10

Ben no tenía modo de saber que la excursión a la casa se transformaría en un viaje de horror.

Había logrado mear, lo cual no era poco, y ahora su mente se catapultaba hacia la nevera. Caminó frenéticamente por el pasillo sintiendo el suave contacto de la alfombra en la planta de los pies. Advirtió que las puertas de las habitaciones estaban cerradas. La garganta le pedía a gritos algo de beber, su estómago protestaba. Sin embargo, por alguna razón se detuvo frente al estudio de Danna, examinó las estanterías con cajas rotuladas, el atril de madera que en la penumbra se asemejaba a un esqueleto y, por último, la inmensa pecera rectangular en la que una docena de peces de colores se movían con parsimonia.

Entró. Sabía que cada instante que permaneciera allí era un suicidio; no obstante, no pudo evitar desplazarse hasta la pecera, sin quitar los ojos de ella. Se detuvo muy cerca, con la cara prácticamente en contacto con el vidrio. Escuchó con atención el burbujeo tranquilizador del sistema de aireación. Sus pupilas se movieron siguiendo el movimiento de los peces, lento al principio, luego acelerado durante un trecho, y más tarde lento otra vez. Vio un pez payaso, luego uno alargado, luego otro, y otro…

Junto a la pecera había un estante en el que Danna guardaba una red pequeña, plantas decorativas adicionales y el alimento para peces Quick Grow. Ben se puso de puntillas y se estiró hasta asir el envase. En la parte trasera vio un cuadro con la cantidad diaria de alimento recomendada. Una leyenda en letras rojas rezaba que una sobrealimentación podía causar a los peces serios problemas, e incluso la muerte.

Pero cualquiera sabía eso.

Desenroscó la tapa con lentitud. Lo hizo sin dejar de observar los ejemplares multicolores desplazándose de un lado a otro; dos o tres lo observaban a través del vidrio. Introdujo un dedo en el alimento Quick Grow, y sintió la suavidad de aquellas hojitas similares a finas virutas de madera. Revolvió el alimento en círculos, experimentando cómo su mirada se enturbiaba y de algún modo misterioso su mente comenzaba a desprenderse de su cuerpo. Su necesidad de beber quedó atrás; incluso su visita al desván quedó relegada a un lugar distante. Pronto no sintió más que su mente, desprovista de necesidades físicas.

Desprovista de cuerpo.

Y entonces su mente se eclipsó. No sabría cómo describirlo de otro modo.

¡MÁTALOS!

La voz apareció dentro de su cabeza, surgiendo de miles de lugares al mismo tiempo. Ben no pudo evitar girar sobre sí mismo y verificar que estaba solo en el estudio. El poder de aquella voz lo arrancó del letargo en que estaba sumido e hizo que su corazón se acelerara. El envase de comida para peces resbaló de sus manos y cayó al suelo, haciendo que el contenido se esparciera en un reguero irregular. Retrocedió dos pasos, tambaleante. Aún sentía el eco de aquella voz poderosa retumbando en su cabeza. ¡Mátalos!

Abandonó el trance con una fuerte sacudida. Se acercó a la pecera, pero esta vez apenas pudo soportar la visión de los peces. Se agachó y con el canto de la mano derecha empujó el alimento derramado dentro del envase. Colocó la tapa y lo devolvió a su sitio.

Salió del estudio sintiéndose vulnerable. Mientras se dirigía a la cocina, lo sorprendió la visión de Andrea de la noche anterior, desnuda en su habitación. La voz que se había alzado dentro de su cabeza, acusándolo de haber disfrutado al espiarla, había sido la misma que la del estudio un instante atrás. Se sintió indefenso, confundido, pero, por encima de todo, profundamente asustado. Tenía sed, cierto; sentía incluso la garganta seca como papel de lija, pero la razón principal por la que se lanzó hacia la cocina fue porque debía dejar de pensar y hacer algo. Lo que fuese.

Contrariamente a lo que cabría suponer, avanzar por el comedor bien iluminado para luego internarse en la cocina no le inquietó. Todo lo contrario, se sintió agradecido de dejar atrás el estudio en penumbra y la amenaza que aquello había representado unos segundos atrás. Se detuvo un instante antes de entrar en la cocina. Permaneció inmóvil mientras llegaban a sus oídos voces provenientes del porche. No alcanzó a distinguir qué decían, pero supo de inmediato que se trataba de Mike y de Robert. De pronto, las voces se acallaron; Ben aguzó el oído y prestó atención, y entonces Mike dijo algo y las palabras se formaron en su cabeza con suma claridad:

¿Recuerdas cuando tú mismo te marchaste de esta casa?

La frase lo sacudió. No supo en ese momento a qué se refería Mike, pero escuchar a los dos hombres conversando hizo que tomara conciencia del peligro de permanecer allí. Debía darse prisa. Además, estaba a metros de la nevera, lo cual avivó como por arte de magia sus deseos de beber.

