El botín

AL POCO DE LLEGAR A LA DESEMBOCADURA DEL CHAGRES, Morgan, sin dar tregua a unos hombres rendidos por la marcha, ordenó demoler la fortaleza de San Lorenzo y desmantelar la artillería. Entretanto, su tripulación se dedicó a cargar el botín en las bodegas del Ganymede, bajo la atenta supervisión de los principales comandantes. Las órdenes eran que al día siguiente, después de festejar la victoria sobre España (para estupor de los filibusteros, en los últimos días Morgan ponía el acento en la gloria y no en el valioso botín), después de la celebración nocturna de rigor, la flota se dispersase.

Hasta aquí, aunque había razones para sospechar extraños manejos, las cosas siguieron el curso normal. Que el almirante mandase cargar el botín en su navío antes de proceder al reparto, hasta cierto punto se comprendía, y solo cuando, más tarde, fueron entregados nada más que doscientos reales por barba; es decir, unas diez libras esterlinas, solo entonces cundió el asombro.

Por fortuna para Morgan y el resto de comandantes, la inmensa mayoría de los hombres ignoraba que el botín ascendía a unas setecientas mil libras. O sea, pocos estaban al tanto de que ni una cuarta parte del total había sido distribuida, reservándose Morgan y sus más allegados más de las tres cuartas partes restantes.

Y aun así, la primera reacción fue de pasmo. ¿Cómo podía ser que el despojo más extraordinario de la historia les reportase únicamente doscientas piezas de a ocho? Pero los jefes, que estaban al quite y tan interesados como el propio Morgan en acallar a los descontentos, aplacaron los ánimos. Les dieron todo tipo de explicaciones más o menos convincentes, y a la vez, los incitaron a emborracharse de lo lindo antes de zarpar por la mañana.

El sol se hundía en las montañas y los últimos fulgores de la tarde destellaban por el oeste. Sobre las negras ruinas del castillo de San Lorenzo ondeaba la bandera inglesa.

¿Qué era, entretanto, de los hombres de Lefthand?

Con doscientos míseros reales de a ocho por cabeza, la amargura de los españoles no habría conocido límites de no ser por dos detalles decisivos: primero, sabían que su capitán se había salvado; y segundo, estaban al tanto de su plan. Un plan intrépido, sí, pero que Lefthand había madurado durante días y que no aprobó mientras no se hubo cerciorado de que Morgan pensaba quedarse con el grueso del botín. Y es que sin la codicia de Morgan, sin su idea de almacenar la mayoría de las joyas y el oro en el Ganymede, los propósitos del español no habrían tomado forma.

Alonso hizo saber a los hombres, punto por punto, en qué consistía el plan. Con excepción de Amadora, que se presentó voluntaria para la misión más arriesgada, Alonso adjudicó a cada cual su cometido.

—¿Una mujer? —no se resistió a decir Alonso cuando la cocinera declaró sus deseos.

Pero sin dejarse intimidar, Amadora, que era genio y figura, replicó:

—La peor mujer vale por el mejor de los hombres, y veinte veces más si es un hombre… presumido, señor.

Y como la mezquindad no era uno de los atributos del piloto, y había aprendido a respetar a esa mujer insoportable que era todo valor y entereza, repuso:

—Creo que debí apostar por ti desde el principio, Amadora. Prepárate para la acción.

Por eso los españoles no vivieron el reparto del botín igual que los otros. Lo que para el resto de los piratas representaba un desencanto, para ellos no era más que el prólogo de un ajuste de cuentas, después de tanta humillación.

A fin de no provocar resquemores entre ingleses o franceses, Lefthand, siempre a distancia, dio orden de que los hombres festejaran, como todos, el final del viaje. Naturalmente los nervios estaban a flor de piel. Dentro de unas horas, la dotación del Príncipe del mar iba a poner a prueba su temple contra un enemigo que la superaba treinta veces en número. Y sin embargo, más que antes, los españoles se sentían unidos y sus corazones latían como uno. Puede que la existencia de un enemigo común arrojara luz sobre su verdadera sangre. Porque, si de algo había servido el viaje era para saber que no serían Hermanos de la Costa, pero que eran hermanos entre sí.

Hasta el joven Pablet, en un arrebato propio de la juventud, decidió subir a las ruinas del castillo y cambiar la bandera inglesa por una española que había robado en Panamá y que sacó de su macuto.

