El Consejo de Ancianos

LA NOTICIA SE DIFUNDIÓ en pocas horas por Tortuga, y alrededor del muerto se hizo la oscuridad. Estaba claro que no pertenecía a la Cofradía, y que si bien todos a los que se preguntó afirmaron que no les sonaba su cara, ni uno solo desconocía el significado del aspa roja.

Cierto que Henry Morgan era el almirante de la Cofradía, y que como tal, aún era el capitán de guerra más célebre, el filibustero en quien más confiaban los hombres para los saqueos más audaces; sin embargo, las grandes expediciones no abundaban y había una instancia más alta o más temible que Morgan, y que cada vez se mezclaba más en la vida diaria de los piratas: el Consejo de Ancianos.

A partir de ahí, se doblaron las guardias en el Ganymede y a su capitán no fue fácil verlo, ni de día ni de noche, sin sus perros de presa con el ojo bien abierto.

Así las cosas, ni que decir tiene que para nadie fue una sorpresa que la vista del Consejo se anticipase. Una vista que tuvo lugar al cabo de una semana, al amanecer.

La bruma aún estaba pegada al suelo cuando el sol casi despuntaba en el horizonte, y ya todos los capitanes esperaban con los suyos a la entrada de la gruta. En la isla era un hecho sabido que los Ancianos, si algo no toleraban era que los hicieran esperar.

La gruta del Consejo estaba ubicada hacia el norte, en donde se abría la región más despoblada de Tortuga, y por donde los acantilados hacían la isla inaccesible por mar. Aquel era el dominio de los Ancianos, los más viejos a quienes se recurría en supuestos conflictivos, o en caso de necesidades económicas o de ofensas graves. La tierra donde abundaban los riscos, las montañas y los bosques de Palo Santo.

Un atajo mítico de varias leguas conducía de la zona más poblada de la isla, la Tierra baja, a la región de los Ancianos. El atajo era un camino de exuberancias infinitas que sobrevolaban palomas torcaces en bandadas y jalonaban papagayos de colores fastuosos, una ruta de olores y un verdor tales que solo quien la hubiera recorrido podría decir, con conocimiento de causa: «Yo sé lo que es el paraíso».

Qué Hermano de la Costa, alguna vez en su vida, no había cubierto esa distancia. A quién, que perteneciese a la Cofradía, no se le había ocurrido alguna vez apelar a ellos para pedir prestado, o para acabar con un mal nacido, o para buscar, por vía civilizada, un desagravio a unos cuernos. A nadie. Como nadie había tampoco que no se mostrase agradecido a sus favores, y aterrado, porque los favores había siempre que pagarlos, o exponerse a recibir el aspa roja.

Cuando llegó Morgan, acompañado de su escolta, seguido de Edgard van Holdt, el holandés, y un par de hombres derrengados que llevaban un cofre voluminoso, el resto hacía tiempo que esperaba el primer rayo de sol, la hora maga en la que el Consejo recibía.

Allí estaban, acompañados de sus gregarios, todos los capitanes que tenían algo que decir en la Cofradía y que se disputaban el honor de ser lo más fieros y crueles. Estaba Laurent de Graff, también llamado el Lorencillo, por su corta estatura (lo que no alteraba el hecho de que fuera uno de los más temidos). A su lado, François de Granmont, más conocido como el capitán Sonda. No faltaba tampoco Rock el Brasileño, tan oscuro de tez como de alma, o Avery el Cojo, o Erik Brazo de hierro, o el francés Michel le Basque, o Bart el Sucio, que a muy pocos permitía bromas sobre su aspecto mugriento, o Joseph Bradley, también apodado el Feroz, porque su tortura predilecta era destripar lentamente a sus enemigos. Un poco más lejos, estaba Lefthand, y a su lado su fiel Alonso de Valdivia, y detrás de ellos Melquíades, Blas y Ginés.

Justo antes de entrar en la gruta, y a la vista de todos, el almirante de los Hermanos de la Costa alzó la voz:

—Lefthand, prestadme dos de vuestros hombres para llevar el cofre. Por lo que se ve, mis porteadores son flojos como damas de sociedad.

