En la tumba

AL DÍA SIGUIENTE, a primera hora de la mañana, Exquemelin salió del aposento a cuya puerta esperaba Lefthand charlando con Morgan. Miró al español por encima de las gafas y le dijo que fuera breve, que no era aconsejable fatigar al herido.

—No son quemaduras graves —dijo el médico— pero acabo de administrarle un narcótico.

Entre las nubes que anunciaban tormenta y el humo negro, el sol se ocultaba a la vista. Si hoy lloviese a raudales, si no fuera el simple aguacero característico de la estación, la ciudad aún tendría alguna oportunidad de salvarse.

Doce horas hacía que se había declarado el gran incendio. Un incendio que se había expandido tanto por los barrios humildes como por lo más lujosos, donde grandes llamas se elevaban sobre algunas de las mansiones más fastuosas. Y, con relación a las cinco mil casas de madera, sobre la mayoría pesaba la amenaza del fuego.

Una de las primeras consecuencias del incendio era que había entorpecido el pillaje. Por eso muchos habían decidido explorar las aldeas vecinas apresando fugitivos, haciéndose con botines de sangre, y como ya el Duque había imaginado, todos ellos estarían entrando y saliendo de la ciudad durante los próximos días. Morgan, al corriente de los planes que abrigaban algunos de hacerse a la mar con las ganancias que fueran acumulando, había hecho quemar las naves que quedaban en el puerto.

No era de extrañar, pues, que la noche hubiera sido muy ajetreada, y por si fuera poco, acababan de decirle a Lefthand que uno de sus hombres estaba malherido. Lefthand pensó en la muchacha que ocupaba todos sus pensamientos y le dio un vuelco el corazón. Fue imprescindible estar frente al desventurado y reconocer sus facciones para que un alivio cálido, como un licor fuerte, le corriese por las venas. Al comprobar que no se trataba de Elena, su congoja se disipó suavemente.

—¡Por Júpiter! Te espero en la Gran Plaza —dijo un excitadísimo Morgan, que había ordenado que trasladasen al palacio al herido, aferrando al español por el brazo—. Y recuerda, sé breve. Tenemos que aprovechar cada hora… ¿comprendes, amigo mío?

Lefthand entró en el aposento y cerró la puerta tras de sí. Los cortinajes estaban echados y había tan solo una vela. Al acercarse vio al pobre hombre tumbado en el lecho, bocarriba. Tenía los ojos cerrados. Los brazos, por fuera del embozo de la sábana, estaban cubiertos de vendajes.

Apreciaba a ese hombre despistado y estudioso, y recordaba que gracias a él y a sus libros se habían hecho con el botín de la trata de negros. Cogió una silla y tomó asiento junto a la cama. El licenciado Padilla despegó penosamente los párpados.

—¿Qué hacías en el Cabildo, muchacho? —dijo Santa Cruz.

—Capitán. Buenos ojos… os vean. Revisaba documentos… Antiguos documentos que se perderán.

—¿Revisabas documentos? ¿No piensas tomar parte en el saqueo de Panamá?

El licenciado Padilla pareció absorto en sus pecados, como un hombre al borde la muerte.

—Solo quería ver mundo —dijo en un hilo de voz—. Ver… vivir lo que tanto había leído en los libros.

—Y puedes jurar que te queda cuerda para rato; pero da gracias de que algunos te reconocieran antes de caer.

—Qué mala suerte —se lamentó con voz apagada—. ¡Todos los pergaminos quemados!

Le resultaba muy penoso molestar a ese hombre en su lecho de dolor, pero no quedaba otro recurso. Llevaba días con la idea en la cabeza, pero la oportunidad no había llegado hasta ahora. Y ahora, en fin, no podía resistirse a preguntarle. El pobre se había pasado las últimas horas entre documentos y libros mientras la ciudad era pasto de las llamas. De milagro había salvado la vida.

—Tengo una pregunta que hacerte. —Y puesto que no sabía cómo abordar la cuestión, se decidió por la fórmula más directa—: ¿Qué sabes del tesoro de la Dama del mar?

Su respiración era pausada. Gradualmente, los ojos del herido se reanimaron.

