Ocultos en la selva

LAS INDICACIONES DE NACATIME resultaron providenciales. Nadaron a ciegas bajo el agua, siguiendo el tacto de las rocas. Aunque se trataba de un pasadizo corto, fueron segundos eternos, sobre todo para Elena, que a cada brazada temía que Lefthand perdiera la conciencia. Por fortuna los gemelos tiraban de él; y eso, unido a que el pirata puso en juego toda su voluntad, evitó que se desvaneciera. El agua amortiguaba los sonidos, pero no tanto que impidiera percibir el alcance de un desprendimiento que, sin duda, iba mucho más allá de la caverna de la Dama del mar.

Al cabo, emergieron en una laguna que debía de ser minúscula; también de agua dulce, como la del tesoro. La cueva (si había que hacer caso de las palabras de la india, pues la oscuridad era absoluta) era casi contigua a la otra y sus dimensiones, a juzgar por la resonancia del eco, debían de ser muy reducidas. Hasta aquí llegaban los efectos de la explosión, pues las paredes y las bóvedas, la masa de rocas en su conjunto sugería la impresión de estar al borde mismo de la fractura.

Muy cerca se oía el arroyo que según había dicho Nacatime los conduciría al exterior. Avanzaron hacia él. Se metieron en el agua. Se dejaron llevar por la corriente justo cuando ya se desprendían de los techos algunos pedazos de roca.

Se vieron arrastrados por un sinfín de galerías. Siguieron un trayecto gélido, serpenteante, con el temor de que la fuerza de las aguas provocase algún accidente, porque a menudo de las paredes sobresalían peligrosos escollos; pero nada sucedió hasta que en uno de los múltiples giros se oyó gritar a Melquíades:

—¡Luz! ¡Al fondo se ve luz!

La luz se fue acercando con rapidez y, ante la expectación de los cinco, se convirtió en un boquete. Cegados por la claridad lo atravesaron y, sin tiempo para otra cosa más que para llenar el pecho de aire, la cascada los precipitó a las negras aguas del río desde unos veinte pies de altura.

Uno tras otro salieron a flote. Lefthand a duras penas se mantenía consciente. Su rostro exánime era la prueba de que sus energías estaban muy debilitadas.

Oscurecía, y por uno de los márgenes del río, una fila de indígenas provista de antorchas, con arcos y carcajes colgados de los hombros, remontaba el curso del Chagres. Melquíades gritó hacia allí pidiendo auxilio pero los indígenas, por sus aspavientos, ya daban muestras de haberse apercibido.

De modo que nadaron hacia la orilla. Y Blas y Ginés remolcaron a Lefthand, que se había quedado inconsciente.

Tanto ellos como ellas iban vestidos solo con taparrabos y collares, y hablaban una lengua extraña y difícil de entender; pero qué pronto y con qué sensibilidad se habían puesto los indios manos a la obra.

Acomodaron al herido en una confortable choza, sobre un lecho de pieles. Lo desnudaron, le lavaron la herida y un viejo que llevaba una corona de plumas y tenía toda la pinta de ser un notable de la tribu, se dedicó a ponerle ungüentos en el muñón ensangrentado.

Lo peor fue la primera noche. En la choza ardía una pequeña fogata y hasta el último rincón del habitáculo estaba lleno de amuletos y collares. Lefthand se debatía en pesadillas y deliraba pero Elena se mantuvo despierta hora tras hora. El hechicero, haciendo gala de una regularidad escrupulosa, entraba en la choza a renovar el ungüento; luego le hacía mojar los labios en un brebaje y por último lo abrigaba con una pesada piel. El viejo, convencido tal vez de que la joven era la esposa del herido, una de las veces le llevó una escudilla de madera con una especie de pasta salpicada de frutos. Elena probó un bocado, por cortesía, y dejó el resto sin tocar.

Hacia la mañana la fiebre cedió pero aún transcurrirían dos días más con sus noches hasta que Lefthand estuvo fuera de peligro.

Solo al principio, muy a la desesperada, Elena acarició la idea de llamar a su padre, pero tenía tanto miedo de que los piratas (y, más exactamente, esa serpiente del Duque o el mismísimo Morgan) descubrieran su escondrijo, que no se atrevió. Y luego que su padre no era hombre que cultivase la desenvoltura en el trato, y entre eso y sus limitaciones físicas, estaba segura de que incurriría en algún desliz irreparable, algo que pondría sobre la pista a los piratas, o que por lo menos les haría sospechar.