—Hijo —lo tranquilizó el viejo Andrade poniéndole una mano en el hombro—, ¿qué quieres, no volver a ver una sirenita?

—¡Oh, Andrade! —dijo Pablet recordando a la sirena de la que se había despedido en Tortuga—. ¿Tú crees que volveré a verla algún día, Andrade?

—Las cosas se ponen difíciles para volver allí. Pero tú ten los ojos muy abiertos, ¿me oyes? Si lo haces, siempre reconocerás a las auténticas sirenas.

Amadora, en un aparte, le dijo a Elena.

—¿Querrías hacerme un favor? —y así diciendo, le hizo entrega de un saquito de tabaco—. ¿Me lo guardarías hasta mi regreso?

Elena tomó el saquito en las manos y abrazó a su amiga diciendo.

—Tú vuelve pronto.

—Lo haré. —La cocinera, que detestaba las lágrimas, se despegó de la chica—. Y dime —cambió de tema—, cuando regresemos a España, ¿me maquillarás alguna vez?

A Elena se le iluminó la cara con una idea repentina. Fue a por su macuto, se llevó a Amadora a un lugar discreto entre los árboles, y sacando una cajita como un pirata escogería la joya más preciada de su botín, se la mostró a Amadora.

—Mira —dijo entusiasmándose—. Es malaquita en polvo y kohl, ¿los conoces?

—No, no. Pero ¿qué significa…?

Con el dedo, le aplicó un sombreado verde sobre los párpados superiores y mediante un lápiz de kohl le perfiló los ojos con una raya oscura. Por último, le untó los labios con una ligera capa de cera para incrementar su brillo y le cardó suavemente el pelo con las manos.

La chica ladeó la cabeza admirándola.

—¿Ahora nadie me confundirá con un hombre? —preguntó Amadora con un candor insospechado.

—Jamás.

—Y pues, ¿estoy lista?

—Sí —replicó Elena—. Estás lista.

Pasaron un par de horas. Era noche cerrada. El jolgorio estaba en su apogeo. Las broncas y las disputas ya proliferaban. Algunos filibusteros dormían la mona pero, en general, el alboroto alrededor de las fogatas iba en aumento. Los comandantes se paseaban entre sus hombres, bebían con ellos. En realidad había mucho que celebrar. Los pocos que se habían hecho ricos y los que solo habían cobrado doscientos reales, todos a una. Morgan fue visto en las proximidades del campamento inglés paseando solo. La noticia llegó volando a Lefthand que, tras comprobar que la dirección del viento era la correcta, dio orden a Alonso de pasar a la acción en varios frentes.

Para empezar, unos pocos hombres entre los que se encontraba Amadora, fueron enviados al puerto, a una legua aproximada de la desembocadura, río arriba, no lejos de los campamentos piratas. Como se trataba de un pequeño puerto y no cabía en él toda la escuadra, el Ganymede, la nave del almirante, y el Príncipe del mar (algo con lo que ya contaba Lefthand) estaban fondeados aproximadamente a un cable de distancia del grueso de la flota.

El grupo de Amadora se dirigió con tanta naturalidad como cabía desear hasta el Príncipe del mar, que distaba unas veinte brazas del Ganymede. Se bajó la pasarela. El buque estaba casi a punto. Durante las horas previas fue preparado con mucho sigilo por los que se habían quedado de guardia. Amadora y el puñado de valientes, a favor de la oscuridad pues ni siquiera estaban encendidos los fanales de popa, subieron al velamen, colgaron de los penoles de sus vergas todos los garfios que se utilizaban para los abordajes y esperaron.

Mientras, Alonso de Valdivia guio a nado, para no llamar la atención, a unos cuantos hombres escogidos hacia el Ganymede. No fue difícil, aprovechando la apatía de los que montaban guardia y estaban medio borrachos, subir a bordo de la nave de Morgan y ponerlos fuera de combate. A continuación se descolgó una escalera de cuerda por la borda y, a una orden de Alonso, Blas, según lo previsto, lanzó el primer gañido de gaviota para hacer notar que el barco había sido tomado sin contratiempos. Al piloto no se le pasó por la cabeza revisar a fondo el sollado y asegurarse de que no quedaba nadie en el buque. Fue un grave error por su parte.

