La Casa de la Misericordia

UNA BRISA CON OLOR A SAL MARINA se levantó del oeste. A esas horas de la mañana, la plaza de Cádiz bullía de agitación.

A un lado, la fuente monumental estaba seca. Un hombre de calidad, que vestía gorguera de encaje y tenía una barba puntiaguda, gesticulaba dirigiéndose a otro al que la punta del estoque levantaba un poco hacia atrás la capa. Los aguadores venían desde el pozo de la Jara con cántaros y calderos de agua. Pasó uno que soportaba una pértiga de la que pendían varios calderos, y poco faltó para que tropezase con un mendigo. El mendigo vomitó una blasfemia. Dos esclavos negros transportaban un palanquín encortinado y, a su paso, relinchó una montura irguiéndose sobre sus patas.

El día era soleado. Dos mujeres pasaron cimbreándose con mantillas de encaje. La más morena manejó el abanico con un arte tal que Alonso de Valdivia no tuvo más remedio que darse la vuelta.

—¿Has visto qué ojos tenía la damita? —preguntó a Santa Cruz.

Tomaron por la calle de Boquete, siguieron por Sobernais, dejaron atrás el convento de Santo Domingo, la calle de la Merced, y, al poco, estaban a las puertas de la ermita de Santa Elena, junto a las murallas de la villa, donde comenzaba la ciudad. Allí, adosada a la ermita de Santa Elena estaba la Casa de la Misericordia, hospicio para mendigos, muertos de hambre y desheredados de la buena fortuna. La Casa de la Misericordia, donde según el maestro Rui Giotto, languidecía, desengañado de España y olvidado de Dios, Guzmán Yáñez, el que fuera segundo de su padre.

Una monja regordeta, de mejillas coloradas, que vestía un hábito blanco y un largo velo negro con una toca ajustada, les hizo esperar mientras hacía sus pesquisas. La monjita se tomó su tiempo, pero al final les franqueó la puerta y los condujo a través de un patio desnudo, con pilastras llenas de desconchones. En los soportales, las vigas de madera de los techos estaban tan podridas que parecían al borde mismo de romperse. Una rata, al verlos avanzar por los pórticos, se escabulló con un chillido. La impresión era de una humildad sobrecogedora.

Pero si el patio los impresionó, el olor a miseria que emanaba de la sala de acogida los dejó con el alma en vilo. Hicieron la transición de la luz matinal al ambiente lúgubre de la sala con dificultades, y tan pronto la vista se hubo adaptado, surgió una infinidad de jergones ordenados de pared a pared. Los pasillos por donde discurrían las monjas se cruzaban en forma de cuadrícula. Por uno de ellos se puso a guiarlos la religiosa.

Fuera porque lo cogió de improviso, o por lo que quiera que fuese, Santa Cruz no se había imaginado aquel ambiente descorazonador. La Casa de la Misericordia le recordaba la enfermería del sollado de un barco, porque aquí se respiraba un desconsuelo similar. Pero este era un desconsuelo sabio, sin lamentos, como un murmullo o una desesperanza fatigada que se abría paso lenta pero de manera irremediable hacia el fin, igual que un río de lava. El vivo retrato de la resignación.

Porque aquí, abandonados a su suerte, estaban los más débiles, los vencidos y arruinados, los envejecidos y humillados, los olvidados de una nación que se resistía a morder el polvo, a sucumbir bajo la bota de las potencias enemigas, pero que olvidaba a sus hombres y a sus mujeres, a sus héroes y heroínas, y permitía que unos y otras se consumieran de hambre, sin la menor satisfacción o gratitud. Sintió que este era el final de un camino que para los españoles era forzoso recorrer, como una penitencia por haber ambicionado, tal vez, demasiado. Y eso le parecía imperdonable. ¿Qué clase de justicia era esa? ¿Qué camino de perdición conducía a sitios así?

