Pruebas
DESPUÉS DE DESCANSAR y renovar las provisiones de agua, siguieron adelante. Dejaron atrás el arroyo y el pequeño salto que formaba antes de perderse en la tierra por una gran hendidura. Por ahora, y esto era lo único seguro a tenor de las brújulas, seguían dirección norte.
Se internaron por un subterráneo anchuroso de paredes graníticas, techos sobrios, rocas húmedas y suelos escarpados, que avanzaba horizontalmente y que, a diferencia de la gruta, carecía de majestuosidad.
Progresaron durante un tiempo incalculable, pues habían perdido toda conciencia del mundo exterior. Melquíades, Blas y Ginés, que cerraban el grupo con la tercera antorcha, iban callados como muertos, y en cuanto a Lefthand, caminaba como empujado por una necesidad íntima, esforzándose en traer a la memoria los versos olvidados. De vez en cuando se le escapaba algún bisbiseo, pero hasta ahora su tesón no había dado frutos.
Por su lado, Morgan, que sentía un vivo interés por el cambio de actitud del español, se contenía para no darse la vuelta e interrogarlo. Todo indicaba que Lefthand se afanaba en recordar algo trascendente, y como la leyenda de la Dama del mar apuntaba a que el hallazgo del tesoro dependía de él (o de alguien como él), Morgan esperaba que los secretos aflorasen a su debido tiempo.
De modo que así avanzaban, sin hablar, como hechizados, bajo un sepulcro inconmensurable de rocas, por un escenario sin fin de silencio y por el que solo transitaban los espectros de la desolación, en una marcha que más que un castigo parecía una pena de muerte postergada. Solo cuando Melquíades lanzó un «¡oh!» de asombro, se detuvo antorcha en mano y le provocó a Ginés un susto de muerte; solo cuando acercó la antorcha al suelo, despertaron de su mutismo los expedicionarios.
—¡Es increíble! —dijo Melquíades, que se había petrificado—. ¡Esto es imposible!
Lefthand y Morgan, volviendo sobre sus pasos, se quedaron mirando el descubrimiento. Blas y Ginés, detrás de Melquíades, y a una cautelosa distancia, oteaban desde arriba. Lefthand se agachó, cogió en sus manos el objeto y se lo mostró a Morgan. Luego lo abrió con delicadeza y, tras observarlo detenidamente, olió su interior.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó el almirante.
—No me extrañaría —dijo Lefthand, y a continuación—: Es una caja de cobre para guardar la pólvora de las armas.
Morgan la tomó en sus manos. Era una cajita de forma rectangular. Estaba sucia y corroída por el óxido.
—¿Como las que empleaban los conquistadores españoles? —siguió Morgan emocionadísimo.
—Yo diría que sí.
—¡Diantres, muchacho! ¿Ves como era cierto? ¡Esta caja era de los hombres de Diego de Ursúa! ¡Los soldados de su expedición! —La euforia, como una gran llamarada, se le subía al rostro al almirante—. ¡Hasta aquí llegaron esos malditos!
—Veremos —dijo Lefthand, que prosiguió la marcha con una idea fija: recordar el poema olvidado.
Morgan se puso a su altura. Le resultaba imposible contenerse por más tiempo.
—A ti te ocurre algo. Precisamente ahora, cuando la fortuna nos sonríe, ¿qué te ronda por el caletre? Anda, cuéntale al viejo Morgan qué te roe.
—Un poema —repuso Lefthand.
—¿¿Un poema?? —voceó Morgan a la vez atónito y defraudado—. ¡Vaya! Pues sí que…
Unos pasos por detrás, Blas y Ginés aún no se habían repuesto del golpe. Ginés temblaba igual que una liebre.
—Me-Melquíades, ¿viste la cajita? —musitó Ginés.
—¿La has visto? —repitió Blas.
—¿Qué? Pero si acabo de descubrirla yo, merluzos.
—Pues vamos a morir —dijo en tono sentencioso Ginés.
—A morir todos —corroboró Blas.
Melquíades se dio la vuelta como una exhalación y sacándose el sombrero de plumas, se puso de puntillas y los golpeó con él en la cabeza.
