Las grutas

EL ACCESO QUE OCULTABA LA LÁPIDA era similar a la boca de un pozo común. No tendría más de tres o cuatro pies de diámetro, pero en apariencia, el túnel se hundía en un oscuro abismo, pues la antorcha no alcanzaba a alumbrar el fondo. Su interior estaba revestido de viejos bloques de piedra renegridos y muy gastados.

Morgan hizo descolgar al pequeño Melquíades atado a un cabo que sujetaban Blas y Ginés. Al llegar al fondo, el mayor de los hermanos anunció que la profundidad no superaba las ocho o diez varas, y que con el auxilio del cabo, se podía bajar fácilmente. Morgan consintió en que se amarrase el extremo de la cuerda, mandó delante a los gemelos y por último bajaron los dos capitanes.

Una vez abajo, resultó fácil comprender por qué, a pesar de lo angosto que era, cabían todos ahí dentro. El foso se abría a un pasadizo de rocas que se internaba en las entrañas de la tierra. Una galería estrecha y tortuosa, de terreno accidentado, por donde empezaron a avanzar con prudencia.

A excepción de Melquíades, ninguno podía erguirse del todo. Así pues, avanzaban con mucha calma, ya a derecha, ya a izquierda, salvando escalones y desniveles que no eran obra de brazos humanos sino fruto de constantes erosiones. El pequeño Melquíades seguía delante con una antorcha, Morgan a continuación con la segunda, y Lefthand con la tercera, seguido de Blas y Ginés.

Conforme avanzaban, pero de forma que no pasó inadvertido a nadie, la galería fue haciéndose más amplia y, aunque marchaban de uno en uno, poco después ya podían andar erguidos. Y no solo eso. Otros cambios notables se sucedían.

Los tramos rectos se hacían más prolongados y numerosos, y por momentos, el subterráneo discurría en declive ascendente. Las rocas de las paredes y el techo presentaban formas caprichosas, como esculpidas por el brazo milenario del tiempo, y sus colores variaban de tonalidad con una frecuencia cada vez más acusada. La humedad era sensiblemente mayor que al principio. Aparecieron carámbanos y extrañas formaciones de estrellas y erizos colgados del techo que brillaban con destellos de cristal, todos de un blanco tan purísimo, tan impoluto como el blanco de las nieves perpetuas.

Ahora Lefthand y Morgan caminaban en cabeza, hombro con hombro, a tal punto se había agrandado el pasadizo, cuyos tramos ascendentes, sin confusión posible, abundaban tanto como los descendentes.

—¡Condenación! ¿Has visto paisaje igual en los días de tu vida, Lefthand?

—Jamás. Os doy mi palabra —dijo fascinado el español.

—Y esto es solo el principio. Lo presiento.

Llevarían una hora de camino cuando el grupo llegó a una encrucijada.

La galería desembocaba en una pequeña caverna que, a su vez, se bifurcaba en dos concavidades. Quedaba claro que si querían seguir adelante había que elegir entre los nuevos pasadizos; pero cuál de los dos elegir era el dilema.

Morgan y Lefthand se metieron primero en la gruta de la izquierda y después en la de la derecha. De ambas salieron desalentados. Las galerías volvían a ser penosamente estrechas, y además, no había una sola pista que indujese a decantarse en favor de una u otra.

—¿Y ahora qué? —preguntó por fin Morgan mirando fijamente a Lefthand.

Melquíades, cuyo sentido de la vista y el oído eran proverbiales en el Príncipe del mar, se adentró por su cuenta en uno de los túneles. Poco después, en el otro, y por último, volvió a internarse en el primero, por donde avanzó solo. Regresó al cabo de un rato con una sonrisa de inteligencia.

—¡Por aquí corre un manantial subterráneo! —dijo—. ¡Y el rumor del agua solo se escucha en el túnel de la izquierda!