La monjita, casi adivinando los pensamientos de Santa Cruz, susurró:

—Nuestros recursos apenas nos dan para sostenernos. —Y a modo de explicación—: El Estado está siempre en quiebra y los donantes son cada vez menos. Tendremos que cerrar el hospicio, si el Señor no lo remedia.

—¿Y toda esta gente? —preguntó Santa Cruz. La monjita suspiró.

—¡Ay, necesitaríamos tanto dinero!

—Pero la Iglesia…

—Tiene misiones más altas, me temo, señor Santa Cruz —cortó por lo sano la monja, que con una sonrisa, se abrochó los labios con los dedos.

Alonso, que seguía a Santa Cruz, al ver cómo su amigo se descubría, cogió el tricornio y se lo puso bajo el brazo. A continuación se pararon junto a un viejo a cuyo lado había una monja. La monja se inclinó sobre él, cogió la mantita de tela basta y la extendió por encima de su cabeza. Luego se santiguó y se puso a rezar de rodillas.

Siguieron pasillo adelante. A su izquierda un tipo hablaba con otro.

—¿Qué apuestas? —preguntó al de la cama contigua, un hombre con indicios de desnutrición que tenía una baraja en la mano. El brazo derecho de la roída casaca colgaba vacío—. ¿Apuestas la comida de hoy?

La monjita miró hacia otro lado y, viendo los naipes, a Santa Cruz le recorrieron sudores fríos.

—Trato hecho. El que gane hoy va a comer hasta reventar —dijo entre risas flojas el compañero de juego, que tenía la cabeza vendada y se incorporó penosamente.

Siguieron andando. A veces, la monja se detenía para acompasar su ritmo al paso de los forasteros.

Cuando doblaban para enfilar otro pasillo, justo en la esquina, vieron un grupito de seis o siete de pie, formando un círculo. Estaban esqueléticos y con ropas harapientas. Unos con la cabeza vendada o con brazos en cabestrillo y muletas, y otros envueltos en la misma mantita de tela basta que compartían todos los residentes. Uno de ellos, el que estaba en el centro, iba provisto de gafas. Se esforzaba tanto como podía en descifrar un papel mientras el resto le prestaba una atención inusitada. Santa Cruz y Alonso hicieron un alto. La monja miró hacia atrás y se detuvo.

—«… De todas formas… no os preocupéis, padre. Estamos bien de salud mi esposo y yo, pero cinco bocas que alimentar son muchas. Cuando podamos os llevaré los nietos, y así les contaréis en persona las batallas y las grandes gestas en las que obtuvisteis gloria y honores, para que se sientan orgullosos de quién fue su abuelo…» —leyó un viejo tuerto al que le temblaba la voz. Bajó el papel hasta el regazo, se quitó los lentes. Su ojo bueno irradiaba una suerte de amarga felicidad que alumbraba a su audiencia. Un ojo que parecía decir: «¿Qué os parece? ¿No os lo había dicho yo?». Alguien le pasó un brazo por la espalda, y un mutismo solidario se adueñó de todos.

Docenas y docenas de jergones habían rebasado cuando la monja aminoró la marcha y de pronto se detuvo. Justo delante estaba postrado un chiquillo absorto en la lectura de un libro grueso. Un costurón le atravesaba la frente de parte a parte, y tosía sin descanso. Le temblaban los brazos de tal modo que era digno de mérito que leyera media línea; sin embargo, el niño humedecía el dedo con la lengua como iba pudiendo y pasaba páginas con avidez.

Santa Cruz aguzó la vista para distinguir el título, y leyó en letras doradas: Santa Biblia.

—Este es el hombre que busca vuestra merced —dijo la monja a Santa Cruz.

—¿Este? —preguntó el pirata boquiabierto y señalando al chiquillo.

—No. Este otro.

En el jergón contiguo al del chico yacía un bulto de costado envuelto en la mantita. El bulto subía y bajaba entre ronquidos irregulares.

—No hay peligro de que despierte —explicó el chico, que semincorporado humedeció el dedo en la lengua—. Tiene un sueño profundo.

