Un oscuro sacramento

CON UNA SACUDIDA, el carruaje que conducía a la pequeña y a su madre arrancó en dirección al templo. Era una fresca mañana de principios de junio de 1670, al año de haberse dado fin a las obras de la capilla de San Isidro, contigua a la parroquia de San Andrés.

Por la expresión desolada de la niña, nadie habría dicho que a sus nueve años a punto estaba de ver cumplido uno de sus más fervorosos sueños.

Durante días se había familiarizado con los detalles del protocolo y ahora, llegado el momento, ni le flaqueaban las piernas, ni se le ponía la piel de gallina, ni se le pintaba la sonrisa en el rostro, ni nada de nada. De modo que si esos eran los indicios de la felicidad, entonces ella, sencillamente, no era feliz. Y además, odiaba el vestido que llevaba.

La hora grande de su primera comunión se acercaba tan lenta e irremisiblemente como lo hacía el carruaje a la capilla de San Isidro, con un vaivén molesto, con un zarandeo tenaz, y María odiaba al conde de Veraguas por haber pagado los gastos y, por supuesto, el vestido.

—¿Estás nerviosa? —preguntó la madre con desgana—. También yo lo estaba el día de mi primera comunión.

—Sí, madre —dijo ella por decir.

Al contrario que otros padres, el suyo no acudiría a la iglesia. Eso era una verdad tan absoluta como que estaba en el cielo, viéndolo todo desde allí. Y aunque la niña luchaba por preservar su imagen, a veces se le enredaban tanto los sentimientos como los rasgos de la cara de aquel hombre, y le venía la idea de que el rostro querido no era más que el producto de una imaginación de chiquilla. Entonces, la dominaba una pena que lo eclipsaba todo.

Porque ella tenía el deber de amar a su madre. Sí, ya lo sabía; pero ¿la amaba de veras o, que Dios la perdonase, era otra cosa lo que sentía? Con su padre, sin embargo, hubiera sido tan distinto… Con su padre sencillamente se habría divertido.

Y eso que su madre se había cansado de repetirle que él había sido un mal esposo (que había sido un mal padre, eso se sobreentendía), un presidiario, un malhechor y que el mar había hecho justicia con él. Todo lo relativo a la vida y a la muerte de su padre flotaba entre brumas y, sin embargo, los pocos recuerdos que guardaba de él eran maravillosos. Algo le decía que con él no habría tenido necesidad de explicarse, o de justificar sus diabluras, que sus corazones se habrían comprendido, habrían viajado juntos. Era como si ella lo supiera todo de su padre sin haber llegado a conocerlo a fondo. Se lo imaginaba cogiéndola en los brazos mientras le decía: «Debemos cuidar el uno del otro, pequeña. El uno del otro». Y pensar eso la consolaba.

—Oye, ¿te ocurre algo? —le preguntó la madre—. Tienes los ojos húmedos.

—Estoy muy nerviosa, madre —mentía ella para que callase.

—Es extraño que el conde no se haya presentado aún. Seguro que nos espera en la iglesia. ¿No te apetece ver al conde? Se ha gastado mucho en todo esto —decía su madre.

—Claro.

Después de todo, el conde de Veraguas era el último que pasaba por la cama de su madre, y qué más podía decir ella, con el odio que le tenía.

A esa misma hora, nervioso como pocos, sobrecogido de miedo, Santa Cruz se dirigía a la capilla de San Isidro.

Después de más de tres años de ausencia, la mayor parte en el Caribe, cuando ya era carne de horca y prevalecía en él la idea de que no volvería a ver a su hijita, se había obrado el milagro. Se embozó en la capa, apretó el paso y, mucho antes de lo que esperaba, tenía a la vista la parroquia de San Andrés.

La cera goteaba del cirio y se secaba al instante. A María le dolían las manos de sujetarlo con firmeza. Junto a ella, seis niños y cinco niñas se habían acercado al altar para recibir el sacramento. Luego, se arrodillaron en los reclinatorios, frente al retablo de mármoles y pan de oro. La capilla estaba repleta de fieles.