—¡Truenos! Vales tu peso en oro, muchacho —dijo Morgan—. ¡Así me aspen ese túnel nos conducirá en la misma dirección que sigue la corriente!

Tomaron por allí. Otra vez encorvados, andaban con la vista fija en los pies y en las escabrosidades de las rocas. Y otra vez el pasadizo, que ascendía y descendía sin pausa, con múltiples escalones y desniveles, era de una estrechez claustrofóbica. Lo más alentador era que, si uno se paraba a escuchar, con frecuencia se oía la corriente de agua subterránea. Lo peor, que la fatiga empezaba a hacer mella en todos. De repente se dieron de bruces contra un obstáculo imprevisto.

Ocurrió que Lefthand, que ahora iba en cabeza, se disponía a salvar un escalón de roca lisa y bordes redondeados pero de un desnivel peligroso, cuando al acercar la antorcha, descubrió que el pasadizo acababa ahí. Es decir, no acababa ahí, o al menos no había manera de asegurarlo, pero era evidente que una roca frenaba el avance y cerraba a cal y canto la galería.

Morgan se acercó. Lefthand y él estudiaron la roca. Sin ser muy grande, su aspecto era de una solidez a prueba de zapapicos y estaba atascada de tal forma que moverla no se diría lo más sencillo del mundo. A todas luces, en algún pasado remoto, había estado unida a la bóveda, donde aún eran visibles las huellas del desprendimiento. Para colmo, debía de obstruir una oquedad pequeña, tanto que por allí, siendo optimistas, solo podrían deslizarse de uno en uno, y eso con muchas dificultades y siempre pensando que la roca no constituyera un obstáculo insalvable.

Morgan y Lefthand tiraron juntos, pero sin éxito; así que el almirante optó por un plan de urgencia. Blas y Ginés salvaron el desnivel y reemplazaron a sus jefes. Los gemelos, que se abrazaron a la roca, pusieron a contribución lo mejor de sí mismos, pero ni aun así cedió una sola pulgada. A la segunda tentativa, si no lograron desplazarla, como poco retembló toda ella. Este triunfo redobló el ímpetu de los gemelos y el ímpetu redobló sus fuerzas. Por fin la roca consintió en moverse y, tras un nuevo y prolongado esfuerzo, el camino quedó expedito de una vez por todas.

Vieron que estaban ante un boquete que daba a la más negra de las oscuridades y por donde, se mirase como se mirase, los gemelos no podrían meterse más que a presión. Sin embargo, antes de que a Lefthand le diera tiempo de introducir la antorcha y ver lo que les esperaba al otro lado, un fragor agudo, ululante, que procedía y se originaba en todas partes, empezó a ganar intensidad. Como los vientos de una galerna que vuelven a los hombres sordos a todo lo que no sean sus demandas, voló hacia ellos, los rodeó, los envolvió con sus alas invisibles azotándoles sin misericordia los oídos, igual que lo harían cien turbulencias, y a continuación, una vorágine ciega se abatió sobre ellos derribándolos.

El Duque asomó la cabeza, recogió el cabo que se descolgaba por dentro de la fosa que había en el sepulcro, y tras medirlo a ojo, dictaminó:

—Diez brazas, a lo sumo. —Tenía una antorcha en la mano. Definitivamente había cambiado las ropas de barón de Montenegro por un atuendo más práctico—. No creo que tengas dificultades para bajar —habló en voz alta—. Aun así procura hacerlo con cuidado. La profundidad tampoco es excesiva. Habrá poca luz. De todas formas, se trata solo de llegar al final de la cuerda. ¿De acuerdo? Una vez abajo, tiene que haber un pasadizo o me estoy volviendo loco. Ellos bajaron antes; de modo que el pasadizo debe de estar ahí, en esa negrura, si no habrían recogido el cabo. —Miró al frente con la mirada baja y prosiguió—. ¡El tesoro de la Dama del mar! ¡Llegó la hora! —proclamó empuñando el extremo de la cuerda—. ¡Descendamos a los infiernos de la catedral! Ilustremos a Henry Morgan sobre la ralea del español en quien confía, ¿no opinas como yo? —Y cortando las ligaduras de su rehén, le puso el cuchillo en la garganta y le rozó el oído con los labios—: ¿Escuchas cuando te hablo, zorra? La culpa es del español. Si no te hubiera besado en plena calle, no te verías en este trance, ¿hum?

