otra vez la historia transmitida por el soplón. McAllen lo observaba con atención, haciendo algunas anotaciones en una libreta de bolsillo y masajeándose la barbilla lampiña de vez en cuando. Observar la silueta diminuta del agente, en contraposición con la figura monumental de Harrison, hizo que Robert tuviera que apartar la vista en un par de ocasiones para evitar reír.

Cuando Edward terminó su relato, nadie dijo nada. McAllen había escrito el nombre del Zorro en su libreta y ahora dibujaba círculos en torno al mismo una y otra vez. De pronto se puso en pie, dio un pequeño saltito y se lanzó de su silla hacia el frente de la sala. Mantuvo la mirada en el suelo mientras se desplazaba enérgicamente describiendo elipses alargadas. Los tres hombres lo estudiaban con atención.

—Repasemos lo que tenemos, señor Lerman —dijo el agente McAllen sin mirarlos—. Su contestador recibe tres mensajes.

Edward rellenó la pausa que dejó McAllen con un poco convincente «sí». La historia que acababa de relatar era sumamente sencilla y no veía la necesidad de repasarla.

—El sujeto anónimo, que se niega a dar su nombre, vuelve a hablar con usted ayer a las cinco de la tarde…

—Sí.

—A las cinco de la tarde…

—¡Sí!

Harrison advirtió hacia dónde apuntaba McAllen. Se apresuró a intervenir.

—¿Por qué no nos centramos en lo que tenemos? —pidió el comisario.

McAllen había detenido su avance sobre la elipse imaginaria. Miraba a Harrison y a Edward alternativamente. Tenía los brazos extendidos, como si esperara el abrazo de un ser invisible.

—El individuo telefonea a las cinco de la tarde y le habla del cargamento de Bangor —prosiguió McAllen como si hablara para sí mismo—. ¿Dijo exactamente «el cargamento de Bangor»?

—Agente McAllen, le he dicho que tengo la grabación de la conversación.

—Pero la tiene en su casa —lo interrumpió McAllen.

—Tengo un contestador con memoria, no cinta.

—¿Recuerda si esta persona habló exactamente del «cargamento de Bangor»? Es importante saberlo.

Robert intercambió una mirada de incertidumbre con Harrison. Este último hizo un gesto con las manos como si sostuviera una roca imaginaria y alzó la vista al techo. Había tenido que lidiar con el comportamiento de McAllen durante todo el día.

Edward mantenía la vista fija en el hombrecito gesticulador.

—Sí, dijo exactamente «el cargamento de Bangor».

McAllen se volvió a Harrison. Parecía un niño repitiendo la lección del día. Dejó de masajearse la barbilla y peinó el cabello corto con la palma de la mano.

—Harrison, sigo pensando que estoy en lo cierto respecto a lo que le he dicho. Es alguien de dentro.

—En ese caso es probable que la información sea falsa.

—No lo creo.

—¿Y qué es lo que cree?

McAllen alzó uno de sus puños y extendió el dedo índice, como si se dispusiera a proferir una advertencia. Con la otra mano se aflojó el nudo de la corbata.

—Creo que el Zorro está intentando controlar este asunto de Bangor directamente y que no lo está haciendo bien. Ha cometido algunos errores…, quizás los años lo han vuelto descuidado. La llamada es una prueba de ello.

Robert se limitó a escuchar las palabras de McAllen deseando marcharse de allí cuanto antes. El agente no sólo daba por hecho que aquel personaje del que todo el mundo hablaba era real, a pesar de que nadie había tenido nunca prueba alguna de su existencia, sino que además parecía haber tomado el asunto como una cuestión personal. Un niño jugando al gato y al ratón. Era difícil saber si McAllen se comportaba así normalmente o había algo en este caso en particular que lo incentivaba. Robert terminó de cambiar su imagen preconcebida del agente duro por la del ser diminuto que tenía delante, que definitivamente era obsesivo en su trabajo y posiblemente también en su vida privada. De esos que ordenan las prendas de vestir por colores y bordan en la ropa interior el día de la semana a que corresponde.

McAllen bajó el puño. Regresó por su elipse imaginaria y enfrentó a los hombres. Apoyó las manos en la mesa y clavó la vista en Harrison. Aunque el comisario seguía sentado, sus ojos estaban a la misma altura.

—Si teníamos alguna duda de que el primer envío se haría hoy, ya no la tenemos.

—Preferiría que habláramos de eso en la comisaría.

—Está bien. —McAllen se volvió ahora en dirección a Edward—. Quisiera tener una copia de la grabación.

—Podría hacer una copia con mi grabadora portátil.

—¿Podría tenerla para hoy mismo?

—Sí.

—Se lo agradeceré enormemente, señor Lerman.

McAllen se volvió hacia Harrison, repitiendo sus movimientos frenéticos de niño actor.

—Debemos establecer un operativo, Harrison.

—En la comisaría, McAllen, por favor. —Harrison se puso en pie.

Robert y Edward imitaron al comisario, lo cual evidentemente intimidó a McAllen.

—Debemos establecer puntos de control estratégicos —siguió diciendo McAllen, sin abandonar su posición, de pie en la cabecera de la mesa. Su taza de café seguía intacta junto a su libreta.

—Veré cuántos hombres pueden estar disponibles hoy… —Harrison se encaminó a la puerta.

—¿Podríamos reforzar el patrullaje?

Robert observó que Harrison se detenía antes de alcanzar la puerta. Sin volverse, estiró su brazo para agarrar su sombrero de uno de los archivadores. Se lo puso mientras giraba y clavaba los ojos en McAllen.

—Estudiaremos todas las posibilidades… en la comisaría, agente McAllen —dijo en tono inflexible—. El señor Green y el señor Lerman han de tener ocupaciones y estamos entorpeciendo con ellas.

McAllen guardó silencio mientras recogía su libreta.

Cuando se despedía de Robert, Harrison le hizo un guiño con el ojo que McAllen no podía ver. El comisario y el locuaz agente se marcharon, al tiempo que este último explicaba que si el trabajo iba a ser llevado a cabo por novatos sería fácil atraparlos si disponían de puntos de control suficientes. Era cuestión de elegirlos con inteligencia, decía excitado; podían lograrlo… sólo necesitaban…

Harrison siguió avanzando con la vista al frente, como un padre que escucha paciente mientras su hijo le relata el último episodio de Dragón Ball.

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