8

La planta de distribución de agua de Union Lake había quedado fuera de servicio a mediados de los años setenta. Fue el inicio de un proceso de recuperación del lago destinado a convertirlo en un espacio para uso recreativo, construir paseos y zonas verdes para pasar el día. En poco tiempo, el sitio fue nuevamente testigo de la visita de pescadores y embarcaciones pequeñas. Pero el viejo edificio de distribución permaneció allí, a la orilla del brazo sur del lago, erguido en la parte más alta de una colina, como un castillo grotesco y mal mantenido.

Harrison llegó al lugar en su coche particular. Detrás de él aparcaron dos coches patrulla. Dean Timbert descendió de uno de ellos y se unió a él. Los hombres se observaron sin decir nada mientras echaban un vistazo a su alrededor. Desde donde estaban era posible apreciar Union Lake extendiéndose hacia el norte y la carretera 16 al oeste. La lluvia copiosa se había transformado en una débil llovizna que el viento sacudía a voluntad.

Harrison intentó comunicarse por radio con John McDarrel, el oficial que se reuniría con Bruce Brunell, el padre del niño que había hallado la bicicleta, pero no obtuvo respuesta.

Timbert observaba al comisario. El parecido notable entre Harrison y Brian Dennehy (aquel actor que paradójicamente había desempeñado más de una vez el papel de policía) era tal, que incluso el propio Harrison lo había reconocido alguna vez. Cuando alguien se lo hacía notar, con brillo de astucia en los ojos, Harrison simplemente se limitaba a asentir con una sonrisa forzada. «Si pudiera recibir un centavo por cada vez que me han dicho que me parezco a ese tipo, sería millonario». Timbert había creído oír que ciertos amigos personales llamaban al comisario simplemente Brian, pero quién sabe. A nadie en la comisaría se le ocurriría hacer semejante cosa.

McDarrel respondió, finalmente.

—Voy de camino en este momento —dijo—. Brunell está conmigo.

—Excelente. ¿En cuánto tiempo estarás aquí, John?

—Cinco minutos.

—Perfecto.

Harrison interrumpió la comunicación.

—Buscábamos en la zona equivocada —reflexionó Timbert.

Harrison asintió.

Ian Sommer, el miembro más joven y el último en incorporarse al equipo, se apeó del segundo coche patrulla y se acercó. El muchacho, despierto y centrado para sus veinticinco años, le preguntó a Harrison si tenía algo en mente.

—Esperaremos a John para entrar en el edificio —contestó.

Timbert y Sommer asintieron.

Tres minutos más tarde, John McDarrel arremetió por el camino de acceso y estuvo a punto de llevarse por delante los coches que lo bloqueaban. Detuvo el motor y se apeó.

—Creí que estaríais más cerca del edificio —se disculpó por su entrada intempestiva.

Un hombre pálido esperaba en el asiento del acompañante; un niño ocupaba el centro de la parte trasera. McDarrel les pidió que se apearan y que se acercaran. Ellos lo hicieron. El hombre pálido era Bruce Brunell, y el niño, su hijo Michael.

Harrison les agradeció la colaboración.

La planta de distribución estaba emplazada en un terreno de aproximadamente tres hectáreas. Harrison la había conocido en otro momento, cuando la entrada estaba bordeada de parterres y el césped bien cuidado. Su estado actual no dejó de sorprenderlo. El municipio tenía el serio propósito de demoler el lugar y reciclarlo, quizás con la idea de construir un mirador o algo por el estilo, pero hacía tiempo que nadie cuidaba de él. En los últimos años se había transformado en un sitio peligroso, y Harrison se preguntó qué haría Michael Brunell solo en un sitio como ése cuando encontró la bicicleta.

La misma pregunta referida a Ben le resultó aún más inquietante.

Los seis atravesaron el acceso a la propiedad, que constaba ahora de una única hoja de hierro desvencijada. Había dejado de llover, pero el terreno estaba anegado. Michael Brunell encabezaba el grupo, avanzando por un camino irregular, ahora de lodo.

A unos treinta metros, el niño se desvió de repente hacia la izquierda, internándose entre árboles torcidos en lo que ni siquiera llegaba a ser un sendero. Los cinco hombres se miraron y lo siguieron sin decir nada. Caminaron durante casi dos minutos. Harrison, el más alto de los hombres, tuvo que apartar algunas ramas que amenazaban con chocar con su cabeza, y al hacerlo una llovizna cayó sobre él.