—¡La Dama del mar! —suspiró el licenciado Padilla. Estuvo un rato callado, con la mirada extraviada, en otro mundo. Después, las palabras fueron brotando de sus labios—: ¡La Dama del mar! El gran misterio fue siempre dónde… dónde estaba el país… su reino. ¿En Sudamérica? ¿En el istmo? Porque, por lo que hace al tesoro, algunos no dudaron que era real, pero… pero las grandes preguntas persistían: ¿Cuál era ese país? ¿Dónde estaba la laguna en la que se arrojó el oro durante años? Según parece, una expedición de soldados españoles dio con la laguna, y únicamente uno de esos… de esos soldados vivió para contarlo…

—¿Y la leyenda?

—«Solo… solo un casco de plata de sangre limpia… solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará». Así… dice. Sí, ese fragmento literal es el más enigmático de una hermosa y triste leyenda —dijo cada vez más fatigado.

Lefthand se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué significa «casco de plata»?

El licenciado tragó saliva y despegó los labios.

—Español… Significa español. «Cascos de plata» llamaban los nativos a los… a los… primeros conquistadores españoles. La sangre limpia hace referencia a que no estará mezclada con sangre… extranjera.

—Ya —dijo Lefthand, que se quedó pensativo. Al cabo de unos segundos, hizo un nuevo intento—: Y, ¿qué significa «el hijo que se sacrificó por su padre lo hará»? ¿A qué se refiere, muchacho?

Los ojos del estudioso irradiaban buen humor. Era la mirada de un niño al que se le interpela sobre su juego predilecto.

—No lo sé… Quién puede saberlo, capitán. Sea quien sea el elegido, se refiere a descubrir el tesoro… supongo —dijo—. Lo que nos llega… son ecos de… de las leyendas originales… La tradición oral es solo un pálido… reflejo de lo que ocurrió… Los libros no dan mucha luz —continuó el licenciado Padilla, que acusaba los efectos del narcótico—. Y esa laguna del oro… quién sabe dónde se encuentra exactamente, capitán. Lo que yo creo es que se trataba de un tesoro único, grandioso, ¿sabéis?… El tesoro de todo un pueblo… que amaba a su reina, a la Dama del mar.

—Descansa, muchacho. —Lefthand se dispuso a levantarse al ver que el hombre hacía esfuerzos denodados por no dormirse.

—«Pruebas» —dijo el licenciado a media voz.

—¿Cómo?

—Esa… esa es la palabra que se repite en todas las variantes de la leyenda. Y… estoy seguro de que se refiere al tesoro. «Pruebas».

—¿Pruebas?

—Durante años… los estudiosos se preguntaron a qué se refería… La tradición quería ver ahí un rito de inicio… un paso simbólico de una edad a otra; pero yo, capitán, estoy seguro de que es algo más concreto… Todos los caminos llevan a… a la misma encrucijada. «Pruebas»… no pueden ser más que… trampas.

—Que me ahorquen si te entiendo.

—Trampas que los guardianes de la Dama del mar se encargaron de poner… Trampas para evitar que los saqueadores hicieran su trabajo.

—¡Guardianes! Pero, qué me estás diciendo, muchacho —replicó Lefthand, bastante más confuso que al principio.

—Capitán, los… los guardianes del tesoro fueron los descendientes de la Dama del mar. Protegieron el oro con su vida durante generaciones. Se distinguían… se distinguían del resto por su tatuaje… Un tatuaje de una estrella de cinco puntas. Era la estrella real.

—Pero —dijo Lefthand, seguro ya de que el narcótico le hacía disparatar—, ¿tú crees que el tesoro existe?

—¿Seguro? No sé… Creo… En… en algún lugar del istmo… Sí, capitán. Lo creo. Las leyendas… siempre me han parecido más reales que la propia vida. —Y para extrañeza de Lefthand, le cogió una mano y se la apretó—. En… en el fondo —terminó diciendo con voz delirante—, la leyenda es una maldición… Así lo entiendo, pues… pues quién sabe qué desgracias abrumarán al que persiga el tesoro sin ser el elegido…

Y como el narcótico ya desplegaba todos sus efectos, Lefthand le soltó la mano, apagó la llama de la vela y salió del dormitorio sin hacer ruido.