—Por una vez en la vida —dijo Melquíades calándose el tocado—, no seáis grullas y rascaos la cabezota. ¿Qué puede buscar un pirata bajo tierra? ¿Qué puede buscar que esté enterrado y escondido? —Y con la última palabra reanudó el paso.
—Me-Melquíades, ya sé lo que puede buscar —dijo Ginés aproximándose a su hermano por detrás—. Cadáveres. ¡Busca cadáveres!
—¡Estupendo! —zanjó Melquíades.
—Pero he traído un barrilito de pólvora, por si acaso —susurró Ginés.
Y Melquíades se volvió para fulminarlo con una mirada que estaba entre el pasmo y la indignación.
Unos minutos más tarde, esta vez fueron Morgan y Lefthand quienes hicieron otro descubrimiento. A muy poca distancia, en el suelo rocoso e irregular del pasadizo apareció una gola, un morrión y un peto de acero, piezas todas con la forma clásica de las armaduras españolas.
Lefthand, y también Morgan, que estaba exultante, se agacharon para revisarlas. No presentaban abolladuras, solo una capa de óxido producto de la humedad y el paso del tiempo. Blas y Ginés se quedaron a espaldas de sus jefes; pero Melquíades, haciendo honor a su vista de lince, y ante el paroxismo de horror de Ginés, rebasó a los capitanes y con la antorcha bien alta, exclamó:
—Pero ¡por los clavos de Cristo! ¿Qué demonios es eso?
Allí enfrente, en las entrañas de una tierra muerta, en medio de la oscuridad, se erigía una construcción extravagante. El subterráneo se abría a una nueva gruta, o bien se convertía en algo muy distinto, o ambas cosas a la vez. Lo que no admitía sospechas es que estaban ante el final de la ruta ordinaria y que aquellos vestigios no eran fruto de la erosión.
Había dos muros paralelos, levantados con bloques de piedra antigua, de características similares a las piedras que revestían el interior del foso que daba acceso a las grutas. Los muros constituían, en apariencia, un corredor que se abría enfrente de ellos. Y el corredor, esto era lo único que no requería de exploraciones, estaba edificado por las manos del hombre.
Lefthand se levantó despacio, dirigió su antorcha hacia la entrada y, murmurando como en estado de trance, recitó:
Un casco de plata
de sangre limpia
entrará donde
pocos se aventuraron.
Se internó en el pasillo. Morgan iba pegado a sus talones y los tres hermanos detrás. Avanzó cautelosamente unos pasos. A un lado y a otro, los muros de piedra se levantaban hasta un lecho bajo. El techo de rocas no estaba a más de tres varas de altura y el suelo era de tierra apelmazada. Lefthand advirtió que el corredor moría de frente, tapiado por una sección de muro, pero que a su vez, se abría en ángulo recto a izquierda y a derecha. Tomó por el ramal de la derecha. Casi inmediatamente, vio que el nuevo corredor se ramificaba en otros dos pasillos a ambos lados, siempre en ángulo recto. Se detuvo, pensativo. Morgan se acercó.
—Muchacho —dijo Morgan ansioso—. Muchacho, esto… Esto es…
—Marcha atrás, Henry —murmuró el español—. Lentamente.
Volvieron sobre sus pasos. Una vez fuera, en la entrada de aquella extrañísima estructura, Lefthand suscribió lo que Morgan tenía en la punta de la lengua:
—Es la primera prueba, Henry. Un laberinto.
Ginés rompió a tiritar. Melquíades se sacó el sombrero y se enjugó el sudor con la manga. Morgan, que paseaba la antorcha con el brazo estirado y la mirada alta, decía:
—Un laberinto. Un laberinto. —Y se dibujó en su rostro una sonrisa de preocupación—. ¡Por eso las paredes llegan hasta arriba! ¿Me oyes, Lefthand?
Pero el español, muy quieto en la entrada, salmodiaba en voz apenas audible:
Cuando llegue hasta donde
los caminos se bifurcan…
Cuando llegue hasta donde
los caminos se bifurcan…
Confiada, suavemente, con la mano izquierda se apoyó en el muro, y sin dejar de rozarlo, se adentró en aquella red de corredores.
