«Vivir y morir por la espada»
SUPO QUE LA HORA CRUCIAL, el momento de salir y demostrarle a su padre que ya no era un niño había llegado. Fue cuando lo vio desenvainar el acero en el puente del alcázar y empuñarlo con firmeza, cuando oyó las voces de los ingleses cada vez más cerca.
Arriesgándolo todo, se dispuso a salir de su refugio. A la caída de la tarde el firmamento, cubierto de nubes cenicientas, se oscureció de repente. ¿Le quedaba a la flota española alguna oportunidad de vencer?, se preguntó.
Hasta entonces había asistido al zafarrancho de combate desde el interior del tonel. Allí se había refugiado, bajo la apariencia de uno de los grumetes que servían la pólvora, después de pasar los últimos días escondido en el pañol de los víveres. Y desde allí fue testigo de las órdenes que el segundo impartía a voz en grito. Sintió los pies desnudos pateando las tablas. Vio cómo los hombres baldeaban la cubierta y cómo después la enarenaban, cómo vertían calderos de agua sobre los costados del barco para que, por si acaso, no se propagasen las llamas. Oyó cómo el segundo daba orden de derribar los mamparos, apagar todos los fuegos, colocar los cañones en batería y avisar a los hombres de las cubiertas inferiores. Luego experimentó en propia carne cómo las andanadas hacían retemblar la nave, y después, el aire se llenó de gritos y quejidos, de olor a alquitrán y a pólvora y a brea y a madera enmohecida.
Vio volar astillas por todas partes. Las balas de cañón laceraban el aire, pasaban silbando, y cuando se trataba de balas incandescentes, hacían estragos en la tablazón del navío. El ruido era estruendoso. Y ahora que el cielo se oscurecía, vio cómo su padre, el capitán del buque, el hombre que vestía siempre de negro, empuñaba el sable templado por el maestro Rui Giotto. Su padre, que miraba a sus dos hombres de confianza como si de ellos dependiera algo más grande que la suerte en el combate: el orgullo de un pueblo indomable. A la derecha de su padre, el maestro armero, Rui Giotto, y a su izquierda, Guzmán Yáñez, el segundo. ¿Qué cara habrían puesto uno y otro si supieran que el hijo de su capitán estaba en el barco?
La derrota estaba próxima pues, según tenía entendido, la flota inglesa superaba a la española en una proporción de dos contra uno. Además, la nave contra la que se batían era la mejor artillada del enemigo, el buque insignia de la Royal Navy; sin embargo, los hombres peleaban con bravura. La fe en su capitán los espoleaba.
Ahora llovía con fuerza. Rui Giotto y Guzmán Yáñez se lanzaron a la lucha. El niño empujó hacia arriba la tapa del tonel y corrió hacia su padre. La cubierta estaba sembrada de cadáveres y empapada de sangre a pesar del agua y de la arena. Escuchó decir que la flota española estaba perdida, que el combate se decantaba del lado inglés, que Dios estaba con el hereje. La lluvia arreciaba y la tripulación era impotente para contener al enemigo, que abordaba el buque español por oleadas.
El capitán, que se mantenía erguido en el alcázar, permanecía atento a las maniobras. Solo cuando, presa del desconcierto, reconoció a su hijo en el grumete que subía las escaleras del puente, solo cuando lo vio acercarse con una sonrisa, vaciló sobre sus pies, helado de espanto, y su rostro fue la viva imagen de alguien que contempla el horror cara a cara.
—¡Por Dios bendito! —se lamentó cogiéndolo por los hombros—. ¿Tú… qué estás haciendo en el barco… Íñigo? Estás empapado. Te dije que no podías venir, que aún eras muy pequeño —dijo mirando a su alrededor.
—Quiero luchar a tu lado, padre.
—Hay otros modos, Íñigo. Tú servirás a la patria con la inteligencia —repuso con voz ardiente—. ¡Rápido! En la bodega estarás seguro, hijo mío.
Se lo dijo en el exacto instante en que tres marineros ingleses le cortaron el paso. En dos zancadas subieron al alcázar, ebrios de sangre. Blandían espadas y machetes. Con un brazo, el padre arrastró al hijo a su espalda, lo protegió con su cuerpo, desenvainó el sable y encaró a los tres con la misma resolución con que habría encarado a un ejército entero.