Poco después, Lefthand y tres de sus hombres, dos de los cuales eran los más fuertes y voluminosos del ejército, y el tercero, uno de los más ágiles y menudos, se reunieron con Morgan en la Gran Plaza. El propio Morgan había reclamado a Lefthand la colaboración de esos tres con la misma naturalidad de un comandante que reclama la presencia de tres de sus propios hombres. Eso sí, tenían que venir los tres juntos, porque por separado no eran más que tres nulidades.

En la Gran Plaza estaba ubicada la Casa del Cabildo, en cuya puerta pocas horas antes, alguien había visto desplomarse al licenciado Padilla con las ropas chamuscadas, y la catedral. Era esta una magnífica estructura de mampostería, con una torre campanario de tres cuerpos coronada por una soberbia cúpula esférica. Y la cúpula, que la luz del sol poniente hacía relumbrar a distancia, estaba revestida de ladrillos de cerámica vidriada en tonos ámbar. Al menos por fuera, estaba intacta. El fuego no había hecho mella en las piedras.

Respecto a la Casa del Cabildo, el incendio estaba casi sofocado, y un humo oscuro aún salía por sus balcones envolviendo la Gran Plaza. Un poco hacia el norte, dos edificios monumentales, la Casa del Obispo y el convento de Santo Domingo, ardían como tantos otros.

Cuando llegaron la Gran Plaza estaba vacía, aunque llena de humo. Las nubes anunciaban la bendición de la lluvia y, con suerte, la extinción del gran incendio. Melquíades, Blas y Ginés llevaban zapapicos colgados del hombro, antorchas y morrales con agua, cuerdas y vituallas. Morgan miró a un lado, luego al otro, se echó para atrás el tricornio y, suspirando, murmuró:

—¡Adelante!

Echó a andar hacia el templo, empujó las dos pesadas hojas de la puerta principal, y una vez en su interior, ordenó cerrarlas.

El ambiente era lóbrego; el aire, espeso. Olía a pólvora como en una cubierta de batería en plena batalla. Había tres ventanas por cada lado que dejaban pasar la luz exterior, pero al ser pequeñas y la luz muy tenue, no había mucha claridad.

Morgan pidió una antorcha y avanzó hasta situarse frente al altar, donde se puso de manifiesto que los piratas habían hecho de las suyas. La iglesia aparecía expoliada; y en cuanto a lo más valioso, el retablo con su oro y sus piedras preciosas, se decía que los españoles habían logrado llevárselo en el galeón que había huido con muchas de las joyas de Panamá.

Aun así, los desperfectos eran cuantiosos. Y resultaba muy evidente que se había hecho detonar una buena cantidad de pólvora ahí dentro. La razón era un enigma. Podía ser por simple juego (las diversiones de los piratas tenían mucho que ver con la pólvora), o más bien, por descargar su frustración y su ira al ver que el maravilloso retablo había volado; pero el intenso olor y los gravísimos desperfectos de las paredes, algunas de las cuales estaban negras, probaban las bárbaras actividades a que se habían entregado los hombres de Morgan.

Enseguida el almirante se volvió hacia la derecha, pasó a la nave lateral y, antes de lo que cuesta describirlo, la recorrió con su propia antorcha de punta a cabo. Primero en un sentido, y luego en el otro.

En la nave de la derecha, separada de la nave central por doce pilastras contadas, había una pequeña capilla, y además, un montón de lápidas al nivel del suelo. En las lápidas, que consistían en piedras toscas y no demasiado planas, figuraban inscripciones en latín. Salvando la puerta de barrotes que daba entrada a la capilla, los sepulcros recorrían todo el muro.

Al rato, Morgan se acercó a Lefthand, que permanecía en medio de la nave lateral con Melquíades y los gemelos. Se sacó el tricornio, dejó al aire el pañolón rojo que le ceñía la cabeza, y después de secarse el sudor de la frente, gritó blandiendo el tricornio en dirección al muro:

—¡¡Aquí debería estar!! ¡O no sé leer, o el mapa se refería a «la tumba»! ¡Maldición! ¡Y aquí hay nada menos que veinte tumbas!

Lefthand, a quien se le demudó la cara del asombro, solo acertó a decir:

—Ciertamente, creí que no sabíais leer, Henry.

