La batalla por Panamá

LOS ESPAÑOLES HABÍAN CAVADO TRINCHERAS y emplazado artillería en varios puntos del Camino Real, que era la ruta más directa a Panamá; pero como los guías ya habían llamado la atención de Morgan, sus hombres, según estaba previsto, atravesaron el bosque por los Altos de Toledo hasta situarse frente a la llanura de Matasnillo.

Morgan y los suyos tomaron posiciones en un cerro y desde allí, finalmente, tuvieron a la vista al ejército español, que con gran disgusto había abandonado sus defensas para ir al encuentro del enemigo.

Los soldados, dispuestos en tres regimientos de infantería y un cuerpo de caballería, triplicaban a los filibusteros en número. Más de dos mil hombres se fueron apostando en la llanura, frente al cerro que ocupaban los Hermanos de la Costa y el resto de los piratas. Sus uniformes deslumbraban.

—Por Júpiter, ¿y Exquemelin? ¿Has tomado disposiciones para que esté al resguardo? —preguntó Morgan a Lefthand mirando por su catalejo.

—Es nuestro mejor médico, Henry. Un hombre se queda con él —repuso el español que había tratado de aliviar en lo posible los padecimientos del padre de Elena.

Los bucaneros bajaron del cerro y formaron en tres batallones. Por delante, una tropa escogida de doscientos tiradores se situó ordenadamente en dos líneas con la misión de hacer fuego ininterrumpido. Lefthand había camuflado a Mateu, el capellán, entre el grueso del ejército, con el fin de que Morgan no reparase en él y lo mandase delante. La planicie era desigual y estaba embarrada, algo de lo que ya habían advertido los guías a Morgan, que permanecía a retaguardia, flanqueado por sus comandantes.

De repente, con acompañamiento de grandes gritos, el ala izquierda de la infantería española se lanzó a la carga, y con portentosa frialdad, la primera línea de tiradores, rodilla en tierra, abrió fuego. A continuación, todos a la vez destaparon los cuernos de pólvora para cargar y le tocó el turno a la segunda línea, que descargó sus mosquetes. Tanto se llenó el aire de humo de pólvora que hasta el mismo cielo pareció oscurecerse.

Pero eso era solo el principio. A los gritos de «¡Viva el rey!», la caballería española entró en liza apoyando a los infantes, que ahora avanzaban en masa; sin embargo, los doscientos tiradores seguían dando muestras de una puntería que no estaba al alcance de los españoles, por lo que se veía, todos muy jóvenes e inexpertos. Y lo que aún era más grave, el suelo de lodo cedió bajo los cascos de los caballos dificultando sus movimientos y se convirtió en una trampa.

Los alaridos, el fragor de los disparos y el humo; todo ello espantó a las cabalgaduras, y como ahora los bucaneros apuntaban a los animales, muchos rodaron por tierra, desangrándose entre espasmos de horror e impidiendo el avance de los que venían detrás. En consecuencia, durante las primeras escaramuzas, fueron muy pocos los españoles que se acercaron a la doble línea de tiradores enemiga, dispuesta como un muro infranqueable.

Lefthand, junto a Morgan, ya había reparado en la juventud y bisoñez de los soldados. Y a eso que por sí solo ya era una desventaja para los defensores de Panamá, se unía la ligereza del gobernador al despreciar a un enemigo que si de algo andaba sobrado, era de experiencia en el combate y de hambre de victoria.

Con la caballería arruinada, pese a las numerosas bajas y al desconcierto de los primeros instantes, la infantería española empezó valerosamente a reagruparse. Los hombres vociferaban sin parar dándose ánimos. Frente a ellos, los estandartes piratas flameaban tenebrosos.

Lefthand, a la derecha de Morgan, no sacaba la vista de sus hombres, que se disponían a entrar en acción. No hacía falta ser un lince para advertir que la siguiente era una carga decisiva, y no dejaba de preguntarse dónde estarían Elena y Alonso, y si el «arma secreta» por la que arriesgaban la vida llegaría a tiempo de salvar Panamá.