Todo el tiempo los niños siguieron de rodillas. Un cura orondo, de piel grasienta y pelo escaso, tomó la palabra y, en latín, dio comienzo a las oraciones. Seguidamente, farfulló algo en castellano y encaminó sus pasos hacia los reclinatorios donde estaban los pequeños de rodillas.

Hacia el fondo, un hombre cuya apostura era tan innegable como su aspecto vencido, se descubrió, y por un lateral menos iluminado que el resto fue aproximándose al altar lo más discretamente que pudo.

—Este es el día de vuestro matrimonio con el Espíritu. —La emprendió el cura con aquellos infelices, paseándose por delante de los reclinatorios—. ¿Aún tenéis, pecadores, el alma completamente endurecida? —Y le pasó la mano por la cabeza a una de las niñas.

—A los ojos del Señor somos pecadores; pero como nos ama, nuestra alma se irá purificando —replicaron todos a una.

Santa Cruz avanzó sin detenerse. No era fácil admitir qué le revolvía más el estómago, si la noche que había pasado jugando a los naipes o las palabras del cura. Por un instante, se preguntó si estaría en la iglesia el hombre que pretendía adoptar a su hija.

—¿Os dais cuenta de que, hasta ahora, sois desdichados, ciegos ante la luz del Señor Todopoderoso? —preguntó el cura. Su piel grasienta relumbraba bajo las llamas de los cirios. Tomó las manos de uno de los chiquillos, que entre temblores sujetaba la vela como una pesada cruz.

—Sí. Nos damos cuenta —repusieron al unísono.

—¿Y que en ninguna parte obtendréis el favor del Señor si no es por intercesión de la Santa Madre Iglesia Católica? —interrogó posando las dos gruesas manos en la cabeza de otro niño.

—Sí. Estamos seguros.

Arropado por la penumbra, Santa Cruz había llegado a distinguir los perfiles de algunos niños. Como poseído por una fiebre ardiente, se puso a buscarla con la vista.

—¿Así pues, estáis arrepentidos de vuestra vida impura? —porfió el sacerdote.

—Sí, estamos.

—Que el Señor Todopoderoso perdone vuestros pecados, amén.

—¡Amén! —murmuró por detrás el eco grave de los fieles.

¿Cuál era su hija? No resultaba fácil distinguir las facciones de todos; si bien, Santa Cruz estaba lo bastante cerca para ver cómo el aliento de los chiquillos hacía oscilar las llamas. Y mientras la buscaba, de modo tan súbito que a él mismo lo tomó por sorpresa, la reconoció. Un soplo de viento helado le recorrió una por una todas las vértebras.

Era la segunda de las niñas que estaba más próxima a él. Estaba seguro. La del cabello castaño. Le colgaba una larga trenza y sus ojos eran tan negros como los suyos. Se abismó en su contemplación y pensó que ella, el sol de su vida, el lucero que había guiado sus pasos de vuelta a casa, le dolía más que cualquier herida que le hubieran infligido en combate, y de repente, supo que estaba equivocado desde el principio. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza presentarse así, con esta facha de jugador borracho? ¿Acaso quería que se avergonzase de él?

Estaba tan cerca y, sin embargo, por dignidad no podía darse a conocer, no debía hacerlo. No de este modo. Y lo sabía. Y, por primera vez desde que el Duque le había hecho la oferta, se preguntó si antes de abrazar a su hija, no debía expiar sus propios pecados. Se preguntó si no merecía este suplicio, esta cruel penitencia, estar junto a la niña y no poder decirle tan siquiera: «Hija, ya estoy contigo y no volveré a irme de tu lado. Te lo prometo».

De pronto, todo esto se le antojaba un castigo justo, sí, pero también insuficiente. ¿Qué clase de padre había sido él para merecerla? ¿Qué dolores le había evitado? ¿Dónde estaba él cuando lo necesitaba? Y de forma insensible, como un corolario de sus pensamientos, pensó si no debería aceptar la oferta del Duque, a pesar suyo, si no debería embarcarse de nuevo para hacer de su hija una joven acaudalada e independiente que pudiera hacer realidad todos sus sueños. Quiso comprar la libertad de su hija a cualquier precio, ya que había perdido la suya.