Se oyó una respiración entrecortada. Elena levantó los ojos y lo miró desde muy cerca.

—Lefthand te matará por esto.

El Duque envainó su cuchillo, sonrió y, sujetándole con una mano la cara, sin decir una palabra más alta que otra, agregó:

—Escúchame, muchacha. Hace veinte años, ese a quien llamas Lefthand destripó a todo un comodoro de la Armada inglesa. Lo mató a traición, como solo cabe esperar de un piojoso. Ese comodoro inglés era mi padre. Conmigo no tendrá tanta suerte. Puedes estar bien segura.

Y a continuación, la hizo bajar hasta las profundidades del pozo.

Apenas las bandadas de murciélagos los hubieron sobrepasado (pues una vez superados los primeros instantes de confusión, resultó que no eran más que repugnantes murciélagos), perdiéndose en las profundidades con su coro de chillidos y su batir de alas velludas, Morgan y los demás se metieron por el boquete. No sin dificultades, uno tras otro se fueron descolgando por una pared vertical que estaba a unos cinco o seis codos del suelo.

Lo que abajo les esperaba colmó las esperanzas de unos, y a la vez, defraudó las de otros.

Ante sus ojos se extendía una caverna no muy espaciosa pero que superaba en hermosura todo cuanto habían contemplado hasta ahora. De los techos colgaban formaciones de piedra a cada cual más sorprendente. Los carámbanos blancos reverberaban a la luz de las antorchas, y a veces se fundían con formaciones que brotaban del suelo para formar columnas deslumbrantes. Las rocas eran de colores tan diversos que los ojos no se cansaban de mirar, y por un lado, corría un pequeño torrente de agua cristalina que desaparecía más allá formando una cascada.

Al ver que aún les quedaba camino por delante, pues la legendaria laguna no aparecía por ningún lado, Morgan ordenó que hiciesen una parada a fin de recuperar fuerzas y renovar las provisiones de agua.

Ambos capitanes tomaron asiento en unas rocas, a distancia de los subalternos.

—Bebe. Te dejará como nuevo. —Y ofreciéndole su cantimplora de whisky, Morgan se echó un poco hacia atrás el tricornio—. El colgante con forma de estrella que siempre llevas encima —dijo palpando el talismán que pendía del cuello de Lefthand—, ¿tiene alguna significación?

—Me lo dio una mujer en Tortuga. Dijo que me daría suerte.

—¡Igual que mi guinea! —subrayó Morgan—. Seguro que tendremos la fortuna de cara. —Lefthand bebió un trago y apretó los párpados. El whisky era recio como había probado pocos. Pasaron unos segundos. Morgan llevaba los silencios con tan poca presencia de ánimo como los momentos de soledad—. Y dime muchacho, ¿cómo te metiste en esto?

—¿Qué queréis decir con esto?

—Al oficio, me refiero. A la piratería.

El español le devolvió la cantimplora al almirante.

—En España no había trabajo para un niño con la mano inválida, Henry. Y mi madre era viuda. Aprendí a manejar la espada con la izquierda antes que a otra cosa.

—¿Una espada como la que llevas? Déjame echarle un vistazo.

Lefthand desenvainó su sable.

Morgan lo empuñó con delicadeza, con fruición. Pasó un dedo por su hoja como acariciando unos labios de mujer.

—¡Espléndido acero! ¡Flexible y resistente como no he visto otro igual! ¿Es toledana esta maravilla?

—Así es.

