Un padre y su hija
HACÍA DÍAS QUE UN BUQUE, por nombre Esperanza, había atracado en el puerto de Cádiz. Parecía recién pintado y todo él relucía bajo un sol de primavera. Nadie hubiese dicho que ese aspecto irreprochable, que la doble y reciente mano de pintura del Esperanza escondía un nombre aterrador y bien conocido para cualquier lobo de mar: Ganymede, el barco del célebre pirata Morgan. Nadie en Cádiz lo hubiese dicho, salvo sus tripulantes.
Por el contrario, se decía que era el buque de un poderoso caballero a quien casi nadie conocía, ni por el físico, ni tan siquiera por su nombre. Un inglés riquísimo, se rumoreaba, alguien cuya simple mención arrancaba suspiros entre las mujeres y levantaba envidia entre sus esposos, y a quien se le conocía por el sobrenombre de El Caballero de la negra estampa.
A principios de mayo, Cádiz era una ciudad feliz. La tarde caía con esa beatitud que hace de ella un puerto más del Caribe. No había viento de levante. Todo florecía, y no solo a consecuencia de la primavera; antes bien, la animación de la gente tenía su origen en una circunstancia del todo extraordinaria. Durante los últimos años, la ciudad apenas había disfrutado de sus festejos taurinos, pues los recursos de los poderes públicos estaban muy menguados para permitirse alegrías. El Imperio se derrumbaba y los ejércitos imperiales sangraban las arcas del tesoro. Pero este año había sucedido un milagro, y en pocos días Cádiz iba a gozar por primera vez en tres años de una corrida de toros.
Algo de esto explicaba el ambiente festivo que inundaba las calles; aunque no la gravedad con la que paseaban dos hombres por la calle Sobernais, camino de la Casa de la Misericordia.
—¿Por qué diablos quieren vernos? No tiene mucho sentido, ¿no te parece? —preguntó Lefthand—. Hace solo una semana que estuvimos allí.
—No es a mí a quien llaman sino a ti, amigo mío —dijo Alonso con una sonrisa picara.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Por Belcebú! Está bien claro. Preguntaron por el señor Santa Cruz, ¿o no?
—Puede que las monjas se hayan arrepentido…
—Puede ser; pero no conozco una sola orden religiosa que se arrepienta de un buen donativo. Y menos tratándose de unas monjas tan necesitadas como estas.
Cuando llegaron a la puerta de la Casa de la Misericordia, la misma monja regordeta que una vez les presentó al pobre Guzmán Yáñez, los esperaba en el umbral. Vestía sus mejores galas. Una túnica impoluta con una cruz roja bordada en el pecho y escapulario y velo negro sobre una toca de lino.
Los hombres se descubrieron. Lefthand, viendo la sonrisa radiante de la monjita, le ofreció la mano. Le consternó ver que esta se la cogía con las dos suyas y le besaba el dorso con un afecto que rayaba en la veneración.
—Madre… por favor —dijo Lefthand en voz baja—. Esto no es necesario.
—Sed bienvenido. Si supierais cuánto, cuánto nos costó dar con vuestra merced. Desesperábamos ya de volver a veros.
—Pues aquí estamos —dijo Lefthand con timidez.
—En persona, gracias a Dios —repuso la monjita, que echó una fugaz mirada a Alonso—. El Señor os ha guiado hacia esta humilde morada de acogimiento.
La monja condujo a los piratas a través del patio interior, que solo unos días antes estaba muy descuidado y con las paredes cubiertas de desconchones. En los soportales, una cuadrilla de obreros con las ropas llenas de manchas, revoloteaba en torno a una escalera. El patio estaba recién encalado. Olía a pintura fresca. Macetas de gitanillas colgaban de las pilastras. Dos jilgueros, en sendas jaulas de madera, ponían una nota de alborozo en la paz de la tarde.
—¡Diabl…! Por lo que veo —dijo Lefthand rectificando—, todo marcha viento en popa.