Fue ahí cuando, como en respuesta a las incertidumbres de Santa Cruz, el sacerdote, ante los ojos atónitos del pirata, se paró frente a la segunda niña. La del cabello castaño, la única que llevaba una trenza. El cura sacó del bolsillo de la sobrepelliz una cadena con una medallita de oro que relumbró a la luz de los cirios. La sostuvo en el aire un momento, el tiempo justo para que Santa Cruz reconociese, con un estremecimiento de espanto, la medalla que había perdido anoche en la mesa de juego, la medallita de Nuestra Señora de la Almudena.

El cura abrió discretamente la palma a la niña y la dejó caer en ella, antes de ponerle sus manos grasientas, sudorosas, a ambos lados del cuello.

La niña lo miró recelosa, con una especie de invencible orgullo, y en un acto reflejo de rebeldía, desvió la cara a fin de evitar el tacto de ese hombre.

Aún pasó un buen rato hasta que Santa Cruz se precipitó al encuentro del cura. Este, con una ligereza del todo sospechosa, se había esfumado del altar no bien hubo finalizado la ceremonia. Santa Cruz abrió de golpe la puerta de la sacristía. El sacerdote, que acababa de despojarse de la casulla, se volvió hacia él con cara de pánico y se aferró al crucifijo que le colgaba del cuello.

—Estáis profanando la Sagrada Morada —tartamudeó mientras retrocedía hacia la pared. Una vez allí se quedó inmóvil, temblando como un azogado bajo una enorme cruz latina de tamaño natural.

Santa Cruz lo alcanzó en dos zancadas, y con solo la mano izquierda, lo cogió al tiempo por la sobrepelliz y la sotana y lo puso de puntillas contra la pared.

—El único profanador que veo por aquí —dijo Santa Cruz sin exasperarse— sois vos, saco de grasa. Y ahora, decid, ¿cómo ha llegado a vuestro poder la medalla? Hablad, vive Dios, o no tendréis tiempo para reconciliaros con él.

—El Señor me perdone. Yo no tuve ninguna culpa. —Al sacerdote le costaba hacerse entender—. Me vi obligado a aceptarla.

—¡Quién os mandó! ¿El Duque? —El cura asintió repetidamente con la cabeza—. Habéis pecado contra la virtud que decís representar. No sois digno de ella. —Y así diciendo, tomó el crucifijo en un puño, desenvainó el cuchillo, rasgó la cinta de cuero y lo arrojó al empedrado.

—¡Santa Madre bendita! —exclamó el cura haciéndose cruces.

—¿No queréis redimiros, o preferís hacer el último viaje en pecado mortal?

—Clemencia, por el amor de Dios. Clemencia para un pobre siervo. —Entrelazó las manos en ademán de oración—. No soy más que un pecador. Decidme lo que deseáis que haga. Lo que sea. Y quedaréis tan satisfecho como podáis concebir.

—Hacedle llegar este mensaje a vuestro amo —dijo, y envainó el cuchillo—. Que estoy dispuesto a hacer lo que dice; pero si llega a mis oídos que la niña sufre algún daño, en ese caso, el trabajo quedará a medio terminar e iré a por él. Decidle que iré a por él. Decidle que yo, Lefthand, removeré cielo y tierra hasta arrancarle el corazón. ¿Necesitáis que os lo repita?

—¡Oh, no, Señor! —El sudor le bañaba el rostro—. Haré que se lo hagan llegar.

—Se lo haréis llegar —acercó el oído del cura— vos mismo, en persona.

—No perdáis cuidado. Se hará exactamente como decís —masculló con los ojos cerrados.

Acababa de expresarse cumplidamente el siervo de Dios, cuando en el vano de la puerta apareció una dama con un pañuelo de seda púrpura a modo de tocado y una estola de armiño que apenas encubría su amplio escote. Unos mechones de color castaño sobresalían del pañuelo. La dama rondaría la mediana edad, y tomando en consideración no solo su atuendo sino su rostro blanquecino, era lo que cabalmente se entendía por una dama interesante.

El cura volvió los ojos hacia ella como un náufrago hacia una tabla de salvación. Por su parte, Santa Cruz se tomó su tiempo, sacudió con delicadeza no exenta de ironía la sobrepelliz del cura y se volvió.

