Ultimátum

AL DÍA SIGUIENTE, envuelto en las brumas de la mañana, un emisario acompañado de un auxiliar que enarbolaba bandera blanca, se acercó al campamento de los piratas. El emisario dijo que era portador de una misiva del gobernador de Panamá, don Juan Pérez de Guzmán, para entregar personalmente a Henry Morgan. Lo hicieron descabalgar a él solo, y un grupo creciente de filibusteros lo escoltó hasta el vivac del almirante.

A lo largo del nada cómodo trecho, el emisario, empingorotado hasta la peluca, soportó estoicamente los escarnios y las burlas de los filibusteros; sin embargo, a medida que se aproximaba a su destino, la estética del petimetre empeoraba. Ahora llevaba varios manchurrones en las ropas y de la peluca pendía un grumo de lodo, pero su pose era admirablemente idéntica a la del caballero que había descabalgado poco antes.

Había media docena de filibusteros de pie alrededor de Morgan. El almirante y Lefthand estaban sentados en unos tocones de árbol, junto a una fogata, rodeados de toda clase de fardos y armas. Se entretenían jugando al cuchillo veloz. La mano inválida de Lefthand acababa de salir indemne y ahora era el turno del almirante.

—Para haberte roto los tendones de una caída le das un buen uso a tu mano mala, muchacho. Pero ahora vas a saber lo que es bueno —dijo Morgan, y sin más, extendió la mano en el tocón y empezó a clavar su cuchillo entre dedo y dedo con una rapidez prodigiosa.

A su espalda, el grupo de piratas que acompañaba al emisario se detuvo sin decir esta boca es mía. La velocidad que Morgan imprimía al cuchillo hacía complicado seguir sus evoluciones. Todo el mundo guardaba silencio hasta que, abandonando cualquier actitud reservada, alguien se atrevió a hablar.

—Ejem, tengo una carta para vos de su excelencia, don Juan Pérez de Guzmán, gobernador de Panamá —dijo el emisario en voz alta.

El filo del cuchillo destelló en el aire, la punta se clavó donde no estaba previsto y una sangre oscura manó del dedo gordo.

—¡Valiente hijo de perra! ¿No podíais coserle la boca? —gritó Morgan, que desprendiéndose del tricornio, se quitó el pañuelo de la cabeza y se vendó la mano herida—. ¡Fuera de aquí todos! ¡Barbianes, mastuerzos, mentecatos! —gritó a la cuadrilla de filibusteros, y dirigiéndose al emisario dijo—: Y vos, ¿quién sois? ¿El que habla a destiempo?

—Un parlamentario de su excelencia, don Juan Pérez de Guzmán, goberna…

—Pues vais hecho un asco —le interrumpió Morgan, y se quedó mirándolo de la peluca a los pies. Sacudió uno de los grumos de lodo que le colgaban de la peluca y sonrió con su característica mueca torcida, diciendo—: Excusad estas formas. Mis hombres no son más que montaraces distraídos… y boucaniers. —Imitó el acento francés exhibiendo el colmillo de oro—. Y ahora, decidme, ¿a qué debo semejante honor de su excelencia?

—Vengo a traeros un ultimátum —dijo el emisario alargándole la carta.

—¡Un ultimátum! —dijo Morgan. A continuación tomó la carta y regresó junto a Lefthand, que no se había puesto en pie.

Era un pliego formalmente doblado y sellado con lacre. Rasgó el lacre y volvió la cabeza con un ojo entrecerrado. Sus esbirros, siempre en semicírculo, se inclinaban estirando el cuello en dirección a la carta.

—¿Es que no puede uno tener un momento de intimidad? —tronó dirigiéndose hacia ellos—. Cuando se os necesita no aparecéis, y cuando sobráis, alargáis los pescuezos como grullas en celo. ¡Fuera de aquí todos! —Ya más conforme, gruñó por lo bajo fijando la vista en el petimetre, que seguía igual de inexpresivo que antes, y con un gesto señorial de la mano, dijo—: Vos también, maese parlamentario. Servíos dejadnos solos un momento.

Los esbirros se apartaron llevándose consigo al emisario, que a distancia, no perdía de vista las reacciones de Morgan.

Ya iba a desdoblar la carta cuando inesperadamente recordó que Lefthand estaba convencido de que no sabía leer. Todo se le pasó por la cabeza a Morgan. Juzgó una ruindad que el español lo pillase en un renuncio tan barato. ¿Qué confianza, qué amistad podría inspirar en él si le descubría mintiendo en algo así, tan insignificante? Por no hablar de que, a raíz de la muerte de Joseph Bradley, no se había sentido tan solo en toda su vida, tan rodeado de serpientes, tan falto de verdaderos amigos. Conforme su gloria crecía, un halo de prestigio lo separaba de los hombres volviéndolo cada vez más suspicaz. Por otro lado, el contenido de un ultimátum era lo más previsible del mundo. Cualquier capitán de guerra conocía de sobra sus redacciones. Él mismo no paraba de redactar ultimátums.

