Brindis en el castillo de San Lorenzo

LA TOMA DE LA ISLA DE SANTA CATALINA, el presidio Español en las Indias, se desarrolló conforme Lefthand le había anunciado a Guzmán Yáñez. E incluso, como había previsto Morgan, el ejército de filibusteros se incrementó con algunos prófugos españoles, gente sin muchos escrúpulos y buenos conocedores del istmo de Panamá.

Bien abastecida, y aprovisionada con más de treinta mil libras de pólvora halladas en los depósitos de la fortaleza, la escuadra se hizo a la vela pocos días después con destino a la desembocadura del Chagres sin sucesos dignos de mención. Pero en la cuarta jornada de travesía (faltaban pocas millas para avistar la costa) tuvo lugar un incidente en el barco español muy comprometido para todos sus hombres.

Por suerte, la nave que seguía al Príncipe del mar estaba a una prudente distancia y nada llamó la atención de sus tripulantes. De no ser así, el incidente habría llegado a oídos del mismísimo Henry Morgan, que por mucho menos desconfiaba de sus leales.

Nadie supo bien cómo pasó. Lo que no se ignoraba en el barco es que desde hacía días, el segundo no era el mismo de antes. Jamás se había caracterizado Guzmán Yáñez por ser un hombre sociable, pero pocos marinos lo son; por otra parte, ningún marino le pide peras a los viejos olmos. Y Guzmán Yáñez era un olmo viejo. Ahora bien, esto era distinto. En cubierta lo veían solo lo imprescindible, apenas articulaba palabra como no fuera para dar una orden, y más de uno habría dicho que estaba casi todo el tiempo bebido.

Esa tarde soplaba un alisio constante que llenaba las velas. La mar estaba ligeramente picada y las nubes tenían todo el aspecto de descargar. El capitán y a su lado el piloto estaban en el puente. En el combés, Guzmán Yáñez se paseaba entre unos hombres que de un momento a otro esperaban oír la voz de Melquíades, el vigía, y con ello, el comienzo de una aventura de pronóstico impredecible. La tensión se mascaba en el aire.

Pero ¿cómo ocurrió? Unos dicen que se debió al nudo mal trenzado de un cabo; otros, que Guzmán Yáñez ordenó al chico una tarea que era competencia de los grumetes, y por último, los hay que dicen que no hubo razón y que el segundo solo tenía unas ganas locas de jaleo. La verdad que nadie discute es que Guzmán Yáñez se dirigió al muchacho con muy malos modos. En un tono que ni era propio de él, ni de la causa que lo originaba, cualquiera que fuese, le reprochó su actitud perezosa, su negligencia. Lo abroncó en voz alta delante de todos, con grandes aspavientos. Los hombres estaban mudos, aferrados a los estays, a los obenques, para evitar los zarandeos. En un rincón del combés, Amadora, la cocinera, mordiéndose los labios, no perdía detalle.

Al parecer, el joven de los ojos verdes, que si por algo se caracterizaba era por su diligencia, le dijo algo en voz tan baja a Guzmán Yáñez que nadie alcanzó a oírlo; pero con razón o sin ella, no se discutió que tenía que ver con el aliento a whisky del segundo.

Rompió a llover. Guzmán Yáñez ya no estaba alterado, lino pálido, y obedeciendo a un impulso muy corriente en los barcos, levantó el brazo y le asestó al joven un golpe tan brutal en la cara que lo derribó como un saco. Cualquiera que ahí hubiera visto la expresión de los hombres, habría dicho que el segundo había derribado a todos y cada uno de ellos y, lo que era aún peor, habría percibido que la cocinera estaba a un paso de saltar sin medirlas consecuencias. Si desde el principio de la travesía hubo ocasión de tomarse la justicia por la mano, fue esta.

No obstante, la reacción de Lefthand fue la más rápida de todas. Los hombres se volvieron hacia el puente cuando su capitán bajó la escalerilla y en dos zancadas se plantaba en el lugar del suceso.

Ahora la lluvia arreciaba. Caían chorros de agua sobre los hombres. El joven de los ojos verdes aún estaba en el suelo, incorporándose. Guzmán Yáñez lo miraba con una extraña expresión de aturdimiento. El agua goteaba por la cara del segundo, le hacía entrecerrar los ojos. Era un hombre ajeno al mundo que lo rodeaba. Lefthand, que notaba palpitar las sienes con violencia, cogió al segundo por el cuello con su mano sana, lo puso en puntillas y acercándole la boca al oído, le dijo murmurando:

—Si no hubierais sido amigo de mi padre ya estaríais colgando de una verga. Pero tened esto presente, Yáñez, si vuelvo a veros bebido cuando no es menester, juro por mi vida que no habrá más veces, ni más padres, ni más perdón. —Y sin más, lo soltó con una furia tal que Guzmán Yáñez no dio por poco con sus huesos en tierra.

