9
Desde la última reunión en el porche pocas cosas habían cambiado, y no había sido la excepción el tubo fluorescente circular, que seguía emitiendo su característico zumbido electrónico, o el carillón, que pendía de la viga de madera. Era una noche clara, con una luna semioculta y gris. Una brisa soplaba a intervalos regulares, tal como lo había hecho diez días atrás, anunciando la lluvia que se cerniría sobre Carnival Falls el día en que tres grupos de voluntarios rastrearían el bosque en busca de Ben.
Robert habló con voz trémula:
—Es como si alguien hubiese colocado mi vida en una licuadora y oprimido el botón de máxima velocidad. Ni siquiera sé si se ha detenido.
—¿Se han solucionado las cosas con Danna? —preguntó Mike.
—Han ocurrido algunas cosas…
—¿Después de la discusión de anteayer?
—Sí. Digamos que aquél fue el primer acto.
—No te noté bien por teléfono esa noche.
—No lo estaba. Necesitaba hablar con alguien, lamento haber…
Mike lo detuvo con un ademán, indicándole que no hacía falta que se disculpara.
—No te lo dije aquella noche —dijo Robert, adelantándose en el relato—, pero hubo algo diferente en esa discusión. Y no me refiero a pasar la noche en el sofá de la sala.
Mike bebió un sorbo de cerveza, advirtió que su lata estaba vacía y la depositó sobre la mesa. Su amigo se interrumpió unos segundos; supuso que buscaba la forma de ordenar sus pensamientos.
Por fin Robert habló en voz sumamente baja, como si temiera ser oído por alguien además de Mike.
—Llamó estúpido a Ben… y por primera vez reaccioné, Mike. Sé que no es la gran proeza, y que debería avergonzarme de no haberlo hecho antes.
—Lo que menos debes hacer es sentirte mal por eso. —Mike se sintió verdaderamente sorprendido ante la revelación de su amigo.
—El asunto es que Danna no cree semejante cosa de Ben. Lo sé. Danna pierde la razón cuando discute. En cierta medida se transforma, y creo que dejar que se desahogue en esos momentos no ha sido malo para nosotros. No es que yo gobierne mis emociones de la mejor manera cuando discutimos, pero siento que ha sido una de las razones por las que hemos subsistido a lo largo de los años.
—Estoy de acuerdo en que Danna no cree que Ben sea estúpido. —Mike se preguntó hasta qué punto creía lo que acababa de decir, pero no esperó una respuesta—. Todos decimos cosas de las que luego nos arrepentimos. Pero no te culpes por haber reaccionado.
—Pues me ha costado una noche en el sofá —bromeó Robert—. Danna quiere que hagamos el viaje a Pleasant Bay. El que teníamos planeado. Me tomó por sorpresa, debo reconocerlo. Creía que permanecer en Carnival Falls era la única manera de mitigar el dolor.
—¿Creías?
—Hoy me lo ha vuelto a pedir —dijo Robert—. No nos habíamos dirigido la palabra durante este tiempo. Supongo que es el segundo acto de la historia. Mantuvimos una conversación razonable. A Danna todo esto la ha afectado de un modo profundo y temo que en su caso el estar en contacto con el mundo de Ben no le resulta provechoso. No lo sé, en realidad.
Mike escuchó con atención las palabras de Robert y experimentó una sensación de desasosiego al contemplar la posibilidad de que su amigo aceptara hacer el viaje a Pleasant Bay. Sabía que sería un error. ¿Cuánto tiempo duraría el viaje? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Qué cambiaría al cabo de ese tiempo?
Mientras iba hilvanando estas ideas, Mike bajó la vista hacia sus piernas estiradas y observó cómo uno de sus pies, el derecho, se agitaba como un limpiaparabrisas en señal de negación. Mientras seguía el movimiento de la punta de su zapato y analizaba si era prudente decir lo que pensaba, una langosta de tamaño considerable aterrizó a unos centímetros del talón de su otro zapato, clavado en el suelo de madera. Robert no podía verla debido a que la mesa se interponía entre ellos. Mike se concentró en el insecto; era de un verde intenso, artificial, y parecía observarlo. Calculó que tendría unos quince centímetros. Pensó que, aunque había visto langostas de tamaño considerable antes, aquélla era la más grande.
El insecto accionó sus patas articuladas y giró hacia uno y otro lado sin moverse del lugar, exhibiéndose como una novia que examina su vestido blanco frente al espejo. Luego retrocedió hasta el borde del primer escalón, todo sin dejar de observar a Mike. Si el colibrí es el único pájaro capaz de volar hacia atrás, posiblemente la langosta sea el único insecto con la capacidad de retroceder.