Al cuarto día Lefthand por fin se despertó. La reconoció con ojos de infinita gratitud. Ella le pasó un paño húmedo por la frente, le sonrió y le hizo un expresivo gesto para que no dijese nada. Jamás había visto un hombre tan extenuado y jamás se había sentido tan unida a un hombre como a Lefthand.

Por la tarde hablaron un poco y él trató de comer algo. Pareció darse cuenta por primera vez de la mutilación. Los dolores eran muy agudos pero, o delante de la chica aparentaba serenidad, o en su fuero interno no estaba lejos de sentirla. Tal vez la mano inválida, la prueba del remordimiento y de la culpa, habiendo desaparecido para siempre, le devolvía ahora un poco de paz.

Al día siguiente Lefthand se incorporó en su lecho de pieles y, en un gesto de confianza que hablaba por sí mismo, envió a Melquíades a Panamá para tantear el terreno e informar a Alonso de que estaba vivo. En todo caso, él seguía siendo el capitán del Príncipe del mar y el responsable de todos sus hombres, incluido el padre de Elena. Antes de marcharse, Melquíades, viendo que su capitán había recobrado algunas fuerzas, regresó a la choza para devolverle algo que le pertenecía.

—Esto es vuestro, capitán —dijo haciéndole entrega de su espada—. El Duque me obligó a desarmaros.

Tumbado como estaba, Lefthand empuñó la espada que había dado por perdida y su rostro experimentó una casi imperceptible alteración. Algo dentro de él supo que soplaba un viento favorable.

Dos días después Melquíades estaba de regreso en el campamento indio. Entró en la cabaña y se descubrió. Lefthand estaba sentado y tenía un aspecto más saludable que cuando el mayor de los hermanos se había despedido.

—¿Y bien? —preguntó Lefthand.

—Morgan y el Duque sobrevivieron, capitán.

—¿Los viste con tus propios ojos?

—Sí, capitán —afirmó Melquíades.

—Espero que ellos no tengan tan buena vista como tú.

—Podéis jurarlo —dijo Melquíades afilándose una de las guías del bigote.

—Continúa. ¿Viste al piloto? —preguntó impaciente.

—Con las primeras sombras de la tarde —dijo Melquíades muy satisfecho de sus hazañas y dándole vueltas en las manos al sombrero—, corrí a buscar al señor Valdivia y le dije que por milagro estabais vivo y dispuesto para la acción. Me preguntó que dónde podía encontraros… Ejem, para seros franco, se puso muy serio, se deshizo en amenazas, pero sin amedrentarme, yo le dije que así me rebanara dos veces el pescuezo no iba a sacarme ni más ni menos que lo que vos me habíais permitido decir.

—Nadie debe saber dónde estamos —dijo Lefthand—. ¿Qué más?

—Según vuestras órdenes, le dije que preparase a los hombres. Yo mismo me encargué de hacerle llegar a unos cuantos la verdad. Y… ¡por todos los demonios! No podéis ni siquiera concebir la alegría de los muchachos. Os creían muerto a traición, pues ni uno solo puede imaginaros vencido por nadie cara a cara.

—¿Cuánto tiempo calcula el señor Valdivia que se quedarán en Panamá?

—Tres semanas, capitán.

—¡Tres semanas todavía! —suspiró Lefthand.

—Es que el saqueo está haciéndose a conciencia, señor. Panamá aún continúa ardiendo por los cuatro costados —dijo Melquíades—. A este paso no va a quedar piedra sobre piedra. Los hombres de Morgan están dispuestos a arramblar con todo. Será un botín como no se ha visto en América. Y os juro que ya tienen en su poder una buena porción del oro y de las joyas españolas. Muchas de ellas estaban bien escondidas; pero ya sabéis lo que desatan la lengua las torturas.

—Eso significa que el tesoro de la Dama del mar…

—¡Perdido para siempre!

—Explícate.

—Entré en la catedral.

—¿Conseguiste acercarte?

—¡Y tanto, señor! Llegué hasta la tumba. Nadie la custodiaba. Estaba todo tal y como lo dejamos al entrar. Con decir que ni siquiera la cuerda habían retirado…

—Y, ¿cómo sabes que el tesoro está perdido, Melquíades?

—Porque bajé, capitán —dijo con una sonrisa de pícaro.

—¿Bajaste a las grutas?