El tiempo pareció discurrir más despacio. El futuro se cernió como una sombra impenetrable. Aunque era una lucha desigual, su padre se batió hasta que lo desarmaron. Luego, el niño advirtió con horror que un oficial de tricornio y casaca azul marino estaba subiendo las escaleras del puente.
Era el comodoro inglés. El niño había oído que estaba casado con una dama española. Sus hombres le llamaron milord. Sin inmutarse, el inglés recogió la espada de su padre, leyó la inscripción que figuraba en su filo y, seguidamente, el resto se grabó a fuego en la memoria del muchacho.
El niño resbaló. Los ingleses impidieron que su padre le prestara ayuda, y cuando iba a levantarse, el comodoro llevó la punta de la espada de su padre, que había recogido del suelo, a la muñeca derecha del niño y empujó.
—Por piedad. Os lo suplico —dijo el capitán Gonzalo Santa Cruz, que puso toda la fe que le quedaba en ese ruego—. No le hagáis ningún daño. Es muy pequeño todavía.
Pero el inglés sonrió y, dirigiéndose al muchacho en un español muy correcto, dijo:
—¿Qué darías por la vida de tu padre? —Un hilo de sangre brotó de la muñeca y se confundió con el agua. El dolor se le antojó al niño tan insoportable que de repente dejó de sentirlo. Sus nervios parecían haberse embotado—. ¿Darías la mano derecha por él? —El inglés, sobre quien hubiera podido afirmarse que disfrutaba, disminuyó la presión, alzó la espada, y en un acto reflejo, el niño retiró la mano.
El comodoro, con una sonrisa heladora, dijo:
—¿Te tembló el pulso, hijo, o te faltó el coraje?
Y sin pensárselo dos veces, se volvió hacia el padre y le hundió el acero a la altura del corazón. El niño profirió un gemido cuando el comodoro tiró la espada a un lado, manchada de sangre, y aquel cuerpo amado, poco antes tan firme, se desmoronó entre convulsiones.
Temblando, el pequeño gateó, se arrodilló junto a él bajo la lluvia. Las lágrimas le ahogaban. Tomó una de sus manos entre las suyas y con voz quebrada, dijo:
—Padre, padre. Es por mi culpa. Es por mi culpa.
El capitán hizo acopio de fuerzas y tratando de hacerse entender, murmuró:
—Tú no tienes la culpa, hijo mío. —La lluvia azotaba su rostro. Daba la impresión de ahogarse en su propia sangre—. Haz… que tu madre se sienta orgullosa de ti.
Y alrededor del chiquillo el mundo se disolvió bajo una cortina de agua.
Sin aliento casi, Santa Cruz se despertó del mismo sueño, la misma y horrible pesadilla de siempre. El carruaje acababa de entrar en Toledo.
Hacía calor. Era como regresar de las profundidades del tiempo, cuando la vida era nueva y él zanganeaba por aquellas callejas empinadas. Desde entonces no había vuelto a poner el pie en la ciudad en donde una vez fuera joven.
Y eso que no había llegado a conocer la época gloriosa de Toledo. Incluso Rui Giotto, el más misterioso maestro espadero, el místico del hierro y el acero, el que recitaba oraciones secretas para medir el tiempo que duraba la inmersión de las hojas en el agua a fin de templarlas, el señor de la forja, el amo de la dureza y la flexibilidad del sable, el único que conocía a fondo las virtudes de las aguas y las arenas del río Tajo, el más eximio espadero que habían dado las Españas, y el más desconocido; incluso él, más que una celebridad, era una rareza oscura en un mundo en donde la hegemonía de las armas de fuego se hacía cada vez más visible.
Al llegar a su destino, vio que el taller ya no existía y que el bajo lo ocupaba una taberna. La fachada estaba sucia; la piedra, gastada. Con los años todo se había arrugado a la misma velocidad que los hombres que fueron jóvenes un día. Un letrero de madera colgaba de dos humildes cadenas herrumbrosas. Con cada ráfaga de viento, el letrero se balanceaba entre chirridos.
«Alma de hierro», se leía en el rótulo. Lo que, de modo superficial, resumía el secreto de los grandes espaderos toledanos. Por debajo figuraba una sentencia en latín, grabada con punzón: Ab ense vivire morique. «Vivir y morir por la espada».