La dama, al ver a Santa Cruz, como movida por un resorte misterioso, se ruborizó hasta la raíz de los cabellos y su pecho empezó a palpitar acelerado. En cuanto al cura, aprovechó para escabullirse por una portezuela.

—¡Mírate! —dijo la mujer—. ¡Sucio y desaliñado! —añadió con vehemencia, y lo inspeccionó con ojos frenéticos—. Pareces un mendigo. Ni siquiera has tenido la gentileza de vestirte para la ocasión.

Inadvertidamente Santa Cruz se echó un vistazo. Después de la noche en vela, pasaba por todo menos por un caballero. Una ola de vergüenza lo abrumó advirtiendo que había estado a punto de presentarse así, como un mendigo, ante su hija querida. Solo ahora era consciente del olor infecto que desprendían sus ropas mojadas por la lluvia del día anterior, secadas al aire.

—En la cárcel no me han sobrado oportunidades, señora.

—Si permites que la niña te vea, le contaré todo.

—¿Viene contigo? —preguntó él horrorizado.

—Oh, desde luego que no. Ya no pregunta por su padre. Se me dio a entender que te ahorcarían.

—Pues quienes te dieron a entender eso ya ves que se equivocaron. Sobreviviré a todas las prisiones para ver crecer a mi hija.

—¿Ver crecer a tu hija? —preguntó ella frotándose una mano contra otra—. Va para cuatro años. ¿Dónde estuviste antes de que te prendiesen? ¿En las Américas? —dijo en un tono tal de reproche y con tal vehemencia que parecía lamentarse de no haberlo acompañado.

—Hace mucho, Ana, que tú y yo no nos debemos explicaciones. Tan solo he venido a ver a la niña.

—Ella te cree muerto. Sabe que su padre fue un canalla, un hombre que dio mala vida a su esposa y que tuvo la muerte que se merecía; pero aún podría contarle mucho más. Puede que así dejase de pensar que estás en el cielo. —Tragó saliva, y retorciéndose las manos, prosiguió—: Desengáñala ahora y te odiará para siempre. Se sentirá traicionada, engañada, como su madre. No imaginarás que María se parece más a ti que a mí, ¿verdad?

—Es la primera vez que te veo preocupada por ella —ironizó Santa Cruz.

—No estoy preocupada, querido —y enfatizando las palabras, agregó—: Sé muy bien lo que siente mi hija.

Mientras él cruzaba la sacristía resonaron las espuelas. La dama se interpuso. Se quedaron cara a cara, a un palmo de distancia uno del otro. Santa Cruz apreció los efectos irresistibles del tiempo en su esposa. Los dos surcos a ambos lados de la nariz se pronunciaban más ahora que antes, lo mismo que las líneas que demarcaban el entrecejo. Las pestañas sugerían el efecto de pesarle demasiado a los párpados para sostenerlas.

—¿Quién traicionó a quién, Ana? ¿Quién se dedicó a calentar la cama con unos y con otros?

—No debí casarme contigo —dijo ella—, pero era joven.

—Las ruinas familiares son malas consejeras.

Por toda réplica, la mujer abofeteó a Santa Cruz, que le aferró la muñeca cuando retiraba la mano.

—Cómo te atreves —dijo ella colgando un racimo de pasiones en un hilo de voz—. Me casé por amor; pero tú me engañaste. Me hiciste creer que tu profesión era la mar, que eras capitán de navío, un oficial, no un… pirata. —Escupió desdeñosamente—. Deberías saber que en este país siempre hay alguien que te abre los ojos a la verdad.

—No vuelvas a hacer eso nunca —dijo él—. Mientras te rodeé de joyas no hubo quejas. Ni preguntaste de dónde venían.

—¡Suéltame! —levantó la voz, zafando la muñeca—. ¿Qué sabrás tú de las necesidades de una mujer?

Percibía el aliento dulce de Ana Mendoza. El pecho de ella subía y bajaba. Reparó en el collar de perlas negras que pendía de su cuello. Un obsequio primoroso teñido de recuerdos. A su esposa la mirada no le pasó inadvertida.