—Hum, hum —dijo inspirando hondo—. Hasta donde pude, que fue bien poco. Me descolgué por la cuerda y avancé con la antorcha durante no más de media hora. Las rocas habían cegado el pasadizo, señor. Podéis confiar en mí si os digo que por allí no puede pasar ni una pulga.

—¡De modo que abandonaron porque lo dieron por imposible!

—¡Y tanto! Cualquier intento de penetrar en las grutas es tiempo perdido. Apostaría el bigote a que casi todo el trayecto hasta la caverna del tesoro está obstruido por rocas que se fueron desprendiendo, capitán.

—Y utilizar pólvora ocasionaría nuevos desprendimientos —dijo Lefthand para sí.

—Más pólvora sería ir directos a una muerte segura.

Lefthand se miró el muñón vendado y luego paseó la vista por la choza. Collares y amuletos de toda clase colgaban de las paredes y el techo. Era una choza amplia y confortable, y se sentía agradecido a esa buena gente por haberle salvado la vida. Recordó lo que en sus últimos momentos había dicho Nacatime interpretando la frase de la leyenda: «Solo un casco de plata de sangre limpia, solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará». Pensó que tanto si le gustaba como si no, su mano inválida había servido para que el tesoro no abandonara su tierra, la tierra a la que pertenecía, y no se abstuvo de poner en palabras sus pensamientos.

—Puede que, después de todo, el tesoro de la Dama del mar no estuviera hecho para los blancos.

—Es muy posible —dijo Melquíades por decir y salió de la choza para dejar reposar a su capitán, porque temía que le hubiera subido la fiebre de pronto.

Durante las semanas siguientes permanecieron en el campamento indio. Regularmente, Melquíades se acercaba hasta Panamá con el fin de ver a Alonso y recabar las últimas informaciones. Los gemelos, por su lado, hicieron tan buenas migas con la tribu que rara era la tarde en que no se los veía jugando con los chiquillos. Lefthand recobraba fuerzas de día en día, y tres semanas después podía decirse sin temor que ya estaba restablecido. Por lo demás, fue necesario que pasara todo ese tiempo para que Morgan abandonase una ciudad arruinada por las llamas y la rapacidad de sus hombres, y también para que Lefthand, no por casualidad, decidiese ponerse en marcha.

La víspera de la partida, como otras veces, Elena entró en la choza de Lefthand. Lo vio reunido con el jefe de la tribu, un individuo risueño con un arete de oro colgado de la nariz. El pirata trazaba dibujos en el suelo de tierra con la punta de un palo, y el jefe indio permanecía muy atento. En cuanto ella entró, los dos hombres se levantaron y Lefthand dijo a modo de explicación:

—Ya habíamos terminado. —El jefe de la tribu salió de la choza con una abierta sonrisa y los dos se quedaron solos.

—Nos vamos mañana, ¿verdad? —preguntó Elena.

—Sí, se acerca el momento de rescatar a tu padre.

—¿Podremos?

—Confía en mí —dijo Lefthand, que por nada le habría descubierto lo que Morgan sabía sobre ella, con más razón ahora que este los creía muertos y enterrados en la cueva del tesoro—. Te traeré a tu padre y os llevaré de vuelta a España.

—Sé que lo harás —dijo ella.

—Un guía de la tribu nos ayudará a seguir al ejército hasta la desembocadura del Chagres. Es una ventaja contar con esta gente que tan bien conoce la selva.

Ella se quedó callada, bajó la cabeza y, por último, dijo:

—Íñigo, estos días delirabas. Te torturaba siempre la misma pesadilla.

—¿Ah, sí? —dijo Lefthand con indiferencia.

—Soñabas con una batalla en el mar, y con tu padre. Siempre el mismo sueño. Un sueño parecido a la anécdota que nos contaba Amadora en el barco, ¿no es así?

Él torció la vista.

—No, Amadora no contaba la verdad —dijo saliendo de la choza.

—La historia habla de un héroe —dijo Elena persiguiéndolo—. Un hijo lleno de valor que amaba profundamente a su padre.

Él se dio la vuelta y la miró con ojos que ardieron de rabia.

—¡Mentira! —dijo él negándose a escuchar—. Ese niño no existió. Los hombres necesitan héroes. A falta de ellos, se los inventan.

—¡Hiciste lo imposible por salvar su vida! —dijo ella con acento apesadumbrado—. Todos lo supieron.

—¿Qué supieron todos? —dijo entre dientes Lefthand—. ¿Que se ganó una batalla? ¿Que hubo sangre y muertos? ¿Que rindieron al inglés? Los cuentos aman la épica, ¿sabes? La verdad es que aquel niño estaba muerto de miedo.

