La fuga del presidio
LOS MARTILLAZOS DE LOS CARPINTEROS que levantaban el patíbulo lo sacaron del sueño. En el ventanuco enrejado, el pequeño halcón se recortaba contra la luna menguante y, de repente, voló hasta posarse en su hombro.
El presidiario se incorporó en el catre empapado en sudor, se frotó los ojos y cogió al animal con ambas manos. Desplegó una de sus alas y la inspeccionó con mimo.
—Tranquilo, amiguito. Tranquilo —dijo soltando al animal, que volvió a posarse en el ventanuco.
Exhausto, se dejó caer en el catre y se quedó mirando la puerta del calabozo mientras recordaba el sueño, la pesadilla de siempre: El zafarrancho de combate y la misma batalla contra el mismo buque que gobernaba el comodoro inglés casado con una dama española, y por último su padre, su propio padre, atónito de verlo en cubierta en plena batalla, hasta que por fin…
Sobre el taburete que estaba junto al portón de la mazmorra yacía su sombrero, como una reliquia. Cruzó los brazos bajo la cabeza, cerró los ojos, inspiró hondo. Solo se oían los martillazos que eran, cómo ignorarlo, un toque prematuro de difuntos. Durante un interminable lapso de tiempo solo se oyeron los martillazos, cuando de manera inesperada, todo fue ahogado por un estruendo que desgarró el aire y resonó por las galerías. Aún era de noche cuando estalló el primer barril.
Al cabo de unos minutos las llamas sucedieron al humo con rapidez.
El olor a pólvora inundó un ambiente fétido, lóbrego, miserable. En la planta baja los presos empezaron a alarmarse cuando vieron una lluvia de chispas. Se oyeron gemidos y gritos. Enseguida, un crepitar inconfundible pareció reproducirse como el eco y las tinieblas se fueron replegando ante la furia de un incendio que devoraba las viejas maderas del presidio.
Una viga de grandes dimensiones se desprendió envuelta en llamas, se estrelló contra el empedrado y esparció chispas y trozos carbonizados. Las balaustradas de la escalera que conducía hasta el piso alto ardían y en algunos tramos todo el maderamen se venía abajo. Había docenas de calabozos abarrotados en cada planta, a uno y otro lado de los corredores que se bifurcaban en nuevas galerías. Y en cada una de esas mazmorras se oían gritos desventurados.
Poco después estalló un segundo barril. Y luego un tercero.
Todo pasó entre las tres y media y las cuatro menos cuarto de una madrugada de principios de junio. Y dentro de la cárcel de Madrid, solo un par de excéntricos tipos, que no eran precisamente centinelas, habrían podido esclarecer aquel soberbio desbarajuste.
Se trataba de dos hombres que vestían como el dúo de rameras más estrafalario del reino. La pareja, librada a sus propios recursos, daba fin al trabajo para el que había sido contratada.
—¡¡Por los clavos de Cristo que esto va de mal en peor!! ¿No quedamos en que era «un incendio para distraer a los carceleros», animal? —preguntó un tipo bajándose el pañuelo de lunares que le amparaba del humo mientras giraba sobre sus talones. Blandía en una mano un cuchillo de dimensiones desproporcionadas a su estatura, y los últimos ricitos del pelucón se posaban en sus falsos pechos. El que le seguía, un sujeto que ocupaba holgadamente el triple, se detuvo como si le hubieran dado contraorden. De cuello para arriba los dos humeaban como antorchas recién extinguidas.
—A ver… No me metas prisa. —Se oyó la voz aterrorizada del gordo, a quien le había dado un tembleque—. ¡Me estás… me estás poniendo nervioso!
—¡Aaaahhgg! —dijo el de corta estatura—. Lo que te voy a poner es un ojo a la funerala. ¿Cómo es posible que a un cobardón como tú le pirre la pólvora?
—¡Ay, Melquíades! —dijo el monstruo, bañado en sudor frío y dando diente con diente—. ¡Qué va a ser de nosotros!
