In extremis

COMO EL VENTANAL ESTABA ENTREABIERTO, la fragancia del jardín inundaba el gabinete. Desde allí el paisaje era de un verdor soberbio, aterciopelado. Un paraíso boscoso, habitado por toda clase de pájaros exóticos, rodeaba el palacio del gobernador de Jamaica.

Morgan se retiró del ventanal y se encaró otra vez con sir Modyford, que permanecía hundido detrás del escritorio de palisandro, en una silla tapizada con un tafetán de florones carmesí.

—¡Por Júpiter! Al menos, podríais haberme dicho que se negociaba un tratado de paz entre Inglaterra y España —dijo echando hacia atrás el tricornio—. Vos mejor que nadie, milord, sabéis cómo me rasco la cabeza para espabilar a los bucaneros.

Sir Modyford apoyó el codo en el reposabrazos y se acarició la barbilla. En la otra mano tenía una cajita de rapé. Montó una pierna sobre la otra. La escena parecía regocijarle. Estrenaba una imponente peluca de bucles que se derramaba por encima de los hombros en cascada. Se rascó el nacimiento del pelo con disimulo, sin segundas intenciones.

—Descubríos, Henry, descubríos —decretó con aire benigno sir Modyford—. Es lo que cumple en presencia del poder.

Morgan, tocado en lo más vivo pero rápido de reflejos, repuso.

—De mil amores, milord. —Y se colocó el tricornio bajo la axila.

—El tratado se firmó en Madrid el 18 de julio —explicó sir Modyford—. Ni dos meses han transcurrido. Entended que su excelencia el secretario de Estado, lord Arlington, se ha dignado hacérmelo llegar cuanto antes.

—Pero, milord, el punto IV del tratado me deja con el culo al aire.

—¡¡Henry!! —se impuso sir Modyford—. No pienso permitir esos modos agrestes.

—No hay peor cosa que un pirata, milord, al que no le salen las cuentas. —Y desplegando la misiva de lord Arlington al gobernador de Jamaica, se puso a releerla en voz alta—: «Ambos reyes cuidarán de que sus súbditos se abstengan de toda actividad hostil, y deberán abandonar la concesión de comisiones o patentes de corso y las represalias, así como castigar a los ofensores obligándoles a una reparación». —Levantó la vista de la carta—. Y por si no fuera suficiente, ¡el secretario va y os notifica que el rey en persona ordena que cese toda hostilidad contra los españoles! Y ahora, ¡por todas las tormentas!, milord, decidme dónde encaja la Hermandad Libre y dónde encajan los planes de Henry Morgan.

—Un carácter borrascoso el vuestro, amigo mío, pero sí —dijo el gobernador, que abrió la caja y aspiró una pulgaradita de rapé por cada orificio—, no cabe duda. El tratado es un gran triunfo para Inglaterra. ¡Qué ignominia para esa gentuza española reconocer las posesiones inglesas en América!

—Pero ¡si ni siquiera se dice cuáles son las posesiones inglesas, milord!

—Perded cuidado —dijo sir Modyford entrelazando los dedos—. Lo que España reconoce es la soberanía de nuestro monarca sobre las islas y colonias en nuestra posesión. Os traduzco: Inglaterra comerciará libremente con las colonias sin verse amenazada.

—Todo eso, milord, es meter en cintura a los filibusteros del Caribe —dijo Morgan, que dejó la carta sobre el escritorio.

—Sed razonable. —El gobernador extrajo un pañuelo de la manga que desplegó en el aire—. La piratería a gran escala tiene los días contados, qué pensabais si no. El futuro y el progreso incumben al poder de los estados, y al derecho. Ahora bien, Henry, una cosa es el futuro, y otra muy distinta el presente… inmediato.

—¿Me estáis toreando, milord? Vos siempre me disteis carta blanca para dar su merecido a los españoles.

—¡Ay, Henry, Henry! La política es un arte delicado, no una sucesión de zafarranchos. —Hizo una pausa y se llevó el pañuelo a los labios antes de proseguir—: El Tratado de Madrid, que tanto os consterna, no entrará en vigor, dicho de otro modo, no estaremos obligados a respetarlo, hasta que no se publique, ¿me seguís?

—Nunca he bebido ron como bebo las palabras de vuestra señoría —dijo Morgan, que continuaba de pie y con los brazos cruzados sobre pecho.

—William Godolphin, nuestro embajador en Madrid, ha conducido las negociaciones con brillantez —dijo guardándose el pañuelo en la manga—: sir Godolphin incluyó un término de publicación de ocho meses desde la ratificación del tratado. ¿Entendéis?

—Debo de estar corto de entendederas —dijo Morgan desconcertado.