En otro contexto, Mike hubiese hecho algún comentario acerca del pariente Green que los visitaba esa noche, pero no lo consideró apropiado dadas las circunstancias. En su lugar, se inclinó hacia el recipiente con hielo y agarró su segunda lata de cerveza de la noche. La langosta pareció sobresaltarse con el inesperado movimiento, dio un salto al siguiente escalón y se ocultó. Aunque Mike no podía verla, sabía que seguía allí, y se le ocurrió que aquélla era una excelente manera de pensar acerca del viaje a Pleasant Bay. Sería esconderse un tiempo, para tarde o temprano dejarse ver, como lo haría la langosta.
—¿Qué harás al respecto? —preguntó Mike.
—Voy a pensarlo. No creo que sea el tipo de asunto para apresurarse a tomar una decisión.
Mike estaba de acuerdo con eso. Seguía con la vista fija en el canto redondeado del escalón cuando la langosta asomó la cabeza, y allí estaban de nuevo sus ojos oscuros y redondos como las cuentas de un collar. Se elevó poco a poco, como un artista que surge de la parte inferior del escenario mediante una plataforma levadiza. Mike bebió de su lata de cerveza al tiempo que el insecto se posicionaba donde lo había hecho al principio.
—Tómate el tiempo necesario para meditarlo. —Mike prefirió no explicar cómo una langosta le había servido de guía para apoyar la idea de que el viaje a Pleasant Bay era un error.
—Si a Danna el viaje le hace bien, supongo que es lo menos que puedo hacer. Además… —Robert se sirvió su segunda lata de cerveza. Se sacudió en el sillón metálico al tiempo que buscaba otra manera de decir lo que tenía en mente—. Ha habido un tercer acto.
—¿Otra discusión?
—No.
Robert relató brevemente su efímero paso por la oficina ese día. Mencionó la charla con Edward Lerman sin entrar en demasiados detalles y luego narró el hallazgo del anónimo en su agenda electrónica.
—¿Qué decía el mensaje? —preguntó Mike de inmediato.
Una ráfaga de aire sopló de pronto. El carillón se agitó y las placas chocaron unas con otras. Un tintineo flotó en el porche para luego apagarse poco a poco, como el sonido mágico del andar de un duende perdiéndose en la oscuridad. No tenía sentido, pero probablemente esto hizo que Robert cambiara de opinión en cuanto a cómo proceder a continuación. Se inclinó de lado como si fuera a soltar una flatulencia, pero en su lugar introdujo su mano en el bolsillo trasero.
Cuando alzó la mano, entre los dedos sostenía el papel plegado por el medio. Observó a Mike un segundo y se lo tendió.
—No sé por qué no me he deshecho de él —dijo Robert—. Supongo que para mostrártelo.
Mike dejó su Bud sobre la mesa y tomó la hoja. La sostuvo con ambas manos y la desplegó. Leyó las dos líneas del texto un par de veces, volvió a doblarla y se la devolvió a Robert.
—Dios —musitó mientras su amigo recogía el anónimo y se lo metía de nuevo en el bolsillo—. ¿Tienes idea de quién pudo habértelo dejado?
—Ninguna. ¿Ves a lo que me refería con lo de la licuadora?
Mike buscó la langosta en el suelo de madera. El insecto había quedado oculto tras la hoja de papel cuando la extendió delante de él, y ahora había desaparecido. Había saltado hacia el jardín delantero, probablemente, o quizás había decidido ocultarse nuevamente en el segundo escalón. Abrió la boca para decir algo… pero la cerró. Con el rabillo del ojo captó un movimiento a su derecha. Giró la cabeza y advirtió que la langosta seguía visible, sólo que había decidido apostarse en la base de una de las columnas. Por alguna razón, esto incomodó a Mike, quien sintió el irrefrenable deseo de ponerse en pie y aplastarla con la suela de su zapato.
Pero se contuvo.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó Robert, advirtiendo la incomodidad de su amigo.
—No lo sé. Robert, me has dejado helado. ¿Quién podría ser capaz de semejante cosa en un momento como éste?
—Por más vueltas que le doy al asunto, no le encuentro explicación.
—¿Ese periodista del que me hablaste? El que estuvo reunido contigo…
—¿Edward? No, imposible. Además no creo que lo hayan dejado hoy. Supongo que puede llevar unos días allí. Últimamente no utilizo la agenda a menudo.
—Y eso de «todo el mundo lo sabe». ¿Qué se supone que significa? Robert, tienes que deshacerte de ese mensaje de inmediato. Nada bueno puede ocurrir si lo conservas.
La langosta ascendió unos centímetros por la columna.
—Supongo que lo lanzaré al retrete esta misma noche.
Robert extrajo su tercera lata de cerveza del recipiente.
—Durante buena parte del día he estado pensando en quién pudo haberlo dejado —reflexionó—. Luego comencé a darme cuenta de que eso no me interesa demasiado.
—Sé adónde quieres llegar —lo interrumpió Mike—. Robert, escucha, conozco a mucha gente ahí fuera, y no he oído a nadie decir que Danna te engañe. No sé qué entiende ese tipo por «todo el mundo», pero en eso está equivocado, y si se equivoca en eso, mi apuesta es que se equivoca en todo. ¡Ni siquiera menciona tu nombre! Es probable que se trate de un chiflado que no sepa siquiera si estás casado…
La langosta trepó un metro por la columna. Se mantuvo erguida justo en la esquina, como una ramita corta y verde, y Mike supuso que el insecto se proponía saltar. Seguía observándolos, como si los espiara, buscando el momento para lanzarse hacia ellos.