Abrió la puerta de la nevera y el olor a pollo frito lo golpeó en el rostro. En uno de los estantes vio un plato con tres trozos que seguramente habían sobrado de ese día. Por un momento se sintió incapaz de apartar los ojos de ellos, pero finalmente tomó una botella de agua de uno de los estantes laterales y la destapó con vehemencia. Hubiera preferido zumo, pero el agua aplacaría la sed más rápidamente y dilataría la próxima visita al retrete. Agarró la botella con ambas manos y envolvió la boca con sus labios, inclinándola sin ningún miramiento.

La sensación del agua inundando su garganta fue gloriosa. Permitió que fluyera con libertad, manteniendo la botella casi en posición vertical. Globos de aire ascendieron por el líquido y explotaron en la parte superior de la botella. Ben bebió hasta que se sintió saciado, para lo cual fue necesario acabar casi con las tres cuartas partes del contenido. Cuando sintió que si un sorbo más entraba en su organismo no tendría más remedio que expulsarlo por falta de espacio, quitó la botella de sus labios y la volvió a colocar en su sitio. Sentir la boca húmeda lo reconfortó. Retrocedió y se acercó a uno de los compartimentos bajo el fregadero. Extrajo una bolsa del supermercado y colocó dentro uno de los trozos de pollo. Luego se estiró para alcanzar los estantes superiores de la alacena y se apropió de una botella de zumo de naranja, dos tabletas de chocolate y galletas. Creyó que con aquello sería suficiente, pero en el último momento decidió añadir tres barras de cereal al contenido de la bolsa. No se preocupó de que alguien pudiera notar la ausencia de su botín, ni siquiera por el descenso en el nivel de la botella de agua. Nadie en la casa llevaba semejante control sobre la comida.

De pie en el centro de la cocina, ahora con la bolsa del supermercado en una de sus manos, se dijo que sería necesario hacer una cosa más antes de regresar al desván. Con lo que había ocurrido hasta ese momento, en especial su visita al estudio de Danna, tendría suficiente para poblar los sueños de aquella noche. Mejor estar preparado. Se dirigió al pasillo en L que conducía al garaje de la casa. Cuando se asomó al pasillo, vio el morro del Toyota de Robert, semejante a la punta curva de una pezuña inmensa.

Ben avanzó hasta la mitad del pasillo, pasando junto a dos puertas cerradas. La primera de ellas conducía a la habitación de Rosalía.

La segunda, a un pequeño baño. Se detuvo un instante entre las dos puertas y luego avanzó hacia el garaje. En ese instante se apoderó de él la sensación de que algo malo ocurriría de un momento a otro.

Comprobó con alivio que el Toyota gris de Robert seguía ocupando el espacio de siempre y que ninguna pezuña de dinosaurio lo esperaba para hacerle daño. Más allá vio el coche de Danna y, detrás, las estanterías con objetos en su mayoría inservibles. Comenzó a sentirse más tranquilo. Avanzó por la zona libre del garaje, con los vehículos a la derecha y el banco de herramientas que había pertenecido a Ralph Green y ahora era de Robert, a la izquierda. El suelo de cemento frío y rugoso le proporcionó por alguna razón la serenidad que le hacía falta para pensar.

En uno de los estantes encontró una linterna de bolsillo. La cogió y presionó el botón lateral para probarla. Un círculo luminoso se dibujó inmediatamente en los estantes, y allí vio un bloc y un lápiz negro con la punta roma. Apagó la linterna y la introdujo en la bolsa de supermercado; luego hizo lo mismo con el bloc y el lápiz.

La sensación de que corría peligro fue desapareciendo poco a poco. Cuando se internó en el pasillo para emprender el regreso, comenzó a sentirse relajado por primera vez. Se detuvo junto a la puerta que conducía a la habitación de Rosalía. Luego se volvió… Sus brazos comenzaron a estremecerse. La bolsa del supermercado amenazó con caer…

¿Qué le ocurría?

Formuló la pregunta para sí casi al mismo tiempo que la respuesta se alzaba dentro de su cabeza.

Experimentó la misma sensación que lo había asaltado junto a la pecera. Sólo que esta vez fue más fuerte. Escuchó ruidos provenientes del interior de la habitación de Rosalía y comprendió con horror que la mujer saldría de un momento a otro, pero Ben no pudo moverse. Esperaba algo. Cerró los ojos como un niño que se prepara para recibir un pinchazo en una habitación de hospital…

Los ruidos se hicieron más fuertes.

La puerta se abrió.

Rosalía clavó la mirada en su inesperado visitante, de pie en el pasillo. Se llevó las manos a la boca y contuvo un grito.

Ben finalmente recibió lo que había estado esperando.

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