El español apreció el leve desconcierto de Morgan, que contra todo pronóstico, se golpeó la frente con la mano vendada antes de decir:

—Amigo mío, ¿leerías la carta a este analfabeto?

Lefthand la cogió y desplegó. De un solo vistazo, con profunda sorpresa, vio quién la firmaba. No le hizo falta más para advertir la perfidia, el engaño. Tuvo que recurrir a toda su sangre fría para que la cara no dejase traslucir sus emociones. ¡El Duque! Pero ¿qué hacía aquí el lugarteniente de Morgan, dentro de Panamá? Y —se preguntó echando un vistazo al trozo de lacre que quedaba—, ¿qué buscaba escondiéndose bajo el sello del gobernador? Y para sí mismo, empezó a leer en inglés.

Su infantería asciende a dos mil hombres y su caballería a cuatrocientos. Sobre todo, ha de ser un ataque rápido y por sorpresa, Henry. Atacad con todo y por donde menos lo espere el enemigo. Si es posible, dad pistas falsas para confundir a los españoles. Tienen preparada un «arma secreta» que consiste en lo siguiente…

Como antes sus esbirros, Morgan estiró el cuello hacia la carta, enarcó las cejas y miró como por debajo de unos lentes. Lefthand, a su vez, fijó en él los ojos armándose de serenidad.

—¿Qué? —preguntó Morgan con impaciencia.

—¡Fantástica! —dijo Lefthand terminando de leer la carta.

—¿Ah, sí? ¿Fantástica?

—¡Su desfachatez!

Entretanto el emisario, dueño de sí mismo, no quitaba ojo a lo que pasaba en el vivac. Los esbirros de Morgan lo rodeaban, lo miraban, lo estudiaban igual que harían con una criatura tan exótica como un elefante de dos trompas. Desde los zapatos de hebilla, pasando por los puños de encaje y la barba muy recortada, hasta el último pelo de la peluca. De vez en cuando, lo rozaban con cuidado, como si temieran que los contaminase.

—¡Desfachatez española! ¡A eso estamos hechos! —trono Morgan—. Y ahora, amigo mío, por Júpiter que me tenéis en ascuas. ¿No podríais leerme siquiera un poquitín? —Lefthand lo vio con claridad meridiana. Era evidente que el Duque había sido infiltrado por Morgan en Panamá con el fin de facilitarle información valiosa. Y vaya si lo era—. ¡Eh, muchacho! —dijo Morgan muy sonriente—. ¿Qué te pasa? ¿Tan difícil es de leer un ultimátum?

Viendo que de esta información dependía la batalla contra España y el éxito o el fracaso del «arma secreta», que las vidas de Elena, Alonso y el puñado de hombres que había partido de madrugada estaban en riesgo; seguro, en fin, de que el plan se vendría abajo si Morgan se enteraba del contenido de la carta, Lefthand se arriesgó a todo.

—Es el típico ultimátum, Henry —dijo—. Pero me sorprenden la desfachatez y la ingenuidad de los españoles.

—Adelante, adelante. —Animaba con la mano un ávido Morgan.

Y ahí Lefthand omitió de cabo a rabo la palabra escrita y fingió leer el ultimátum modelo, la fórmula clásica que cualquier pirata se sabía de memoria. En cuanto terminó de leer; es decir, de simular que leía la carta, Morgan se levantó resueltamente. Lefthand lo siguió.

—Con que esas tenemos, ¿eh? —dijo el almirante con una risa entrecortada—. O nos volvemos con el rabo entre las piernas, o los malnacidos nos borran del mapa, ¿no? ¿Con quién se creen que están tratando? —Y cogiendo la misiva de las manos del español, llamó al emisario—: ¡Barbilindo! ¡Pisaverde! —El emisario compareció de nuevo ante él—. ¿Veis este ultimátum de vuestro gobernador? —preguntó Morgan blandiéndolo en su nariz—. Esto es lo que hago yo con él. —Y recordando el procedimiento que se seguía en Tortuga con el aspa roja, cogió la carta por el reverso, permitió que su mano herida sangrase en abundancia sobre el blanco del papel y, a continuación, firmó con el dedo en su propia sangre—. Devolvédsela así, y decidle al gobernador que si la vida no me ha enseñado a leer, al menos me ha enseñado a firmar.

El emisario recibió la carta como estaba, haciendo cuenco con las manos, y se marchó por donde había venido. Lefthand sonrió imaginando el más que incierto futuro del Duque y la cara del gobernador al ver el falso ultimátum.