Algunos se echaron a reír, Santa Cruz hizo una seña y Blas y Ginés, ágilmente, tomaron el cofre por las arandelas. A continuación entraron todos los capitanes, con los porteadores cerrando la comitiva. El resto de los hombres aguardó fuera, como en estos casos rezaba la costumbre.

Avanzaron en línea recta por un pasadizo natural muy pedregoso. El pasadizo estaba iluminado por antorchas. A la cabeza iba Morgan y luego, en fila de a uno, una larga procesión que cerraban Blas y Ginés con el cofre. El pasadizo se hacía cada vez más amplio. El último tramo se volvió un poco serpenteante, hubo un giro brusco al final y de repente, apareció la gruta del Consejo.

Era una caverna espaciosa, de techos con formas irregulares y chocantes. Algunas teas bastaban para iluminarlos. El ambiente era muy húmedo, pues el agua se filtraba de las paredes de roca y multitud de pequeños regueros se escurrían por ellas. Algunos tramos de las paredes, que emitían destellos dorados por causa de las llamas, lucían recubiertas de conchas gigantes incrustadas. Las conchas podrían tener miles de años, pero sus colores eran vivos e irisados como la madreperla. El suelo, también de roca, era poco abrupto y lo sembraban piezas de navíos y reliquias dispuestas sin orden ni concierto. Aquel se diría el refugio donde toda una generación de piratas había venido a esconderse de la muerte.

Por aquí un mascarón de proa, por allá un timón, un ancla herrumbrosa, un fragmento del espejo de popa con el nombre de un navío legendario, un rezón, sables mellados, cofres antiquísimos con los herrajes recubiertos de óxido… Y sobre todo, frente a la comitiva pero separados de ella por las incontables reliquias, apoltronados en cinco sitiales de piedra que estaban como esculpidos en la roca, había cinco viejos ruinosos que integraban el famoso Consejo de Ancianos.

Eran los más viejos y los más sabios de Tortuga (se decía que hablaban latín); pero también los más temidos. Se rumoreaba que eran riquísimos, que podían comprarlo todo y a todos, y que sus fortunas estaban escondidas por toda la zona norte de la isla.

—Antes de comenzar, este es mi donativo para vos —dijo Morgan haciendo una reverencia con el tricornio. Atendiendo a sus órdenes, Blas y Ginés dejaron el cofre en el medio de los vestigios.

En el sitial del centro había un Anciano apergaminado como una momia. Llevaba un sombrero de ala ancha con plumas muy deslucidas. El pañuelo a lunares, anudado por debajo, le caía sobre una ceja. Se incrustó una trompetilla oxidada en el oído y aulló:

—¿¿Eeeeeh??

—¡¡Para los cinco!! —vociferó Morgan extendiendo los brazos hacia ellos con las palmas hacia arriba. ¡¡Un pequeño obsequio para los cinco!!

Tres de los Ancianos restantes entrecerraron los ojos y asintieron gravemente en señal de aceptarlo o comprenderlo. El cuarto, al asentir con la cabeza, dio la impresión de atragantarse, puso una mano temblona bajo la barbilla, abrió la boca con calma y, ante el suspense de todos, dejó caer una muela en la mano. El vejestorio del centro miró en torno suyo con la trompetilla calada, y dijo:

—Siempre tan atento, capitán Morgan. Mal pagador… pero atento. —Cambió de oreja la trompetilla y continuó—: Sabemos lo que ha traído aquí, de bona fides, a los más grandes de Tortuga (y de fuera de Tortuga), pero antes de reunirnos para deliberar, oiremos los argumentos de los portavoces.

Durante los minutos siguientes, los capitanes expusieron sus razones para elegir Cartagena de Indias, Panamá o Veracruz. El Lorencillo, como portavoz de los holandeses, aliado desde el principio con el francés François de Granmont, opinaba que Veracruz era el objetivo más accesible; Bart el Sucio y Rock el Brasileño preferían Cartagena, aun con ser una de las ciudades mejor defendidas de las Indias occidentales, y así se fue viendo que los gustos estaban bastante repartidos. Puesto que Morgan le había dicho a Lefthand que hablase, aunque no era miembro de la Hermandad, cuando le llegó el turno, dijo:

—Cualquiera me va bien, si hay botín. Pero a la vista de las últimas conquistas no me importa decirlo: me fío del capitán Morgan y de su experiencia en las Antillas, y mi elección —dijo echando un vistazo rápido a Morgan— será la misma que la suya.

