El español arrepentido
NO HABÍA PASADO UNA HORA y ya la noche teñía los cielos de Panamá. En el muelle, un barco que había echado amarras pocas semanas antes, se mecía rítmicamente. En su espejo de popa brillaba a la luz de la luna un nombre, en letras doradas: Doce apóstoles.
Por eso, entre otras razones, la mansión del gobernador, don Juan Pérez de Guzmán, estaba patas arriba. La servidumbre corría de un lado a otro preparando la cena. Y es que cenas y almuerzos constituían, para el gobernador de Panamá, el fundamento de su optimismo. De natural pusilánime, este hombre de ojos de pez y grasas temblorosas había aprendido a creer en dos verdades: la comida y el dinero.
En ese preciso instante, la puerta de su gabinete se abrió dejando paso a John el Duque, alias barón de Montenegro.
—De modo que, ¿cuento con vos para redactar el ultimátum después de la cena? —Sonó la voz aguda de don Juan Pérez de Guzmán, que se quedó en la puerta, retemblándole la papada. El Duque terminó de enfundarse los guantes de gamuza perfumados. El olor del ámbar llegó hasta el pasillo. Vestía altas medias de seda blanca y una casaca azul con forro encarnado y mangas subidas más arriba del codo, que dejaba sitio para los vuelos de encajes de la camisa. A pesar de haberse preparado mentalmente, aún le costaba Dios y ayuda atender al título de barón de Montenegro.
—Si ese es vuestro deseo —repuso el Duque—, me sentiré muy honrado.
—Pero si la idea ha sido vuestra, querido barón. Por lo demás, ¿os imagináis la cara que pondrá ese pirata inglés cuando lo lea? —dijo el gobernador, que no cabía en sí de dicha, recolocándose la peluca.
—Morgan no solo es inglés sino inconsciente, por provocar a la más selecta infantería de América.
—¡Oh, vaya! No exageréis —dijo el gobernador satisfecho como un pavo—. Aunque, visto así —añadió haciendo vibrar el dedo índice en alto—, tenemos también la más selecta caballería. ¡Superamos a esos desarrapados en cuatro contra uno, según los ojeadores! Y todo eso sin contar el «arma secreta». ¿Qué os parece?
—¿Y decís que exagero? El más torpe vería que esos bucaneros buscan la muerte. Así pues, ¿no es justo humillarlos antes de la batalla con un ultimátum? —dijo el Duque paladeando las sílabas.
—¡Cuánta razón tenéis, amigo mío!
—Y en cuanto al «arma secreta», como vos decís…
—No lo digo yo, permitidme —interrumpió el gobernador—. La llaman así los indígenas de por aquí.
—Luego, ¿se ha utilizado más veces?
—Y con efectos devastadores —dijo tratando de contener a duras penas la risa.
—Y, ¿creéis que funcionará en este caso?
El gobernador se restregó los párpados para secarse las lágrimas.
—Los nativos de las aldeas cercanas están haciendo los preparativos secretamente. Y yo, bueno, debo deciros que ya he visto en acción esa… esa táctica de combate.
—¿Y? —preguntó con ansiedad mal disimulada el Duque.
—Tan simple como genial.
—¡Están perdidos! —se le escapó al Duque—, si la suerte nos favorece. —Y el azul de sus ojos pareció consumirse en una especie de fuego sobrenatural.
—Siempre y cuando los piratas no nos sorprendan con un ataque relámpago, desde luego. Para que el «arma secreta» resulte efectiva, el ataque del enemigo habrá de ser convencional, cara a cara. Así nos dará tiempo de conocer más o menos su posición.
—¡Y aplastarlos!
—Qué duda cabe. ¡Y sin perder un solo hombre en el campo de batalla! Sin embargo —dijo el gobernador, que puso un dedo sobre el pecho del Duque bajando la voz—, lo ideal sería conocer de antemano el lugar exacto por donde piensan atacar.
—¿Y eso por qué?
—Para no darles tiempo a que reaccionen. Esos zarrapastrosos pueden lanzar el ataque en un radio de varias leguas. Lo que no favorece del todo el empleo del «arma secreta», ¿comprendéis?
—Lástima no tener algún espía entre esa chusma.
El gobernador prorrumpió en una desapacible carcajada.
—No os preocupéis. De un modo u otro, será la victoria más rápida de la historia.
Y el pirata se sumó a las carcajadas del otro puesto que, según las apariencias, la complicidad los hermanaba.