Llevado por una especie de fe, Morgan siguió al español. A continuación, Melquíades. Luego, Blas y Ginés, muy a su pesar, hicieron lo propio.
Cuando llegue hasta donde
los caminos se bifurcan,
le orientará su fortaleza.
Ocurrió como si la estrofa hubiera estado ahí desde siempre, como si viniera en su auxilio justo cuando la necesitaba. Avanzó corredor tras corredor, con la mano izquierda sobre el muro correspondiente, la única mano fuerte y sana que tenía, la que simbolizaba la fortaleza de Lefthand y figuraba en su propio estandarte.
Cuando llegue hasta donde
los caminos se bifurcan,
le orientará su fortaleza.
Su fortaleza…
Le orientará su fortaleza.
Pasó una hora, y luego dos horas, giro tras giro, en un avance que de no estar en juego la vida, hubiera resultado tedioso. Cuando llegaba a un corredor ciego, Lefthand no se apartaba de la pauta. Sin vacilar ni pararse, con la mano sobre el muro izquierdo, rodeaba el corredor, dejaba atrás la pared que lo tapiaba y proseguía siempre hacia su izquierda, siempre hacia adelante, sumido en un mutismo que, de cuando en cuando, quebraba la letra del poema misterioso:
Le orientará su fortaleza.
Su fortaleza…
La única vez en que se detuvieron fue por una circunstancia extraordinaria.
Lefthand dobló para enfilar un nuevo pasillo y, de repente, surgió a la vista de todos. Dos esqueletos, con sus calaveras bien visibles, yacían en medio del corredor. Uno tenía hasta el yelmo puesto; el otro estaba ataviado solo con algunas piezas. El chillido de Ginés (a quien imitó su gemelo) fue tal que Morgan desenvainó el sable y, apuntando a los tres hermanos, ordenó que registrasen los restos.
Poco después Melquíades, con la cara pálida a la luz de la antorcha, se dirigió al almirante, diciendo:
—Señor. Están vacíos del todo.
—¡Truenos, Lefthand! —dijo Morgan desplazando de un puntapié al que tenía más próximo—. Las piezas de la armadura que encontramos seguramente eran de este.
—No hay tiempo que perder —repuso lacónicamente Lefthand poniendo su mano zurda sobre el muro.
Siguieron adelante, apenas sin hablar. Fue precisa una hora más, tal vez hora y media, para que por fin, encontrasen la salida.
Al principio Lefthand dudó que lo hubiesen conseguido. Temió que tras un larguísimo rodeo hubiesen vuelto a la entrada; pero enseguida advirtió, con el rostro desencajado, que lo que estaba a la vista poco tenía que ver con lo que habían dejado a su espalda.
Morgan, que no cabía en sí de euforia, y que aún no se había percatado de lo que se les venía encima, miraba a Lefthand con otros ojos.
—Muchacho, tú eras, en verdad, el «casco de plata» —dijo.
—Más vale que echéis un vistazo a eso —repuso Lefthand dando un paso al frente.
El suelo era muy similar al del laberinto, de una tierra apelmazada y negra como habían visto pocas veces; pero lo deslumbrante, lo que había impresionado a Lefthand era algo nuevo y demasiado incomparable para ser puesto en palabras.
La espaciosa gruta que debía de ocupar el laberinto desembocaba en una galería de dimensiones reducidas. Y al fondo de la galería, tan solo unos pasos más allá, se levantaba aquella visión soberbia que hacía sentir su hipnótica fascinación sobre los expedicionarios. No era más que un escollo, estaba frente a ellos impidiendo el avance, y sin embargo ralentizaba sus pensamientos, entumecía sus músculos, consumía sus fuerzas, refrenaba su valor. ¿Acaso se trataba de otra prueba? Y si era así, ¿qué clase de prueba les reservaba el futuro?
—Sé lo que es… Lo he visto antes. Lo reconozco —dijo Morgan, que con el rostro perlado de sudor, presentaba la apariencia de un hombre prematuramente envejecido, con las fuerzas muy mermadas. Melquíades, Blas y Ginés estaban más allá del asombro—. Hace muchos años y… todavía lo reconozco.