Luego, Lefthand alargó un brazo al joven de los ojos verdes, pero este hizo ademán de zafarse de su ayuda y se levantó por sus propios medios. Poco después, y a requerimiento del capitán, compareció en su camarote.

Lefthand en persona abrió la puerta y la hizo sentar. Con una jarra, vertió agua limpia en una jofaina. Cogió un pañuelo, lo mojó, y con él bien escurrido, se acercó a la joven inclinándose sobre ella. Se lo aplicó, al principio con alguna torpeza. Como la muchacha hiciera un gesto de dolor apenas perceptible, se ocupó en hacerlo más suavemente. Colocaba el pañuelo en las heridas, lo mantenía un poco, lo levantaba y volvía a ponerlo en el sitio justo, con esmero. Le preguntó qué es lo que había ocurrido, pero ella se negó a responder.

—Tu capitán te ha hecho una pregunta —dijo Lefthand.

La joven tenía una mejilla magullada y en la comisura del labio un corte que ya dejaba de sangrar. Él volvió a mojar el pañuelo y lo escurrió. Se inclinó sobre ella de nuevo. Limpió la mejilla y la comisura del labio con delicadeza. Era un labio generoso, hermosamente delineado, nacido para el amor. Y su mirada era fresca y brillante como el rocío.

—Habla. Dime qué fue lo que pasó —insistió Lefthand, con un poso de dulzura esta vez.

Pese a la voluntad de Elena, un pequeño músculo de su rostro no dejaba de contraerse. Procuró mirar hacia delante, concentrarse en un punto fijo, resistirse a las lágrimas que afloraban mansamente a despecho de su valor. Se las secó como queriendo borrárselas, con una rabia que ningún hombre habría comprendido. Y, sin embargo, lo hubiera dado todo por tener la brutalidad ciega y la burda insensibilidad de un hombre.

Lefthand se inclinó aún más sobre la chica. Fue de forma inconsciente, apenas sin hablar. El aire estaba tejido de respiraciones entrecortadas. Era imposible no ver a la mujer que en cierta ocasión lo había hechizado en la joven que ahora arriesgaba la vida para salvar a su padre. Y Lefthand no sabía qué le resultaba más hermoso, si esa muestra de amor filial, o la piel, toda luz y tersura, que camuflaban las sucias ropas de pirata.

El corte del labio había parado de sangrar. La muchacha miraba al frente. Muy cerca, Lefthand aspiró su aliento cálido, su hermosura salvaje.

Su cuerpo traía consigo una fragancia húmeda como la brisa que sopla hacia tierra adentro, desde más allá de las posesiones de los hombres. Acercó sus labios a la comisura de la joven y su roce fue tan leve como el aleteo de una mariposa; de pronto, la puerta se abrió igual que si entrase por ella una estampida.

—Íñig… —se oyó decir a alguien mientras Lefthand recuperaba precipitadamente la verticalidad. La joven miró hacia allí aterrorizada.

—¿Para qué están las puertas, señor Valdivia?

—Ejem… Señor… —titubeó Alonso bastante consternado por lo que había entrevisto—. El vigía acaba de avistar tierra.

¿Sería posible que no hubiese oído la voz del vigía?, se preguntó Lefthand.

—Informad al segundo de que ahora mismo subo.

—Sí, capitán —dijo Alonso, que cerró la puerta convencido de que su abstinencia forzosa le hacía ver cosas rarísimas.

Elena se levantó de un salto pero vaciló sobre sus pies. Lefthand la sujetó por los brazos.

—Con cuidado. Aún no estás recuperada.

La joven se preguntó si había oído bien. ¿Había dicho «recuperada»?

—Estoy perfectamente —dijo ella con voz insegura.