La monjita se dio la vuelta, cruzó las manos bajo la garganta y, mirándolo con sus grandes ojos mansos, dijo:
—Vamos a pintar toda la casa. Ahora mismo están reforzando las vigas de madera de los soportales. —Y señaló con una mano hacia los obreros—. También compramos plantas y dos pajarillos. —Se llevó la mano al pecho—. ¡Dan tanta paz a los corazones angustiados!
—Estupendo —dijo Lefthand, que intercambió una mirada con Alonso. Y antes de seguir camino adelante la monjita añadió—: Si la gente fuera como vuestra merced, otro gallo nos cantara, señor Santa Cruz. Pero este es un país de pillos, un país ingrato es el nuestro. ¡Ay! Y eso que yo… —Y con un gesto que Lefthand recordó de pronto, la monjita, llevándose dos dedos a los labios, hizo ademán de abrocharse la boca—. Seguidme por aquí, si os place.
Como sucediera una mañana de muchos meses antes, la monjita los condujo hasta la sala de acogida. Todo aparecía más nuevo y la miseria, temporal o definitivamente arrinconada. No obstante la sala estaba llena de jergones ocupados.
Junto a la pared de la entrada estaban las monjas del hospicio. Saludaron a los piratas con afabilidad. Como una niña que estuviera disfrutando, la monjita los guio por los pasillos. El pretexto era mostrarles los cambios. Por aquí una ventana nueva, por allá un gran crucifijo. Iban a reformar toda la casa y ya habían comprado jergones, y lámparas y más ropa, y habría comida fresca todos los días, y las deudas ya habían sido pagadas; no quedaba un solo acreedor por cobrar, etcétera, etcétera; y sin embargo, a partir de un determinado momento, Lefthand no dejó de pensar que la monja ocultaba sus verdaderas intenciones.
—Madre —dijo Alonso, que seguía a Lefthand—. ¿Todavía está por aquí el muchacho que dormía junto a Guzmán Yáñez? ¿Recordáis? El de las bienaventuranzas.
La monjita se detuvo en seco y le dedicó una sonrisa dulce al pirata diciendo:
—Se nos marchó, señor Valdivia —manifestó—. Está en la casa del Padre, en donde moran las almas puras.
Y repentinamente algo que no parecía fruto de la improvisación se desencadenó.
Entre un rumor de toses y carraspeos, sábanas y mantas que se agitan, jergones que chirrían, uno tras otro, todos y cada uno de los hospicianos se fueron levantando. Unos se apoyaban en bastones; otros eran auxiliados por sus compañeros; los había que se sentaban al borde de la cama antes de tomar impulso y ponerse en pie por sus propios medios; pero todos, los desamparados y humillados, los viejos y los enfermos se erguían por igual. Había orgullo en sus caras. Sus ojos relampagueaban. Se levantaban al paso de Lefthand, lo miraban con respeto y le hacían un contenido movimiento de cabeza. Algunos se llevaban la mano a la sien, en un lánguido gesto que estaba entre un saludo militar y una despedida; o bien le sonreían, porque desde lo más hondo de su pobreza intuían que estaban siendo honrados por un hombre honesto, un hombre que no los ignoraba.
Lefthand palideció. La monjita, volviéndose hacia él con un pañuelo en la mano, se sonó con fuerza.
—Creedme, lo intenté; pero fue inútil pedirles que no se levantaran —dijo—. Todos querían agradecer la generosidad de vuestra merced. Gracias a vos no tendremos que cerrar este hospicio.
Lefthand se detuvo al pie del jergón de Guzmán Yáñez. Por casualidad, el suyo era uno de los pocos que permanecía sin ocupar. Se quedó mirándolo unos segundos y le vino a la memoria el recuerdo de aquel hombre que amaba su tierra con tanta necesidad como dolor.