En un altozano, por encima del campamento inglés donde habían visto a Morgan, Lefthand, agazapado en la espesura junto a dos de sus hombres, escuchó la señal anunciando que el Ganymede estaba en su poder. El paso más comprometido estaba dado y aún le quedaba un poco de tiempo entre la primera y la segunda señal para dar fin a sus propósitos. Suponía que a estas alturas sus hombres estarían llevando a Exquemelin al Ganymede. Se sentía feliz pensando que Elena vería cumplido el sueño de rescatar a su padre; pero había algo que aún le quedaba por hacer.

Llevaba un largo rato escondido, acechando la ocasión propicia. Desde esa altura, entre los árboles, podría verse el puerto con nitidez de no ser porque no era una noche clara. Las naves, como sombras, estaban ahí abajo y entre ellas su tripulación, lista para el último desafío. Los vivacs de los piratas estaban situados del otro lado y no daban al puerto.

De pronto, advirtió la presencia del hombre que esperaba. Como siempre, a no ser que estuviera con el chacal del Duque, paseaba solo. En los últimos tiempos había renunciado incluso a sus guardaespaldas, por hastío. El tricornio calado hasta las orejas, las manos cruzadas por detrás. Del Duque no había ni rastro por los alrededores. Lefthand y sus dos hombres lo siguieron a distancia. Aguardó su momento. Morgan se internó en la oscuridad de una vereda y el español lo dejó avanzar un buen trecho antes de abordarlo.

—Hola, Henry.

El almirante se volvió en redondo con prodigiosa agilidad. Frente a él estaba el español, secundado por un par de los suyos. Habría distinguido esa sombra entre mil. Una de las mangas de Lefthand daba la sensación de colgar vacía.

—¡Por… por todos los demonios! ¿Estás vivo, muchacho —preguntó con voz titubeante—, o las sombras de los muertos vienen también a traicionarme?

—Traicionaros no fue mi intención.

Morgan fue aproximándose. La única mano visible de Lefthand palpaba la pistola que estaba metida en el cinturón. Vista de cerca, la otra manga no colgaba vacía. Sus dos hombres apuntaban al almirante directamente a la cabeza.

—La perdiste en la explosión, ¿verdad? —preguntó Morgan señalando el brazo mutilado. El otro afirmó y dijo—: Si hacéis un movimiento en falso, Henry, haré que os vuelen la tapa de los sesos.

—¡Por Júpiter! Pensar que hubo un tiempo en que te creí mi amigo. Los amigos, que yo sepa, no se traicionan.

—Vos siempre dijisteis que no teníais amigos, Henry, solo súbditos.

El almirante pareció acusar la respuesta pero reaccionó con buen talante.

—Y tú, ¿qué eras, muchacho? Te recuerdo que no solo me traicionaste, sino que me hiciste perder el tesoro de los tesoros.

—Estamos en paz. Vos no tuvisteis escrúpulos en serviros de mí para vuestros fines, incluso utilizando el nombre de mi hija.

Se hizo un paréntesis. El viento agitaba las copas de los árboles.

—Hay algo que quiero que sepas: jamás tuve intención de hacer daño a tu hija.

—Eso decís vos y por eso os respeto la vida, Henry; pero ¿y si no hubiese aceptado venir? ¿Podéis jurar que el Duque no habría cumplido hasta el final vuestras órdenes?

—Ajá. Te comprendo. Ese sería el estilo de un bastardo, ¿eh? ¿Tan mal piensas de mí? —dijo Morgan con una media sonrisa. Hubo un largo silencio. El silencio sonoro de las selvas de los trópicos, que rebosa murmullos, se oye a leguas de distancia y cada noche estalla, amenazante. Morgan inspiró hondo antes de hablar—. Siempre pensé que tú eras el casco de plata. Lo creí a pie juntillas, no como el Duque, según parece. Aunque fue él quien me convenció. Sí, por eso le mandé que te hiciera venir, porque necesitaba el tesoro. Los Ancianos me acosan. Ya lo sabes. Ves que no te he ocultado las cosas importantes, compañero.

—Necesitabais el tesoro a costa de lo que fuera, Henry.

—Soy un pirata, muchacho —dijo, con cierta impaciencia—. Unas veces se gana; otras se pierde. Por lo demás —y suavizó el tono—, siempre tuve buenos sentimientos hacia ti. Te consideraba… Pero, bueno, ¿a qué has venido, si no es mucho preguntar?