—Prepárate para reunir a mi ejército, amigo mío. Quiero hablarles a todos antes de la hora de la verdad —ordenó Morgan.

Al fondo, entre el regocijo de una marea de filibusteros, el emisario fue socorrido por su auxiliar para subir al caballo. Después, auxiliar y emisario partieron dejando atrás un reguero de risas.

Dos horas más tarde, en el más lujoso salón de palacio, el gobernador de Panamá, don Juan Pérez de Guzmán, y el que atendía al título de barón de Montenegro esperaban ansiosos la respuesta al ultimátum. El emisario había partido con los primeros rayos del sol naciente, y horas después aún no se tenían noticias de su regreso.

Se oía solo el tictac del péndulo del reloj de pared. Aunque no lo reconocían, una mala corazonada les sellaba los labios. Flotaba allí un lujoso aire de fracaso, y por muy distintas razones, en su fuero interno, tanto el uno como el otro se preparaban para lo peor.

De pronto un sirviente anunció la presencia del emisario. Las carnes del gobernador retemblaron todas al levantarse y ordenó que lo hicieran pasar. El Duque se puso en pie pausadamente.

El emisario penetró en el salón palaciego con la misma dignidad con que había pisado el campamento. Si bien la inmundicia que recubría sus ropas daba fe de los suplicios que se había visto obligado a padecer, se mostraba impávido como el que más. La prueba del deber cumplido, la evidencia de haber llevado a término la misión yacía en las palmas de sus manos, repugnante.

—Pero ¿por qué habéis tardado tanto? —se quejó el gobernador, que pareció dar rienda suelta a una pataleta—. ¡Por san Cristóbal! ¿Os dais cuenta de lo asqueroso que estáis? ¿Es que os habéis pasado al otro bando?

—No ha sido una misión fácil, excelencia —repuso el emisario.

—¡Dios nos ampare! —exclamó el gobernador, que no sabía si indignarse o aterrorizarse—. Vergüenza debería daros. ¡Parecéis un auténtico pirata, señor! —Y aproximándose—: ¿Qué lleváis ahí? ¿Un regalo?

—El ultimátum, excelencia, firmado con la sangre del filibustero.

Al ver la carta en manos del emisario, el Duque vio en su lugar su propia cabeza.

—¿Sangre de Morgan? —preguntó el gobernador doblemente asqueado.

—Me encargó deciros —prosiguió el emisario— que si la vida no le había enseñado a leer, al menos le había enseñado a firmar.

—¡El ignorante! —apostrofó el gobernador.

La cara del Duque se ensombreció. ¿Que Morgan no había aprendido a leer? ¿Qué burda mentira era esa? Con toda la desenvoltura que pudo, se acercó al gobernador, que miraba y remiraba el ultimátum ensangrentado como se mira un bicho infecto, y trató de pensar rápido. Don Juan Pérez de Guzmán se recolocó la peluca y apretando los puños al nivel de las orejas, proclamó:

—¡Los detalles! ¡Quiero conocer los detalles! ¡Maldición!

En pocas palabras el emisario refirió su llegada al campamento pirata, el trato recibido y cómo, a distancia, pudo ver que alguien leía a Morgan el ultimátum.

—¿Y cómo era ese hombre, el que se la leyó? —preguntó impulsivamente el Duque, que se devanaba los sesos para salir airoso, pues la carta dirigida a Morgan, de su puño y letra, seguía a la vista del gobernador.

Con cara de aversión infinita, el gobernador fue acercando una de sus manos gordezuelas al papel. El Duque caviló a la desesperada.

—Vestía todo de negro. Alto y sucio, señor —dijo con asco el nada pulcro emisario—. Tenía una mano tullida y acento español.

—¿Español? —preguntó don Juan Pérez de Guzmán, que retrajo su mano al oírlo—. ¡Perro asqueroso! ¡¡A mí la guardia!!

—¡Conozco a ese hombre! —afirmó el Duque lanzado al abismo.

—¿Vos? —dijo el gobernador con espanto—, ¿conocéis a ese facineroso sin que os lo hayan presentado?

Los ojos de don Juan Pérez de Guzmán viajaban por turno del Duque al emisario y del emisario al Duque.

El pirata esbozó una sonrisa de comediante, cogió la carta ensangrentada, y que supuestamente contenía el ultimátum, la retorció entre los puños con una mezcla de emociones en la que puso todo el rencor y el desprecio que le inspiraba Lefthand, y dijo:

—¡Juro por mi reina que esta es la última vez que ese bastardo se cruza en los destinos de España! —Y besó el puño en el que tenía cogida la prueba de su delito.