—¿Eh? —bramó el almirante, pero enseguida le vino a la mente la carta de la hija de Exquemelin y el episodio del ultimátum. Pillado por sorpresa, esbozó la semisonrisa que le hacía entrecerrar el ojo, y repuso como al descuido:

—Bah, solo cuando la necesidad lo requiere, muchacho. —Lefthand, que había creído el embuste a pie juntillas, y recordaba tanto la carta de Elena como el supuesto ultimátum, con el infame contenido del Duque, hizo un esfuerzo de voluntad para serenarse. Porque, si Morgan sabía leer, por fuerza conocía la identidad de la joven y su decidido propósito de rescatar a su padre—. Os digo que se refería a una tumba. ¡Una sola! ¡No veinte! ¡Por Júpiter!

Entretanto las cosas se precipitaron. Los dos gemelos, por entretenerse o comprobar la solidez de las piedras, o vaya uno a saber por qué oscura causa que ni siquiera Melquíades adivinó, se pusieron a dar palmadas en el muro. Bien la providencia los señaló como agentes del destino, o (esto es seguro) la pólvora había hecho tanto daño a la estructura como a simple vista parecía. El caso es que de pronto, un temblor, un crujido en lo alto, un murmullo de piedras que retiemblan se oyó desde algún lugar en las alturas, y como si el peligro consistiera en algo esférico, bajó rodando de manera inexorable.

Melquíades llegó justo a tiempo de apartar a los gemelos cuando un tramo superior de muro, justamente allá arriba, se desmoronó con su correspondiente techumbre. Luego, como una cadena de naipes, las últimas hileras de la fachada lateral arrastraron un mampuesto tras otro. A continuación, porciones enteras de muro se fueron derrumbando con estruendo, hasta que entre grandes nubes de polvo, el cataclismo cesó tan repentinamente como había comenzado.

Como desde hacía horas los derrumbes eran constantes y rutinarios en Panamá, la poca gente de los alrededores hizo caso omiso. Por lo que hacía a Lefthand y los demás, cuando el polvo se disipó, se enfrascaron en la tarea de limpiar las lapidas. A muchas tuvieron que sacarles de encima las piedras que se habían desprendido. Por suerte, los mampuestos no eran de gran tamaño y la fuerza de los gemelos decuplicaba la de un par de hombres corrientes. En resumen, a marchas forzadas y en poco más de una hora, el panorama se había despejado bastante. Pero no habían previsto que las nubes descargasen.

No se trató más que de un breve aguacero, propio de la estación, y fue lamentable que no tuviera el menor efecto sobre las llamas que devastaban Panamá. Sin embargo, lo que saltaba a la vista eran los efectos más visibles del derrumbe. La mayoría de los sepulcros estaban agrietados o astillados, y el agua de lluvia, enlodazándolo todo, rebosaba en las anfractuosidades de las lápidas y se colaba por sus grietas y fisuras.

—Se entra por una de ellas —dijo Morgan—. Se entra por una de las tumbas. Así que, ¡maldita sea! ¡Habrá que ir picando las lápidas de una en una!

De súbito, en medio del fango que envolvía tanta ruina, se oyó decir a Melquíades con voz estupefacta:

—¡Esto es bien curioso!

—¿Y qué diantres ocurre ahora? ¿Qué es lo que es curioso, animal? —gritó Morgan desde otro lado.

—Este sepulcro —dijo Melquíades, que tenía el oído más fino que un murciélago—. Por aquí se oye raro.

Morgan se abalanzó seguido de Lefthand. La lápida estaba resquebrajada, como muchas otras, pero si se escuchaba atentamente, el ruido del agua al escurrirse por la enorme grieta era digno de reflexión. Se trataba de una especie de eco, como si el agua goteara sobre una superficie subterránea y vacía.

El almirante ordenó a los gemelos que picasen. Blas y Ginés se pusieron a ello y, al poco rato, estaban bañados en sudor. A medida que picaban, saltaban chispas y esquirlas. Con lentitud exasperante, la piedra cedió más y más. En la lápida se fue abriendo un pequeño boquete, y el boquete se fue haciendo cada vez más amplio hasta que se hizo posible introducir una antorcha.

Cuando un frenético Morgan empujó a los gemelos e introdujo la tea para echar un vistazo, enseguida clavó los ojos en Lefthand y prorrumpió en una risa estrepitosa.

—¡Es un túnel! —dijo haciéndose oír—. ¡Un túnel que se adentra en la tierra!