—A lo mismo que vendríais vos en mi caso.

Era un buen modo de hacerle comprender. Y, en el acto, un atisbo de las verdaderas intenciones de Lefthand le alcanzó, a semejanza de una luz cegadora. Guiñó los ojos, tuvo un estremecimiento; pero se mantuvo firme, sin dar más muestras de inquietud.

—Si se trata de lo que pienso, ¿no es demasiado osado para un solo hombre?

—El botín de Panamá os pertenece menos a vos que a mis compatriotas.

—Me dejas boquiabierto. ¿De veras pretendes llevártelo?

—Esta misma noche.

—Mucha prisa tienes.

—La prisa de un padre que está ansioso por recuperar a su hija.

Morgan se quedó callado y sorbió por la nariz.

—No soy padre. Tienes que comprender —repuso con ironía—; sin embargo te respeto, muchacho. ¡Por todos los diablos! Te respeto. Ni siquiera Henry Morgan se atrevería a tanto como dices. Así que, ¿me dejarás a merced del Consejo de Ancianos? ¿Y a merced de estos capitanes indeseables? Vaya, será digno de contemplar. En cuanto sepan que la mayor parte del tesoro se esfumó, querrán arrancarme la piel a tiras entre todos. Jo, jo, jo.

—Soy un pirata, Henry. Unas veces se gana, y otras…

El almirante abrió la boca y en la oscuridad brilló su colmillo de oro.

—Muy cierto; pero los caballeros de fortuna reparten cartas entre sí. Y, que yo sepa, tengo las manos vacías.

Lefthand fue al grano.

—Estoy dispuesto a llevaros en el Ganymede, en calidad de prisionero. Os dejaría en Inglaterra, sano y salvo. Allí donde nadie os amenaza con aspas rojas y donde vuestra vida no corre riesgo alguno. ¿Qué decís a eso?

Morgan se sacó el tricornio cautelosamente, lo sacudió y se lo volvió a encasquetar.

—Eres muy joven, muchacho. ¿Me conducirías en mi propio barco? ¿Con mi propio tesoro? ¿En calidad de prisionero? Hum… No es mala oferta sabiendo que piensas desplumarme y que me esperan los buitres y los chacales.

—Salvaríais la vida, Henry. Y en vuestra patria os aprecian.

—Salvaría una de mis vidas, muchacho; y perdería todas las demás. El Caribe es la única patria de los hombres como yo.

—¿Es vuestra última palabra?

—¡Diablos! Pues sí, ¿o es que me dejas alternativas? —dijo Morgan, que se guardaba un as en la manga—. No obstante, yo te haré mi propuesta. Inténtalo, ahora que aún es tiempo. El mundo es de los que apuestan fuerte. —Y se sonrió para sus adentros al pensar que no estaba todo perdido y que el Duque, que ahora mismo debía de estar en el Ganymede, no era hombre que se dejase pillar descuidado.

Lefthand dio orden de que lo desarmasen y atasen, y seguidamente Morgan se dirigió al español.

—El condenado, ¿tiene derecho a pedir una última gracia? —Y ante el gesto de Lefthand, añadió—: Querría asistir al desenlace.

Después de amordazado, Lefthand mandó que lo atasen a un tronco desde donde podía verse todo el puerto. Luego se puso enfrente, lo miró a los ojos y, con la franqueza de los tahúres que juegan en mesas distintas, le dijo en un español diáfano y comprensible:

—Buena suerte, Henry. —Y desapareció con sus hombres entre el follaje.

Descendieron con prudencia por la falda de la colina. Del otro lado, en los campamentos de unos y otros, la celebración proseguía. Se encaminaron hacia la zona del río donde estaban fondeados el Príncipe del mar y el Ganymede y nadaron hasta el buque de Morgan.

Lefthand desbordaba inquietud. Las nubes ocultaban el gajo de luna y, por momentos, la noche era negra como boca de lobo. Una vez en el costado de la nave, Lefthand vio cómo los más retrasados de sus hombres trepaban por la escalera de cuerda que pendía de la borda. Ahí estaban Elena y su padre, listos para subir. Con un dedo en los labios indicó a la chica que no hablase y ayudó al viejo a trepar por la escala.