Bajó la cabeza. Si hubiera recordado alguna plegaria… Si tan solo hubiese recordado alguna…
La monjita lo tomó delicadamente por el brazo y lo condujo al centro de la gran sala, allí donde había un espacio libre y un extraño bulto sobre un pedestal. Una gran tela cubría el bulto y caía sobre él formando pliegues. Los hombres estaban de pie, con caras expectantes, se diría que jubilosas.
—Os lo suplico —le dijo la monjita, que estaba entre Alonso y él mismo—, haced vos los honores. Descubridla.
Cogió un pliegue de la tela y tiró. Lo que surgió ante sus ojos lo dejó sin palabras. Era una talla de madera barnizada. Se trataba de un hombre con capa y sombrero sospechosamente parecido a él mismo. El ala del sombrero, echada sobre el rostro, le ocultaba las facciones.
Lefthand se inclinó sobre la placa que figuraba al pie de la escultura y leyó:
«Gracias al Caballero de la negra estampa esta Casa de la Misericordia acogerá siempre al necesitado».
—Alguien nos apuntó que preferiríais que vuestro verdadero nombre no figurase —justificó la inscripción la monja poniéndose colorada. Lefthand miró a Alonso y este, con cara de circunstancias, carraspeó desviando la vista.
El pirata se irguió y abrió la boca. Se acordó de su padre. Le hubiera gustado encontrar las palabras exactas, esas que no mienten, las únicas que dicen la verdad, pero él no era un hombre que se desenvolviese hablando y se le había hecho un nudo en la garganta. Miró hacia un lado y hacia otro, y estuvo seguro de que por mucho que se esforzase nada saldría de sus labios.
En ese preciso instante, alguien cogió dos jarras de metal de las que los hospicianos bebían y las entrechocó con fuerza. A continuación, volvió a hacerlo una vez más y luego otra vez, y otra, y otra más, con método, sin pausa, a intervalos regulares. Al momento, alguien secundó la iniciativa y se puso a entrechocar otro par de jarras de peltre, y luego un tercero siguió a esos dos, y más tarde un cuarto, y así hasta que todos aquellos hombres, juntos, sin una sola voz ni una palabra, con una solemnidad que conmovió a Lefthand como nada en la tierra lo había conmovido, se pusieron a entrechocar todas las jarras. Las paredes eran demasiado endebles para contener un fragor que se oía dentro del recinto y más allá, y aquel fragor viril que resonaba con altivez y sin complejos, hizo que algo en él se apaciguase.
La monjita sacudió una mano mirando a Alonso. Tan emocionada estaba que cogió su pañuelo y se enterró en él. Alonso se acercó a su amigo y lo cogió por el hombro.
—Tu padre —le dijo al oído— se sentiría orgulloso de ti.
Lefthand apretó los labios y movió la cabeza levemente, como afirmando, agradeciendo un honor que no le correspondía. Lo hizo por los ausentes, por los caídos. Y al ver que la barahúnda no cesaba, se volvió hacia la monja para decirle algo y, suavemente se caló el sombrero.
Poco después, seguido por Alonso, Lefthand desapareció en las profundidades del corredor que conducía a la salida. Y a lo lejos, muy lejos, cada vez más lejos, mientras su espalda se empequeñecía en las sombras del pasillo, aún seguía oyéndose el fragor de las jarras de peltre, incansable, inextinguible.
Al cabo de unos días llegó la hora grande de la ciudad. Después de tres años, la plaza de Cádiz lucía otra vez engalanada para una corrida de toros. El pavimento estaba cubierto de arena, alrededor se habían levantado graderíos y los balcones del consistorio iban siendo ocupados por políticos y visitantes ilustres. Ni que decir tiene que las ventanas y los balcones más codiciados de la plaza se cedieron a la fuerza por sus dueños e inquilinos. De unas y otras pendían banderas y tapices con escudos de armas. Habría unos veinte mil espectadores. Un clamor se elevó en el aire cuando varios gentilhombres a caballo salieron a la arena.