Como esforzándose por estar a la altura de su fama, las últimas reservas españolas, la sangre más joven y ardiente fue lanzada contra los filibusteros a los gritos de «¡Vivan las Españas!».

Esta vez los soldados del Imperio parecían haber aprendido la lección. En medio de la carga de la infantería, sus tiradores abrieron fuego contra las líneas de los doscientos bucaneros, lo que infligió muchas bajas en los dos bandos y precipitó el cuerpo a cuerpo. Lefthand buscó con la vista a Guzmán Yáñez, que iba al encuentro de su destino con el temple de un viejo soldado.

Sí, avanzaba despacio hacia los jóvenes reclutas españoles. Y cuando uno de esos soldados bisoños, con cara de niño, llegaba hasta él espada en mano, Guzmán Yáñez procuraba derribarlo de un golpe para aturdido sin infligirle una herida grave. A costa de exponerse demasiado, sabía cuál era su deber; pero ¿quién era él para decidir por sus hombres? ¿Quién para ordenarles que, en pleno campo de batalla, no mirasen por su vida, o procurasen no matar a sus compatriotas y ganar tiempo hasta que llegase el «arma secreta»?

Demasiado tarde advirtió que un bucanero de Tortuga, de talla extraordinaria, un coloso con unas barbas que le llegaban al pecho y una ferocidad a prueba de coraje, hundía la espada y el machete en todo aquel que le salía al paso. Sus armas y ropas estaban teñidas en sangre. Oyó cómo sus voces enardecían a los demás bucaneros, vio cómo cada uno de sus gestos provocaba un tajo, una mutilación o una baja, y tal era el estrago que hacía entre las filas españolas, que ya estaba presto a llenar de plomo a ese diablo cuando una bala alcanzó al gigante en el pecho y cayó derribado.

La llanura se había convertido en un lodazal donde la sangre y el barro se mezclaban. Por doquier había soldados muertos o agonizando y caballos despanzurrados. Guzmán Yáñez, que jamás en combate alguno había experimentado tan pocos deseos de defenderse, vio que un soldado arremetía contra él con todo el ímpetu. Paró el primer golpe y percibió que para golpear en plena carrera, o las fuerzas del soldado estaban mermadas o era de constitución muy endeble.

Por su parte, fue a descargar un cintarazo en la cabeza del soldado, pero este lo esquivó a medias y, de sopetón, Guzmán Yáñez se dio cuenta de que se trataba de un mocoso, casi un niño. No tendría más de dieciséis años o diecisiete, a lo sumo, y la expresión de su cara era la de un mártir a punto de inmolarse. Sus ojos relampagueaban aterrados, estremecidos por un fuego capaz de devorarse a sí mismo.

Alrededor de Guzmán Yáñez ardía el infierno, corría la sangre por la llanura. Los relinchos y los bufidos de los caballos muriéndose en el barro, el entrechocar de los aceros… todo ello significaba dolor, y, ¿cuánto dolor estaba preparado para soportar un hombre? Sobre todos flotaba el humo de las descargas de pólvora como jirones que el viento se iba llevando. Y él, Guzmán Yáñez, en aquella tierra salvaje y fértil, que estaba al otro lado del mundo, se vio frente a un niño cuya sangre era hermana de la suya y a quien no habría podido quitar la vida ni siquiera para salvarse.

El muchacho arremetió como solo arremete alguien muy desesperado, sin cuidar sus defensas, entregándolo todo en cada uno de sus golpes. Cargó con toda su fuerza, insuficiente para derrotar a un veterano, y una y otra vez sus golpes encontraron el sable de Guzmán Yáñez, que uno tras otro, fue bloqueando los mandobles del muchacho. Sin premeditación, sin un plan, ignorando qué haría no bien el chico, extenuado, bajase la guardia, fue retrocediendo poco a poco hasta que las embestidas cedieron, se fueron haciendo más débiles, más intermitentes, más previsibles dentro de lo previsibles que ya eran.

