John el Duque
EL CUERPO DE NACATIME flotaba en el agua dejando un rastro de sangre. En cuanto al Duque, se quedó tan abrumado al ver el tesoro que por un instante creyó que soñaba.
—¡Melquíades, Blas, Ginés! ¡Subid aquí! ¡Pronto! —reaccionó el Duque llamando a sus hombres—. Los tres se miraron embobados pero, incapaces de desobedecer una orden directa de su jefe, subieron a rastras por el sendero de rocas. Elena, maniatada como estaba, de rodillas, temblaba de impotencia. El Duque, sin soltarle el cabello y de un tirón brutal le alzó la cara. La joven profirió un gemido leve.
—Elena… —dijo Lefthand con un estremecimiento de horror.
Morgan, el rostro nublado por el asombro, miró a Lefthand y acto seguido a su lugarteniente. El Duque, con la antorcha en alto, desenvainó un cuchillo y arrimó la punta al cuello de la joven.
—¡Lefthand! —gritó—. ¡Soltad la artillería o será vuestra última oportunidad de mirar este cuello! —El español arrojó su pistola al agua—. ¿Qué os ha parecido mi pequeña idea de incendiar Panamá, Henry?
—¡Por Júpiter! ¿Fue idea vuestra?
—Qué mejor forma de distraer a los hombres y cargar el tesoro sin llamar su atención. Pero, quién podía pensar en semejantes riquezas. Nos llevará días sacarlo —dijo, y echó una ojeada a las aguas—. Y ahora, Henry, apartaos de ese perro traidor si no queréis contagiaros.
Lefthand se mordió los labios. Reconocía más a ese hombre por lo que había oído de él que por su físico. Solo en una ocasión lo había visto, hacía meses, en la entrevista del monasterio de Madrid. En aquella oportunidad, iba ataviado como un noble; ahora vestía la indumentaria propia de un caballero de fortuna. Y sin embargo lo odiaba como solo se odia aquello que se conoce. Morgan miró a Lefthand con el rabillo del ojo y, antes de que este cometiera alguna locura, intervino.
—¡Voto a todos los demonios! Dejad fuera de esto a esa mujer, John. No se merece ningún maltrato.
—No hasta que el traidor confiese.
—Pero ¿qué está rumiando vuestra cabeza retorcida? ¡Cada cual hizo aquí lo suyo, como estaba mandado! ¡Menos vos, por cierto! ¡No he vuelto a saber nada de vuestras andanzas desde Tortuga! ¡Ni una sola advertencia sobre el ejército español o sus puntos flacos! ¿Para eso os envié a Panamá? —gritó Morgan—. Sí. ¡¡Este hombre tiene toda mi confianza!! Gracias a él estamos ahora donde estamos.
Las sospechas descendieron sobre la gruta como niebla espesa. La mujer india se desangraba en el agua pero Lefthand tenía sus ojos clavados en la hija de Exquemelin.
—Camináis a oscuras, Henry. —Y dirigiéndose a Lefthand sin dejar de rozar con la punta del cuchillo la garganta de la joven, gritó—: ¡Vos! ¡Soltad toda la verdad o le rajo el pescuezo! ¡Decidle a Morgan cómo procurasteis evitar la victoria sobre los españoles o veréis cómo se espesa la sangre de la puta!
Melquíades, que ya estaba arriba junto con los gemelos, te quedó de una pieza. ¿A quién se refería el Duque? Ese, el amable joven de los ojos verdes, el joven al que había abofeteado Guzmán Yáñez en el barco, ¿era una mujer? Y si ya estaba suficientemente preocupado, la situación se volvió torturante.
Lefthand, presto a intervenir, iba a dar un paso al frente pero la mano de Morgan lo contuvo. Era más que una orden, una súplica. Con solo un ademán rogaba al español que le concediese el derecho, al menos, de merecer su amistad.
—Si sois listo, no haréis nada semejante —dijo Morgan, que estaba apabullado por la pasión que exhibía su lugarteniente.