En un balcón donde no los molestaba nadie, estaban el conde de Veraguas, su amante, Ana Mendoza, y la hija de ambos, si había que hacer caso de los rumores. Y eso que la niña, de cabello castaño como su madre, en nada se parecía a su pretendido padre y tenía un par de ojazos tan negros como una noche sin estrellas. El día antes habían llegado de Madrid, invitados por los organizadores. Esa fue la única condición que impuso el Caballero de la negra estampa para sufragar los gastos de la corrida. Pequeña condición, teniendo en cuenta que sin la generosidad de ese hombre sin rostro, Cádiz, al igual que otros años, se habría visto obligada a renunciar al festejo.
—¿Qué bicho te ha picado? ¿Por qué estás tan desagradable con el conde? —dijo Ana Mendoza aprovechando que el conde de Veraguas se había ausentado un momento.
—No me gusta, madre —dijo María.
—¡Por el amor de Dios! No hace falta que te guste. Es poderoso y tiene influencias. No seas antipática con él. ¿O es que quieres que no te adopte?
—Nunca será mi padre —musitó la pequeña.
—¡Cállate! Tu padre está muerto. Era un mal hombre.
—Sí, lo sé. Me lo has repetido muchas veces —dijo María con voz rota.
—Si fueras menos egoísta, si te parecieras menos a él y pensaras más en tu madre, no te comportarías así. ¿Acaso crees que yo no me siento sola? —La pequeña despegó los labios, pero no dijo nada—. ¿Y sabes lo que significaría que el conde te adoptase? ¿Sabes cómo nos cambiaría todo? ¿Te has parado a pensarlo?
—No, madre.
—Porque tú tienes una vida por delante pero ¿y yo? —María bajó un poco la vista. Se quedó mirando el albero sin pestañear y su madre dijo entre dientes—: ¡Y no llores ahora! ¡No seas caprichosa! —La cogió por un frunce del vestido y la zarandeó con rabia.
En ese instante el primer jinete se aproximó al toro. Haciendo un quiebro, esquivó su arremetida y se dejó perseguir en círculos. Seguidamente hundió el rejón con tal acierto que el público se levantó de sus bancadas. El toro se puso a cabecear. Un borbotón de sangre manó de la herida. Miles de gargantas aullaron en los graderíos.
—Lamento haberme demorado —dijo el conde de Veraguas que, acercándose por detrás, tomó asiento entre la madre y la hija. Era el conde un gordinflón con voz estridente y una enfermedad muy llamativa. Tenía las manos y el rostro enrojecidos, como alguien que abrasado por el sol estuviera mudando la piel—. A María no le fascinan las corridas de toros, mucho me temo —dijo.
—Oh, nada de eso —se apresuró a replicar su madre—, es que está un poco impresionada.
—Comprendo —se avino a decir el conde—. También a mí me impresiona mucho la sangre. —Y miró de soslayo a la niña, que sintió su mirada como algo físico. La pequeña se frotó los ojos. Ni esto era una pesadilla ni había forma de despertarse. Abajo, el jinete picó espuelas y el toro, haciendo un alarde de coraje, se arrancó hacia la montura con las pocas fuerzas que le quedaban—. La tauromaquia tiene sus misterios —murmuró el conde, y toqueteó la medallita de oro con la Virgen de la Almudena que colgaba del pecho de la niña—, misterios que con gusto podría explicarte, si tú quisieras.
La piel escamosa del conde de Veraguas había cobrado un tinte rojizo. María apretó un puñito dentro del otro.
—No quiero —dijo echándole valor. De repente, se oyó un aullido saliendo de miles de gargantas y la niña se tapó los oídos.
—¿Sabes qué es lo que más nos atrae del toro de lidia, María? —Y haciendo una pausa, el conde se respondió a sí mismo—: El coraje. ¿Y sabes por qué es tan valeroso ese animal? Porque es casto. Su coraje proviene de su pureza —dijo muy quedamente a la niña—. Y todo hombre que se precie, es un amante del coraje y de la pureza.