Otra realidad, azarosa y temible, que ocupaba de arriba abajo todo el muro, parecía ofrecerse, desplegarse ante ellos con secretas correspondencias, arcanos conocimientos, incluso, quizá, con sus propios enigmas por resolver. Y aun así, no era más que un muro formado por cientos de adoquines que se ordenaban en forma de cuadrícula. Un muro que contenía cientos de pictogramas o ideogramas o dibujos inscritos a lo Lugo y ancho de toda su superficie. Nada más. Solo un muro de grandes dimensiones que bloqueaba el acceso al subterráneo siguiente. ¿O no?
—¿Qué veis aquí, Henry? ¿Qué podéis explicarme?
Morgan retrocedió para abarcarlo con la vista, pues el tamaño del muro así lo exigía. Los últimos ideogramas, o lo que fuesen aquellos dibujos, llegaban casi hasta el suelo y había que estirar el brazo para alcanzar los de arriba. De derecha a izquierda era preciso dar unos cuantos pasos a todo lo ancho para pasar de la primera a la última inscripción.
—Henry, por todos los… Haced un esfuerzo. ¿Qué significa todo esto?
Pero la profundidad de su delirio era como la profundidad de su silencio, inconmensurable. Morgan se quedó arrebatado. Contemplaba aquel océano de signos como deseando abismarse en ellos. Tras un paréntesis durante el que solo se oía el crepitar de las antorchas, el almirante, tantas veces vencedor de sus enemigos, se armó de voluntad, dirigió la vista hacia el otro y dijo, con voz insegura:
—Un calendario de doscientos sesenta días, muchacho. Es un calendario ritual. Un calendario mágico.
—Lo habíais visto antes, ¿no es así?
¿Era todo producto de la imaginación de Lefthand, o es que Morgan se estremecía de pies a cabeza?
—Hace muchos, muchos años —dijo con desgana—. Cuando aún era un niño. Cuando era propiedad de aquel plantador de Barbados que el diablo confunda, ¿recuerdas?
—Proseguid —dijo Lefthand.
—Un día uno de los esclavos indígenas, un viejo que me había cogido cariño, me leyó el porvenir con uno de estos —dijo señalando el muro con un dedo tembloroso—. Me dijo que algún día recobraría mi libertad, que descubriría un gran tesoro.
—Y vais camino de hacerlo, Henry.
El almirante sonrió con una vaga gratitud y continuó mirando con fijeza el calendario:
—El capataz nos echó el guante y nos condujo a los dos, al indígena y a mí, a presencia del amo. Aquel plantador de la piel del diablo aborrecía los rituales indígenas. Así que ordenó matar al indio, por brujo, y a mí me azotaron en público, como escarmiento. Durante el castigo me obligaron a mirar el calendario hasta que perdí la consciencia. Que todos los infiernos se abran para él. —Hubo una larga pausa durante la que Morgan se sacó el tricornio y se lo puso bajo el brazo. Luego, respondiendo a un reflejo involuntario, se ayudó de la antorcha, avanzó hasta ponerse junto al muro, ladeó la cabeza y se quedó mirándolo como un hombre entregado a un destino superior a sus fuerzas—. Fue poco después cuando me escapé de allí.
—Escuchad, Henry —dijo Lefthand acercándose a él—. Tenéis que ayudarme. ¿Recordáis qué significa todo esto?
—Años más tarde volví a Barbados —dijo, y sorbió por la nariz—. Oh, cómo lamenté que el sucio hijo de perra ya estuviese pudriéndose. Pero me cobré mi venganza. Arrasé la plantación y no quedó piedra sobre piedra.
Lefthand insistió.
—Henry, no tenemos mucho tiempo. Los hombres están rendidos por la fatiga.
Aunque su rostro ya había recobrado el color, tardó en responder. Se puso el tricornio y respiró con fuerza.
—Cada cuadrícula, cada adoquín equivale a un día. ¿Lo ves? Cada piedra es un día del año. En general, cada día contiene dos dibujos. Uno es el de un animal protector y el otro el de un dios, un dios que puede ser propicio o adverso, ¿comprendes? Hay —se desplazó de izquierda a derecha contándolos— trece días a lo ancho, y de arriba abajo, hay veinte filas. Así pues, veinte filas de trece días; o lo que es igual, trece columnas de veinte días. Doscientos sesenta días, en total. Doscientas sesenta piedras.