Michael los guió hasta un claro donde yacía tumbado un tronco enorme. Apoyada sobre él descansaba una bicicleta Ranger. En el frente, sobre un disco adherido al manillar, estaba el emblema de los Yankees.

Sin decir nada, y bajo la involuntaria supervisión de los presentes, Harrison extrajo su móvil y marcó el número de Robert. La conversación fue breve. Verificó algunos detalles adicionales de la bicicleta, como las pequeñas balizas adheridas a los radios, y le confirmó a su amigo el hallazgo. Emprenderían la búsqueda de Ben de inmediato.

Tras interrumpir la comunicación, Harrison se volvió al grupo de hombres.

—Ian, delimita esta zona con cinta. No quiero a nadie dentro.

—Bien.

—Dean, inicia de inmediato una búsqueda en el interior del edificio. Ian te acompañará tan pronto como termine aquí.

Los dos hombres asintieron.

—John, te encargarás de llevar al señor Brunell y a Michael a su casa, después de que hable con ellos un momento.

Todos regresaron por el sendero principal. Dean se dirigió al edificio abandonado y el resto hacia los vehículos aparcados en la entrada. Harrison se acercó a Michael Brunell. El niño, que tendría unos ocho o nueve años, parecía asustado y perdido. Otra vez se preguntó qué cuernos haría un niño de su edad en un sitio como ése.

Se agachó y lo miró a los ojos.

—Michael —dijo—. Has hecho bien en contarle a tu padre lo que has encontrado. Nos será de gran utilidad para recuperar a Ben.

El niño sonrió débilmente. Aferraba la mano de su padre, y su mirada pasaba del suelo de tierra húmeda al rostro del comisario.

—Michael, ¿puedo hacerte una pregunta?

No hubo respuesta.

—¿Qué hacías aquí cuando encontraste la bicicleta?

Bruce Brunell tomó la palabra y respondió. Harrison alzó la cabeza para observarlo.

—Ya he discutido este tema con Michael —dijo. El niño siguió sin decir nada. Brunell padre, visiblemente incómodo con la mirada del comisario, agregó—: Quiero decir que ya he hablado con Michael acerca de lo peligroso que es este lugar. No volverá a venir por aquí, se lo aseguro.

Harrison asintió. Su instinto le decía que había algo que no encajaba, pero debía concentrar su atención en Ben. Decidió que retomaría el asunto más tarde. Se despidió de Brunell estrechando su mano y de Michael revolviéndole el cabello. Les dio las gracias a ambos y les dijo que era probable que tuviera que hablar con ellos nuevamente más tarde. Se encaminó hacia el edificio abandonado meditando en las palabras de Bruce Brunell.

Avanzó por el camino de acceso y se detuvo un par de segundos junto al estrecho sendero por el que Michael los había guiado hacía un momento. Hallar la bicicleta allí en tan poco tiempo había sido un milagro. Normalmente les hubiera demandado semanas, o quizás meses.

La sensación de que había una pieza fuera de lugar era persistente y molesta.

Rápidamente llegó al edificio. La entrada estaba conformada por una escalera ancha de diez escalones. Si en algún momento había gozado de cierta majestuosidad, la suciedad y un intenso olor a orina habían hecho que desapareciera por completo. Harrison subió los peldaños de dos en dos y entró en el edificio sin detenerse. La puerta de entrada había sido robada hacía tiempo.

Lo recibió un salón amplio. Vio charcos de agua diseminados aquí y allá, enredaderas que crecían en las ventanas, pintadas en las paredes…

Dean lo sorprendió apareciendo en el extremo opuesto.

—Harrison… será mejor que vengas a ver esto.

El comisario cruzó el salón dando grandes zancadas, siguiendo a Timbert a través de un pasillo de unos tres metros de ancho. Pocas de las puertas laterales se mantenían en pie. El pasillo se bifurcaba en T; Timbert cogió el camino de la derecha. Segundos después, los dos hombres entraban en un gran depósito, o al menos eso le pareció a Harrison. Más tarde sabrían que aquélla había sido la sala de máquinas, y que los cubículos metálicos ubicados al fondo habían albergado tiempo atrás las bombas que succionaban el agua desde Union Lake.

Ian Sommer estaba de pie a unos cinco metros a la derecha. Harrison no podía ver qué era lo que observaba con atención. Se acercó apresuradamente.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó.

—Imposible saberlo —respondió el policía—. No hemos podido moverla.

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