La monja cambió una mirada con Santa Cruz y señalando su propia boca con el pulgar, dijo:

—Llega cuando cierran las tabernas y duerme como un leño durante toda la mañana.

A continuación, se acercó al bulto y lo tocó con suavidad. Entretanto el chiquillo, que esperó a que Alonso pusiera sus ojos en él, dijo:

—¿Le importaría leerme algún versículo, excelencia? Aunque dicen que tratándose de la palabra de Dios las letras son lo de menos, me haría tanta ilusión…

—¡Guzmán! ¡Guzmán! —musitó la monjita sacudiendo al durmiente—. ¡Despierta, Guzmán!

Alonso tomó asiento en la cama del chiquillo, le sonrió, cogió la Biblia y sin quitar ojo a la cama de al lado, leyó al azar:

—«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos».

El hombre de cara abotargada y ojos de sueño levantó la cabeza. Tenía el cabello revuelto. Se quedó mirando a la monja con cara de estupor.

—«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».

—Vamos. Tienes visita, Guzmán. Este caballero desea hablar contigo —dijo la monja.

Santa Cruz se acercó. El tipo se apoyó en el codo y se pasó una mano por la cara. Tendría unos sesenta años, barba de varios días, nariz bulbosa y violácea y ojos acuosos y surcados de venillas rojas. Respiraba pesadamente. Si este era el hombre que buscaba, si este era Guzmán Yáñez, jamás habría reconocido en él al segundo de a bordo de su padre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Gonzalo Santa Cruz, el maestro Rui Giotto y Guzmán Yáñez eran inseparables? ¿Adónde se habían ido aquellos tiempos perdidos, adónde aquellos corazones valerosos que preferían una muerte con orgullo a una vida sin honor?

—«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra».

—¿Por qué me despiertas, hija de cabra? —preguntó el tipo con voz pastosa. A su lado, el chiquillo prorrumpió en una tos seca. La monja se enderezó y mirando a Santa Cruz hizo el ya familiar gesto de llevarse la mano a los labios y abrocharse la boca.

—¿Sois vos Guzmán Yáñez? —preguntó Santa Cruz.

—«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados».

El tipo se aclaró la garganta y se incorporó con un leve balanceo.

—Así solían llamarme —dijo—. Pero mi memoria es infiel como una mujerzuela.

—Soy el hijo de Gonzalo Santa Cruz. Y he venido a buscaros.

—«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia».

El borracho, que a medias arrebujado en la manta se había sentado en el jergón, se balanceó otro poco y dijo:

—¿Qué? ¿Cómo? ¿El hijo de quién? ¿Y para eso me despiertas tú, monja? ¿Se puede saber por qué todo el mundo miente? ¿Tanto os avergüenza la verdad?

—Hijo mío —dijo la monja benignamente—, este hombre está diciendo la verdad.

—«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

—¿La verdad? —dijo el borracho—. La verdad es como las palabras de los hombres: vale tan poco como una miga de pan en este asqueroso hospicio. Pero yo no temo la verdad. Quien como yo convive con ella día tras día no puede temerla.

—«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

Y sin más, Santa Cruz, muy despacio, desenvainó el sable de su padre y lo puso ante su vista. Algunas cabezas incrédulas se volvieron para admirar el arma.

—Mi nombre es Íñigo Santa Cruz —insistió en voz apagada—. Y he venido a llevaros conmigo.

—«Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos».

De repente la resaca no era más que un recuerdo, y el hombre, mortalmente pálido, con manchas de vino en las ropas, sacó las piernas fuera del jergón. Con delicadeza, como quienes temen que los sueños se desvanezcan, dejó que la hoja se posara en sus manos, leyó la inscripción del filo y sus ojos se encendieron con un fulgor extraño. Transcurrió un lapso interminable, pasado el cual, los ojos de aquel hombre que tanto habían visto se llenaron de lágrimas. Con un gesto de orgullo, el hombre se apresuró a secárselas antes de que se escurrieran y, en voz tan baja que apenas fue audible, dijo:

—Demasiado tarde. Ya no espero nada de la vida.