—Pero… querido barón. ¡Estáis desconocido! —se explayó su excelencia fuera de sí—. ¿Qué es lo que estáis diciendo?

El Duque volvió la vista hacia él. El emisario permanecía inconmovible, con las manos todavía en forma de cuenco.

—¡Se le conoce por Lefthand! El pirata español más buscado. Se fugó del presidio de Madrid hace meses. Se sospechó siempre que los Hermanos de la Costa lo habían ayudado a evadirse.

—¡¡Guardias!! ¡¡Nos atacan!! —gritó su excelencia, que se puso en acción de inmediato—. ¡Rápido! ¡Mis generales! ¿Están preparados los batallones? ¿La caballería? ¡Los mapas! ¡La estrategia! ¡Todas las armas! —habló a grito pelado recolocándose la peluca—. ¡Ay, querido amigo! —se lamentó con ojos dolientes que fueron a parar al Duque—. Estoy rodeado de ineptos e intrigantes.

Y el Duque apretó el puño en el que tenía la carta con la firmeza de un jinete que aún no da por perdida la carrera.

En el claro del bosque donde había acampado el ejército de piratas, alrededor de ochocientos filibusteros se disponían a escuchar las palabras del almirante. Subido a un altozano, Morgan tenía a su derecha a Lefthand, y a su izquierda, al resto de capitanes.

El gran día había llegado, y atendiendo a las plegarias de muchos de ellos, era resplandeciente. Soplaba la brisa del norte. Era un miércoles 28 de enero de 1671. El día en que los filibusteros de Tortuga iban a enfrentarse al poder del Imperio de España.

—¡Hijos míos! —gritó Morgan—. ¡Boucaniers! —Y un escándalo, una ovación ensordecedora recorrió el claro de bosque. Extendió los brazos hacia delante con las palmas en alto. Los anillos dorados refulgían al sol de la mañana—. ¡¡Mucho hemos esperado este día!! ¡¡Mucho hemos sufrido para llegar hasta aquí!! —Un clamor bronco y a la vez animoso, un «sí» de orgullo y de consuelo, un grito que era a la vez grito de guerra y desahogo partió de todas las gargantas. Los sombreros y tricornios, los mosquetes y demás armas, se agitaban al aire. Morgan reanudó el discurso:

»Pero ahora, ¡este, y no otro, es nuestro momento! ¿Acaso no estáis hambrientos de carne? ¿Acaso durante los últimos diez días no habéis comido todo cuanto era comestible y también cuanto no lo era? —Hizo una pausa. Cientos de ojos rapaces estaban clavados en él—. Pues ahora yo os digo que todo eso ha tocado a su fin. Os digo: ¡Allí la tenéis! —gritó señalando hacia donde estaba Panamá—. Allí podréis saciaros con sus viandas y sus licores y sus mujeres. Y cuando entréis por la fuerza de vuestros brazos, yo os digo que no habrá un solo español que, entre súplicas, no se canse de decir: «¡Voto a Satanás que estaban hambrientos estos demonios!». —Las palabras de Morgan llenaron los pechos de los piratas y fueron recibidas como un maná.

»Y… ¿acaso no estáis hambrientos de oro? —Los boucaniers, arrebatados como jamás caudillo alguno había logrado arrebatar a nadie, afirmaron con voces enloquecidas—. Pues ahí mismo os espera la ciudad más próspera de América, el paraíso donde esos puercos lo guardan todo. ¿Queréis saciar vuestro apetito de tesoros, boucaniers? ¡Id a su encuentro, y yo os juro que vuestra indigestión será tan grave que unciréis que retiraros, enfermos de oro, para el resto de vuestras vidas!

Habría costado imaginar auditorio más palpitante y ansioso de las palabras de un orador que aquel. Si Morgan hubiese ordenado que los ochocientos se enfrentasen a un ejército de ocho mil, ni una sombra de duda habría cruzado por la mente de aquellos hombres rudos y andrajosos.

»Y, ¿acaso no estáis hambrientos de gloria? ¡Por Júpiter! —El auditorio rugió como un solo hombre—. Pues no permitáis que el poder os robe vuestros sueños. ¡Escuchad, os digo! —Y la bulla se fue aplacando—. Otros nos sucederán, y tened por seguro que los ideales de la Hermandad Libre no tendrán fin. ¡Ah, pero este instante perdurará entre los hombres mientras quede sobre la tierra un sueño que cumplir! ¡¡Boucaniers!! ¿Me estáis oyendo? ¡¡Tenéis el privilegio de estar aquí!! ¡¡Seguidme, y yo os conduciré a la victoria!!

Y los gritos resonaron con tal ímpetu en el claro del bosque que parecía irremediable que sus ecos llegasen a Panamá.