La idea hizo que Mike evocara un recuerdo de la infancia.
Mientras Robert le decía que era probable que tuviera razón respecto a la teoría del chiflado, Mike se dijo que el insecto de su recuerdo no había sido una langosta; o al menos era mejor pensar que no lo había sido.
Aquélla había sido una mañana limpia. Mike era un niño de ocho años lanzándose con su bicicleta a toda velocidad por una cuesta empinada. Había descubierto que el juego era sumamente divertido si una vez que se lanzaba estiraba sus pies, cerraba los ojos y vociferaba como el Llanero Solitario hasta alcanzar la base de la cuesta. Era grandioso, el mejor juego del mundo. Pero Mike lo interrumpiría antes de la décima bajada para no retomarlo jamás. En la novena bajada, pedaleó con vehemencia antes de llegar al extremo de la cuesta, aferrando el manillar con fuerza y estirando sus pies para permitir que los pedales giraran a su antojo. Gritó, hasta que sintió el horrible insecto en la boca. Algo enorme. Una masa angulosa cambiando de forma, clavándose en el paladar y raspando su lengua. Zumbando. Perdió inmediatamente el equilibrio y rodó por la cuesta, abandonando su bicicleta en la caída y recibiendo más de un golpe a medida que rodaba por la pendiente.
El insecto, que bien podía haber sido una langosta, forcejeó dentro de su boca y luego se marchó. La buena noticia es que había logrado hacerlo hacia fuera. Mike fue consciente del dolor en sus brazos y el pecho sólo cuando la sensación de asco en su boca lo fue abandonando paulatinamente.
En aquel momento había creído que tragar aquel insecto hubiera sido la cosa más horrorosa del mundo. Lo que le había ocurrido a él, es decir, conservarlo en su boca unos segundos, era sin lugar a dudas la segunda cosa más horrorosa del mundo.
Ahora, sentado en el porche, una idea tonta atravesó su mente: Si abres la boca, la langosta se te meterá dentro. Y para tu información: aquella vez, ¡sí era una langosta!
—Esa lang… —Mike se detuvo.
—¿Qué cosa?
—Nada. Acabo de ver una langosta enorme, pero se ocultó detrás de la columna.
—Hay algunas por aquí.
—Supongo que sí. Robert, en cuanto al mensaje: quítatelo de la cabeza.
—Lo he intentado. Nunca había puesto en duda la fidelidad de Danna; sin embargo, desde que recibí el mensaje lo he hecho, por lo menos dos docenas de veces.
—Es comprensible que el mensaje del lunático te ponga a la defensiva —masculló Mike—. Date tiempo y te olvidarás de él.
—Gracias. Ha sido un alivio haber hablado contigo al respecto. Creí que explotaría.
Mike reflexionó un momento.
—¿Estás pensando que el viaje a Pleasant Bay puede hacer que te saques este asunto de la cabeza?
—Es posible. Mentiría si dijera que no lo he considerado de ese modo.
—Tienes tiempo para pensarlo. Reorganizar el viaje requerirá unos días.
—Sí, pero voy a meditarlo seriamente.
—Es lo que debes hacer.
Guardaron silencio mientras bebían el contenido de su tercera lata de cerveza, la última de esa noche. Llevaban reunidos poco más de una hora y durante ese tiempo no habían sido interrumpidos por ningún vehículo. Sus oídos se habían afinado, amplificando el canto de los grillos y los secretos que traía el viento, revelados por el carillón en forma de música metálica.
El Saab de Mike los observaba desde el camino privado de la casa. Las hojas de los árboles se sacudían con suavidad. El susurro conjunto de todas ellas se asemejaba al ulular amortiguado del cascabel de una serpiente gigante.
La quietud hizo que los pensamientos de Mike se distanciaran del mensaje que Robert conservaba en el bolsillo trasero. Pensó en Allison Gordon, en la cena de la noche anterior en The Oysterhouse y en lo mucho que deseaba compartir todo aquello con Robert. Si no lo había hecho, había sido por no considerarlo conveniente en el contexto de la conversación. No porque no quisiera. Hablar de una relación con Allison era prematuro, y hacerlo traería consigo hablar de cómo se habían conocido, y tales circunstancias los llevarían a Ben. Mike prefería distraer a Robert de la muerte de su hijo, si tal cosa era posible siquiera un momento.
Mientras Mike se debatía entre mencionar la cita con Allison o no, advirtió que la langosta sobresalía cada vez más de la columna de madera, como si se aprestara a saltar. Cerró la boca mientras evocaba la sensación del insecto forcejeando dentro de ella cuando era un niño de ocho años que se lanzaba con su bicicleta por una cuesta empinada.