—De acuerdo, pues. —Cruzó las manos por la espalda y se dirigió a la ventana sin mirar a la chica—. Pero, antes de irte, ¿quieres que le dé algún recado a tu padre? —Muda de horror, la joven se esforzó en tragar saliva. Las heridas dejaron de dolerle y la luz de sus ojos cambió al sumirse otra vez en la incertidumbre del miedo. Lefthand la estaba mirando con fijeza—. No hace falta que disimules. Tu secreto está a salvo conmigo. —Y según lo decía, pensó en lo endiabladamente difícil que era transmitirle seguridad—. Debo ir a una reunión en el castillo de San Lorenzo. Es muy posible que allí esté tu padre. Como sabes, apenas puede despegarse de Morgan. —Hizo una pausa y suavizando un poco la voz, dijo—: A él le gustaría saber que estás bien.

Algo en el rostro de ella pareció distenderse y, de alguna parte, sacó el coraje de los desesperados y se atrevió a decir:

—¿Le entregaríais una carta… por mí?

—De acuerdo —dijo Lefthand tras una pausa—. Pero no te demores en traerla.

No había más que muros ennegrecidos. Y ni rastro del pabellón español.

Días atrás la fortaleza de San Lorenzo, levantada por España para bloquear la desembocadura del Chagres, había caído, y de los trescientos catorce hombres que integraban la guarnición, habían muerto más de doscientos. La noticia había volado como el viento por el mar de las Antillas hasta llegar a Tortuga y había propiciado la salida de la flota.

Aquí no había habido pactos, ni farsas, ni componendas, como en Santa Catalina. La guarnición española se sostuvo a sangre y fuego. No pidió cuartel. Y de hecho, el modo milagroso en que fue tomado el castillo, y cuyo asalto costó la vida a más de cien piratas, ratificó la fama de hombre afortunado que precedía a su almirante.

El Príncipe del mar largaba el ancla en el fondeadero cuando Morgan apareció arriba, bien a la vista. Donde había ondeado la bandera española se sacó el tricornio y, con gran regocijo de sus casi dos mil hombres, se puso a agitarlo en el aire. Por las inmediaciones del castillo, entre latigazos y golpes, trasladaban a un nutrido grupo de prisioneros con las ropas hechas jirones.

Al cabo de dos horas, ya entrada la noche, los principales comandantes fueron citados por Morgan. El motivo era revisar el programa de los próximos días. Había que equipar y aprovisionar canoas, elegir los barcos con los que se remontaría el Chagres y sonsacar a los presos españoles de Santa Catalina las rutas idóneas para caer sobre Panamá por sorpresa. De modo que no había tiempo que perder.

A la hora prevista, Morgan estaba en una de las salas del rastillo junto a Exquemelin, el médico. Los dos de pie, frente a un gran espejo con molduras de pan de oro que tenía una fractura en el medio. En el centro de la estancia había una espaciosa mesa de roble con veinte asientos, el mismo número de copas y varias botellas de brandy. En una esquina, un lacayo sudaba lo suyo limpiando los restos de sangre que aún quedaban.

Morgan se miraba y remiraba en el espejo. Vestía un jubón de terciopelo con botones dorados y una corbata de encales con un lazo portentoso. Exquemelin, serio como un cadáver, lo miraba de arriba abajo.

—Os digo que me está doliendo aquí —dijo Morgan, que poniéndose de perfil señaló la zona baja de la espalda.

—Dad un paso adelante —dijo Exquemelin.

—¡Ay!

—¿Os duele?

—No seáis becerro. ¿Qué diantre significa «ay» en inglés?

—Pues ni siquiera cojeáis.

—¡Por Júpiter que sois duro de caletre! ¿Es imprescindible que cojee para que me duela? —A continuación cambió de perfil—. Podéis ser franco conmigo. ¿Es grave?

—Lo dudo.

—¡Maldición! Así reviente, no le dais importancia a ninguna de mis dolencias. —Afuera en el corredor se oían voces cada vez más estrepitosas y carcajadas—. Ya están ahí esos perillanes. Servíos decidles que pasen —dijo palpándose con ambas manos el abdomen frente al espejo. Ladeó la cabeza—. Ah, Exquemelin —recordó al médico, sin mirarle—, no os vayáis muy lejos, por si os necesito.

Los capitanes fueron entrando. Delante, Bart el Sucio y Rock el Brasileño. Detrás iban Avery el Cojo, Michel le Basque, Eric Brazo de hierro, el Lorencillo y el resto.

Dos filibusteros pasaron por el corredor llevando a un infeliz en parihuelas. El herido, que tenía por piernas dos muñones mal vendados, se deshacía en lamentos.

—Por caridad… dejadme morir… —dijo el soldado en español. Y el grupo se alejó pasillo adelante.