—¡Mira que te lo dije! ¡Te lo dije! Ginés, un pequeño incendio para distraer a los carceleros. Un par de barrilitos. Los llevamos en la mano. Igual que si fueran de vino. Mira que esto es una orgía, que vamos vestidos de putas… No te los metas bajo la falda, como la última vez… ¿Qué pasa si alguno de los carceleros te toca el culo? Pues nada, oye. ¡¡Al revés!! ¡¡Todo justo al revés!! —dijo, y agitó el cuchillo frente a la barriga del otro—. ¡¡Fíjate la corrida que acabas de organizar!! —Y sacándose el sombrero de cintas, estiró el brazo cuanto pudo y le propinó un golpe seco en la cabeza con él—. ¡¡Mentecato!! ¡A quién se le ocurre sacarse dos barrilitos de la falda! ¿Qué te pasa a ti con la pólvora? Suerte tendremos si salimos crudos de aquí. —Y se caló otra vez el sombrero.
—Me nace de mis adentros, Melquíades.
—¿El qué? ¿Qué te nace de tus adentros, becerro?
—La pólvora.
—¿La pólvora? ¿Qué pólvora?
—Me da seguridad —dijo el gordo estrechando contra el pecho un barrilito que palmoteaba con una mano.
—¡Quita de ahí! ¡Cuatro barrilitos! ¡Por san Dios! ¿Y la reacción de los carceleros al verte?
—Maravillados los dejé —dijo asintiendo con orgullo el gordinflón.
—¿Maravillados? ¡Los aterrorizaste, animal! ¡A ver a quién le gusta una puta que pesa más de doscientas libras! ¡Solo a ti, que tienes sesos de pollo en esa cocorota!
—Pues tú bien que podías haberte afeitado el bigote.
—Yo sé lo que me hago —dijo frunciendo el ceño—. Pregúntales a ellas, si no.
—¡Ay, Melquíades! ¡Vamos a morir!
—¡Voto al diablo que son molestas estas malditas faldas! —Y así diciendo, Melquíades rasgó la falda con el cuchillo y al aire quedaron unas vistosas enaguas de encaje—. ¡Vamos, deprisa, deprisa! No perdamos más tiempo —ordenó limpiándose la pintura de labios con el dorso de una mano, y reanudaron la marcha escaleras arriba.
Llegaron al último piso con la lengua fuera y sin parar de correr. Las enaguas, con mucho más ligeras que las faldas, facilitaban la carrera de Melquíades. Por su parte, Ginés perseguía el frufrú de las enaguas de su hermano con el barrilito contra el pecho.
Aunque en general los presos tosían y gritaban, raro era aquel que hacía alguna observación al paso de semejantes velocidades. Los desdichados, que se aferraban a los barrotes de sus celdas locos de angustia, se quedaban mudos ante aquellas fugaces apariciones. Aún más, en medio de un incendio, para nadie era un alivio ver a una ramera monstruosa corriendo con las faldas en alto sujetas por el dobladillo, mientras otra, más bigotuda que un veterano de los tercios de Flandes, y ataviada con enaguas del color de la grana, la precedía como una centella.
En el fondo de la galería había un único calabozo. El calabozo estaba muy apartado del resto, protegido por un portón, y el portón, surcado por gruesos barrotes transversales y verticales. Por entre los huecos solo se veía un taburete de madera que iluminaba una antorcha próxima, y sobre el taburete, un sombrero de fieltro sucio.
—Señor capitán —susurró un ansioso Melquíades pegando la cara al portón. Los gritos de los presos eran cada vez más audibles—. Señor capitán, ¿estáis ahí? Si estáis ahí mostraos, que aún estamos a tiempo, señor.
A Melquíades le pareció ver algo. Al contrario que la mayoría de los otros presos, aquí nadie se había abalanzado contra los barrotes. Fijó la vista en el sombrero. ¿Era esta la mazmorra? Y su propia excitación, ¿obedecía a que el preso estaba condenado a la horca, o tenía que ver con la leyenda de ese hombre único, de ese diablo al que solo los ingleses se habían atrevido a apodar?
Con los vellos de punta, volvió a pegar la cara al portón. En eso, vio cómo una mano fuerte en apariencia pero insegura levantaba el sombrero y, ya en el aire, cómo el sombrero se desprendía de ella. A Melquíades le recorrió un escalofrío. Comprendió que el hombre por cuya causa arriesgaban la vida, que ese lobo entre los lobos, era el presidiario que estaba del otro lado.