—Entiendo —dijo Lefthand—. Cada uno de los trece días se identifica con un animal.
Morgan fue señalando, de izquierda a derecha, cada uno de los trece días.
—No —dijo—. Solo hay seis animales distintos. Un animal por cada uno de los seis primeros días de cada fila. Luego, el séptimo día, acércate aquí, no tiene animal, solo tiene un dios, ¿lo estás viendo? Y los seis días siguientes repiten, en el mismo orden, los seis animales del principio. Y lo mismo vale para las veinte filas, ¿ves? —dijo, y señaló la columna del día primero empezando por su izquierda—. Fíjate en las secuencias. El mono, que es el animal protector del día primero, se repite en los veinte días de la primera columna. El caballo —dijo, y señaló el día siguiente—, el animal protector del segundo, se repite en los veinte días de la segunda columna, y así hasta el sexto día, con su propia columna y su animal protector, que es la mariposa. El séptimo día no tiene animales a lo largo de toda su columna, y por último, desde el día octavo hasta el día decimotercero, se vuelven a repetir en el mismo orden los seis animales protectores. ¡Por Júpiter! Es un maldito embrollo.
—Y los dioses, ya sean propicios o adversos, ¿cómo se distribuyen, Henry?
—¡Truenos! Me pides demasiado. Creo que hay entre veinte y treinta dioses, y que aparece un dios por cada día, pero vaya uno a saber por qué asoma este en tal día y aquel en tal otro.
—Y, ¿para qué servía el calendario?
Morgan tomó asiento en el suelo y se puso el tricornio echado hacia atrás, con la antorcha en alto.
—Era, según parece, un ojo para viajar al futuro y al pasado —repuso con expresión lánguida—. Eso decía el indígena, aquel pobre diablo. Un ojo para que los videntes de las viejas culturas hicieran predicciones y para que se remontaran en el tiempo.
—¡Para que viajaran en el tiempo! —dijo Lefthand animado por la repentina idea.
—¡Diantres! Algo así —convino el almirante—. No hace falta que te burles. —Y cogiendo la cantimplora, echó un largo trago—. Ahora dime, ¿cómo vamos a salir de este atolladero?
Lefthand se entregó a una profunda meditación. Una cadena de ideas exige una cadena de palabras. ¡Para que viajaran en el tiempo!, murmuró. La voz de la prostituta regresaba para susurrarle versos inolvidables. Tenía los nervios agotados, y a pesar del cansancio y de la tensión acumulada, aún podía oír aquella voz recitando el poema. Un poema que mecía en él la secreta esperanza de no darse por vencido, de seguir adelante, siempre adelante.
En la máquina del tiempo,
le orientará su debilidad…
su debilidad.
Aunque hablaba para sí, Morgan lo escuchó sin perder ripio. Se puso en pie de un salto. A Lefthand le costaba encontrar las palabras exactas, las únicas que cerraban la estrofa. Volvió al principio del poema. Pasaron cinco, diez minutos.
Un casco de plata
de sangre limpia
entrará donde
pocos se aventuraron.
En la máquina del tiempo,
le orientará su debilidad
hasta el Treinta y cinco Búho
y hasta el Doce Caballo.
Lefthand se paseaba por la gruta. Se concentraba en la voz, cerciorándose de que su memoria no le jugaba una mala pasada:
En la máquina del tiempo,
le orientará su debilidad
hasta el Treinta y cinco Búho
y hasta el Doce Caballo.
Atrás quedaban Melquíades, Blas y Ginés sin fuerzas apenas para comprender qué pasaba; de modo que nadie pudo prever el incidente.
Morgan se fue acercando al calendario. Se puso a contar, piedra a piedra, treinta y cinco. ¿No había dicho el casco de plata «Treinta y cinco Búho»? ¿«Treinta y cinco Búho y Doce Caballo»?