Aprovechando la confusión y las voces, mientras el último de los capitanes se colaba en la sala, Lefthand sacó la carta de Elena y, en un visto y no visto, se la dio a su atónito padre, diciendo:

—Esta carta es de vuestra hija. —Y con esto, entró el último en la sala de reuniones.

Dentro, el lacayo se afanaba con la limpieza de las manchas de sangre.

—¡Rayos! —saltó Bart el Sucio—. ¿Tanto valor tiene la sangre española que hay que sacarle brillo? —Ocurrencia que dio pie a un sinfín de carcajadas por parte de los otros capitanes—. ¿Y a vos qué os parece Lefthand?

Este miró a los ojos a Bart el Sucio y con una mueca que poco tenía de sonrisa, repuso:

—Siendo cristiana, tanto vale una sangre como otra… siempre que esté limpia y no mugrienta como la vuestra. —En medio de un silencio sepulcral, Morgan echó una mirada al español en la que se mezclaba orgullo y astucia, y al ver que sus dos hombres tanteaban las armas, intervino.

—¡¡Caballeros!! ¡Quietas esas manos o no respondo!

—¡Rayos! —dijo Bart el Sucio con una sonrisa—. No pretenderéis ahora que me haga amigo de un español, por justa que sea su fama…

—Lejos están amistad y negocios —dijo Morgan. Sus facciones se endurecieron—. Y otra cosa, Bart, a nadie le gusta vivir como un puerco, ¿no es así?

Morgan dio orden al lacayo de que saliera. La reunión se prolongó por espacio de una hora bien larga y terminó con un brindis por el éxito final. Después, se abrió la puerta de doble hoja y los capitanes fueron saliendo hacia el corredor, muy ufanos y dándose palmadas. La fortuna sonreía al almirante y mientras así fuera, estaba estipulado por escrito que también a ellos les sonreiría.

—¡Lefthand! —dijo Morgan—. Quedaos un minuto. ¡Por vida de! Hace tiempo que vos y yo no intercambiamos blasfemias.

Los últimos fueron Rock el Brasileño y Bart el Sucio, que cerraron la puerta al salir.

—Tomad asiento —ordenó Morgan cogiendo una botella de brandy y dos copas—. ¿Qué os pasa? Se os ve pensativo —dijo, y sirvió en abundancia—. Os conocí ebrio y dichoso, y ahora que viene lo bueno andáis sobrio y apenado.

—Nada que no remedie un cofre hasta arriba de doblones de a ocho.

—¡Por cien tormentas! —Y dejó escapar una risotada—. ¡Brindo por eso! —Entrechocaron las copas y bebieron. Morgan eructó sonoramente—. Sin embargo, a mí no me engañáis. Hay algo que os preocupa. Lo sé. Vamos, vamos.

¿Qué os apura, muchacho? Hacedme caso y soltadlo. Veréis cómo os alivia.

—Tengo una hija pequeña en España. Hace mucho que no la veo.

Morgan, aparentando sorpresa, lanzó un silbido prolongado.

—¡Por Júpiter! ¡Una hija! Luego, ¿estáis casado?

—Solo ante los ojos de la Iglesia, no ante los míos.

Afuera, el viento azotaba las ventanas.

—Ajá. ¿Y echáis de menos a vuestra hija?

—Cada minuto que pasa. Cada hora de cada día.

—No imagináis cómo os envidio. —Y tratando de animar al español prosiguió de este modo—: Sin embargo, pensad que después de Panamá haréis de ella una mujercita envidiada por todas y codiciada por todos.

Lefthand alzó los ojos de la copa y dijo:

—Si estoy aquí es para que pueda vivir con desahogo durante el resto de su vida, sin depender de ningún hombre.

Bebieron juntos.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Morgan.

—Ocho años, o quizás nueve. No sabría decir.

Pasó otro rato. El viento aullaba cada vez más fuerte. A Morgan le recordaba cierta noche en Devonshire, en un cementerio de la costa Jurásica, en la planicie del acantilado del muerto. Aquella noche era imposible entenderse con palabras, lo contrario que pasaba hoy con este hombre.

—Yo no tengo hijos. Mi mujer no puede concebir. Vive en Port Royal, pegándose la gran vida. Al menos, la vuestra os hizo el más grande de los regalos. Sois un hombre de suerte. —Sus ojos eran grandes, oscuros y un poco abultados, ligeramente caídos hacia la comisura, siempre húmedos. Dio un golpe en la mesa con el puño cerrado—. Oye, muchacho —dijo tuteándolo por primera vez. Escanció de nuevo en las copas—. Llámame por mi nombre de pila, ¿de acuerdo? Como hacen los amigos. —Y levantando la copa, echó un nuevo trago. Lefthand cogió la suya, la movió en círculos y se quedó contemplando los vaivenes del brandy—. Además, esta es una noche de celebración y mis principales capitanes. ¡Dormirán hoy en blando! En aposentos con lechos de plumas, como los señorones.