—Entonces —dijo Santa Cruz—, lo que hay que hacer lo haremos juntos, Guzmán Yáñez.

—«Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa será grande… en los cielos».

Y muy suavemente, Alonso cerró la Biblia y dio fin a la lectura.

En el curso de los siguientes días, Santa Cruz y Alonso, como estaba previsto, siguieron caminos opuestos.

Alonso, por su parte, se quedó explorando las tabernas de Cádiz para reclutar hombres. Y no era ese un asunto fácil, pues requería de secretismo extremo, discreción y mano izquierda. Un negocio en el que los contactos se esfumaban sin previo aviso y en el que los hombres con experiencia escaseaban. Además, disponían de muy pocos días, y el mayor temor de Santa Cruz era que no diesen con suficiente carne de horca, prófugos de la justicia o esclavos con hambre de botín. En cuanto a él, tenía que partir hacia el Algarve, y cuanto hubiera avanzado Alonso hasta su regreso era tiempo que ganaban.

De modo que Santa Cruz alquiló un coche de postas y se dirigió a la Albufeira, donde llegó al día siguiente. Una vez allí, hacerse con una montura fue bastante menos enredoso que dar con la dichosa cala. Pasaron horas antes de que acertase a conducir a su caballo por el sitio bueno. Dio vueltas y más vueltas, y para cuando se hubo orientado en los montes de aquella costa extraña, reconoció que las palabras del Duque no carecían de lógica y prudencia. «Que sea en territorio portugués, y en un lugar poco accesible por tierra», había dicho.

Y era, en efecto, un lugar recóndito, al abrigo de miradas indiscretas, idóneo para carenar y llevar a cabo las reparaciones de un buque en las condiciones más favorables. En leguas a la redonda no había ni una casa, solo maleza, monte bajo, zarzales y pinos por todos lados.

Trató de bajar por un camino serpenteante, pero las piedras rodaban cuesta abajo y era peligroso. El caballo resoplaba bajo el sol. Los cascos levantaban nubes de polvo. Buscó un sendero más despejado para acceder a un lugar que tanto se resistía a dejarse descubrir, y mientras se debatía entre la vegetación, los sudores y la fatiga, apareció la cala, escondida, diminuta. E instantáneamente, sintió una punzada en el pecho.

Descendió como pudo y, a medida que se fue acercando, vio que lo esperaban. Al llegar abajo, un tipo con apariencia de pescador se aproximó.

—¿Sodes vos el capitán Santa Cruz? —preguntó el tipo en una mezcla de portugués y español. Asintiendo, Santa Cruz echó pie a tierra—. Non falta moito para que cheguen las armas y las provisiones, meu senhor.

Pero él estaba absorto. A unos cien pies el Príncipe del mar, su patria añorada, su libertad, lo aguardaba descansando sobre la quilla, varado en seco como un cachalote muerto. Hizo a pie la distancia que los separaba. Sus botas se hundían en la fina arena, y el sudor se le iba metiendo en los ojos y le escocía.

Alrededor del barco se afanaban dos o tres docenas de hombres llevando y trayendo jarcias, velas y demás pertrechos, reparando averías, limpiando los bajos del buque. Aunque el revestimiento de cobre lo hacía más rápido que muchos navíos, había que carenarlo para que recuperase su mayor virtud.

Y ahí estaba. Sus achaques eran los propios de la vejez, sí, pero él no había sabido protegerlo. Había dejado que lo apresaran, y con él a toda su tripulación. Y ahora que lo tenía otra vez frente a él, al principio, apenas si se atrevió a rozarlo. ¿Es que acaso había pagado a su amigo con la misma fidelidad que él le había demostrado siempre?