El almirante fue el último de los portavoces. Argumentó por qué Panamá era la opción más provechosa. Lefthand era todo oídos. De modo que, rumió en su fuero interno, ¿era Panamá a donde conducía el mapa del tesoro? ¿Creía Morgan que allí estaba enterrado el oro de la Dama del mar?

Las reacciones no se hicieron esperar.

—Que me aspen, ¿estáis chiflados o qué? —dijo Rock el Brasileño mirando a los capitanes—. Panamá es un baluarte inaccesible. ¡Demasiado peligroso!

—Sería un suicidio, Morgan —dijo Bart el Sucio—. Nadie lo ha logrado. Jamás saldríamos de allí.

—¡Por mil barriles de ron! Nunca ha sido conquistada —se sumó el Lorencillo.

—¡Los españoles nos arrancarán el pellejo! —añadió Erik, Brazo de hierro.

Pero Morgan debía de haberlo previsto todo, porque sin inmutarse replicó:

—Precisamente por eso hay que ir. Porque no nos esperan.

Enseguida, los Ancianos dieron orden de que salieran de la gruta y volvieran solo cuando el sol alcanzase el punto más alto.

Así lo hicieron. Y a mediodía estaban de nuevo todos reunidos.

El Anciano de la trompetilla miró con ojos picaros a sus compinches y carraspeando, dijo:

—¡¡Muchachos!! ¡Gaudeamus! ¡Listos para levar anclas y poner proa al istmo! ¡Delenda est Cartago! —Se caló la trompetilla hasta el fondo, se volvió hacia el viejo de la izquierda, que le dijo algo, y rectificó—: ¡Cartago no! ¡Delenda est Panama! —Y escupió como pudo ante el sobresalto de su compañero, que apartó la pierna—. Panamá es aún el puerto principal del tesoro en la costa del Pacífico. El lugar escogido por los cerdos españoles. Allí almacenan el oro y la plata del Perú y Potosí. Esto es un casus belli.

»Y aun así, ¿qué hijo de Tortuga conquistó nunca a esa zorra? Nadie se atreve. ¡Por las pezuñas de Satán! Errare humanum est. —El resto del Consejo asentía con la cabeza—. Por eso yo os digo, ¡llegó la hora de abrir en canal ese pellejo de tesoros! Panamá solo tiene diez mil almas, y la mayoría son almas de esclavos negros. Y luego, si el abordaje es rápido y por tierra… Dominus vobiscum.

—¿¿Por tierraaaa?? —interrumpió escandalizado Bart el Sucio.

—¡¡Nadie se ha atrevido a eso!! —gritó el Rock el Brasileño—. ¡Qué chaladura!

—¡¡Por Satanás!! —aulló el portavoz del Consejo airado como un demonio—. ¡¡Silencio en cubierta!! ¿O es que venís a hacernos perder el tiempo? —La salida fue tan áspera y repentina que ni un solo capitán osó abrir la boca. Al cabo de un rato el sordo continuó—: Sí, hay que hacer saltar el cerrojo de Panamá por tierra. Eso es lo inesperado. Tiene razón el almirante.

»Por tierra, los cerdos españoles se creen inexpugnables; pero no por mar. Que me cuelguen del palo mayor si esperan que alguien les meta el garfio por tierra. Sin embargo, si dobláis por el cabo de Hornos y entráis por el Pacífico… requiescat in pace. Si vais por delante os liquidan rápido. Pero por el istmo sí que no. Por ahí no esperan ataques. Si os aguantan las tripas, dadles duro por detrás y será el non plus ultra. Y que me parta un rayo si ese gobernador, Pérez de Guzmán, no es un tipo al que le pierde la confianza. —Aquí, el Anciano tomó aire, miró en derredor a los otros, que se removieron en sus sitiales y dijo más calmado—: Se apoya, pues, la elección del capitán Morgan. ¡Delenda est Panama! —y sobre la marcha agregó—: Aún hay algo más. En cuanto al capitán español, llamado Lefthand, nosotros decimos que no debe ir. —El sordo se detuvo a mirar a derecha e izquierda, se quitó la trompetilla y se la cambió de oído—. Primero, porque Lefthand es rara avis in terris y no pertenece a la Cofradía. No es hombre de fiar. Segundo, porque es español, y en un asalto a las posesiones españolas… vade retro. ¿Cómo fiarnos de que actúe con el honor de un Hermano de la Costa?