—Razón de más para dormir poco, Henry.

Morgan se rio por lo bajo.

—Así se habla. El mundo no está hecho para los hombres quisquillosos —y tras un breve lapso le preguntó—: ¿Te contaron ya cómo se tomó esta fortaleza?

—Algo he oído.

—¡Pura casualidad! Uno de los nuestros enrolló algodón en una flecha y la disparó con el mosquete. Algún diablo quiso que la pólvora del arma inflamase el algodón y la flecha hizo estallar el polvorín del castillo.

—La fortuna suele acompañar al valor.

—¡Diantre! Es hermoso eso que dices, muchacho; pero no siempre es cierto.

Morgan bebió de nuevo.

—¿Qué tal se encuentra vuestro amigo Bradley, repuesto ya de sus heridas? —preguntó Lefthand.

Por un momento, el almirante cerró los ojos. Pareció buscar la respuesta acertada.

—Dejó la piel ayer mismo. Después de llevar a los nuestros a la victoria. Era un hombre valeroso Joseph Bradley, y como ves, poco afortunado.

—Lo lamento de veras.

—Si él estuviera aquí, te diría que los piratas de hoy no son más que cobardes y burgueses. Uno no puede fiarse de nadie en estos tiempos. Pero ¿qué puedo decirte a ti, que me salvaste la vida?

—Hacéis mal en desconfiar de todos. Los hombres os profesan admiración, Henry.

—Los hombres no son más que serpientes, muchacho. ¡Solos! ¡Estamos solos y rodeados de serpientes! Y para un amigo que hay… lo llevamos a la muerte, como el pobre Bradley —opinó con amargura—. ¡Los mejores me abandonan! —y enseguida, como un actor que cambia de registro—, menos tú. —Hizo una pausa—. Durante semanas y semanas has tenido paciencia. Eres prudente. He estado observándote. Dime —y bajó la voz hasta hacer de ella un susurro—, ¿ni una sola vez has tenido la tentación de preguntarme por nuestro pequeño secreto?

—Esperaba que vos daríais con el momento oportuno.

—Y el momento ha llegado, ¡por Júpiter! —Y sin más, echando todo el peso de su cuerpo sobre el tablero, aproximó su cara a la de Lefthand. Se tomó un gran trabajo para no alzar la voz—. Vamos tras el mayor tesoro de la historia. ¡El mayor! El oro de Panamá a su lado son baratijas. Como el Duque se encargó de decirte, el oro de Panamá solo fue una argucia para llegar hasta aquí. —Y recuperando su posición—: ¿Ya conoces la leyenda de la Dama del mar?

—Dudo que haya un solo marino a quien no le haya acompañado alguna vez.

Morgan se puso un dedo en la boca.

—¿Y si fuera algo más que una leyenda? Sabéis que tengo en mi poder el mapa de sir Walter Duncan, ¿verdad? —murmuró casi inaudiblemente.

—El mapa del Corsario sin cabeza —afirmó Lefthand.

—El bueno de Duncan estaba enterrado en Devonshire. Con un nombre falso en su lápida.

—Para muchos —dijo el español tanteando el terreno—, el tesoro de la Dama del mar es tan imaginario como su leyenda. Al fin, después de buscar durante media vida, sir Duncan acabó chiflado.

—Y un tal Diego de Ursúa, paisano tuyo, ¿también acabó chiflado?

—No sé a quién os referís.

—Hace casi ciento cuarenta años, Ursúa fue el primero en anunciar que todos andaban equivocados y que el país de la Dama del mar no estaba en el Amazonas. A su costa, armó una expedición de soldados que lo buscó por las selvas del istmo. Pues nada, un buen día, Ursúa y casi todos sus hombres desaparecieron como el humo de un trabuco.

—De qué me estáis hablando, Henry. De hombres poseídos por una idea. ¿Qué demuestra eso? Además, si tan seguro estaba sir Duncan de que el país de la Dama del mar estaba aquí, en Panamá, decidme, ¿por qué no dio con él?

—Muy sencillo, muchacho. Porque él nunca estuvo en Panamá.

—¿Qué queréis decir con que nunca estuvo en Panamá?