Primero le pasó una mano por el nombre, en el testero de popa. Una por una, acarició sus letras. Los portugueses se apartaron, con temor o con respeto. A continuación lo fue recorriendo de popa a proa. Pasó la mano por toda la quilla, por la chapa de cobre, recorrió los nudos de las tablas hasta llegar al palo del bauprés, y luego hasta el mascarón de proa, que representaba a una diosa coronada. Y allí, junto al mascarón, le dijo en un susurro: «Ya estamos juntos, viejo amigo. Tú y yo».

Los hombres permanecieron circunspectos. Y él, sin mirar a nadie salvo a su barco, sintió que le embargaba una paz nueva y consoladora, y desde las aguas color turquesa empezó a soplar una suave brisa.

Cuando Santa Cruz regresó del Algarve, se dirigieron a la posada del Tiburón, donde Alonso quería reclutar algunos hombres.

El sol se había puesto horas antes, y aunque en las proximidades del muelle había refrescado, dentro de la posada el ambiente era sofocante. Nadie los había visto entrar, excepto un tipo escurrido de peludas cejas. Estaba detrás de una barra en la que había un sinfín de platos de comida enfriándose. Fauces de escualos decoraban todos los rincones.

Los parroquianos, la mayoría tocados con monteras o pañuelos de colores anudados a la nuca, estaban de pie y rodeaban una mesa observando un silencio casi religioso. Muchos fumaban en pipa; otros bebían de sus jarras. Del centro del círculo salía una humareda irrespirable.

Cuando se acercaron, los dos amigos distinguieron, sentados a la mesa, a una mujer de complexión robusta que mascaba tabaco y a un coloso que sudaba profusamente. Ambos estaban echando un pulso.

—Esa es la cocinera de la que te hablé —masculló Alonso.

—Apuesta por ella. —Dejó entrever una sonrisa enigmática—. Si aún estás a tiempo.

El coloso estaba escarlata. Tenía un brazo grueso como un yunque. Cada vez que en un arranque de furia se ayudaba del cuerpo para ir doblegando a la mujer, las cabezas de alrededor bajaban del lado del coloso, y cada vez que la mujer recuperaba de golpe la posición, las mismas cabezas recuperaban de golpe la verticalidad como si algo les hubiera dado de lleno en la nariz.

Y así siguió la cosa hasta que, con una rapidez del demonio, la mujer asestó un par de latigazos y, antes de lo que se tarda en decirlo, el coloso estaba con el antebrazo hecho trizas.

—¡Voto a tal, muchachos! —tronó el tipo de la barra con una voz grave como Santa Cruz no había escuchado otra—. ¡Me juego la otra pierna a que algún día perderá! ¡Ya veréis como sí! —dijo cruzando los dedos por la espalda—. Y ahora, ¡cada uno a su cena! ¡Vamos, vamos! ¡Id pasando! ¡¡Soltad los dineros, ratas sarnosas!! —Y el tipo se fue embolsando sus buenos reales producto de las apuestas.

—¡La cena! ¡Qué fácil lo dice ese! —dijo uno—. Para cuatro dientes que le quedan, como él no tiene que masticar… —Y se echaron a reír a más no poder.

Parte de la parroquia regresaba a la barra; el resto tomaba asiento en las mesas. Al cabo de unos segundos, al desencanto siguió una algarabía formidable.

—¡Una botella! —gritó alguien desde una mesa.

—¡¡Que sean dos!!

—¡¡Y otras dos!!

—¡¡Vascaaa!! —gritó otro desde la barra—. ¡Así guisaras como echas pulsos, y te cambiaba yo por mi suegra! —Se sucedieron las carcajadas.

—¡Y yo por la hija de mi suegra! —No dudó en admitir uno que estaba sentado.

—Ese es temerario como Drake —intervino otro de la facción que estaba de pie—. ¡Se ve que no has probado las bazofias de la vasca! —Y prosiguió el jolgorio.

Ahí fue cuando la cocinera, que aún no había reparado ni en Santa Cruz ni en Alonso, llegó hasta la barra, y escupiendo un chorro de jugo de tabaco por encima de ella, se acercó al último que había hablado. El vuelo de una mosca se habría oído en el instante en que, sin mediar palabra, cogió un plato de comida y se lo estampó en el rostro al bocazas.