De momento, Bart el Sucio y Rock el Brasileño se sintieron un poco compensados por su derrota. Lefthand se mantuvo impasible, pero la procesión iba por dentro, cuando el almirante alzó la voz para decir:

—¡Por Júpiter! Aquí donde todos me veis —dijo metiendo los pulgares en el cinturón y balanceándose sobre los talones—, siempre he dicho la verdad de lo que pensaba. Como vuelvo a decir que muchos os habéis vuelto blandos como damas de alcurnia. Por eso, ante el Consejo digo que el español es para mí uno más y que empeño mi honor de Hermano de la Costa por él.

El sordo se puso en pie, dejó de lado las locuciones latinas y, con una frialdad que hubiera estremecido al más valiente, dijo sin andarse con rodeos:

—Verdad con verdad se paga. Hasta ahora solo sois un mal pagador, Henry Morgan. Un mal pagador con demasiadas deudas. Pero de ahora en adelante si vuestro honor sale mal parado, si el español demuestra no ser de fiar, la que recibisteis hace una semana será la penúltima aspa roja. ¿Estáis de acuerdo? —preguntó el Anciano.

Si el asombro de Morgan fue o no grande, nadie salvo un observador sagaz lo hubiera dicho. Pero a ese observador no se le habría escapado el cambio leve en la expresión de alguien tan poco habituado a sorprenderse.

—¡Sea! —dijo con voz firme.

El sordo miró a derecha e izquierda, se caló de nuevo la trompetilla y dijo:

Alea iacta est, capitán Morgan. Alea iacta est.

Cuando se daban la vuelta para irse, Morgan cruzó la vista con el español y una leve duda ensombreció su rostro. Metió la mano en el chaleco y cogió su guinea de la suerte. ¿Por qué le venía a la memoria la noche del teatro, cuando Lefthand escogió cruz y falló clamorosamente en su elección?

Al día siguiente, como al cirujano del Príncipe del mar era difícil verlo sobrio, el almirante envió a Lefthand a su médico personal para que atendiera a un hombre herido al caerse de la botavara.

El aire era transparente y el sol lucía en lo alto. El médico de Morgan, cuyo nombre completo, Alexander Olivier Exquemelin, pocos conocían, era francés de origen pero hablaba muy bien el español. Al ver que las heridas no revestían ninguna gravedad, dijo que se disponía a atender al infeliz en cubierta.

En un determinado momento, Exquemelin mencionó algo, una medicina que por mala pata no llevaba en su maletín, y dijo a Lefthand que el cirujano debía de guardar algunas reservas en el buque. Lefthand le permitió comprobarlo por sí mismo, y hasta había designado a un hombre para que lo acompañase a la enfermería, pero el médico persistió en ir solo y desapareció por la escala hacia el sollado.

Hasta aquí no había nada raro. Era el médico de Morgan y los barcos le eran tan familiares como a cualquiera. Y tampoco nada raro habría sucedido si poco después Lefthand no hubiese ido a su encuentro para cambiar impresiones sobre el herido.

Bajó sin prisas, la puerta no estaba atrancada y se oían voces susurrantes. Quién sabe por qué se quedó allí, en la penumbra del sollado, inmóvil, cuando de pronto, cayó en la cuenta de que la segunda voz le resultaba del todo desconocida: era la voz de una mujer, en su propio buque. Y esa mujer no era Amadora, la cocinera.

—… Pero no puedo huir. ¿No te das cuenta, Elena? —decía Exquemelin—. Es una operación muy grande. Cientos de piratas se sumarán como chinches. Si no voy, nos matarán a los dos, hija mía. Si huyese, el mismísimo Morgan mandaría a buscarme. Sería capaz de secuestrarme otra vez, como ya hizo en Cádiz hace casi un año.