—¡Por Júpiter! Qué voy a querer decir. Pues lo que he dicho. —Y movió con resignación la cabeza de un lado a otro—. Sir Duncan compró el mapa en Madrid cuando ya estaba casi en la ruina, justo antes de volver a Londres y de que el rey mandase detenerlo. Fue decapitado por piratería.

—Vaya un rompecabezas. Supongamos que sea cierto lo que decís. ¿Quién le vendió el mapa a sir Duncan?

—Esa es la pregunta clave, muchacho —sentenció sonriendo—. Esa es la pregunta clave. ¿No lo adivinas? —Cogió la botella y escanció de nuevo en las copas. Le pasó a Lefthand la copa hasta rebosar y se quedó mirándolo con ojos más húmedos que antes—. ¿Qué? ¿No lo adivinas?

—No tengo ni idea.

—El heredero del único hombre en el mundo que podía dibujar ese mapa. Un familiar del único soldado de la expedición de Ursúa que sobrevivió —dijo Morgan con una expresión cercana al éxtasis—. ¿Qué me dices?

—Otro que perdió la cabeza.

—¡Por Júpiter! ¡No ves más que chiflados!

—De acuerdo —dijo Lefthand—. Entonces, ¿por qué habéis esperado tanto si no tenéis ninguna duda?

Morgan rompió a reír a carcajadas. Un poco de brandy se le derramó por la casaca. Dejó la copa y estiró los brazos por encima de la mesa con las palmas hacia abajo, como marcando un territorio.

—¡Demonios, Lefthand! No espero menos de ti. Piensa —dijo, y llevándose un dedo a la sien, afirmó—: ¡Porque el tesoro se halla dentro de los muros de Panamá… y yo soy inglés, no español! Había que atacar la ciudad, siempre con la protección de Inglaterra, naturalmente, y bajo el pretexto de que se trataba de una expedición de castigo. Conquistarla a todo trance, hacer picadillo a los españoles. Era el único medio de poder buscar a mis anchas el tesoro de la Dama del mar, ¿comprendes ahora?

—Astuto plan —dijo Lefthand, que, de repente, sintió un vacío desolador—. Y os agradezco la confianza que depositáis en mí; pero ¿por qué yo?

Morgan, como alguien que está preparado hace tiempo, se apresuró a responder.

—¿Por qué tú? Porque eres un hombre de fiar —dijo mortalmente serio y con los ojos muy abiertos—. La prueba es que me salvaste la vida, ¿o no? —Y el colmillo de oro relumbró por un instante. A continuación se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. Se aferró a los reposabrazos. Lefthand percibió que se había puesto tenso de improviso—. ¡Necesito ese tesoro, muchacho! ¿Entiendes? ¡Lo necesito para pagarles a esas hienas del Consejo de Ancianos! —Morgan no gritaba, pero hasta ahora, jamás Lefthand lo había visto tan tenso—. Y tú eres el único en quien confío. ¿Hay algo más grande que la amistad entre dos caballeros de fortuna? —Y sin levantarse, se llevó la mano a la espalda—. Pero nos estamos poniendo sentimentales como doncellas. Y ya es hora de darle trabajo al bergante de mi médico. ¡¡Exquemelin!! ¡¡Truhán!! ¡¡Exquemelin!!

El médico asomó por la puerta.

—¡¡Me sigue doliendo aquí detrás!!

Exquemelin se acercó y, ya se inclinaba para ayudarle a levantarse, cuando un papel doblado se le cayó del bolsillo, justo a los pies de Morgan. Lefthand reconoció consternado la carta de Elena, pero el médico, con gran sorpresa del español, no la vio caer. Era algo extraño para alguien con una vista normal.

—¡Voto a tal, medicucho! —dijo Morgan recogiendo la carta—. ¿Estáis ciego o qué? Algo se os ha caído. —Y abriéndola con semblante curioso, examinó su contenido.

Exquemelin cruzó una mirada de desaliento con Lefthand. Sin embargo, nada en el rostro un poco abotargado del almirante, nada en sus ojos húmedos y avejentados de alcohólico revelaba contrariedades. Al cabo de un rato enarcó las cejas y, con una sonrisa de perplejidad, sacudió la cabeza como si fuera demasiado incluso para Henry Morgan.

—Ni aunque me enseñaseis a leer, Exquemelin, entendería vuestras recetas —mintió el pirata con admirable naturalidad.

—Parece lógico, señor —dijo el otro ignorando tantas cosas de su amo—, siendo como es letra de médico.