Iba a subir tras ellos pero algo llamó su atención: el silencio sepulcral que reinaba en cubierta. Aunque había puesto el énfasis en el sigilo, los hombres rara vez eran tan escrupulosos a la hora de cumplir esa clase de órdenes. Además, solo el Príncipe del mar estaba cerca del Ganymede. Profundamente alarmado, dejó subir a la chica y le dijo que no descubriera su presencia. Luego rodeó la nave y se acercó a la popa.

Conocía bien la popa del Ganymede. Había trepado por ella en otra ocasión, la noche en que había salvado a Morgan; así que pese a no disponer de cuerda llegó hasta la galería. El barco cabeceaba con suavidad. Con más dificultades de las previstas, alcanzó la toldilla, salvó la balaustrada y, agachándose cuanto pudo, se movió hasta la escalera que comunicaba con el alcázar.

Desde allí vio a un tipo que hacía presa en el cuello de Alonso por detrás, mientras la otra mano lo apuntaba con una pistola en la sien. Los dos le daban la espalda. Lefthand contaba, por tanto, con el factor sorpresa. El resto, unos veinticinco o treinta de sus hombres, apenas se movía. Estaban muy quietos, pendientes de las evoluciones de ese hombre imposible de identificar. Todo indicaba que esperaban algo o a alguien. Y no hacía falta mucho para deducir que ese alguien debía de aparecer de un momento a otro por la borda, como todos los demás. Alguien que, si la suerte le favorecía, iba a sorprenderlos por la espalda.

Dos hombres ayudaron a subir a bordo a Elena. Estaba claro como el agua que ese hombre, fuera quien fuese, no tendría reparos en matar a Alonso si alguien abrigaba intenciones de hacerse el héroe. Lefthand tanteó la pistola, que después del chapuzón era tan inútil como su brazo mutilado, y empuñó el cuchillo. Estudió la posición del hombre misterioso. La distancia no es que fuese excesiva. El apuro era de otra naturaleza. La escasa luz le brindaba un blanco ya de por sí exigente, y si lo que pretendía era que no se disparase el arma con la que ese hombre apuntaba a Alonso, no quedaba otro recurso que ser rápido y certero.

Así que esperó a que pasaran las nubes y, cuando el gajo de luna le permitió apuntar con un mínimo de garantías, lanzó el cuchillo sin titubeos.

La hoja surcó el aire con un tenue silbido, impactó en la mano de aquel que amenazaba a Alonso con la pistola, entre las dos cabezas, y con un quejido el arma de fuego salió despedida.

Antes incluso de que Lefthand salvase el trecho que lo separaba de ellos, sus muchachos ya tenían inmovilizado al hombre misterioso. Y la verdad es que nunca lo habría creído. Era nada más y nada menos que el Duque quien tenía frente a él. La misma y rastrera serpiente, ese enfermo de odio. Solo que ahora no tenía tiempo de ocuparse de él.

—¡Segunda señal! —ordenó en voz baja dirigiéndose a Blas.

Un nuevo gañido de Blas traspasó el aire y no pasaron ni cinco minutos cuando el Príncipe del mar, que estaba un poco más alejado del puerto que el Ganymede, empezó a moverse con parte del velamen desplegado.

El viento soplaba de sudeste y, a menos que saltase de pronto, era el más idóneo para los planes de Lefthand.

El barco se deslizaba como una mancha negra en la oscuridad de la noche. Volaba por el agua como si años y aventuras no le pesaran. Aun contra corriente, ya rebasaba la posición del Ganymede y se acercaba rápido al puerto donde estaba amarrada la flota. Fiel a su capitán hasta el fin, tenía una cita allí donde la concentración de naves era masiva.

Los hombres lo miraban desolados, pues como una sombra heroica corría el viejo buque hacia la muerte. Lefthand, atenazado por los nervios, no pudo reprimir un estallido de impaciencia:

—¡Vamos, vamos! ¡Maldita sea! ¡A qué están esperando! —exclamó entre dientes.

Y quién sabe si oyendo la última voz de su amo, el Príncipe del mar quiso dar la única respuesta que podía. Una gran llamarada emergió de su maderamen, deslumbró a los hombres, inflamó el aire, iluminó el río Chagres y, acto seguido, un fuego inexorable, sin clemencia ni humanidad, fue progresando vorazmente de proa a popa.