—Significa que el tratado no entrará en vigor hasta pasados ocho meses, como mínimo. Y que se ha hecho así para ganar tiempo. Y que se pretende ganar tiempo para que vos, Henry Morgan, ejecutéis vuestra empresa de castigo «con total impunidad» —subrayó—. ¿Veis ahora claro?

—¡Rayos, milord! ¡Amanece un nuevo día! ¿Tengo, pues, la protección de Inglaterra para atacar colonias españolas?

El gobernador se quedó pensativo unos instantes.

—Oficialmente, debo ordenaros que observéis estas órdenes. Ahora bien, personalmente os deseo todo el éxito. Es más, os garantizo que no se tomarán represalias. Toda Inglaterra está pendiente de vuestras proezas. Y si me creéis, desde la canalla hasta las personas de alcurnia, todos ruegan por que acabéis de humillar al Imperio.

Milord —dijo Morgan, a quien la satisfacción le redondeaba las facciones—, no solo amanece un nuevo día, sino que el sol se ha puesto en el cénit, y ¡resplandece! —E hizo una profunda reverencia, para acabar poniéndose el tricornio—. Vuestra señoría debe excusar mis necedades. La política es demasiado enrevesada para mi mollera.

—Una última cosa —dijo sir Modyford con una cierta ansiedad mal disimulada—. ¿Ya tenéis decidido cuál será la ciudad que ataquéis? Si mal no recuerdo, eran tres los objetivos que habíais puesto sobre la mesa: Cartagena de Indias, Panamá y…

—Veracruz —completó Morgan—. Bien quisiera yo, milord, pero la elección no corre de mi cuenta.

—¿Ah no? —preguntó el gobernador francamente sorprendido.

—Será al Consejo de Ancianos a quien le toque resolver.

—¿Y Henry Morgan permitirá que ese Consejo de Ancianos decida por él? —Y de súbito, el político se quitó la máscara y añadió—: ¿Qué as tenéis guardado en la manga, viejo zorro?

—¡Por Júpiter, milord! Los principales capitanes están divididos y celosos unos de otros —dijo Morgan sin soltar prenda—. Se empeñan en apelar al Consejo de Ancianos, que es la última instancia, y la primera. Ni Henry Morgan puede oponerse a la «familia», milord. No estaría bien visto —dijo pasándose una mano por el cuello—. Desde luego que no estaría bien visto.

El gobernador levantó la mano, hizo un leve gesto de despedida y añadió:

—En ese caso, buena suerte, Henry. Y recordad esto: antes que el almirante de la Hermandad Libre, sois un corsario de Inglaterra. E Inglaterra lo espera todo de vuestro prestigio y valor.

Y Morgan, descubriéndose, hizo una nueva reverencia.

Unos días después tuvo lugar una circunstancia impensable, algo que en Tortuga, y tratándose de quien se trataba, tenía un alcance difícil de pasar por alto.

Ocurrió exactamente a las dos y cuarto de la madrugada. O, como poco, empezó a ocurrir a esa hora.

Era una noche sin luna. En el Príncipe del mar la tripulación que podía permitirse dormir lo hacía a pierna suelta. Había sido un día de duro ajetreo, de reparaciones y estiba, a fin de pertrechar el buque para la próxima caza. En tanto los planes concretos de Morgan no salieran a la luz, lo más aconsejable era hacer como muchos otros filibusteros, seguir con la rutina o con las incursiones ocasionales.

Lefthand, incapaz de conciliar el sueño, pensaba en su hija, como le sucedía a menudo. La pequeña estaba siempre en su cabeza, aleteando con la levedad de una culpa antigua, siempre presente. Algunas noches eran casi un suplicio.

Se levantó del jergón y salió a cubierta a respirar.

Arriba tan solo dos hombres amodorrados montaban guardia, pero la llegada del capitán los despejó al momento. Lefthand se acercó hasta el castillo de proa, se apoyó en la barandilla del puente. Estuvo así un buen rato, respirando el aire húmedo de la madrugada.

Por casualidad, dirigió la vista hacia el Ganymede, el buque insignia de Morgan, fondeado no lejos del suyo, meciéndose sobre las tersas ondulaciones del agua. A pesar del mal fario que daba cambiar el nombre de un buque, tiempo atrás Morgan había ordenado rebautizarlo con todos los honores, pues se trataba de una presa española. Una luz débil titilaba en la cabina del capitán y se proyectaba desde las cristaleras de popa. A Lefthand ni siquiera le sorprendió que el camarote de Morgan estuviera iluminado a esas horas. También las preocupaciones estarían haciendo mella en el almirante.