—¿Y pues? Vas ahora y vomitas a la puta que te parió —dijo, y la más estentórea de las carcajadas siguió a la expresión risueña de la mujer.

Santa Cruz y Alonso se sentaron en la mesa más sombría y esquinada del local, cerca del entablado, no sin que antes Alonso llamase la atención de la cocinera.

—Cien como esa y nos hacíamos con Jamaica —dijo Alonso a Santa Cruz.

—Te dije que apostases.

La cocinera se acercó con dos jarras. Las puso en la mesa y, dirigiéndose a Alonso, dijo sin alzar la voz:

—Bueno, guapito —y siguió mascando—, tengo algunos hombres; pero no demasiados. Corren malos tiempos para los caballeros de fortuna. —Era una mujer gruesa, hecha de grasa y músculo, pelo corto y muy rizado. Aunque joven, la grasa le ponía diez o quince años más encima. Santa Cruz llevaba el sombrero calado hasta las cejas—. Y a este perro, ¿qué le pasa? ¿Le cuesta mirar a los ojos?

—Si son tan bravos como los tuyos —dijo Santa Cruz y levantó tranquilamente la cabeza—, puedes jurarlo, Amadora.

La cocinera dejó de mascar por un momento y se quedó mirándolo con una sonrisa leve que le colgaba de los labios. Por fin, balbuceó:

—¡Íñigo Santa Cruz! Bravos o mansos, ¿me engañan, o eres tú, que vuelves del infierno, amigo mío?

—Ni te engañan ni yo he salido nunca de allí.

Alonso, sumido en la perplejidad, volvió la cara a uno y a otro. La cocinera se sentó en el banco y tomó las manos de Santa Cruz entre las suyas.

Detrás de unas cortinas confeccionadas con abalorios de madera, una muchacha vestida de gitana espiaba sin cuidado.

—Creí que te habían colgado. Mucho lloré por ti —dijo la mujer.

—Estuvieron a punto. Me metieron entre rejas y me fugué. Lo que ahora necesito es una nueva tripulación, y pronto. ¿Crees que podrás ayudarme?

—Una vida no es suficiente para saldar mi deuda contigo. —Y volviendo a mascar tomó las dos jarras—. Brindemos. ¡Por que tus planes tengan éxito! Y tú, guapito de cara, no te enceles —dijo con un mohín de burla y levantó la jarra ante la nariz de Alonso, que la miró de arriba abajo—, que me cuelguen si no sobra vino esta noche para salir todos de aquí gateando.

Un tipo con aspecto de zíngaro, moreno como el cacao, con melena de rizos y una camisa de chorrera que pasaba por blanca, salió al entablado con una guitarra y una silla de mimbre. Tomó asiento y se lanzó a tocar unos acordes.

—¿De cuántos hombres hablamos? —preguntó Alonso.

Haciendo caso omiso a la pregunta, Amadora hizo un gesto al tipo escurrido de la barra, que casi en el acto, se acercó a la mesa con más bebida. El hombre se hizo cruces tres veces, y solo después dejó las jarras en la mesa. Tenía una pierna de madera y unos ojos vigilantes que bailaban alrededor de sus órbitas como contando chiribitas. Muy satisfecho de sí mismo, esperó hasta ver que nadie se cuidaba de él y volvió sobre sus pasos.

—Es el posadero —explicó Amadora—. Sabe del oficio. Y es uno de los que está por enrolarse. Daría la otra pata por perder de vista a la parienta y hacer fortuna.

—¿El de la pata de palo? —preguntó Alonso. La mujer echó un buen sorbo—. ¿El que se santiguó tres veces?

—Le dan mal fario los guapitos. Como a mí —aclaró Amadora sonriendo a Santa Cruz. Y seguidamente le preguntó—: Y este, ¿conoce las supersticiones de los hombres de mar?