El muchacho jadeaba, chorreaba sudor por todo el rostro, corría a su perdición. Guzmán Yáñez dio un paso al frente, ahora que el joven procuraba reponerse. Se acercó sin saber qué hacer, cómo actuar. Le hubiese gustado decirle, hijo, yo no soy tu adversario ni tu enemigo, soy uno de los tuyos, y tú eres uno de los nuestros. No pienso matarte. No voy a matarte. No podría matarte ni aunque me lo propusiera.

Y en efecto, lo hubiese protegido. En pleno campo de batalla y el infierno alrededor. Sin embargo, lo hubiera hecho y habría muerto o vivido más feliz que hasta entonces. Ya iba hacia él, sordo al riesgo, pues, ¿qué hay sobre la faz de la tierra de más importancia que tener el valor de ir más allá? Pero, oscuros designios se confabulaban contra sus propósitos, y justo cuando había tomado la descabellada decisión de salvar al chico, este dejó caer la espada. La desesperación del rostro del niño se volvió perplejidad. Se llevó las manos al vientre, se lo miró con la boca abierta, con ojos incrédulos, y cayó como si le hubieran tronzado las piernas.

—¡No! —dijo para sí Guzmán Yáñez.

Fue hacia él mientras el mundo se desplomaba. El niño sangraba lenta y dolorosamente por un orificio en el estómago. Al final del camino, esperaba al muchacho una muerte no menos lenta y dolorosa.

—¡¡Rebánale el pescuezo!! —gritó un pirata que sobrepasó a Guzmán Yáñez.

El niño respiraba agitadamente, igual que un viejo moribundo, la mirada más viva y ardorosa que durante la pelea. Guzmán Yáñez, que a duras penas contenía las lágrimas, cogió el sable con las dos manos, puso la punta en el pecho del mocoso y acercó la boca a su oído.

—Hijo, cierra los ojos. Será igual que si te durmieras.

El desdichado apretó las mandíbulas y gimió suave, pero no paró de mirar a Guzmán Yáñez. Tenía un velo de dolor en la mirada, una fe que sobrecogía y unos ojos que estaban llenos de esa fe. Acaso creía en Guzmán Yáñez y en nadie más cuando el segundo del Príncipe del mar, reuniendo las pocas energías que le quedaban, empujó el sable con todo el peso de su propio cuerpo y hundió la hoja en el corazón. El muchacho exhaló un gemido ronco y prolongado, y dejó de sufrir.

Levantó la cabeza como un hombre que sale de un pozo. Se puso en pie, tambaleándose y de repente, notó un impacto. Un dolor agudo y candente le perforó el pecho y le hizo dar con los huesos en tierra. Por un instante se sintió reconfortado y casi dichoso, con la impresión de que, por fin, se estaba haciendo justicia.

Lefthand vio cómo Guzmán Yáñez se derrumbaba. En esos momentos, la vanguardia del ejército español retrocedía y los filibusteros ganaban terreno. No miró a Morgan, no cruzó con nadie una sola palabra, corrió hacia donde había caído su hombre y se arrodilló junto a él.

Con tal rapidez habían adelantado sus líneas los piratas, que la refriega tenía lugar lejos de donde se desangraba Guzmán Yáñez.

—Yáñez, soy yo. ¿Me estáis oyendo?

—Y por qué no iba a oíros… ¿Acaso creéis que estoy sordo? —repuso la voz del coraje, si el coraje tuviera voz. No era ese un disparo espectacular. No estaba su pecho encharcado de sangre. Lefthand había visto centenares de disparos como ese; casi tantos como Guzmán Yáñez. Los desgarros y las hemorragias internas hacían un trabajo discreto.

Con una mano, le sostuvo la cabeza.