—Señor capitán —dijo—. ¿Me estáis oyendo? ¡Señor Santa Cruz!
—¿Quién sois? —replicó una voz gruesa. La serenidad del tono sobrecogió a Melquíades, que casi sucumbió a la tentación de llamarle por su apodo.
—¿Estoy hablando con… el capitán Santa Cruz? —preguntó a la oscuridad.
—Vos lo habéis dicho.
—En ese caso, señor, perdonadme —dijo Melquíades, que se acercó a los barrotes—. Mirad esto. ¿Lo recordáis? —Era un diminuto pañuelo con bordados de flores. El blanco de la seda estaba amarillento. Al principio nada ocurrió, pero de repente una mano sucia y bronceada salió de la oscuridad y le arrebató el pañuelo blanco, que dejó de verse. Al instante, una voz sofocada en la que vibraba una temblorosa nota de hostilidad, dijo:
—¿Y mi hija? ¿Qué le habéis hecho? ¿Dónde está mi hija?
—Nada ha de ocurrirle si nos seguís. Venimos a liberaros, señor Santa Cruz —dijo Melquíades, que seguía sin ver a nadie.
—¡Escuchadme vos a mí! —Y el puño que aferraba el pañuelo salió por entre los barrotes—. Si hacéis que derrame una sola de sus lágrimas, viviréis para arrepentiros de ello. ¿Me habéis entendido, rufián? —Y tras una breve pausa, el presidiario se abalanzó contra los barrotes—. ¿Dónde tenéis a mi hija?
Melquíades dio un paso atrás. Tenía frente a él a ese hombre. El que según los rumores, había cobrado tantos botines en la mar como luego derrochado en las mesas de juego. Y abrumado como estaba, mucho le costó replicar.
—Está-está entendido, mi señor —tartamudeó—. Y creedme, no corre ningún riesgo. Más me está prohibido decir. Es imprescindible que nos acompañéis.
El presidiario contempló a Melquíades desde arriba, con la frente inclinada y los ojos bajos. Vestía ropas raídas. No tendría más de treinta años, la melena oscura le llegaba hasta los hombros y la barba endurecía unas facciones angulosas. Sus ojos, negros como el basalto, relucían como si volvieran de ardientes profundidades. Se hubiera dicho que unos ojos tales habían abdicado de la dicha bajo el peso de la culpa.
Poco después se oyó el bramido del último barril. Lo bastante violento como para provocar un caos en el ala oeste del presidio, y de paso, para descerrajar la puerta. En el aire flotó un humo negro. En tanto Ginés auxiliaba al presidiario, Melquíades se agachó, recogió un sombrero oscuro de ala ancha, le sacudió el polvo y se lo entregó a aquel hombre con timidez.
—Conducidme ante mi hija, y teneos por avisado —dijo el presidiario, que tomó el sombrero con mirada desafiante—. La palabra es cuanto le queda a un condenado a muerte.
Bajaron al sótano por las escaleras y atravesaron las cocinas. Al comprobar que la puerta que daba a la calle estaba cerrada, Melquíades dio una orden muda al gigante de su hermano, que arremetió contra ella.
El resto no se hizo esperar mucho. Los carceleros irrumpieron en las cocinas mientras afuera, en un oscuro callejón, Melquíades y Ginés se despojaban de sus disfraces. Un tercer tipo, que para extrañeza del presidiario era clavado al gordinflón de Ginés como una gota de agua a otra, y que respondía al nombre de Blas, le ayudó a poner el pie en el estribo. El tal Blas imitó a la perfección el resoplido del caballo, y seguidamente los cuatro salieron de allí picando espuelas. El pequeño halcón que planeaba sobre ellos los siguió a distancia.
A las afueras de Madrid enfilaron un camino arbolado, largo y oscuro como una noche de invierno, luego tomaron un desvío y siguieron en declive ascendente hacia la sierra por senderos pedregosos.
Rayaba el alba cuando las monturas, agotadas, se detuvieron a las puertas de un pequeño monasterio cuya sombra se recortaba contra el cielo sanguíneo.