—Odio las corridas de toros —replicó María sin destaparse los oídos—. Las odio. Las odio. ¡Las voy a odiar siempre!
—¡¡María!! —voceó la madre.
En la arena el toro era arrastrado hacia el matadero entre los aplausos del público.
De pronto remitieron los aplausos y un murmullo de voces recorrió las bancadas. Incluso en los balcones se prestaba singular atención. La curiosidad iba en aumento. Más aún, la salida del siguiente toro se retrasaba y, conforme el rumor se difundía, cada vez cobraba más sentido la sospecha de que una persona de alcurnia, alguien muy especial acababa de hacer su aparición.
Y en realidad no era para menos. Los organizadores del festejo abrían paso al benefactor, al hombre de quien todo Cádiz hablaba desde hacía días, al extranjero que por fin se dejaba ver en público. Inglés o no, el Caballero de la negra estampa avanzaba precedido por los organizadores y entre la expectación creciente del público, para ocupar algún balcón reservado.
Iba vestido Lefthand con gran esmero y elegancia. Todo de negro, incluidos los puños de encaje y, en especial, la capa de terciopelo, resplandeciente como nunca se había visto otra igual en todo Cádiz. La noticia corría de acá para allá y la gente le hacía pasillo, lo miraba entre murmullos de admiración. Y no es que Lefthand se sintiese a gusto con esas ropas, más bien al contrario; pero guardaba vivo en su recuerdo el día de la primera comunión de María y su propio y desastrado aspecto, y eso lo reafirmaba en la idea de que hoy su hija no se avergonzaría de su padre.
—Vaya, así que al fin conoceremos a nuestro anfitrión, querida —dijo el conde de Veraguas alargando el cuello.
—Eso parece —repuso Ana Mendoza recolocándose el vestido—. Qué emocionante, ¿verdad María?
Pero la pequeña cerró los ojos y ya nada le importó.
La distancia entre Lefthand y su destino menguaba. Ya tenía a la vista el balcón. Se lo habían mostrado los organizadores. Ya podía ver las tres figuras sentadas allí, como una verdadera familia. No quiso seguir mirando. Había sido más seguro mandar a buscarlos antes que desplazarse él a Madrid. Después de todo, en la capital tenía un patíbulo esperándolo y no era descartable que alguien lo reconociese. Con la pequeña tan cerca no quería correr ningún riesgo.
Quiso subir solo las escaleras de la casa. Se preguntó cómo reaccionaría su hija, y todo lo que había a su alrededor se desvaneció como por ensalmo.
Estaban esperándole de pie, dentro de la casa. Afuera sonaron los clarines anunciando el siguiente toro. Su hija estaba en el medio. Entre su esposa y ese hombre. Solo a ella vio. La contempló solo a ella. Lo único sagrado en su vida. Con qué ansia había aguardado el momento. ¡Cuánto había crecido! Y, ¿qué edad tenía? ¿Ocho años, nueve? Se descubrió, hizo una ligera reverencia, puso el sombrero bajo su brazo mutilado.
—Soy el conde de Veraguas —se animó a decir el gordinflón—, y nos sentimos muy honrados por…
Pero Lefthand, que no dio muestras de ver al conde, se puso frente a su hija, respiró profundamente, y dijo sin más:
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —A María se le iluminó la mirada y su cuerpo tembló como una hoja. ¿Ese señor era aquel que por las noches le contaba cuentos, el mismo que echaba en falta? ¿Era el señor con quien no tenía necesidad de explicarse?
Pasó un lapso interminable. El público gritaba otra vez en los graderíos. La madre no se atrevía a decir nada. El conde pensaba que tenía derecho a sentirse ofendido, pero no era capaz de articular palabra ante ese caballero al que le faltaba una mano.
—¿Padre? —preguntó ella—. ¿No estabas en el cielo?
Lefthand tragó saliva, cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios.
—Nunca estuve en el cielo, hija mía.