Entre las llamas estaba Amadora, que ataba bien la rueda del timón para que el Príncipe del mar no se desviase de su ruta. Se veían algunos hombres saltar por la borda y nadar hacia el Ganymede. En pocos segundos, el barco de Lefthand, repleto de materiales inflamables, hasta arriba de pez, resina y estopa, con hojas de palma impregnadas en aceite para que no se pudiera sofocar el fuego, convertido en el clásico brulote, la más temible de las armas, se apresuraba a cumplir su última misión. Excepto el velamen, la cubierta ya ardía como una antorcha.

Pero sucedió algo a tal punto inconcebible que ninguno de los allí presentes contaba con que sucediera. El viento viró de sudeste a sudoeste y la nave, obedeciendo al cambio de viento, iba apartándose del rumbo. Corría el peligro de encallar en una de las márgenes del Chagres o de quedarse a merced de la corriente. Era preciso ayudarla con el timón. Y era la única salida.

El caso es que la rueda había sido férreamente atada por Amadora y ahora tenía que desatarla y conducir la nave ella misma. A toda costa importaba corregir la posición para que las velas tomaran mejor el viento y había que maniobrar rápido, muy rápido, tanto como fuera posible, pues las llamas proseguían su avance y ya acorralaban a la mujer.

—¿Quién pilota? —preguntó Lefthand que, poco antes, se había dado cuenta del sutil pero decisivo cambio.

—Amadora —dijo Alonso con un deje de admiración.

Elena contuvo un grito y, con el saquito de tabaco entre las manos, corrió hacia la borda. Exquemelin se acercó a su hija por detrás y la cogió por los hombros.

—¿Amadora? —preguntó Lefthand.

—Fue voluntaria —repuso Alonso con pesadumbre—. Se lo debía a su capitán. Eso me dijo.

Demasiado tarde para poner a salvo la escuadra, se oyeron por todas partes disparos de mosquete. La obvia intención era avisar a los capitanes y, en especial, a Henry Morgan. Los disparos alertaron a algunos hombres en los campamentos, pero la mayoría tardó mucho en reaccionar, como Lefthand había previsto. Por un lado, porque los disparos eran corrientes en las celebraciones; por otro, porque desde los campamentos no se veían los barcos del puerto y, en consecuencia, tampoco el brulote.

Entretanto, desesperada, Amadora había desatado la rueda y empezó a corregir la dirección para que el barco avanzara en zigzag. El Príncipe del mar hizo un extraño, las velas que aún quedaban enteras dieron aletazos y, tortuosamente, el navío enmendó su trayectoria suicida.

—¡Salta, por todos los diablos! ¡Salta! —dijo Lefthand.

Ni uno solo de aquellos hombres que habían sido sus compañeros a lo largo de tantos meses habría dudado en sacrificar su vida por ella. Pero Amadora, aferrada a la rueda, cercada por el fuego, nada oía, no veía nada. Como las llamas la cegaban, como el humo negro le impedía llevar una sola bocanada de aire puro a los pulmones, y como, aun habiendo un resquicio por donde escapar, habría sido incapaz de encontrarlo, comprendió que era el fin. Y tan pronto como lo supo, aterrorizada romo estaba, se negó a dejarse vencer por el pánico. Escupió un chorro de tabaco, se aferró a las cabillas del timón, apretó los dientes y, entrecerrando los ojos perfilados con ternura por su amiga, miró hacia delante, solo hacia delante, y se llevó con ella el recuerdo de los que amaba.

Algunos juraron que Amadora les echó una última mirada desde el Príncipe del mar, a modo de despedida. No fue así. No pudo serlo; pero qué poco costaba imaginarla. Tan poco que ni uno solo de los hombres acabó por dudar de ello. Sí, Amadora se había despedido con la última mirada de una mujer a quien ningún hombre había logrado derrotar en buena lid.

Muy poco después el brulote se lanzaba directo contra las naves de la escuadra. Se quedó enganchado a una de ellas por los garfios que Amadora, entre otros, habían colocado en los penoles de las vergas y, en menos de lo que parece posible, el velamen de los dos buques ardía como el infierno. A continuación, el fuego llegó hasta la santabárbara y el Príncipe del mar estalló en mil pedazos. El incendio se propagó rápidamente de un barco a otro.

Elena sollozaba. Exquemelin abrazó a su hija.

—¡A sus puestos! ¡Soltad todo el trapo! —gritó Lefthand sacando fuerzas de donde pudo, pues no solo había asistido a un drama sino a una injusticia irreparable.