Lefthand se preguntó por qué aún no le habría explicado sin tapujos lo relativo al tesoro de la Dama del mar y al famoso mapa que obraba en su poder. ¿No le había hecho venir para eso? Sin duda, Morgan era sagaz como una comadreja y prefería alimentar rumores y crear expectación a mostrar sus cartas desde el principio. Aunque puede que no confiase en él del todo. Desde luego, ahora la prioridad de Morgan era convocar a los más eminentes capitanes del Caribe y para eso se pasaba días fuera de Tortuga. Incluso, bien que le constaba, había estado en Jamaica, entrevistándose con sir Modyford.

Por si fuera poco, se oían cosas, como que la incursión que planeaba el almirante tenía como objetivo una de estas tres ciudades: Cartagena de Indias, Panamá o Veracruz. Y también se decía que el Consejo de Ancianos iba a decidir cuál era la más adecuada. Luego, si las piezas encajaban, Morgan creía que en una de ellas estaba el tesoro, pero ¿y si, después de todo, el Consejo no se decantaba por la única ciudad en la que Morgan tenía auténtico interés?

El asunto se complicaba, así que dejó de darle vueltas. Por ahora, consideraba que el futuro de su hija dependía de la buena estrella del almirante, y eso lo unía a él más que a nadie sobre la faz de la tierra.

Lefthand bostezó y se envolvió aún más en la capa. Se sentía entumecido. Septiembre era el mes de las lluvias. Después de llover durante el día, había refrescado de manera considerable. El puerto estaba tranquilo. La oscuridad de los trópicos reinaba sobre la tierra. Al volverse para regresar al camarote, echó un último vistazo al Ganymede. La luz continuaba encendida. Y entonces sucedió.

Fue casi imperceptible, y solo alguien tan insomne como Lefthand le habría prestado atención. Un tenue destello, un cabrilleo a flor de agua, junto al timón del Ganymede, pero tan breve, tan fugaz que no le dio ninguna importancia. Pensó que se trataba de un reflejo de la luz procedente del camarote; sin embargo esa luz era demasiado débil para provocar cabrilleos.

Permaneció inmóvil unos segundos, deseoso de que algo, lo que fuera, lo obligara a salirse de sí mismo. Y de repente, otro más. Ya no abrigaba dudas. Esta vez era un destello cuyo origen creía adivinar, y aparte de eso, a popa del Ganymede, las aguas negras hacían rizos muy poco naturales, impropios del suave vaivén del barco. Acto seguido creyó vislumbrar una sombra. Aguzó la vista y con dificultad vio que trepaba por la popa del navío. Imposible distinguir la cuerda que colgaba de la borda de la toldilla. En ese instante, otro destello le confirmó lo que ya intuía: que la sombra iba provista de un arma blanca.

No había tiempo que perder. Se quitó la capa, se descalzó, pasó ambas piernas por encima de la borda y con extremo sigilo, para no alertar al turno de guardia que estaba a proa, se descolgó por los brandales hasta la mesa de guarnición. Desde ahí se zambulló con un chapoteo sordo.

Ya en el agua, vio cómo la sombra furtiva se colaba por la ventana del camarote de Morgan. Con el cuchillo entre los dientes, nadó suavemente hacia el Ganymede y se dejó absorber por la noche.

Cuando llegó al timón, no habían transcurrido más de cinco minutos. Le parecieron diez horas. En efecto, una cuerda colgaba desde la borda de la toldilla. No vio ni un solo hombre de guardia. Nada se oía. Se agarró a la cuerda, trepó despacio. Estaba mojada. Los ruidos característicos de una nave que se mece por las olas del puerto llenaban el aire. Apretó aún más los dientes en la hoja del cuchillo, y al llegar a la altura de la cristalera de popa, miró hacia dentro con disimulo.

Morgan yacía en su cama, sobre un costado. Sin duda, estaba dormido. Frente al jergón, un hombre vestido de negro, con pañuelo también negro ceñido a la cabeza, rebuscaba en los cajones del escritorio. Las puertas del armario estaban abiertas de par en par. No tenía facha de caballero de fortuna.

Sobre la mesa había un cabo de vela rodeado de goterones de cera. El intruso abrió el segundo cajón. Por su cara, se diría vencido por la ansiedad. Sus ojos tenían un brillo febril. Hurgaba hábilmente entre papeles. Abrió el tercer cajón y, por último, sacó un papel blanco, lo puso sobre el escritorio, desenvainó un cuchillo y se hizo un tajo en la palma de una mano. Luego, dejó que la sangre goteara sobre el pliego.

Sometido a una violenta tensión nerviosa, el hombre no dejaba de echarle ojeadas al almirante. De pronto, este se dio la vuelta en el colchón. Por un momento, el intruso se quedó mirándolo muy quieto. Debió de pensar que se había despertado, o que estaba a punto de hacerlo, tal vez se alarmó excesivamente. Fuera lo que fuese, se vendó la mano con el pañuelo de la cabeza, cogió el cuchillo y se fue hacia el jergón con pies de plomo.