Empujó la puerta. Entró en el garito. Estaba oscuro y el aire era espeso y olía a camarote. Había conocido ese lugar mucho antes de que fuese una taberna y le resultaba tan afín a sus gustos como su propio barco. Se quedó de pie, sin moverse, pegado a la puerta.
Había unas cuantas mesitas redondas de madera y algunos taburetes en torno a cada mesita. Sentados a una de ellas, dos paisanos empinaban el codo sin decir nada. Lo miraron. Detrás del mostrador un mozo secaba recipientes. A su espalda, el enorme espejo de la pared estaba sucio, y su azogue deteriorado.
Santa Cruz se acercó a la barra. El mozo tenía flequillo, unos ojos vivísimos y dos orejas muy separadas. Flaco como un huso, se movía como afectado por el mal de los nervios. No tendría más de quince o dieciséis años.
—¿Qué deseáis? —preguntó con un timbre agudo el mozalbete. Tenía los incisivos separados y prominentes.
—¿Dónde está Rui Giotto?
—El señor Rui Giotto está descabezando un sueño, excelencia —repuso el joven.
—Pues me temo que tendré que despertarlo.
Por toda réplica, el joven hizo aparecer de la nada un sable que relampagueó en el aire, y con un gesto que Santa Cruz no había visto ejecutar con tanta precisión en muchos años, viró hábilmente la muñeca, bajó la punta de la hoja en dirección a la tirada, extendió el brazo y se tiró adelante. Una vez hecho, arrojó el sable hacia arriba, este giró en el aire, hizo varios tirabuzones y se posó en sus manos como una paloma mansa.
—Lamento contradeciros, excelencia. El señor Rui Giotto no está para nadie.
—¡¡Gracián!! —Se oyó una voz colérica de viejo—. ¡¡El aguardiente!! ¡¡Gracián!! ¡¡Maldito tú y la madre que te parió!! ¡¡Grandísimo vago!! ¡¡No hay pícaro más grande en este asqueroso país!! —Se oyó una risa que de pronto se atragantó, y la voz de ultratumba pareció ahogarse confundiéndose con una tos ronca—. ¿No ves que me estoy muriendo?
—¿Muriendo? —dijo el mozo en voz baja a Santa Cruz—. Siempre que se despierta se muere de ganas de echarse un trago al coleto. ¡Ya voy, maestro! ¡Ya vooooy! —Y de nuevo en voz muy baja—: Está siempre diciendo que se muere. Que si esto, que si lo otro, pero, bah. De un ataque de gota nadie se va al otro barrio.
—¿Qué murmuras, bestia cruel? ¿Me quieres dejar morir sobrio, hijo de una perra sucia? ¡Por tus huesos que, o vienes al punto con la medicina, o te persigo a la pata coja y la emprendo a bastonazos con tu cabeza!
—¡Ya estoy ahí, maestro! ¡Ya voy! ¡Ya voy! —dijo Gracián, y haciendo un mohín de conformidad, sacó una botella de abajo, se desplazó hasta el final de la barra y salió por una puerta interior.
El mostrador quedó vacío, y casi enseguida, se oyó de nuevo al viejo rezongar.
—¡Zascandil! Deja de llamarme eso que me llamas o te caliento las orejas.
—¡Ave María, maestro! ¿Qué decís que os llamo? —Se oyó decir al mozo—. ¡Ay, ay, ay! ¡Eso no! ¡Eso sí que no, por mi padre! ¡Que ya tengo las orejas bastante grandes, maestro!
—¡Que dejes de llamarme maestro, mal cristiano!
Santa Cruz respiró hondo y se dirigió hacia el final de la barra. Sin quitarse el sombrero, empujó suave y la puerta se abrió lentamente.
Era un cuarto sombrío que iluminaba solo el fuego del hogar. Si en tiempos no tan remotos había tenido otros usos, quién lo hubiera dicho.
El viejo y Santa Cruz se miraron a los ojos. Santa Cruz se descubrió.
—Hola, Rui Giotto.
El viejo estaba sentado en una butaca de felpa astrosa, con la botella en la mano y un bastón en la otra. Tenía un pie envuelto en vendas de un color más sucio que blanco y la pierna reposaba extendida sobre una silla de enea.