—Escuchadme, Henry —dijo el Duque—. Él no quiso que entrarais en Panamá. Hizo todo lo posible por que los boucaniers salieran derrotados y la expedición fracasara. Envió las manadas de toros contra el ejército. ¡Dejadle al traidor que confiese!
Elena levantó la vista lo justo para mirar a Lefthand. Este cruzó una mirada ardiente con ella y apretó el puño hasta clavarse las uñas en la palma de la mano.
—¡Yo maldigo el vientre que os trajo al mundo, John! —dijo Morgan, y un casi imperceptible titubeo vibró por primera vez en sus palabras, pero se repuso para decir con voz enérgica—: ¡No os creo! ¡He dicho que no os creo! ¿Un traidor alguien que me salvó la vida dos veces? ¿De cuántos caballeros de fortuna puede decirse lo mismo?
—¡Si no me creéis, subid! Acercaos y os demostraré dónde reside la traición.
El almirante lanzó un escupitajo, salió del agua y se dispuso a avanzar sendero arriba. Lefthand, que hasta ahora no había tenido ojos más que para Elena, se dio cuenta de que Nacatime, que flotaba a solo unos pasos de él, aún respiraba. A su alrededor el agua estaba teñida de sangre. La cogió en los brazos, se acercó a la orilla y tumbó su cuerpo en una roca plana. Al hacerlo, vio que en una de sus muñecas había un tatuaje idéntico al que se había referido el licenciado Padilla.
—¡La estrella de cinco puntas! —murmuró Lefthand—. La estrella real.
La mujer entreabrió los labios.
—Soy… Nacatime, hija de Wagala… la última de mi estirpe. La estirpe de la Dama del mar… Llevaba tantos años… esperándote. —Aunque apenas quedaba energía en su cuerpo como no fuese para exhalar un último suspiro, la india se esforzó en decir—: «Solo el casco de plata lo hará» significa… significa… que solo él salvará el tesoro para esta nación… la nación a la que… pertenece… Solo él logrará que se quede en la tierra de sus antepasados, en la tierra de la Dama del mar —y, entre convulsiones, hizo un último esfuerzo por revelar a Lefthand el secreto que aún podía salvarlo.
Entretanto, Morgan llegó arriba y el Duque le entregó un papel con una sonrisa de triunfo.
—¿La reconocéis? —preguntó el Duque.
A Morgan el pliego arrugado no le decía nada. No reconoció la misiva ni sus trazos enérgicos. Y después de todo, ¿por qué iba a reconocerla si nunca había puesto los ojos ahí?
—Pero ¿qué es esto? —preguntó.
—Es natural que no os suene. Esta es la carta de la que no tuvisteis constancia. Dadle la vuelta, si os place.
Y al hacerlo advirtió que en el envés quedaban restos del lacre con el sello del gobernador de Panamá, y sobre todo, que su propia firma hecha con sangre, la firma de Henry Morgan, destacaba en el papel blanco. Y esto sí que lo recordaba. Recordaba su dedo goteando sangre sobre la carta y su firma antes de devolver al emisario el ultimátum. Porque el supuesto ultimátum que le había dado a leer a Lefthand en el campamento, antes de la batalla decisiva, era la carta que ahora tenía entre las manos.
Miró a los ojos al barón, dio la vuelta al pliego y se puso a leer.
Su infantería asciende a dos mil hombres y su caballería a cuatrocientos. Sobre todo, ha de ser un ataque rápido y por sorpresa, Henry Atacad con todo y por donde menos lo espere el enemigo. Si es posible, dad pistas falsas para confundir a los españoles. Tienen preparada un «arma secreta» que consiste en lo siguiente: agruparán docenas de manadas de toros para lanzarlas en estampida, pero a no ser que averigüen con tiempo por dónde pensáis atacar, es un arma inoperante.