—¡Por Júpiter! He oído decir que solo el acero de Damasco se le compara.

—Y quien lo ha dicho no miente, Henry. No son espadas como las otras.

—Sin ninguna duda, este hierro lo demuestra —opinó Morgan. Seguidamente, leyó la inscripción del filo: «Pertenezco al Caballero de la negra estampa», y sin hacer más comentarios, le devolvió el arma a su dueño.

—En fin, ya veo que las desdichas te empujaron.

—Me empujó mi país. Una nación que maltrata a sus hijos.

—Es difícil contestar a eso, muchacho.

—¿Y vos? —dijo Lefthand tratando de desviar la atención hacia el almirante—. ¿Por qué os dejasteis arrastrar?

—¡Ah, ese es el quid! —dijo Morgan encantado de absorber el protagonismo—. No me dejé arrastrar. Elegí esta vida porque odiaba el poder. Aunque no obtuviese gloria o botín, habría pagado por ser amo de mí mismo.

—¿Y creéis que valió la pena, Henry?

—¡Mal rayo me parta! Ser libre y volver la espalda a la rutina siempre vale la pena. Dame una playa de arenas bien finas, una botella de ron y una hermosa mujer al lado, y tendrás a tu amigo Henry feliz. Y, eso sí, fondeado no lejos de la playa, siempre a la vista, mi Ganymede esperándome. La misma visión del paraíso que tenía sir Walter Duncan.

—¿Sir Duncan? Vaya. Y, ¿cómo sabéis eso?

—Pues porque fui su amigo. ¿Cómo si no iba a conocer el lugar de su tumba y el nombre bajo el que se pudrían sus huesos? —Y poniendo cara de recordar, enarcó una ceja y declaró—: Angelica Morgan (1604-1666). Jo, jo, jo. No solo los años coinciden con el viejo Duncan.

—¿Estáis hablando en serio? —preguntó Lefthand, pues lo que menos podía esperarse era semejante revelación.

Morgan cogió la cantimplora y bebió a su vez.

—Nunca he hablado más en serio en toda mi vida —dijo—. Walter Duncan fue quien me enseñó todo lo que sé sobre barcos. Corsario con la cabeza tan bien puesta he conocido pocos. Jo, jo, jo. ¡Brindo por su memoria! —Y se echó otro trago al coleto.

Lefthand aguardó a que el almirante cogiese carrerilla:

—Tenía nueve años cuando soplaron malos vientos —dijo, y arrojando al aire su moneda de la suerte, la atrapó casi enseguida—. Fui secuestrado en Bristol por unos traficantes. Me metieron en un barco igual que un tonel de salmuera y me vendieron como sirviente en Barbados. Fui esclavo de un plantador. Cuando logré huir me enrolé en el barco de Duncan. —Hizo un alto y bebió un trago largo de whisky. Luego exhaló una bocanada de aire estruendosamente y continuó—: Y, ¿quieres que te diga algo? No me arrepiento de nada. Bueno, sí… De no haber tenido hijos… Y de haberme casado con «esa». ¿Te he dicho ya que no puede concebir? Eres un tipo afortunado. Lo digo por tu hija. Siempre imaginé un cuarto precioso, de ricacho, con olor a lavanda y sábanas de seda, solo para mi hija —dijo con una mirada de melancólico misterio—. Me veía arropándola y contándole cuentos, todo eso. ¿Comprendes?

—No sabía que desearais tanto ser padre.

—Cuando era más joven una niña me hubiese hecho feliz. Todavía hoy veo una niña y se me van los ojos… Entiéndeme cuando digo esto, muchacho… Oye, ¿en qué estás pensando? —preguntó Morgan.

—Pensaba que los hombres empiezan a estar asustados en este laberinto de rocas —dijo paseando la vista por la gruta—. ¿Creéis que nos queda mucho?