Contó trece días para la primera fila, trece más para la segunda y otros nueve para la tercera. Lo que daba un total de treinta y cinco. El día trigésimo quinto se correspondía, exactamente, con la tercera fila y la quinta columna. Solo faltaba que estuviese bajo la protección del búho, según rezaba el poema.
Acercó la antorcha, guiñó los ojos, suspiró reconfortado. El dios era, en esta ocasión, lo de menos. Pero junto al dios, grabado en la piedra había un búho. ¡Por Satanás! Y era un búho claramente reconocible. El mismo que se repetía de arriba abajo, en toda la columna.
Tanteó la piedra. De repente, cegado por una explosión de euforia o de confianza, movido por un automatismo irresistible, apoyó la mano y empujó. Notó que algo cedía y la piedra se hundió hasta el fondo.
Durante un breve intervalo, nada ocurrió. Solo al cabo de unos segundos, un fragor primordial y remoto, un murmullo tétrico y rechinante que el eco se encargaba de propagar por las galerías, emergió desde las entrañas de la tierra.
—¡Capitán Santa Cruz! ¿Qué está ocurriendo, señor? —voceó Melquíades.
—Silencio —dijo Lefthand—. Todo irá bien.
Sin embargo, Lefthand estaba tan confundido como los otros y se apoderó de él la intuición de que se liberaban fuerzas con las que nadie había contado.
Pero eso no era todo. Sin mediar más aviso, el suelo bajo sus pies se puso a vibrar, y al poco tiempo, se convulsionaba con tal violencia que en la tierra apelmazada se abrieron pequeñas grietas.
Pensaron que se trataba de un terremoto, si bien nadie lo expresó en voz alta. Blas y Ginés se apoyaron en las paredes con la intención de aferrarse a las irregularidades de la roca. En cuanto a Lefthand, cuando quiso poner orden en sus pensamientos, vio que, por imposible o sobrenatural que resultara, el suelo se retraía.
Se frotó los ojos. No daba crédito. El horror mostraba su cara más inverosímil; sin embargo, a menos que estuviera perdiendo el juicio, el suelo se movía; es más, empezaba a retroceder. Desde el fondo, desde la salida del laberinto, desaparecía en un avance constante hacia el muro del calendario. Hubo que seguir el ejemplo de los gemelos y aferrarse a las rocas para no perder pie.
—¿Qué estáis haciendo, Henry? —gritó Lefthand sin salir de su estupor al ver que Morgan hurgaba en una piedra del calendario.
Y sucedió algo definitivamente inexplicable, como no fuera que Morgan no tolerase sentirse ofendido o humillado. A fin de cuentas, ¿no era el almirante de los Hermanos de la Costa? ¿No era el comandante en jefe de los piratas de las Antillas?
Poniéndose de cara al muro volvió a contar. Repitió para sus adentros las palabras del español: «Treinta y cinco Búho y Doce Caballo».
—¡Henry! ¡Por todos los demonios! ¿Qué es lo que estáis haciendo? —repitió Lefthand.
Primera hilera. Contó doce días. Se trataba del penúltimo, y en efecto, el caballo era su animal protector. No se detuvo a pensar. Empujó la piedra y, como ya había sucedido antes, se hundió hasta el fondo. Pero las consecuencias no fueron las que Morgan esperaba. Lejos de ello, la retracción de la superficie que pisaban no solo continuó su avance imparable, sino que ahora lo hacía a un ritmo aún más rápido.
Si en algún momento se había descartado retroceder, ahora resultaba imposible, a riesgo de precipitarse en el abismo que se abría ante ellos. Ya no había tiempo más que para avanzar, pero ¿cómo? Las piedras del calendario eran móviles. Esto era cuanto había quedado demostrado.
La reacción de Lefthand no se hizo esperar. Le puso las manos sobre los hombros a Morgan, y suavemente pero con firmeza, preguntó:
—Henry, ¿qué piedras habéis empujado?
Morgan miró al español con sus grandes ojos vidriosos.
—Treinta y cinco Búho. Doce Caballo.