Melquíades golpeó la puerta varias veces. Al poco, se oyó un chirrido. Melquíades se descubrió y dijo algo. El fraile, que vestía un hábito marrón oscuro y llevaba la capucha calada, guardó silencio sin levantar la vista y la pesada hoja, ruidosamente, se abrió para dejar paso a los tres hombres. El fraile echó una mirada recelosa al pequeño halcón, que había aterrizado en el antebrazo de Santa Cruz, y con los brazos por dentro de las mangas, les hizo recorrer un considerable tramo de claustro.
Varios frailes que miraban de reojo a los desconocidos, rastrillaban en los arriates del patio. A lo lejos, se oían voces implorantes que entonaban cantos gregorianos. El fraile que los guiaba cogió un fanal y se internaron en la noche del monasterio. Avanzaron por los pasillos como al encuentro de los cánticos. Los corredores estaban mal iluminados y el aire, de una densidad malsana, parecía impregnado de un olor acre y húmedo a incienso y a cera derretida. Cuando algún fraile se cruzaba con el grupo, bajaba la vista y sus pasos se perdían en la penumbra del corredor.
Poco después se detuvieron frente a una puerta. El fraile sacó una llave del bolsillo, y temblando, la introdujo en la cerradura y giró. Con un tímido gesto hizo pasar al presidiario y lo invitó a sentarse a una enorme mesa de roble en la que había un candelabro apagado. Después se escabulló de allí cenando la puerta con varias vueltas de llave.
La estancia debía de tener una amplitud sorprendente, pero la penumbra lo invadía casi todo y la luz, aunque débil, procedía de una sola dirección. Junto al ventanuco, alguien estaba sentado en un sillón de madera labrada. Se veía tan solo la parte inferior del asiento y un reposabrazos que tenía forma de voluta. Sobre el reposabrazos descansaba una mano muy bronceada que tenía cogidos unos guantes de gamuza negra y lucía un primoroso puño de encajes. Las piernas estaban separadas. Calzaba lustrosas botas de montar hasta la rodilla con el reborde vuelto, y sendas hebillas doradas en cada uno de los rebordes con las iniciales J. D. inscritas en ellas. Permaneció inmóvil como un ídolo.
Desde el ventanuco, el alba arrojaba un haz oblicuo que incidía parcialmente sobre el caballero, quien con excepción de la mano, tan solo era visible de cintura para abajo. El resto estaba inmerso en las sombras.
—De modo que vos sois el capitán Santa Cruz. —Salió una voz metálica de las tinieblas, y tras una pausa prosiguió—: Ante todo, dispensad por la burda artimaña con la que os hemos arrastrado hasta aquí. Vuestra hija está bien segura con su madre. Nada ha de temer por ella vuestra merced. Por desgracia, en nuestra patria es más fácil dar con un par de picaros para robar un pañuelo que con un oficial competente y leal a sus armas.
—¿Cómo está ella? ¿Dónde está mi hija? —preguntó el preso, que se puso en pie calmosamente y sin pararse a pensarlo, palpó el lugar donde debiera estar su espada. El halcón alzó el vuelo y se fue a posar en el respaldo de una silla.
—Os repito que vuestra hija está con su madre —replicó la voz desde la oscuridad.
Al fin el desconocido se levantó del asiento. Una de las hebillas emitió un destello fugaz. Dio un paso adelante y salió de las sombras.
El presidiario no se movió del sitio.
En cuanto al caballero, cualquiera habría dicho por su forma de vestir que se trataba de un hombre de calidad, ataviado como estaba con un sombrero de plumas. El presidiario llevaba el suyo calado, aún con rastros de hollín y polvo, y la ropa andrajosa. El caballero, sin dejar de mirarlo, ladeó la cabeza y en su cara se dibujó una leve sonrisa. Suspiró más consternado que ofendido porque el otro no se descubriera en sus propias barbas y, tomando la iniciativa, cogió el sombrero, lo colocó en su estómago e inclinó el torso hacia delante.
Solo entonces el preso se descubrió, hizo una ligera reverencia y a continuación dijo:
—Jurad por la salvación de vuestra alma que mi hija está con su madre, a salvo.
—Lo juro por la salvación de nuestra patria. ¿O acaso no os parece mucho más importante, Íñigo Santa Cruz? —repuso con una sonrisa cínica.