Sin pensárselo dos veces, Lefthand empleó la cuerda para darse impulso, y de un solo golpe impactó contra la ventana. La cristalera estalló en miles de fragmentos con estrépito y Lefthand aterrizó violentamente dentro del camarote.

Morgan se incorporó justo cuando el tipo, a quien se le había ido la sangre del rostro, se volvió hacia el español y blandió su cuchillo, dispuesto a plantarle cara; pero Lefthand, que ni siquiera se había puesto en pie, se anticipó arrojando el suyo, que traspasó limpiamente el pescuezo de su adversario. El tipo se desplomó sin soltar ni un gemido.

Morgan se levantó tambaleándose, con un pistolón en cada mano. Se acercó al moribundo, lo volteó de un puntapié, lo dejó bocarriba. Con los ojos abiertos, la vida se le escapaba al tipo a borbotones. La madera estaba encharcada de sangre. El almirante fijó en Lefthand una mirada que tanto podía significar una cosa como otra. Guiñó un ojo, como cuando sonreía o las certezas lo abandonaban.

Abrió la puerta del camarote. Dos de sus hombres de confianza dormían la mona con sendas botellas a cada lado.

Ya se oían voces por todo el buque y también carreras. Morgan cerró la puerta, se metió las pistolas en el cinturón y, acercándose a Lefthand, dijo con voz resacosa:

—¿Es este el precio de la traición o es el precio del descuido? ¿Vos que pensáis? —Y miró al cuerpo ensangrentado.

—No sé mucho más que vos. Lo vi desde mi barco y fui tras él.

—¿Os echasteis al agua? —preguntó admirándose. El otro asintió con un gesto. Los cristales crujían bajo los pies—. ¿Por qué lo hicisteis?

—Vi que llevaba un cuchillo. Me enseñaron a sospechar de quien lleva un arma entre los dientes y entra por la puerta de atrás.

El filibustero soltó una risa seca y volvió a mirar al tipo.

—Que a estas alturas me deje sorprender por una sabandija como esta… —dijo pisando con su bota la cara del cadáver—. Pero no es a mí a quien sorprendieron, sino al ron. ¡Por cien tormentas que no pasa de mañana sin que se alarguen los pescuezos de esos bergantes de ahí! —declaró ladeando la cabeza hacia la puerta.

Luego se dirigió al escritorio, cogió el papel manchado de sangre y lo miró con expresión atenta.

—¿Qué significa esto, capitán Morgan? —dijo Lefthand al ver que la mancha de sangre tenía forma de aspa.

Morgan cerró los ojos e inspiró hondo antes de responder.

—Es una advertencia, muchacho. El aspa roja es un aviso de que a uno lo vigilan, de que no lo pierden de vista para que cumpla con su deuda. Esa carroña de ahí buscaba el dinero que debe Henry Morgan al Consejo de Ancianos, pero Henry Morgan no tiene más que su guinea de la suerte. Jo, jo, jo.

—¿Una deuda?

Morgan posó una mano sobre el hombro del joven y, exhibiendo su colmillo de oro, dijo:

—La traición solo compra voluntades que están mal pagadas, o enemigos; jamás compró a un amigo, Lefthand. Y yo pago bien a mis hombres.

—Será que os sobran los enemigos, capitán Morgan.

—Y que me faltan los amigos. —Llamaron a la puerta con golpes frenéticos—. ¡¡Inútiles!! ¡¡Gandules!! ¡Fuera de aquí, o mando que os cuelguen a todos! —tronó Morgan y se volvió de nuevo hacia el español—. Tortuga ya no es lo que era. La piratería se muere, muchacho. —Y soltando el aspa roja, cogió del armario un capote sucio y se lo puso sobre los hombros. Apartó algunos cristales con la bota—. ¡Llega la hora de los cerdos burgueses, del crimen organizado, de las «familias»! Sí, Tortuga es una asquerosa «familia»… que apesta… Y el Consejo de Ancianos es la cabeza de la «familia». Está en todas partes y en ninguna. Viéndolo todo. Vigilándolo todo. Para él ninguno somos de fiar.

»Aquí y allí —dijo cogiendo de un perchero su tricornio, que se encasquetó. Las mangas del capote se balanceaban vacías—, da lo mismo, todos buscan seguridad, que otros les solucionen sus problemas, tener caliente a la mujer. Por eso recurren al Consejo. Y encima, ¡Por Júpiter! La vida es larga. ¿Quién que se precie de hombre no se endeuda alguna vez, eh? —Y le puso una manaza en el hombro—. Sois valiente. Tened paciencia y la Dama del mar nos hará de oro, muchacho. Y ¡basta, por ahora! —dijo harto de hablar más de lo necesario—. Vayamos a que Exquemelin os cure esas heridas de la cara.

Y con eso, lo guio hasta la puerta y lo dejó pasar primero.