Súbitamente, Melquíades estalló en un grito de espanto. La velocidad de retracción del suelo no era tanta que no se pudiera echar una ojeada al abismo, y Melquíades se había asomado con la antorcha; pero toda vez que aquello vibraba mientras retrocedía, la antorcha se le había escurrido en el último momento. Y ahora podía vérsela allá en el fondo, entre unos peñascos, iluminando claramente dos esqueletos revestidos con las familiares armaduras españolas.
—¡Capitán! —Se oyó decir a Melquíades. Entretanto, el suelo desaparecido ya ascendía a las tres cuartas partes. Un poco más y apenas quedaría sitio en donde poner los pies. Por otro lado, trepar por las paredes era casi imposible, y aunque lo consiguieran, ¿cuánto tiempo aguantarían?—. ¡Capitán! ¡Capitán! ¡Hay otros dos ahí abajo!
Pero Lefthand no se acercó. Estaba frente al calendario, murmurando para sí:
En la máquina del tiempo,
le orientará su debilidad
hasta el Treinta y cinco Búho
y hasta el Doce Caballo.
… le orientará su debilidad.
… Su debilidad…
Obedeciendo a un íntimo deseo, Lefthand arrojó su antorcha a un lado. Entonces, el hombre que vivía bajo el peso de la culpa, el mismo que de chico había cambiado el curso de una batalla, se quedó mirando sus dos manos, estudió la palma y el dorso de una y otra, luego puso la vista en el muro y sin apartar los ojos de allí dijo:
—Henry, ¿por qué lado habéis empezado a contar los días?
—¡Por Júpiter! ¡Por la izquierda! ¿Por dónde si no?
Lefthand miró su mano diestra, la mano que no había tenido el valor de sacrificar para salvar a su padre y que sin embargo había sobrevivido, inútil, inservible. Levantó la mano inválida en alto, la más débil, aquella de la que se avergonzaba, y se desplazó hacia su derecha.
… le orientará su debilidad
hasta el Treinta y cinco Búho
y hasta el Doce Caballo.
Se puso a contar los trece días de la primera fila, otros trece de la segunda, y por último, nueve días de la tercera. Eso daba un total de treinta y cinco. El trigésimo quinto día estaba en la tercera fila de la novena columna, siempre empezando por su derecha. Y como la simetría en el orden de los animales era rigurosa (seis animales distintos para los seis primeros días de cada fila, empezando a contar indiferentemente por la derecha o por la izquierda, y quedando el séptimo día adscrito solo a un dios), el búho era, al igual que el día elegido por Morgan, el animal protector.
Lefthand empujó con todas sus fuerzas. La piedra se hundió sin dificultad; pero la retracción del suelo no se detuvo. Ahora se había vuelto imposible dar un solo paso adelante, y si Lefthand no hubiera estado, por casualidad, muy cerca del Doce Caballo, no habría podido llegar hasta él.
Por último, contó doce días a partir de la derecha. La penúltima piedra de la primera fila. Y como su simétrica empezando por el otro extremo, también el caballo era el animal protector.
Empujó sin apenas espacio donde apoyar los pies. De forma instantánea, el retroceso del suelo se frenó como por arte de encanto y los ruidos subterráneos se interrumpieron. Casi enseguida, entre nuevos chirridos y estridencias, el suelo comenzó a restablecerse.
Y de modo prodigioso, cuando el suelo se restableció totalmente, el muro del calendario se fue alzando hasta franquear el paso a los piratas.
El Duque se paró justo a la entrada del laberinto. Después de confirmar las primeras suposiciones, miró a su rehén (que volvía a estar maniatado) con cara de pocos amigos.
—Fascinante, ¿no? —dijo en voz alta—. ¿Qué maldita solución propones para atravesar un laberinto, pequeña zorra?
Llevaba unos minutos dándole vueltas al problema, porque lo que menos esperaba era encontrarse con algo así. Y ya estaba dispuesto a descargar su frustración sobre la muchacha cuando, ayudándose de la antorcha, se agachó y cogió algo a sus pies con suma delicadeza. Lo levantó por el rabo y, después de mostrar el roedor a Elena, dijo:
—El instinto nos ayudará. —Y adentrándose en las sombras del corredor para soltar a su presa, añadió—: Más nos vale ir dejando un rastro o la vuelta será mucho más complicada.