—¡Esos barbianes son piratas de agua dulce! —dijo Morgan, hurgando en su morral y como agradecido por cambiar de tema—. Y ahora, pon atención. Quiero enseñarte algo —exclamó blandiendo una funda de piel—. Aquí lo tienes. ¡El mapa del Corsario sin cabeza! El mapa que compró sir Duncan al descendiente del único soldado de Ursúa que salió de aquí. —Y sacó amorosamente el contenido de la funda, sin desplegarlo. Por fuera se trataba de un pergamino sucio y requemado. Lefthand ni siquiera se atrevió a cogerlo—. ¡Adelante, muchacho! —le animó con los ojos relucientes—. ¡Coge en tus manos el mapa del tesoro! ¿O es que te falta valor?

Lefthand tomó el pergamino.

—Cuando el viejo Duncan conoció a ese familiar del único superviviente de la expedición de Ursúa —siguió diciendo Morgan—, ese pobre hombre no era más que un vejestorio, una piltrafa, un mendigo que sacaban a patadas de las tabernas y que contaba viejas historias. El hecho es que le vendió un mapa a Duncan. Dibujado y anotado según él, por su antepasado. El mismo mapa que tienes ante tus ojos.

—Y, ¿seguís confiando en que nos conduzca al tesoro de la Dama del mar?

—No me preguntarías eso si hubieras conocido al hombre —dijo Morgan, que se sacó el tricornio y luego el pañolón con el que se enjugó la frente—. El bueno de Duncan era un tipo cabal. Si decía blanco, tenía sus buenas razones, y si decía negro, puedes apostar a que no había un negro más oscuro en mil leguas a la redonda. ¿Me sigues?

—Por ahora, eso creo.

—Bien —dijo el almirante volviéndose a anudar el pañuelo a la cabeza—. Si Duncan creía que este era el mapa que conducía al oro de la Dama del mar, es porque era auténtico. —Morgan le dio una fuerte palmada en la espalda y continuó—: Yo conocí la pasión de ese tipo por la leyenda. Le persiguió toda la vida; pero del dichoso mapa no oí hablar hasta pasados muchos años, cuando ya habían ejecutado a Duncan en Inglaterra. Se corrió la noticia de que habían robado su cadáver y, de conformidad con su juramento, lo habían enterrado con el mapa.

—Pero ¿cómo supisteis dónde estaba enterrado?

—Paso a paso —dijo Morgan recolocándose el tricornio—. No hace falta ser muy agudo para saber que pagó para que robaran su cuerpo y lo enterrasen en un sitio exacto, con el pergamino.

—¡La tumba desconocida de sir Duncan! —dijo Lefthand—. Y sin embargo vos, ¡la conocíais!

—Espera, espera… Vivió y murió peleado con su familia. Pero a la postre, no se fue muy lejos. Quiso ser enterrado en su tierra natal. En Devonshire. En una pequeña tumba con un nombre falso, a solo unas leguas de la mansión familiar. Como ves, lejos pero cerca de una familia que no creyó en sus fantasías y lo tomó por loco.

—Me tenéis en ascuas, Henry —dijo cogiendo la cantimplora—, ¿cómo supisteis que estaba enterrado allí?

—¡Por Júpiter! Pues porque él me lo dijo.

—¿Su fantasma? —preguntó Lefthand después de beber.

—El aire de aquí abajo te está afectando el caletre, muchacho. El pobre Duncan siempre me decía: «Henry, muchacho, si algún día la diño, quiero que me entierren de incógnito, en Devonshire, en la planicie del acantilado del muerto, mirando al mar». Y te repito que Duncan era un hombre que no decía las cosas por decir.

—¿Y Angelica Morgan?

—Hum, Angelica Morgan… —dijo el otro con aire soñador y, cerrando la cantimplora que le dio Lefthand, se la echó al hombro—: Medio en broma medio en serio, había elegido ese nombre en mi honor. Sí —llenó el pecho de aire—, era el nombre que me hubiera gustado ponerle a mi hija. —Sorbió por la nariz y, poco después, dijo de sopetón—: Y ahora, ¿piensas tenerme aquí todo el día sin mirar el mapa?