—Ve a atender a los clientes —ordenó el viejo a Gracián en un tono que no admitía réplica. El mozo soltó un resoplido y salió cruzando la mirada con el forastero. A continuación, este se acercó a Rui Giotto.
Eran sus ojos achinados como dos ranuras, y el pelo, que tiraba a blanco, raleaba por arriba y según bajaba iba ganando en espesor, de tal modo que a la altura de los hombros era compacto como la estopa y vistoso como las pelucas francesas. Aquel hombre de rasgos ascéticos tenía bigote y una densa perilla.
—¡Tú! —exclamó dividido entre la cólera y la incredulidad—: Así que era cierto lo que dijeron.
—Hace falta algo más que un calabozo mugriento para rematarme.
—No eres bienvenido —declaró el viejo y, desviando la vista, sacó el corcho de la botella con los dientes, lo escupió a un lado y bebió antes de añadir—: ¿Lo sabes?
—He venido solo a por una espada.
Rui Giotto prorrumpió en una risa grave que se tradujo en una tos débil. Se limpió la boca con el dorso de la mano y jadeó.
—Pues buscas en mal sitio esa espada.
Ambos se miraron con ojos insondables.
—No si este es el sitio donde se oxida y enmohece.
—Mide bien tus palabras —dijo Rui Giotto sin levantar la voz—. Aunque tuviera ese sable no te lo entregaría. Un pirata sería el último en merecer el sable de Gonzalo Santa Cruz.
—Nunca pensé en reclamar lo que era mío.
—¡Era el sable de un patriota! —profirió—. Alguien que lo usó para defender las Españas, no para avergonzar a su país. Tu padre era un hombre honrado. Y lo único en lo que te pareces a él es en que vistes de negro. Pero ¿por quién llevas luto tú, si puede saberse? ¿Por tus muertos, por los que cayeron defendiendo la nación, como tu padre?
—El sable me pertenece, Rui Giotto. Lo sabes.
—¿Te pertenece, piojoso? —dijo el maestro armero, y penosamente, apoyándose en el bastón, se puso en pie—. Fue forjada con tiempo, con amor. La oración con la que se templó su hoja es ignorada por todos los espaderos de España. Por fuera es de acero puro, pero su interior, su «alma», es de hierro. No ha habido hoja en estas tierras con un temple semejante. Era la espada digna de tu padre.
—Si así lo deseas, te la devolveré a mi regreso.
Rui Giotto, ayudándose del bastón, se aproximó a Santa Cruz cojeando.
—¿Después de matar? ¿Después de robar? ¿Después de verter sangre para cubrir tus deudas de jugador? ¿Cuándo piensas devolverme un sable que no obra en mi poder? Además —añadió torciendo el gesto—, no necesito que me devuelvan lo que no es mío.
—No es para eso por lo que quiero la espada de mi padre.
—¿Ah no? ¿Para qué la quieres? Di, ¿qué sabes hacer aparte de eso, Lefthand?
Y, tras un instante de titubeo, replicó:
—Es para proteger a mi hija.
Rui Giotto se apoyó en el bastón, los brazos rectos, una mano trémula sobre la otra, y se quedó mirándolo fijamente un largo rato.
—Estás mintiendo.
—¿Desde cuándo, Rui Giotto, mi palabra no es digna de crédito? Aunque esté empapada en sangre, mi palabra es todo cuanto me queda.
Rui Giotto bajó los ojos y meneó la cabeza a derecha e izquierda, como tratando de apresar un recuerdo tan frágil como el humo.
—En aquel tiempo eras solo un chiquillo, y parece que haga mil años —dijo Rui Giotto serenándose—. ¿En qué nos equivocamos, Íñigo? Di, ¿en qué nos equivocamos?
—La vida es solo un malentendido —repuso Santa Cruz con sequedad.
El viejo levantó la vista y con la mirada ausente prosiguió.