—¡Más a fondo que una cocinera lengua larga! —dijo Alonso.

La muchacha vestida de gitana movió inadvertidamente las cortinas y se agazapó en la oscuridad.

Arriba, en el entablado, el que pasaría por zíngaro rasgueaba una canción triste y se puso a acompañarla de un cante dolorido. La posada fue cayendo en una especie de sopor emocionado.

—Y ese de arriba, otro. Es de Sevilla —afirmó la cocinera refiriéndose al guitarrista.

—¿Ese? —preguntó Alonso.

—Y el catalán que está apoyado en la barra, con cara de buen comedor, otro más —dijo refiriéndose a uno tocado con barretina de color rojo y un chaleco que, de ceñido, casi reventaba.

—Parece un cura —dijo Alonso.

—Sí, Mateu fue un hombre de Dios —dijo la cocinera con sorna—. Y el licenciado Padilla —dijo refiriéndose a un tipo de entre cuarenta y cincuenta años que era todo lentes y nariz—. Un intelectual muerto de hambre. Ese también.

—Pero, voto a bríos, ¿qué piratas son estos? —dijo Alonso mirando a su amigo.

La cocinera se encaró muy seria con Alonso.

—¿Y pues? Son hombres con lo que hay que tener, guapito. Nada les sobra; no como a otros —dijo mirando el chaleco de moaré y la camisa guarnecida con puntas de Flandes de Alonso—. En estos tiempos, eso ya es mucho pedir. —Y dirigiendo su atención a Santa Cruz—: En España no es buen momento ni siquiera para el corso. Y con tanta prisa… en fin, no esperes mucho lobo de mar. Los huesos de los más grandes se pudren colgando en sus jaulas de hierro. Algunos de estos son gente de tierra, sí; pero son de fiar. Sus corazones son nobles —dijo cerrando el puño a la altura del pecho—, y sus brazos valerosos.

—Será una empresa arriesgada —dijo Santa Cruz.

—¿Arriesgada solo, prenda? —dijo Amadora—. Los negocios del Caribe deben ser enredosos como los primeros amores. ¿No es cierto, Lefthand?

Pero Santa Cruz tenía la respuesta ágil.

—Hay mucho botín en juego, Amadora. Puerto Príncipe, Portobello, Maracaibo. Esos no son más que los últimos saqueos. Y se dice que lo próximo hará que muchos de los piratas de Morgan se retiren con la bolsa llena —dijo alzando la jarra—. Y por la sangre de los míos que yo estaré ahí.

—Hum. Tú sabrás lo que haces, compañero.

El humo del tabaco lo envolvía todo. El guitarrista dio fin a la tonada y la gente estalló en aplausos y berridos. Otra vez las cortinas se agitaron y al instante, apareció arriba, en el entablado, corriendo en la punta de los pies desnudos, con mucha gracia, una joven en la flor de la edad.

Guapa era poco, se trataba de una beldad desconcertante, hermosa hasta el límite de la decencia, cabello negro y ensortijado que le bajaba por los hombros y unos ojos verdes pero indómitos como la mar de Cádiz. Iba vestida igual que una gitana, con grandes pendientes de aro que relucían como el sol, mantilla de encaje y falda de volantes.

Cuando callaron los últimos borrachos y sonaron los primeros acordes de la guitarra, la joven compuso una figura solemne, arrogante, los brazos cruzados por encima de la cabeza, la cara vuelta hacia la mesa de Santa Cruz con una expresión mezcla de orgullo y melancolía, que cortaba el resuello.

Desde el principio, la joven arrancó a bailar sin reservarse y cien palmas viriles la acompañaron todo el tiempo. ¿Quién era esa joven soberbia? ¿Sería verdad que miraba hacia la mesa?, se preguntó Santa Cruz embelesado hasta las entrañas.