Fdo: El Duque
—¿Por qué creéis que os mintió y que la estampida casi despedaza al ejército? —masculló el Duque entre dientes echando hacia atrás la cabeza de Elena, como si el cuello que lamía el cuchillo fuera el del hombre que tanto detestaba—. ¡Y esta arpía estaba entre los que llevaron a los vaqueros a vuestras posiciones! —Melquíades, Blas y Ginés, con la misma cara de congoja, tragaban saliva. Estaban allí como obligados a presenciar aquel tormento; peor aún, pues en cierto sentido se sentían culpables de lo que pasaba—. ¿Cómo pudisteis confiar en ese hombre hasta el punto de darle a leer un ultimátum, Henry?
—Porque creí que era de fiar —dijo Morgan debatiéndose para no dejar traslucir su decepción.
El almirante dejó caer su mirada. Esta acarició los riscos de la orilla y luego rodó hasta Lefthand, que estaba junto al cadáver de la india. El Duque tomó la iniciativa.
—¡¡Traidor!! ¡¡Subid o la puta lo pagará!! —Lefthand se puso en pie y subió por el sendero hasta llegar arriba. Una vez allí, reconocer en las manos de Morgan la carta firmada con sangre y hacerse cargo de la situación fue todo uno. El Duque ordenó a Melquíades que lo despojara de su sable y añadió—: El momento de ajustar cuentas se alargaba demasiado, ¿verdad, mala víbora?
—Serán juzgados como piratas, conforme al código de la Hermandad —zanjó Morgan con un atisbo de amargura, y sin atreverse a mirar a Lefthand, estrujó la misiva y la arrojó a las aguas.
Lefthand, que solo estaba preocupado de Elena, dudaba que el Duque les permitiera llegar a la superficie; pero aunque así fuese comprendió que estaban perdidos. El código de la Hermandad era de un rigor extremo cuando se trataba de juzgar la traición, y, por si no bastase, el Duque debía de haberse enterado, sin duda por los soldados españoles o los vaqueros indígenas, del papel de Elena en la estampida.
—Excepto si reclamo mi venganza, aquí y ahora —dijo el Duque con ojos febriles.
—¿Vuestra venganza? —preguntó Morgan—. ¿A qué venganza os referís?
—¿Recordáis la anécdota española, Henry, la que se hizo célebre en España hace veinte años y que protagonizaba un muchacho por nombre Íñigo Santa Cruz?
—Vos me la habéis hecho aprender.
—En ese caso recordaréis que los españoles ganaron la batalla en el mar a los ingleses. Y que el comodoro inglés resultó muerto. Los españoles llamaron a aquello proeza; yo lo llamo cobardía.
—¿Y a qué viene todo esto, John?
—El comodoro inglés, muerto por la espalda de un sablazo, era mi padre.
Por un momento se impuso la conmoción o el asombro.
—Os burláis —dijo Morgan.
—¿Diríais que el sentido del humor es lo que me distingue? —replicó el Duque.
—El comodoro inglés —dijo Morgan— estaba casado con una dama española. ¿Acaso era vuestra madre? —el Duque asintió. Se habría dicho que la escena le causaba un placer intenso—. ¿Por eso habéis arrastrado hasta aquí al español? ¿Por eso me disteis a conocer su historia? ¿Por eso me convencisteis de que él era el casco de plata, el que encajaba en la leyenda de la Dama del mar?
—Acertáis en todo.
—Cuando vos nunca creísteis que él fuera el elegido.
—La simple idea de «elegido» me provoca repulsión, Henry. Además, ¿elegido? ¿Desde cuándo ese embustero se sacrificó por su padre? ¿Quién lo dice? ¿Los españoles? Los españoles son falaces. España y los españoles están hechos de mentiras. Os dije que el mapa del soldado de Ursúa era la clave y que, una vez en nuestro poder, el resto importaba poco. Y a la vista está —dijo señalando con un brazo hacia la laguna— que no anduve muy desacertado.
—¿Y por qué no acabasteis antes con él? —preguntó Morgan.