Los hombres desplegaron las velas y el Ganymede se movió. Las llamas resplandecían, se elevaban cada vez más alto reflejándose en las aguas del puerto con tonos rojizos. Los filibusteros llegaban en pequeños grupos pero el Ganymede ya les daba la popa.

—Capitán —dijo Pablet con voz queda. Tenía los ojos llorosos—. ¿Puedo arriar la bandera de Morgan e izar la nuestra? —Y mostró a Lefthand una húmeda y arrugada bandera de España, la primera bandera del país unificado, la famosa Cruz de Borgoña o de San Andrés, constituida por un aspa roja sobre fondo blanco, como la marca distintiva del Consejo de Ancianos de Tortuga.

Precisamente ese, el momento más crítico del plan que Lefthand había concebido para apoderarse del inmenso botín de Morgan, el oro y las joyas que los bucaneros habían robado a su país, fue también el momento que el Duque aprovechó para zafarse del único hombre que lo vigilaba y quitarle el sable.

—Siempre dije que no eras de fiar —dijo apuntando a Lefthand con el arma—. Y Morgan no me creyó. Tenía que haberle rebanado el cuello a tu hija cuando pude; pero aún puedo rebanárselo a su padre. Vamos, ¿a qué esperas, tullido? ¡Ven a por mí!

Lefthand lo miró con el odio duro y afilado que se alimenta a base de memoria. Frente a él estaba ese enfermo, el mismo que le había obligado a echarse de nuevo a la mar mentando a su propia hija, el mismo que había humillado a Elena sabiendo que era una muchacha, y sintió crecer la ira en su interior.

Bajó la frente, miró sus ojos claros y hundidos y empuñó la espada de su padre con firmeza. La desenvainó lenta, suave, respetuosamente, la blandió con unción. El acero forjado por el maestro Rui Giotto, el arma de Gonzalo Santa Cruz que llevaba grabada en su hoja «Pertenezco al Caballero de la negra estampa», destelló en el aire. Las llamas del incendio que devoraban la flota de Morgan la hicieron resplandecer en la noche oscura.

O el Duque fue incapaz de soportar esa visión o le venció la impaciencia, o más bien, fue un gesto estudiado, porque de un solo y preciso movimiento, separó la espada de Lefthand cogiéndola por la hoja con su mano libre y, una vez descompuesta la guardia de su adversario, se tiró a fondo; pero Lefthand hizo un quiebro inverosímil y, en el último instante, evitó una estocada que iba dirigida al pecho. Aunque no hubo pinchazo, el filo del sable le hizo un rasguñazo profundo en el muñón, que se puso a sangrar. Lefthand, muy consciente de que se jugaba todo a una carta, liberó su sable y, antes de que el Duque se cubriese, tomó hierro desde abajo y de un tajo ascendente le separó la cabeza del tronco, que rodó con los ojos abiertos por las tablas. El resto del cuerpo se desplomó exánime a sus pies.

A continuación Lefthand se agachó sobre el tronco de su enemigo, que se desangraba a chorros y, cogiendo un borde de la casaca, limpió de una vez la sangre de la hoja. Ya reluciente, alzó la espada de su padre en vertical, con devoción. Contempló el reflejo de las llamas en el acero toledano, unas llamas que el navío iba dejando atrás, y dirigiéndose a Pablet, ordenó:

—¡Iza la bandera de nuestro país! ¡También por Amadora!

Y con los disparos de los filibusteros de fondo, la bandera ondeó en el calcés del Ganymede, y una emoción incontenible embargó a los hombres de Lefthand que aún quedaban con vida.

—¡Capitán Morgan! ¡Capitán Morgan! —gritó uno de los que habían descubierto al almirante atado a un árbol, quitándole la mordaza—. ¡Los españoles huyen con el Ganymede!

Pero Morgan, con más razón que nadie, sabía que ni un solo barco (si alguno podía salir indemne del incendio) estaba preparado para dar caza al Ganymede, el navío más rápido de la flota. Respecto al Duque, a la vista estaba que no había podido evitar el desastre.

Despojado de todo su botín, entregado al Consejo de Tortuga y a la cólera de los otros capitanes, vio que Lefthand le había dado a escoger entre la vida y la muerte. Y como un jugador curtido que asiste a una jugada maestra, sonrió para sí.

—Si alguien tenía que hacerlo —dijo a media voz—, me alegro de que fuera él.