—Aquel niño mostró su valor y se convirtió en un hombre valeroso —dijo con serenidad Elena, que se resistía a abandonarlo a su suerte.

—Un pequeño cobarde que mereció que le sacaran las tripas —dijo él asqueado—. ¿Sabes por qué mataron a su padre? Eso no te lo contó Amadora, pero yo te lo voy a decir. Cuando el comodoro inglés le dio la oportunidad de apartar la mano, ¿sabes lo que hizo? La retiró, la escondió como un cobarde. Fin de la historia.

Pero ella no se dio por vencida, ni le dejó sentir que la tenía a merced de esa violencia, de ese rencor duradero.

—Eres cruel, Íñigo. Eso es lo que el mundo espera de ti, y en eso te has convertido —dijo con aplomo—. Puedes matarte poco a poco; pero haciéndote todo ese daño, se lo harás también a los que te quieren. —Y arriesgándose a que la dejase con la palabra en la boca, añadió—: También a tu hija. No podrás amarla como se merece, no podrás tenerla a tu lado. —Movió la cabeza de un lado a otro y los ojos se le iban llenando de lágrimas. Nunca había sido tan implacable, menos aún con un hombre del que estuviera perdidamente enamorada—. ¡Por el amor de Dios! ¡No eras más que un niño! —habló por lo bajo y con un acento tan ardiente que abrasaba—. ¡Un niño que vio morir a su padre! —Con ambas manos le cogió el brazo mutilado, recién envuelto en una prenda limpia, y se lo oprimió contra el pecho diciendo—: ¡Nada más que un niño! ¡No eras más que un niño pequeño!

Lefthand crispó el gesto y se preguntó si cabía posibilidad alguna de que su pasado le sirviera bien, de que sus pasiones no quemasen todo cuanto amaba. Pensó en el tesoro de la Dama del mar y en la leyenda, miró el brazo herido y luego miró a la chica de ojos tan verdes como las aguas de Cádiz. Fue como un relámpago de lucidez, como una súbita iluminación y, por un instante, se sintió en paz y esperanzado. Tuvo la inexplicable seguridad de que otros dolores y otros miedos llegarían, pero que la pesadilla de siempre, el sueño que le acosaba desde su infancia no volvería para atormentarlo. Y, entregándose a esa idea, abrazó a la muchacha contra su corazón con el brazo que le quedaba entero.

El 24 de febrero de 1671 partió Morgan de Panamá para hacer el camino de regreso al castillo de San Lorenzo, en el Chagres. Lo que dejaba detrás no eran más que ruinas, muerte y desolación. El botín que llevaba consigo ascendía a 175 mulas cargadas de oro, plata y objetos preciosos.

Era un botín nunca visto. Jamás se había hecho un despojo semejante en toda América, y jamás un Hermano de la Costa pudo haber pensado con más razón: «Esta es mi última empresa antes de retirarme y vivir como un rey»; sin embargo Morgan, aconsejado por el Duque, a quien muchos se alegraban de volver a ver y temían a partes iguales, no se fiaba ni de su sombra. Por eso a mitad de camino tuvo la siguiente iniciativa.

Reunió a todos sus hombres y les obligó a jurar que no se habían escondido nada del botín y que lo repartirían con equidad. Aun así, ordenó que uno de cada compañía registrase a los demás y consintió en ser registrado él mismo hasta la suela de los zapatos. Una vez hecho, volvieron a embarcar en las canoas y descendieron el curso del Chagres en dirección a su desembocadura.

Lo que no podía tener presente Henry Morgan, y tampoco el Duque, es que Lefthand los vigilaba desde la espesura de la selva. Para el español, el capítulo decisivo del viaje no había hecho sino dar comienzo.

Desde luego el botín acumulado no era el tesoro de la Dama del mar, pero seguía siendo inconmensurable. Y sobre todo era un tesoro que pertenecía a los hijos de España, a sus empobrecidos hombres y mujeres, a sus viudas y a sus huérfanos, y no a los piratas ingleses o franceses.

Es verdad que Lefthand había llegado a cobrarle afecto a Morgan, aunque no se lo reconociera a sí mismo. Por eso, al ver cómo el almirante hacía registrar a los hombres, pensó que o poco conocía sus mañas, o esa codicia que demostraba sería su perdición. Y así se fue fraguando en la cabeza de Lefthand un plan tan descabellado como audaz.