—Pero ¿por qué a vos, padre? Si no fuera porque en Cádiz hubo testigos que vieron cómo os metían en su nave, quizá no habríamos vuelto a encontrarnos. Cómo olvidar ese nombre horrible: el Ganymede. Creí morir cuando me lo dijeron. Que os llevaban en el Ganymede.

—Fue la fatalidad, Elenita. Morgan se había quedado sin médico cuando el Ganymede hizo escala en Cádiz. Luego fuimos a Inglaterra. A Devonshire, en la costa Jurásica, me acuerdo bien, y finalmente al Caribe. Pero, enséñame las manos. ¿Te estás poniendo la pomada que te di?

—No me habléis de fatalidad —dijo Elena que, desoyendo a su padre, retiró las manos—. En Cádiz, todos esperan vuestro regreso. ¿Qué os pasa? Antes erais un hombre idealista y animoso.

—Estoy cansado, hija mía. —Y volviéndose hacia la pequeña alacena de las medicinas, cogió un frasco, se lo acercó hasta casi rozar las pestañas y guiñó los ojos esforzándose en leer la etiqueta. Elena lo miró preocupada. Al percatarse de la expresión de su hija, el viejo lo alejó de sí con toda naturalidad y se lo guardó.

—Tienes que marcharte, Elenita. Vete de aquí cuanto antes. No ves que desde lo del aspa roja redoblaron la vigilancia en todos los buques… —Lefthand se acercó cuidadosamente a la abertura de la puerta. Oculto en la penumbra, vio cómo el viejo posaba las manos en la cara de un joven vestido con ropas de pirata, pero el joven estaba vuelto de espaldas—. Nadie sabe quién eres. Aún estamos a tiempo. Cada hora que pasa pongo más en peligro tu vida. Yo soy un anciano, pero ¿y tú? Tienes una vida por delante. Dios te bendiga, hija mía.

—Si os obligan a ir os seguiré hasta el final, padre. —Y su voz le sonó a Lefthand como la de un auténtico pirata, pero ¿de quién era? ¿De quién podía ser esa voz desconocida de mujer que le recordaba a la voz de un muchacho?

—Cuando esto termine, volveré a casa, te lo prometo. Te dejarás crecer la melena y yo te peinaré, como siempre. —Sin exponerse demasiado, Lefthand se colocó en un ángulo más propicio y reconoció al joven de ojos verdes que estaba bajo su mando—. ¿Aún bailas tan bien como cuando eras niña, Elena?

—¿Qué, padre? —Y la pregunta la pilló tan desprevenida que le salió un soplo de voz.

—¿Aún bailas tan bien como antes?

—No sé, padre. Hace mucho que no bailo. Bailaba solo para los míos, cuando era feliz —mintió Elena, y se arrepintió al instante, pues ningún pecado había en hacerle partícipe de cómo se ganaba la vida.

De repente, Lefthand vio al joven en quien apenas había reparado hasta ahora como lo que en realidad era. Y no solo eso. Conocía a esa muchacha. Llevaba el pelo corto pero tenía tan verdes los ojos como aquella vez en Cádiz, cuando la vio bailar en la posada del Tiburón. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado engañar así? ¿Cómo no lo había sospechado desde el principio?

—¿Y cuándo terminará esto, padre? —Elena cogió las manos del viejo y apoyó en ellas la mejilla—. ¿Cuándo? —dijo y a punto estuvo de estallar en sollozos, pero sobreponiéndose, se apretó contra su pecho. Exquemelin la abrazó y olió su cabello—. Ahora que por fin os he encontrado, ahora hallaré la manera de que estemos juntos, aunque tenga que vestirme con estas ropas mugrientas para siempre.

—Hija de mi vida. —Y pasó la mano por los cortos bucles de la muchacha—. Tienes el mismo pelo que tenía tu madre. Si algo te ocurriese… Si algo te ocurriese no me lo perdonaría nunca.

Lefthand retrocedió sigiloso, sin volverse. Ya en la escala subió peldaño a peldaño y por fin, al llegar a la trampilla, se deslizó fuera con rapidez.