Cuando el Duque llegó a su alcoba con el pretexto de asearse antes de la cena, encendió un candelabro, lo puso en el escritorio y trató de pensar rápido. La decisión era arriesgada. Se jugaba la cabeza, pero ¿qué otras opciones le quedaban si no? Era indispensable avisar a Morgan. En caso contrario, los filibusteros marcharían hacia una trampa con los ojos vendados y él ya podía despedirse del oro de la Dama del mar. Dejaría pasar la ocasión. Perdería para siempre el tesoro de los tesoros.
Así pues, este era su momento. La pregunta, la única duda era cómo, cómo podría hacerse el intercambio.
Dentro el aire estaba tan enrarecido que abrió la ventana. Una fuerte ráfaga, una de esas brisas tan propias de la estación seca, hizo volar algunos papeles y casi apagó las velas. In extremis, el Duque protegió el candelabro y le faltó tiempo para cerrar la ventana cuando inesperadamente, cayó en la cuenta, y de forma providencial, encontró la solución.
Con una sonrisa de suficiencia, se acomodó en la silla y mojó la pluma en el tintero. Como la idea llevaba horas rondándole la cabeza, no tardó en dar con el acento apropiado y arrancó a escribir:
Su infantería asciende a dos mil hombres y su caballería a cuatrocientos. Sobre todo, ha de ser un ataque rápido y por sorpresa, Henry. Atacad con todo y por donde menos lo espere el enemigo. Si es posible, dad pistas falsas para confundir a los españoles. Tienen preparada un «arma secreta» que consiste en lo siguiente…
Justo a esa misma hora, en el campamento de los piratas tenía lugar un episodio que iba a cambiar el curso de los acontecimientos.
Bocarriba, tumbado en la hierba, con el firmamento por toda protección, Guzmán Yáñez trataba de conciliar el sueño cuando, de repente, escuchó un leve crujido de ramas.
Se despabiló rápido. Al principio, pensó que era la brisa. Esta noche soplaba del norte, a ráfagas. Volvió la cabeza muy lentamente, aguzó el oído y enseguida se hizo cargo. Desde los matorrales, alguien reptaba hacia él.
La noche era clara. Pese a todo, nadie salvo alguien muy despierto se habría dado cuenta. Y Guzmán Yáñez lo estaba. A intervalos, el tipo proseguía su avance. Los crujidos se oían cada vez más cerca. Yáñez echó mano a la daga y se quedó así, bocarriba, esperando.
Transcurrió el tiempo. Cerró los ojos. Se concentró en el más leve roce. Ahora apenas se escuchaba nada, a diferencia de unos minutos antes, lo que le sirvió para cerciorarse de que el tipo estaba sobre él.
Abrió los ojos, lo apresó por el cuello y, ayudándose del otro brazo, con un gesto medido y brutal, lo volteó y se puso encima. Primero pensó que le había roto el cuello; al segundo, vio que el tipo boqueaba agitado. En sus ojos se reflejaba un pánico inexpresable. Guzmán Yáñez apoyó la punta de la daga en su gaznate.
—¿Deseabais algo? —murmuró. No le hizo falta más tiempo para identificar al tipo. Era un español renegado, uno de los prófugos de Santa Catalina que hacían de guías para Morgan, pues eran buenos conocedores del istmo. Lo miró con asco indecible.
El tipo despegó los labios y dijo:
—Vos… ¿sois Guzmán Yáñez, el segundo del capitán español a quien llaman Lefthand?
—Soy el que dices.
—¿Oiréis lo que tengo que hablar? ¿Se lo transmitiréis a él?
—Habla si no quieres que te rebane el cuello.
—Hay todavía una última oportunidad de salvar Panamá.
Media hora después de estos sucesos, o lo que es igual, pasada la cena, el gobernador de Panamá, a instancias del Duque, firmaba el ultimátum para el jefe de los piratas. En su gabinete de trabajo, su excelencia, don Juan Pérez de Guzmán, se relamía de contento.
—¡Brillante! ¿No os parece, querido amigo? —dijo el gobernador aproximando un poco más el candelabro a la carta—. ¡Brillante!
El Duque, que estaba de pie, a su lado, asintió y dijo:
—Morgan se quedará sin aliento en cuanto la lea.
—¿Vos pensáis? —preguntó el otro con la expresión radiante de un niño.
—Yo y cualquiera con dos dedos de frente, excelencia.