—¿Por eso has vuelto?
—Por eso he venido —dijo Lefthand y, tras unos segundos de vacilación, se atrevió a decir—: Perdóname por no haberte sabido cuidar.
Ana Mendoza se interpuso.
—¿Cómo te atreves… a volver? —preguntó con voz casi inaudible, fulminando a Lefthand con la mirada.
María escuchó a su madre muda de asombro.
—Quería ver a mi hija antes de marcharme —dijo Lefthand—. Además, vengo a decirte que María tiene su futuro resuelto. Puede que el dinero no haga de ella una mujer feliz; pero la ayudará a ser una mujer más libre.
—¡Estás loco! —dijo ella mortificada por los celos—. Deberías estar muerto. ¿Por qué no estás muerto todavía? —alzó la voz perdiendo los estribos.
La niña tenía el aspecto de una mujer madura, y como aquellos en los que se ha posado el dolor para siempre, no dio la más mínima muestra de acobardarse. Estaba habituada a esa clase de reacciones en su madre. Lefthand sintió que en otro momento, en otro lugar, el resentimiento se habría adueñado de su espíritu; pero no hoy. No aquí, ni ahora.
—¿Vas a llevarme contigo? —preguntó la niña a su padre.
Lefthand fijó la vista en la medallita de Nuestra Señora de la Almudena y su semblante se dulcificó.
—No he venido a separarte de tu madre, cariño.
—¿Te vas a ir otra vez?
—Por desgracia, es necesario.
Pero la niña, que absorbía cada palabra suya, sintió que jamás se había ido de su lado. Y su cuerpo, sus gestos, toda ella voló hacia su padre sin tan siquiera moverse del sitio. Ana Mendoza lo percibió, lo supo antes que nadie, intuyó el sentimiento de la niña con perspicacia.
—¡No te muevas! —exclamó la madre—. ¡Te lo ordeno!
La pequeña alargó el brazo hacia su padre con la manita extendida.
—Llévame contigo —dijo.
—Quédate donde estás, María —siguió diciendo la madre en voz baja—. Crees que serás más feliz con él —dijo, y asomaron dos lágrimas de desesperación a sus ojos—. Pero eso es porque no lo conoces como yo. ¿Me estás oyendo, hija mía?
—Llévame contigo —insistió María, que era la voz de la serenidad.
—Te lo prohíbo —dijo Ana Mendoza en un tono irresistible, cautivador. Sacó un pañuelo de la manga y lo retorció entre las manos—. ¿Me estás escuchando? Te prohíbo que vayas con él.
—¿No está oyendo vuestra merced lo que dice su madre, caballero? —terció para sorpresa de propios y extraños, si los hubiera, el conde de Veraguas.
Lefthand volvió la vista hacia el conde. A continuación dio un paso hacia el mequetrefe, puso la mano en uno de sus hombros y, sin que un solo músculo de su cara lo delatase, presionó con fuerza sobrehumana. Acto seguido el noble, imposibilitado para dar un paso en ninguna dirección, sintió cómo sus piernas flaqueaban, las rodillas cedían y, en medio de un dolor atroz y punzante, al borde de perder la consciencia, se arrodilló frente a Lefthand.
Avergonzada más allá de toda expresión, Ana Mendoza ahogó un sollozo en el pañuelo y desvió la cara hacia un lado.
Imperturbable, Lefthand tomó la mano que su hija le ofrecía y la miró con fijeza a los ojos. Ella percibió la intensidad de su angustia.
—Vámonos, padre —dijo María—. Vámonos ya.
Y solo entonces se llevó a la niña de aquella casa extraña.
Pocas horas más tarde, en el puerto de Cádiz, el Esperanza se preparaba para hacerse a la mar. Algunos de aquellos que habían pertenecido a la tripulación del Príncipe del mar y habían participado en la expedición de Panamá se quedaron en tierra y siguieron su camino.