—Si al menos no hubieras estado ausente tanto tiempo, quién sabe —dijo ella dulcificando el tono—. ¿Por qué las cosas tienen que ser así? ¿Te acuerdas de aquellas primeras noches, cuando me rondabas al pie de la celosía y te deslizabas en mi aposento? —Y se rozó el collar con las uñas—. ¿Recuerdas los billetes secretos, Íñigo?

—Apártate de mí. Ni tú ni yo somos ya los de entonces —repuso bajando la vista. Y le dio tiempo a preguntarse si la había amado alguna vez antes de advertir que la codicia era lo único que la alimentaba, o la había odiado siempre por devolverle el peor reflejo de sí mismo: un hombre voraz, en quien las incandescencias de la pasión ardían inextinguibles porque eran la expresión misma de su ser. Un hombre que sin pasión, percibía la vida con una palidez agónica.

—¡Oh, eso! —dijo ella con voz tenue, casi en un susurro, cogiéndose a las solapas de su casaca—. Mírame, Íñigo. Dímelo otra vez mirándome a los ojos.

—Déjame pasar, mujer —dijo él apartándola con el brazo.

Aquellas palabras nublaron las facciones de su esposa.

—¡Ves como tengo razón! ¡Lo ves! Sigues siendo el mismo bruto, el mismo canalla. —Endureció el tono—. No permitirás que tu hija te vuelva a ver, ¿a que no? ¿Quieres que se avergüence de ti? ¿De un sucio mendigo? Porque ella se avergonzaría. ¿Me estás oyendo? —Santa Cruz la escuchó hastiado. La fatiga de toda la noche lo abatió de repente, dejándolo a merced de sus palabras. Pero ella, apurando un último y decisivo argumento, añadió—: Además, hay otro hombre en nuestras vidas. Alguien que está decidido a cuidarnos. ¡Un hombre con todo lo que hay que tener!

Santa Cruz, en quien se había operado un cambio en apariencia imperceptible, pero repentino, titubeó antes de cogerla del cuello con una mano, suavemente. Ella se dejó hacer y hasta alzó la barbilla con orgullo.

—¿El conde de Veraguas? ¿Es ese el que pretende reemplazarme en el corazón de mi hija? —Y, como ella no replicase, alzó la voz—: ¡Habla de una vez! ¡Bruja! ¿Te refieres al conde de Veraguas?

Ella se desprendió de su mano con un gesto de rabia, y fue como si el racimo de emociones se hubiera desprendido, como si esparciéndose todas, se hubieran echado a rodar una tras otra. Exclamó fuera de sí:

—¿Y por qué no? ¡El conde de Veraguas! ¡Escúchalo bien! ¡El conde de Veraguas! —Santa Cruz se abrió camino rozándola con el cuerpo—. Te odio. ¿Me estás oyendo? ¡Te odio! —gritó su esposa con los ojos desbordantes de lágrimas—. ¡Te voy a odiar siempre!

Llevaba el sombrero sobre el rostro, la cabeza baja, los ojos hundiéndose en el empedrado. Y nadie o muy pocos habrían reconocido esa sombra en la penumbra del templo. En rigor, y aparte de su esposa, solo dos hombres lo siguieron con la vista desde un discreto rincón de la nave. Los dos que anoche estaban entre el público que le había visto apostar una medallita de oro en cierto mesón de la Cava Baja de San Francisco.

Salió a la calle. Echó a andar sin rumbo. Tendría que sobreponerse a sí mismo. Tendría que hacerlo, pero se sentía ganado por una fatiga invencible y, no por casualidad, afluyó a su memoria el sueño, la misma pesadilla recurrente: el zafarrancho de combate, la batalla en el mar, el comodoro inglés casado con una dama española… y su padre… aquel sueño febril que lo atormentaba desde hacía años y que, por desgracia, era algo más que un sueño, era el origen de todo.

Notó que las fuerzas le fallaban; resbaló y dio con su cuerpo en tierra. Algunos lo miraron desde arriba, pero nadie se atrevió a auxiliar a ese hombre cubierto de barro, con aspecto de mendigo. Apoyándose en una pierna, ayudándose de la mano sana, se levantó despacio, con mucha dificultad. Se embozó en la capa sucia, rota, y cojeando, dolorido, ebrio de amargura, el hombre de la negra estampa se confundió con la gente.