—¡Oh, sí! Horas antes, nadie habría dado un solo maravedí por nuestra flota, ¿recuerdas? —Y sus ojos por vez primera sonrieron. Clavó la vista en Santa Cruz—. Se decía que el comodoro inglés estaba casado con una dama de aquí, y que por eso nos conocía tan bien a los españoles. ¡Maldito perro! Lo peor es que nos superaba en barcos. Eso era lo grave, no que estuviera casado con una española. Pero nosotros nos batíamos con honor. Porque el honor tenía nombre, Íñigo. Era nuestros padres e hijos, era nuestros hermanos y mujeres, nuestra tierra, una tierra en la que creíamos. Y, sin embargo, nos esperaba la muerte. Quién de nosotros no lo sabía. Hasta que aconteció algo impensable, algo milagroso, algo que…
»Sí —continuó—, la batalla estaba perdida, ¿lo recuerdas, Íñigo? —preguntó en tono de reproche, como queriendo exorcizar los demonios de Santa Cruz. Este aguantó firme. Se cuidó muy mucho de replicarle que a menudo, desde hacía más de veinte años, soñaba con eso, revivía la tragedia. Hoy mismo, sin ir más lejos, su pesadilla—. ¡Ah, entiendo! No quieres recordar. —Y tomó asiento fatigosamente en la butaca—. En tu lugar, también yo haría lo mismo. —Sí, se cuidó muy mucho de decirle a Rui Giotto que cada sueño repetido era una astilla que se le clavaba en lo más hondo de su ser, y que ni siquiera veinte años habían logrado borrar una sola imagen de la batalla. Le hubiese gustado decirle que, de haber podido, se habría arrancado la memoria para no volver a soñar.
»Pero te ahorraré los detalles. Te voy a contar solo el final. Hubo un milagro, porque fue un milagro de Dios, y el buque insignia contra el que combatíamos rindió sus armas. El comodoro inglés, aquel mal nacido, había dejado el pellejo a manos de un héroe. —Miró fijamente a Santa Cruz—. La noticia se propagó de barco en barco. Los nuestros, bañados en sangre, aullaban de júbilo. La victoria era nuestra. Mientras los hombres alzaban el cuerpo aún tibio de tu padre, yo tomé su espada. Tomé la espada del capitán Gonzalo Santa Cruz y se la ofrecí al héroe a quien pertenecía. ¿Recuerdas ahora? —Hizo una pausa y echó un largo trago. Hasta las llamas del hogar crepitaban con respeto.
»Has pecado mil veces, Íñigo. Puede que hayas expiado tus crímenes, o puede que no. Un pecador no es quién para juzgar a otro. Solo respóndeme a esto: ¿qué ha cambiado para que aceptes ahora lo que una vez rechazaste?
Santa Cruz apretó el puño sano. Transcurrió un tiempo. A la postre, bajó la cabeza y dijo, como un hombre que goza humillándose:
—Es por mi hija.
Poco después, Rui Giotto aulló:
—¡¡Gracián!! ¡¡Falso cristiano!! ¡¡Gracián!!
Acudió el mozo. Por orden de Rui Giotto, apartó la alfombra, tiró de una arandela y abrió pesadamente la trampilla del suelo. Luego, encendió un candelabro y descendió por una escalera polvorienta. Enseguida se adentró Rui Giotto, que rechazó la ayuda de Santa Cruz y emprendió la bajada a costa de agudos dolores. Una vez en el sótano Gracián encendió varias velas y, de repente, ante los ojos de Santa Cruz brotó una imagen de su infancia.
Docenas y docenas de espadas colgaban de las paredes en círculos radiales. A la luz de las velas, relumbraban. El frío sótano era la única dependencia que representaba un pasado perdurable. El tiempo no había transcurrido por él.
Calladamente, el joven Gracián se acercó a una de aquellas espadas. La cogió con una devoción casi mística y apoyó ambos extremos de la hoja en sus palmas. Así, con ella a la altura de la cara, se la ofrendó a Rui Giotto, que la tomó de igual forma y, volviéndose hacia Santa Cruz, dijo:
—¿Oyes cómo te habla el acero? —Y tras un largo intervalo, añadió—: Siendo niño, te ofrecí esta espada. Tuya era, como lo fue siempre después, y como antes fue de tu padre. Si era para defender una causa noble mucho tiempo has dejado enmohecería. Dale, pues, un uso honorable y ella te servirá siempre con lealtad.
Y entonces, con su mano izquierda, Santa Cruz se atrevió a empuñar el sable único, la espada más singular que nunca saliera del taller de Rui Giotto, mientras, entregado a un sentimiento que estaba más allá de las palabras, leía la inscripción que figuraba impresa en su filo:
Pertenezco al Caballero de la negra estampa