Don Juan respiró hondo, ladeó la cabeza y releyó su firma al pie del texto. Hacía tanto que alguien tan próximo a la realeza no valoraba en justicia sus méritos que se arrellanó en la silla y, de puro bienestar, contuvo los vapores de la digestión con la mano. Seguidamente, plegó la carta al modo usual y se dispuso a coger el lacre. El Duque intervino:
—Don Juan, ¿os importa que abra la ventana? Hace calor aquí dentro.
—Abrid, querido amigo, por favor.
El Duque dio un solo paso, pues la ventana estaba a espaldas de don Juan, y abrió las dos hojas. Al instante, una fuerte brisa se coló en la estancia, las velas del candelabro titilaron como espantadas y, con un tenue siseo, el gabinete se quedó a oscuras. El olor a humo se hizo más perceptible.
—Dispensad mi torpeza —dijo el pirata.
—Cómo se os ocurre decir eso, querido amigo. Nada hay que dispensar aquí como no sea mi falta de previsión por no tener dos candelabros —replicó el gobernador, que trastabillándose, logró llegar a la puerta.
En algún momento, después de que el gobernador saliese al pasillo y antes de que diese tres palmadas para llamar a la servidumbre, el Duque, amparado por las sombras, extrajo de un bolsillo interior de la casaca la misiva sin lacrar que había escrito en sus aposentos y la sustituyó por la carta del gobernador que, a su vez, guardó en el bolsillo.
Cuando el lacayo acudió a toda prisa con el nuevo candelabro y el gobernador tomó asiento de nuevo en la mesa, cuando este cogió el lacre rojo, le aplicó una llama y estampó sobre el lacre derretido su propio sello, lo último que podía imaginarse era que el ultimátum que estaba lacrando muy poco tenía que ver con el que acababa de firmar.
Entretanto, en el campamento de los piratas, a Guzmán Yáñez ya no le acompañaba solo el prófugo, sino también Alonso de Valdivia y el propio Lefthand. Los cuatro estaban tumbados en la hierba para no llamar la atención.
—Y ahora —dijo Guzmán Yáñez blandiendo su daga en el gaznate del renegado—, dile al capitán todo lo que me has dicho a mí, palabra por palabra.
El renegado, que a causa de las miradas aviesas de Guzmán Yáñez no las tenía todas consigo, repitió a Lefthand lo que acababa de decir al otro sin omitir ni una sola coma. Dijo que dada su condición de guía, había tenido ocasión de ver cómo las aldeas de los alrededores se estaban preparando. Dijo que, por experiencia, sabía que esos preparativos estaban orientados a utilizar el «arma secreta», como la llamaban los indígenas. Y a continuación, explicó en qué consistía ese arma y persistió en la idea de que si deseaban evitar la ruina de Panamá y la humillación de España, era indispensable actuar.
Guzmán Yáñez se apresuró a intervenir.
—Hay algo que debéis saber, capitán. —Puso de relieve el segundo, cuyo rostro irradiaba el entusiasmo de la juventud—. Nuestros hombres estarían todos de acuerdo con este pájaro de cuenta.
Como dando la razón al segundo, el corrillo más cercano de españoles tenía los ojos puestos en Lefthand. Se diría que brillaban con una expectación salvaje.
Y por un momento, Lefthand dudó. Tal vez para muchos fuese una noble causa defender su país, como en su día para su padre; pero él tenía una hija pequeña, y su hijita un futuro incierto si él no lo remediaba. Y para remediarlo, ¿acaso no era imprescindible entrar sin compasión en Panamá? Guzmán Yáñez, sin dejar pasar el momento, volvió a la carga.
—Escuchadme, capitán, si lo que os preocupa es el botín —añadió con entusiasmo—, confiad en vuestros hombres. El oro antes que nada, de acuerdo. Pero, por qué no el oro a costa de Inglaterra, en vez de a costa de la sangre de los compatriotas. Y el ancho mar está lleno de presas enemigas. Y por encima, lo que pudiéramos cobrarnos aquí habría que repartirlo con todos esos; mientras que por nuestra cuenta, bien podríamos hacernos con cien botines y regresar a España ricos como príncipes. ¿No es más justo y equitativo el oro de diez buques ingleses que el oro de Panamá?