Como Pablet, el valenciano, que fue aprendiendo a distinguir a la primera ojeada las sirenas de las mujeres de carne y hueso; o el viejo Andrade, sobre quien se dijo que había comprado un terreno fértil en un valle de su tierra natal, en Oviedo, y que por fin se declaró a la dueña de sus días; o el gallego Téllez, con un dedo menos que cuando partió, pero con el vivo recuerdo de su más extraordinaria aventura; o el licenciado Padilla, que pudo regresar a sus estudios sin mayores contratiempos que administrar su parte del botín; o Mateu, el capellán, más reconciliado con Dios que al principio; o Pata de palo, que tan supersticioso como siempre, volvió con el rabo entre las piernas a su taberna del Tiburón y a sus peleas conyugales.
En otros casos, las dudas se ciernen sobre muchos de aquellos tripulantes valerosos. Algunos volvieron a su tierra de origen; otros, que ni antes ni después fueron lobos de mar, se dieron a los más diversos oficios, pero en conjunto y sin excepción volvieron en todo más ricos de lo que habían salido. Quedan sin embargo unos pocos que le cogieron gusto a la vida en la mar; bien fuera porque llevaban el salitre en las venas, como el Pelirrojo, con su inseparable cañoncito, o porque decidieron continuar con su capitán, como Melquíades, Blas y Ginés.
Los gavieros fueron enviados a las vergas para largar el velamen. A continuación, media docena de hombres se pusieron a virar el cable en el cabrestante, hasta que el ancla apenas tocó fondo.
En el muelle, un viejo de ojos verdes procuraba disimular sus emociones. Era Exquemelin, que tras haber recuperado a su hija, ahora tenía que despedirse de ella. Y sin embargo, no era solo tristeza lo que acusaban sus ojos viendo el Esperanza listo para zarpar, pues pese a todo, Elena parecía la más dichosa de las mujeres y la más enamorada.
En el puente del alcázar, Lefthand rodeaba con un brazo a la joven, hermosa como un lirio, vestida por fin de mujer y con el pelo ya un poco crecido. Con el otro rodeaba a su hijita. Cuando se largó la cangreja y todo el barco vibró, Elena cogió a la niña. La atrajo hacia sí, la abrazó por detrás e inclinando la cabeza hacia su rostro, le dijo algo y le dio un beso cariñoso en la mejilla.
Lefthand aspiró la brisa salada. Se acordó de los caídos, de Amadora, Guzmán Yáñez y tantos otros que habían perdido su vida en la empresa de Panamá y por un instante, allá en la proa, le pareció ver al espectro de su padre mirándolo con una sonrisa y los brazos cruzados sobre el pecho antes de despedirse para siempre.
Se deslizaron las cargaderas, se haló sobre las escotas para que las velas cuadras se desplegasen y tomaran viento, y el buque empezó a moverse. Melquíades izó la Cruz de San Andrés en todo lo alto. El ancla fue izada chorreando y amarrada en el pescante. Elena y la pequeña María agitaron el brazo para despedirse de Exquemelin. Lefthand oyó la voz inconfundible de alguien que los miraba alborozado. La voz de alguien fiel hasta la muerte.
—¿Qué rumbo pongo, capitán? —voceó Alonso, que se pasó la mano por la nuca preguntándose cómo diablos no había reconocido a Elena en el muchacho de ojos verdes durante toda la travesía.
Lefthand miró a su hija y a Elena con ternura, como consultándolas por última vez sobre su destino común. No había lugar para la pena, ni para las lágrimas ni para la nostalgia; había solo una sed insaciable de esperanzas y de futuro, el deseo de levantar un hogar junto a aquellos a los que se ama, en una tierra de paz, sin envidias ni recelos ni sospechas.
—Cualquier rumbo, señor Valdivia —dijo Lefthand cargado de razón—. Llévenos a cualquier parte, pero lejos de aquí.
Y con su silueta recortándose contra el crepúsculo, el Esperanza fue ganando velocidad.