Prólogo

ES UNA NOCHE SIN LUNA. El viento azota y castiga a vivos y muertos por igual. Poco a poco la tormenta se aproxima al camposanto.

Cuatro hombres alcanzan con esfuerzo la cima. La cuesta arranca en la playa, y como reina una oscuridad casi absoluta, el primero se abre camino iluminándose con un candil. Cierra el grupo el que lleva dos palas al hombro. Ante ellos, una planicie y el vetusto cementerio del acantilado. Desde allí, a la luz del día, se domina la ensenada y el vasto mar, ahora encrespándose.

Abajo, un buque de nombre Ganymede los aguarda. Tiene las vergas en cruz y el velamen recogido y arriado el pabellón con las tibias y la calavera.

La planicie está recubierta de maleza y árboles desnudos, con ramas que se crispan en el aire como manos artríticas. Hay lápidas de piedra ennegrecida. Lápidas que se yerguen no en vertical, sino inclinándose hacia cualquier lado. El fuerte viento aúlla, embiste, comba los árboles, barre la maleza.

De los cuatro hombres solo uno va tocado. A causa del viento irresistible lleva una mano sobre el tricornio. Con la otra se envuelve en un capote que se hincha por detrás. Su lugarteniente permanece en las sombras, tan alejado de la luz que su cara no se distingue. La luz del farol permite adivinar en él una figura esbelta que rezuma distinción. La empuñadura de un cuchillo reluce en su costado.

El hombre del tricornio se dirige al del candil sin sacarse la mano del sombrero. Abre la boca. Mueve los labios. Si no grita, cuando menos lo parece. Sus gestos le deforman las facciones, pero el aullido ensordecedor del viento impide que se le entienda. El subordinado alza el candil, ahueca una mano alrededor de la oreja y el pañuelo rojo que ciñe su cabeza sale volando.

Como el tiempo apremia, el jefe saca un trozo de papel arrugado. Con gestos bruscos se lo entrega al otro, que lo coge y empieza a leer: «Angelica Morgan (1604-1666)…». De pronto, a media lectura, una ráfaga de viento formidable se lo arranca de la mano. Desesperadamente da unos cuantos manotazos al aire, pero el papel se pierde en la oscuridad y se queda adherido a una cruz de piedra.

El hombre del candil, presa de un pánico mudo, se precipita hacia las tumbas. Rastrea cada lápida con afán. El viento silba, brama y aúlla sin remedio, sin clemencia, sin pausa. Por fin tiene enfrente la inscripción que busca y con el brazo en alto hace una seña al hombre del tricornio, que ya se aproxima.

Los subalternos empiezan a cavar. El montón de tierra, al borde de la fosa, crece. Unas cuantas paletadas más y el ataúd está a la vista. Lo fuerzan. Un rayo, seguido de un trueno estentóreo, ilumina el cementerio y la cara del hombre del tricornio resplandece.

Dentro, un esqueleto sin cabeza cuyas manos sujetan una funda de piel oscura.

Le pasan la funda al hombre del tricornio, que extrae un pergamino de ella y lo extiende como puede. Se trata de un mapa requemado por los bordes. El lugarteniente coge el candil. El viento sacude el mapa con violencia. Al fondo, unos jinetes se aproximan por el tortuoso sendero que nace en la aldea. Empieza a llover.

A los quince minutos la partida de hombres armados llega, por fin, al cementerio. A la luz de los faroles se ve cómo sus caballos resuellan vaho. Descabalgan todos menos uno que apoya la culata de su fusil contra la silla. Pronto dan con la tumba saqueada.

El jinete que falta por desmontar está a punto de hacerlo. Entonces, el viento desprende de una cruz de piedra un trozo de papel. Vuela hasta quedarse adherido al cañón de su fusil y el jinete lo atrapa. Ya no llueve, sin embargo, el papel está húmedo. Al leer las líneas borrosas se dibuja en su rostro la imagen del espanto. Descabalga y se acerca a la tumba.

Con consternación, observa el espectáculo sangriento de la fosa. Dos hombres acuchillados y un esqueleto sin cabeza. Mira la inscripción de la lápida: «Angelica Morgan (1604-1666)». Y como si no diera crédito vuelve a consultar el trozo de papel en el que reza lo siguiente: «Angelica Morgan (1604-1666). Tumba de sir Walter Duncan. El Corsario sin cabeza».

Se acercan todos al borde del acantilado. Abajo no se ve más que un punto de luz y unas sombras en la noche. Súbitamente, un relámpago permite distinguir un bote que aleja de la playa a los saqueadores de tumbas. Pero la claridad dura muy poco, lo justo para ver cómo el bote se dirige hacia una nave que tiene la bandera negra desplegada.

El resplandor desaparece y la detonación de un trueno estalla con estrépito y llena la bahía.