Tal vez Yáñez tenía razón, se dijo. ¿Qué más daba la procedencia de los botines con tal de que su barco regresase cargado? Porque, desde luego, él no creía en el tesoro de la Dama del mar. Así pues, ¿acaso no podía comprarle un futuro igual de venturoso a su hija robándole a Inglaterra antes que a España? Y sin proponérselo, le vino a la cabeza la música que toda la tripulación había silbado en el barco antes de combatir al corsario francés, y la bandera española que había quemado en Tortuga, delante de todos sus hombres, y la guarnición asesinada en el castillo de San Lorenzo y las burlas de los capitanes filibusteros. Se acordó de la reacción imprevisible de un niño frente al comodoro inglés que cambió el curso de una batalla, y aunque la historia, la anécdota que se contaba deformase la verdad de lo ocurrido, tuvo el presentimiento de que las cosas no pasaban en balde. Entonces, ¿a qué esperar? Sintió que pesaba sobre él la mirada de su padre, y que por nada de este mundo estaba dispuesto a fallarle de nuevo.
—¿Y vos que decís, amigo mío? —preguntó Lefthand a Alonso.
—Yo estoy a muerte con mi capitán.
Lefthand se volvió hacia el renegado.
—¿Y dices que el «arma secreta» solo es eficaz si se conoce el lugar exacto del ataque?
—Así es —dijo el prófugo—. Hay que llevarla hasta el lugar donde Morgan tiene intención de atacar. Los nativos saben bien de su eficacia, como también de sus carencias. Mucho celebrarán que nosotros cooperemos con ellos. —Y tragando saliva se atrevió a decir—: Y ahora bien podríais quitarme la daga de encima, señor Yáñez.
El segundo se guardó la daga a un gesto de Lefthand, que preguntó al prófugo, como buscando en ese hombre sin principios una respuesta a sus dudas:
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué nos cuentas todo esto ahora?
—No sé, mi señor… —dijo el prófugo, atemorizado—. Responderé lo que vos queráis. ¿Porque soy un miserable cobarde? ¿Os parece bien?
—La verdad —dijo Lefthand secamente.
Se quedaron callados. Al fin, el prófugo repuso:
—También yo soy español, capitán.
El viento sopló del norte agitando las ramas de los árboles. Pasó un tiempo hasta que Lefthand volvió a hablar.
—Está bien. Pero tendrás que conducir a mis hombres. —Miró al prófugo, que mostró su aprobación con la cabeza—. Y aun por los atajos del bosque, serán horas de camino. Y nadie nos asegura el éxito. Alonso, guiaréis a un puñado de hombres que estén en las mejores condiciones físicas. Disponemos de unas diez o doce horas antes de que empiece a movilizarse el ejército. Vos ya sabéis por dónde se va a lanzar el ataque.
—Yo también voy —dijo Guzmán Yáñez conmovido.
—No —dijo Lefthand tajante—. Vos no estáis en condiciones de recorrer leguas a toda marcha.
—Pero… —Empezó Guzmán Yáñez, a quien la mera posibilidad de enfrentarse a soldados españoles cara a cara le provocaba náuseas.
—Y vos, ¿qué haréis? —preguntó Alonso.
Lefthand tardó en contestar.
—Me quedaré con Morgan —repuso. Y al instante—: En marcha, pues. Y vos, Alonso, aguardad un segundo.
Guzmán Yáñez y el renegado partieron. Alonso, que llevaba un buen rato estudiando la expresión de su amigo, se anticipó a él.
—Seguro que tuviste buenas razones para hacerte a la mar en lugar de quedarte con tu hija, como era tu intención —dijo—. No hace falta ser muy listo para darse cuenta, ¿no crees? Sí, ya sé que no soy licenciado en nada y que miento como el diablo; pero también sé que un padre no cambia de opinión de un día para otro, como te ocurrió en Madrid. Y maldita sea mi estrella si quiero conocer tus razones, Íñigo. Me basta con saber que las tienes.
Lefthand le puso una mano sobre el hombro.
—Déjame decirte solo esto. De una u otra manera, Alonso, volveremos a España cambiados.
—Sí —dijo el piloto incorporándose—. Íñigo, tendrás que ir con pies de plomo. Si el éxito nos sonríe, el peligro que afronten los que se queden con Morgan será enorme.
—Lo sé. Por eso quiero pedirte un favor. Llévate al muchacho de ojos verdes, ¿sabes a quién me refiero? El amigo de Amadora. No vale para luchar en campo abierto. Y es joven, y tiene los pies ligeros, ¿me entiendes?
—¿Ese muchacho? Hum, hum. ¿Dónde habré visto esa cara antes? —dijo Alonso sin un solo atisbo de sospecha—. Despreocúpate. Se hará como dices.
Se dieron la mano y Alonso se fue a despertar a los hombres que aún estaban dormidos con la mayor discreción que pudo, mientras Lefthand se quedaba con sus dudas reconcomiéndole el alma.