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Michael Brunell tenía nueve años y sus temores tenían que ver en mayor medida con la oscuridad.
De pequeño dormía con una luz encendida, y si ya no lo hacía, no era porque no quisiera, sino porque reconocer a su edad que necesitaba de una luz para dormirse era demasiado embarazoso.
Sus trucos para conciliar el sueño sin preocuparse por la oscuridad, o hacerlo lo mínimo posible, variaban desde el clásico recuento de ovejas a más complejos, como relatar para sus adentros una película de Disney. Como si lo hiciera para un amigo imaginario, pensaba a veces.
Esa noche, mientras Larry Holmes salía de la tubería en la planta abandonada de Union Lake sosteniendo la gorra azul de Ben Green, Michael descubrió dos cosas. La primera, y que en realidad era algo que siempre había sabido, era que había cosas más aterradoras que la oscuridad. Y la segunda, que era la oscuridad la que hacía que pensara en esas cosas…
Esas cosas, en cierta medida…, vivían en la oscuridad; se nutrían de ella.
Esa noche no funcionaría relatar una película de Disney —ni siquiera El rey león, que era su predilecta—, por no hablar de contar las estúpidas ovejas. Tapado hasta la barbilla, con los pies doblados contra el pecho, sabía que no podría hacer nada mejor que esperar a que la noche pasara. Si lograba dormirse, mejor. Si lo hacía y no tenía pesadillas, muchísimo mejor.
¿Por qué había mentido acerca de la bicicleta?
¡Tú has dicho la verdad!
Michael sabía que esto no era cierto. No había dicho toda la verdad.
No, al menos, al comisario.