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Ben se desplazó por la superficie, hurgando en el pasado, sabiendo que no podría pasar inadvertido. Y la razón era evidente: si él podía advertir aquella presencia amenazante, era lógico que ésta pudiera percibir la suya.
Luchó contra el deseo de seguir descubriendo qué había ocurrido después de la desaparición de la llave inglesa. Necesitaba averiguar qué había hecho Robert ante el inminente retorno de Ralph, y sabía que la respuesta estaba al alcance de la mano. Sólo debía buscarla.
Sin embargo, en el desván estaba ocurriendo algo. Desvió su atención hacia la caja y vio cómo sus manos alzaban uno de los objetos del interior. Se trataba de un ejemplar de La isla misteriosa, de Julio Verne. Era una edición antigua; su portada mostraba un grabado en el que una isla pequeña y montañosa rodeada de un océano agitado se recortaba contra un cielo revuelto. La imagen en blanco y negro transmitía soledad y lobreguez al mismo tiempo, en especial el océano espumoso, golpeando pequeñas formaciones rocosas que emergían en las proximidades de la isla. Ben necesitó concentrar su atención en una de aquellas rocas para advertir que había un animal sobre ella. Primero pensó que era un perro, luego supuso que podía ser un zorro.
La antigüedad del ejemplar dejaba claro que llevaba un tiempo allí, y Ben supo de inmediato que pertenecía a su padre. En la caja había además una libreta, dos lápices negros y algo que llamó inmediatamente su atención. Eran cartas para niños, de las que se utilizan para aprender las letras.
Ben olvidó por un momento su vulnerable situación. Se concentró en las cartas maltrechas que sostenía en sus manos, pasándolas una a una. En la parte superior rezaban: Marty el conejo; debajo, un conejo sonriente sostenía una de las letras del abecedario. Tenían los dibujos descoloridos y las esquinas dobladas. Era evidente que su dueño les había sacado provecho. Había varias letras que se repetían, lo cual le hizo suponer que más allá del aprendizaje de las letras, la utilidad de las cartas residía en formar palabras con ellas.
Las cartas desfilaron ante sus ojos.
S E J M G A S A K…
Siguió atentamente el paso lento de cada una, sus pulgares deslizándose sobre la superficie desgastada por el tiempo. Buscó un significado en el orden de las cartas, pero no lo encontró. Cuando se acabaron, entonces el proceso se repitió, sólo que en sentido inverso. Luego cesó. Ben contempló las cartas mientras sus manos las colocaban con suavidad en el suelo de madera del desván, junto al ejemplar de La isla misteriosa y al resto de los objetos. Dirigió de nuevo su atención a la caja, pero ahora sintiéndose aletargado. La caja estaba casi vacía, salvo el tercio inferior, ocupado por unas pocas prendas pulcramente dobladas. Sus manos se hundieron en la ropa… y Ben se mantuvo expectante mientras buscaban algo en el fondo.
Aguardó el desenlace como si se tratara de la resolución de un truco de magia. Pensó que incluso de eso se trataba aquello. Sus manos saldrían con un conejo blanco y regordete para el deleite de todos.
Marty el conejo.
Cuando una de sus manos se hizo visible, en efecto traía algo consigo, pero no se trataba de un pomposo conejo blanco. El Ben de las profundidades (que súbitamente recordó que las había abandonado por un sitio mucho menos seguro) experimentó un terror profundo cuando vio que sus dedos, aquellos que alguna vez le habían pertenecido y que ahora se movían sin control, aferraban un cuchillo.
La desesperación se apoderó de él. Aquél no era un cuchillo de plástico de los que se les dan a los niños en los aviones, no señor. La hoja de éste tenía al menos treinta centímetros, era ancha y anormalmente curva en el extremo. Su mano blandió el cuchillo de un lado a otro, exhibiéndolo delante de él como un instante antes había ocurrido con las cartas de Marty el conejo.
El cuchillo descendió hasta que la punta tocó su brazo izquierdo. Era estúpido pensarlo de esta manera, pero a pesar de que procuraba mantenerse lo más alejado posible, el cuchillo se acercaba cada vez más a él. Tenía el brazo en posición horizontal, delante de sus ojos, y pudo ver perfectamente el instante en que la punta afilada se clavó en la carne y un punto rojo creció alrededor.
Lo azotó un latigazo de dolor.
La punta se movió, describiendo formas en su brazo, trazando finos ríos enrojecidos y ardientes. Vio sangre brotando furiosa junto a la hoja de acero, como el mar embravecido en torno a las rocas en la portada de La isla misteriosa.
El proceso duró casi un minuto. Cuando se interrumpió, lágrimas pesadas rodaban por sus mejillas. Con la mirada nublada y su brazo lanzándole flechazos de dolor, Ben leyó espantado la advertencia en letras rojo sangre.
¡FUERA!