Lefthand desplegó de una vez el pergamino amarillento. Contenía un plano muy rudimentario del centro de Panamá. En la catedral, aparecía borrosamente dibujada la nave de la derecha, y justo ahí, había unas letras escritas en castellano: «La tumba».

Por debajo del mapa, figuraba una frase garabateada también en castellano que decía: «Solo un casco de plata de sangre limpia, solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará». Y al final de todo, una sola palabra: «Pruebas».

—Todo esto, ¿lo escribió el hombre de Ursúa, el que huyó de aquí abajo?

—¿Y quién si no?

—¿Qué significa la frase? —preguntó Lefthand haciéndose el tonto, pues recordaba punto por punto las explicaciones del licenciado Padilla.

—Bueno… —dijo Morgan sagazmente—. Estando como está en tu idioma, esperaba que tú me lo dijeras.

—Según parece —repuso Lefthand poniendo bocarriba alguna de sus cartas—, «cascos de plata» era el modo en que llamaban los indígenas a los primeros conquistadores españoles.

—¡Por Júpiter! ¿El dichoso «casco de plata» sería… un español? —preguntó Morgan afectando extrañeza.

—Eso creo. Un español sin rastro de sangre extranjera —dijo Lefthand llevándose la mano a la barbilla.

—¡Truenos! ¿Y el resto de la frase? —preguntó Morgan con tal cara de ingenuo que hubiese hecho dudar a cualquiera de que lo sabía.

—No tengo ni idea —contestó Lefthand con sinceridad.

—¿Y esto? —preguntó el almirante señalando la palabra final con la uña sucia de su índice—. ¿Qué te sugiere?

—Pruebas… Pruebas… Está claro que se refiere a algo que hay que superar.

—¡Continúa! —dijo Morgan con ansia temblorosa.

—Y puede que… para superar lo que quiera que sea, haya que demostrar alguna clase de aptitud, ¿no os parece?

—Hum, hum —dijo Morgan guiñando un ojo—. Continúa…

—Solo puede referirse a trampas.

—¿¿Trampas?? —preguntó Morgan mitad ofendido mitad horrorizado—. ¿Qué estás queriendo decir con eso?

—Estoy en blanco, Henry. Trampas de algún género. Trampas que hay que superar de algún modo.

Morgan se levantó, se sacó el tricornio, se rascó la cabeza y dijo:

—¡Ahora lo entiendo! ¡Por eso solo uno volvió!

Lefthand frunció el ceño y, como movido por un resorte, dio un salto y se puso en pie.

—¿Qué habéis dicho?

—Que ahora por fin está claro.

—¡No, no! Después de eso. ¿Qué habéis dicho después de «ahora lo entiendo»?

—¡Maldición! Me estás poniendo nervioso, muchacho. —Se caló el tricornio—. He dicho… ¿Qué he dicho? Que ahora entendía que solo hubiese vuelto uno de los hombres de Ursúa. ¡Porque los demás perdieron la vida aquí abajo, por causa de las trampas o las pruebas o maldito si sé lo que estoy diciendo!

—«Solo uno volvió». Eso es lo que habéis dicho. «Solo uno volvió» —dijo Lefthand, e intentó recordar aquello que le habían invitado a aprender, aquello que no debía permitirse olvidar.

—Sí, eso he dicho, muchacho —dijo Morgan mirándolo como a un espectro—. Solo uno volvió de la expedición de Diego de Ursúa. ¿Y qué?

Pero ni en sueños Morgan habría imaginado que Lefthand hubiese dado años de vida por recordar ese poema. Un poema que una prostituta india le había recitado en un viejo desván de una casa destartalada, un poema que concluía con el único verso que, por desgracia, era capaz de recordar: «Porque solo uno volvió».