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Ben (el de las profundidades) no supo muchas de las cosas que ocurrieron esos días, pero sí supo algo con certeza: su familia lo consideraba muerto.

Nunca se enteró de que Michael Brunell había encontrado su bicicleta Ranger en la vieja planta de Union Lake, y tampoco conoció nada acerca de una tubería auxiliar de casi cincuenta metros por la que sospechaban que había entrado la noche de su desaparición. Ignoraba por completo el hallazgo de su banderín de los Yankees y el descubrimiento de Larry Holmes, retrocediendo ante la mirada inquisitiva de rostros perplejos, elevando su mano para que todos vieran la gorra azul que agitaba con insistencia.

Pero no hacía falta conocer esos detalles. Tenía suficiente con su propia colección de acontecimientos inexplicables, alineados en su memoria como soldados, listos para atacarlo en cualquier momento. Cuanto más se sumergía, más se alejaba de ellos. Los gritos y amenazas horribles que le había lanzado a Rosalía, por ejemplo, adquirían el aspecto desteñido de un recuerdo antiguo; como si no le pertenecieran. A medida que se replegaba, la realidad se desdibujaba y oscilaba, distorsionada por el oleaje en la superficie, y Ben comprendía que esto era lo más seguro para él.

El mejor recordatorio de que así era lo constituía la herida que llevaba en el brazo. Aunque ya cicatrizada, seguía conservando su poder de amenaza intacto. Ben había perdido la noción del tiempo, pero creía que el episodio de la herida había sido dos días antes, quizás tres; después de aventurarse en pos de la caja, de eso estaba seguro.

La caja lo había atraído desde el principio, y si no se había acercado antes no había sido por falta de interés. La realidad es que le había resultado imposible alcanzarla desde su posición de mero observador; sabía que para hacerlo debía dirigirse primero a la superficie, pero ¿valía la pena? ¿Por qué arriesgarse a alejarse de la seguridad de las profundidades?

Pero entonces ocurrió algo imprevisto. De pronto, Ben advirtió que se dirigía hacia la zona baja del desván: en dirección a la caja de cartón que tanta curiosidad le había despertado. Se arrodilló delante, estudiándola, y luego la asió con ambas manos, probando su peso. Era evidente que había cosas dentro.

Ben seguía con atención el movimiento de sus manos, oía su respiración, todo como si aquellos actos no fueran propios.

La caja de cartón, sucia y humedecida, estaba atada con un hilo que se deshacía a medida que sus manos ansiosas tiraban de él. Lanzó el hilo a un lado y permaneció dos o tres segundos arrodillado frente a la caja, observándola con incredulidad. Una mano apareció en su campo visual —una mano mugrienta que ya no le pertenecía— y aferró con sus dedos una de las solapas. Tiró de ella. La iluminación allí arriba era sumamente escasa; sin embargo, no fue necesario utilizar la linterna para poder ver lo que había dentro. De hecho, había olvidado por completo la existencia de la linterna.

La mano izquierda se sumó a la derecha y entre las dos doblaron la otra solapa de la caja. El Ben de las profundidades se sintió conmocionado. Recordó la pregunta que Mike le había formulado a Robert en el porche, una semana antes.

¿Recuerdas cuando tú mismo te marchaste de esta casa?

Súbitamente, comprendió a quién pertenecía aquella caja y su contenido. Ben no salía de su asombro, y quizás por eso cometió un error. La emoción lo lanzó disparado a la superficie; la emoción de sentirse dueño de palpar esos objetos, de recobrar el control. Ascendió con todas sus fuerzas, sin pensarlo demasiado. Se disparó como un cohete, sorprendiéndose de su fuerza, alcanzando la superficie en cuestión de segundos. Emergió esperanzado, aferrándose a la posibilidad de encontrar todo como siempre, como un veraneante que regresa a su casa tras un largo viaje, abre la puerta y descubre que todo está tal cual lo ha dejado. Ben se impregnó de la superficie, que debía resultarle familiar, pero de inmediato se sintió horrorizado. Esta vez, como un veraneante que abre la puerta de su casa, pero ahora la encuentra revuelta: los muebles destrozados, las paredes manchadas, los cajones vueltos del revés, descubre que incluso han defecado sobre la mesa…

Oscuridad. Un sitio yermo. Muerto.

Recorrerlo constituyó una tortura. Lo sentía desconocido, y prefería pensar que en efecto lo era, que aquél era un lugar nuevo.

Pero estaba esa voz, distante. Una voz hostil.

Benjamin.

Sabía que corría peligro en la superficie, pero se obligó a permanecer allí. En la superficie había respuestas, y él necesitaba algunas… Primero vio a un niño. ¿Robert?

Benjamín
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