—Me asombráis, Henry. Porque lo necesitábamos. A él y a todos los hombres y los barcos disponibles. ¡Se trataba de la mayor empresa de la historia! ¿O es que Panamá había sido tomada alguna vez antes? Y tratándose del tesoro de la Dama del mar, ¿creéis que me importaba posponer unos meses mi asunto?
Era increíble, y aun así, tenía todos los visos de ser cierto, pensó Lefthand. Ahora, demasiado tarde, comprendía por qué lo necesitaban esos dos; por qué, cada uno a su modo, por razones bien distintas, lo habían obligado a participar en la expedición de Panamá. No había sido más que un títere en sus manos.
El Duque dio orden a los suyos de que maniatasen a Lefthand y empujó a Elena hacia un lado, quedándose aterrada, bocabajo. Lefthand se reprimió para no abalanzarse y echarlo todo a perder. De todos modos el Duque, con la antorcha en la mano, ya lo encañonaba con su pistola. Melquíades procedió a maniatarlo y valiéndose de que Morgan y el Duque intercambiaban unas palabras, susurró al oído de Lefthand:
—Ginés guarda un barrilito de pólvora en el macuto.
—Reconozco que vuestra idea de incendiar la ciudad está bien pensada —dijo Morgan al Duque—. Necesitaremos a las tripulaciones del Ganymede y el Doce apóstoles para transportar todo el oro. Transmitid a vuestros hombres que la discreción es la regla.
—Podéis estar seguro de que así se hará.
—Quiero ese macuto en el suelo —murmuró Lefthand a Melquíades, y advirtió cómo este le dejaba la cuerda lo bastante floja para liberarse sin demasiadas dificultades.
Detrás de Lefthand el infeliz de Ginés temblaba de pánico.
—Y, por fin, carroña —dijo el Duque a Lefthand. Lo apuntó con la pistola—, ¿qué muerte lenta preferís?
—¡No sois más que medio hombre! —replicó Lefthand, apurando la única posibilidad que le quedaba—. No os atrevéis más que con niñas y con mujeres.
Morgan ya estaba harto de aquella comedia. El tesoro más espléndido de la historia los aguardaba y no había más tiempo que perder.
Pero el Duque, en respuesta a las palabras de Lefthand, metió la pistola en el cinturón y sin desprenderse de la antorcha fue a su encuentro y lo abofeteó varias veces, obligándole a retroceder.
—Quién es aquí el medio hombre, ¿eh, tullido? —bramó poseído por la cólera.
Lefthand seguía retrocediendo. Miraba de reojo buscando el macuto pero no aparecía. Como Ginés estaba detrás, en caso de que lo hubiera soltado (y había tenido tiempo de sobra para hacerlo), el macuto no podía andar muy lejos. Forcejeó para desatarse pero las ataduras estaban más recias de lo que pensaba. El Duque, con expresión satisfecha, le sujetó la cara apretando las mejillas, acercó la antorcha a sus ojos. Lefthand vio de refilón el macuto. En las sombras pasaba inadvertido. Estaban llegando a su altura.
Y exactamente en el instante en que el Duque desviaba la mirada hacia un lado, Lefthand trabó una pierna entre las suyas y, con un ágil movimiento de cintura, hizo que se tambalease. Ambos cayeron entrelazados. Elena gritó. La antorcha rodó por el suelo. El Duque acertó a ponerse a horcajadas sobre Lefthand y desenvainó su cuchillo pero, in extremis, Lefthand logró desembarazarse de la cuerda que le inmovilizaba las manos. Bloqueó su ataque con la mano sana. Lo aferró por la muñeca mientras el cuchillo del Duque relucía buscándole el cuello.
De improviso, a su derecha, tan próximo que casi podía tocarlo, Lefthand vio el macuto de Ginés y a su lado la antorcha.
—¡Que nadie intervenga! —gritó Morgan, pues según las leyes no escritas de la Hermandad, una disputa era sagrada para saldar las diferencias entre dos hombres.