Se pellizcaba la falda y la alzaba lo justo, a derecha e izquierda, con un temple que encogía el corazón; a veces con la vista baja, como si diera muletazos al aire. Siguieron pateos dulces y fieros, movimientos de cadera, quiebros de cintura, desplantes certeros, la melena negra derramada sobre los hombros morenos de la gitana. Mientras duró, fue su cuerpo la imagen de la plenitud de la vida; su juventud como un insulto y también como un obsequio. Algunos mechones se le venían por la cara, el sudor hacía brillar su piel cobriza y Santa Cruz, incapaz de desviar los ojos de ella, perdió la noción del tiempo, hasta que de pronto las palmas se convirtieron en aplausos y los vítores siguieron a la joven, que desapareció del entablado sudorosa, reluciente, tímida como un animal herido.

—¡Por Belcebú! ¡Qué cuerpo prometedor! —dijo Alonso, que se había puesto en pie para aplaudir entre el alboroto general—. ¿Quién es?

—Nadie que tú merezcas —dijo la cocinera guiñando un ojo a Santa Cruz.

—Ah, pues tendréis que presentármela —replicó Alonso encendido—. ¡Qué sería de ella si no me conociese! ¡Dónde iría a descubrir el regusto del amor!

Justo ahí, una pareja entró en la posada. Un hombre de patillas blancas y rizadas unidas al bigote, con una pipa humeante en la boca y aire inequívoco de viejo lobo de mar y un muchacho que pasaría por su nieto, con una flauta metida en un bolsillo del chaquetón. Santa Cruz miró en el acto hacia la puerta, pero volvió la vista defraudado.

—Y ahí entran Pablet, el valenciano, y el viejo Andrade. ¡Guapito! ¡Apúntate dos más! —dijo con guasa la cocinera poniéndose de pie.

—¿Esos? —dijo Alonso sin dejar de aplaudir.

—Con que tengan hambre de oro, basta —dijo Santa Cruz.

—La tienen. Son desesperados —remató Amadora.

—¡Escoria de tierra adentro! —apostrofó Alonso, con las palmas doloridas.

Pero la cocinera no alcanzó a oír el comentario; además, antes de que cesaran los aplausos ya dirigía su atención a Santa Cruz, y lo que dijo sonó como una súplica:

—¿Hay sitio en tu barco para una cocinera mediocre?

—Mucho has tardado en pedírmelo —repuso él levantando la vista—. Era el único puesto que tenía reservado para una mujer de pulso firme —y añadió señalando hacia las cortinas con un gesto de cabeza—: Y dile a la gitana que espíe con más tiento.

—No es gitana, Íñigo —dijo Amadora con ojos resplandecientes.

—¿Ah, no?

—Es un don del cielo.

Los aplausos y el griterío aún no habían cesado cuando una figura renqueante, con trazas de haber acabado de afeitarse, entró en la posada. En cada surco de su piel requemada se leía una historia de mar. El hombre echó un vistazo entre la clientela y, al distinguir a Santa Cruz, se acercó a la mesa y tomó la palabra:

—¿No hay un mal trago… para un hombre seco?

—Tendréis que subir a bordo, Guzmán Yáñez —dijo Santa Cruz, que lo esperaba de un momento a otro. El hombre tosió y sacudió la cabeza.

—Brrrr —resopló—, si no hay otro remedio —dijo arrastrando un taburete.

Un poco más allá, las cortinas de madera volvieron a agitarse pero como la cocinera ya estaba muy pendiente, se apresuró a acudir y entró por ellas como un toro.

—¿Estás tocada del ala? —preguntó a la bailarina y escupió el tabaco—. ¿Qué quieres, poner sobre aviso a toda la taberna?

—¿Ese es el que va a unirse a Henry Morgan, Amadora? —preguntó la chica entre jadeos. Amadora suspiró, procuró conservar el rictus serio pero se le escapó una sonrisa.

—Ese es nuestro hombre, Elena —dijo.

—¡El Ganymede! —suspiró la joven.

—Sí, Elena Exquemelin —dijo Amadora con resignación—. El Ganymede. El Ganymede.