Sin embargo, aunque Lefthand era aparentemente más vigoroso, la posición del Duque le concedía una ventaja sustancial. El cuchillo estaba a no más de un palmo de su garganta y además, mientras sostenía fuerte la muñeca del otro, con su otra mano tanteaba buscando la antorcha.
Logró tocar la empuñadura de la antorcha. Era de lamentar que fuese la mano inválida, pero no le quedaban alternativas. Concentró toda su voluntad en ella para que al menos por una vez le obedeciese. Tan solo un pequeño gesto. Con solo atrapar la antorcha y acercarla al macuto bastaría; pero los músculos se resistían entre temblores. Y a la vez, el cuchillo del Duque bajaba pulgada a pulgada, de forma irremisible. Pensó en su hija, pensó en Elena. Hizo un esfuerzo producto de la desesperación más absoluta, crispó los tendones y con un lamento ahogado que le salió de lo más hondo, se apoderó de la antorcha y aplicó el fuego al macuto.
—¡¡Elena!! ¡¡Al suelo!! ¡¡Al suelo!! —voceó.
El Duque miró a su enemigo con ojos insensatos, aflojó la presión, se fijó en el macuto que ardía al contacto con la antorcha, volvió a mirar a Lefthand y, sin mediar palabra, se arrojó hacia un lado justo antes de que sonase el estampido.
El eco multiplicó la detonación por toda la caverna. Durante los segundos siguientes el polvo se fue disipando y nada se veía; pero de repente aquellas bóvedas milenarias, esculpidas con paciencia durante un largo tiempo de espera, comenzaron a resentirse.
Al principio era una lluvia menuda pero, poco después, al igual que si unos arrastrasen a otros, fragmentos cada vez más grandes comenzaron a desprenderse de los techos. Nubes de polvo se arremolinaban en medio de un fragor estruendoso. Se abrieron cataratas de piedra. Pedazos de roca se hundían en las aguas por aquí y por allá levantando surtidores de espuma; otros, se partían al estrellarse contra el suelo con grandes detonaciones y peligrosas esquirlas saltaban por todas partes.
—¡Hay que salir de aquí! —gritó Morgan, que contemplaba la laguna con ojos de iluminado—. ¡Es un desprendimiento!
—¿Salir de aquí? —vociferó el Duque—. ¿Antes de cobrarme mi venganza? Ese perro morirá por mi mano.
—Pero ¿no veis que acaba de reventar? Pongámonos a cubierto, por ahora. —Y ambos salieron intentando escapar.
En medio del estrépito Elena corrió hacia Lefthand.
Al acercarse advirtió que no estaba muerto, pero que había perdido la mano en la explosión y corría el riesgo de desangrarse. Por suerte era una mutilación limpia. Con gran presencia de ánimo y según había visto hacer a su padre docenas de veces, vendó la herida abierta con jirones de ropa, y mediante un cinturón, hizo un torniquete en el antebrazo para cortar la hemorragia. Lefthand, casi a punto de desfallecer pero sabiendo que la vida de la joven dependía de la rapidez con que actuaran, se sobrepuso a un dolor intolerable.
Las rocas seguían desprendiéndose del techo. Tanto Morgan como el Duque habían desaparecido por la entrada de la gruta. Melquíades, Blas y Ginés estaban de pie, aterrorizados. Entonces una roca gigantesca fue a caer en la boca de entrada a la gruta bloqueando la salida.
—Encerrados —dijo Melquíades—. ¡Capitán, estamos encerrados!
—No —dijo Lefthand, que levantándose gracias a la ayuda de los gemelos, reveló el último secreto de Nacatime—. Hay otra salida.
Apoyado en Blas y Ginés, bajó por uno de los senderos laterales y los condujo hacia donde había dicho Nacatime, allí donde la profundidad de la laguna era mayor.
Se zambulleron uno tras otro y sus cuerpos no volvieron a aparecer en la superficie de las aguas de la caverna.