—Tenéis que aguantar. Os llevaré en brazos hasta Exquemelin.

—¡Dejaos de cuentos! —se lamentó el herido—. Verdad solo hay una, Santa Cruz. Y quien diga lo contrario, miente. Dejadme mirarla por última vez, cara a cara. Es todo cuanto deseo.

—Es preciso que luchéis.

—Queda poca lucha en este cuerpo maltrecho —dijo, y escupió sangre—. ¿Está perdida Panamá?

Y como en respuesta a Guzmán Yáñez, una convulsión, una sacudida recorrió la llanura de parte a parte. La tierra vibraba bajo los pies, y fuera cual fuese la causa, los temblores se iban haciendo cada vez más perceptibles. Era como el anuncio de un milagro o de un cataclismo, como el presagio de la victoria para unos y de la derrota inevitable para los otros.

—¿Lo estáis oyendo, Yáñez? —dijo Lefthand con una sonrisa de júbilo—. Ya están ahí. Aún queda una posibilidad.

Entornaba los ojos el moribundo. Los labios estaban resecos y agrietados. Se ahogaba por momentos, devorado por las contracciones.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Es el «arma secreta» —dijo Lefthand.

—Pues… para ser secreta… es un arma bien ruidosa —contestó Guzmán Yáñez, que aún se resistía—. Antes de irme… decid… ¿han ganado los españoles? —Y si no hubiera conocido a su segundo como lo conocía, Lefthand habría jurado que le estaba pidiendo que le mintiera.

—Sí, la victoria está de su lado, Yáñez —dijo al ver cómo los piratas retrocedían y cómo el fragor iba en aumento de segundo en segundo.

—Era… era justo que protegiéramos a los españoles, ¿no creéis?

—Sí, era justo —replicó Lefthand.

—Ellos… eran de los nuestros —dijo y parpadeó.

Calladamente alguien hincó una rodilla en el barro junto a Guzmán Yáñez. Se apoyaba en su mosquete y respiraba sofocado. Lefthand vio que se trataba de Mateu, el capellán. Mateu, el que no reconocía a Dios en este mundo ni en el otro, arrojó su arma y con dulzura tomó la mano del herido, y haciendo la señal de la cruz sobre su frente, profirió:

—Que por esta cruz, y por su misericordia, el Señor te ayude con la gracia del Espíritu, y te conceda la salvación. Amén.

Y Mateu le cerró los ojos con la mano libre, pues Guzmán Yáñez ya no estaba entre los vivos.

Alguien alzó a Lefthand por los brazos; pero de un solo movimiento este se zafó. Eran dos de los esbirros de Morgan, cuyos ojos desencajados miraban, con reconcentrada atención, con un pasmo que no conocía límites, la amenaza que se cernía sobre todos.

—El almirante nos manda a buscaros —balbució uno.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Mirad! —dijo el otro señalando con el dedo.

Lefthand alzó la vista y allá lejos vio recompensadas todas las penas y el trabajo de sus hombres. Cuando el fin parecía próximo para Panamá, lo que se había dado en llamar el «arma secreta» avanzaba irrefrenable, ocupando una inmensa porción de la llanura y arramblando con todo a su paso. Exactamente como habían previsto.

Eran, sin duda, varias manadas. Unos dos mil toros bravos, o quizá más, casi tantos como soldados integraban el ejército español antes de dar comienzo la refriega. Y venían directamente hacia ellos, hacia los hombres de Morgan, la mayoría de los cuales, como Mateu, había retrocedido hasta las primitivas posiciones.

Docenas de indios y vaqueros negros los guiaban. Eran indígenas de las aldeas próximas. La mayoría siervos, o esclavos de los propietarios del ganado. Habituados como estaban, conducían las manadas diestramente al objeto de lanzarlas en estampida.

En la planicie no resonaban tiros, y los diezmados españoles, que habían luchado sin rendir la espada hasta la extenuación, trataban de recuperarse de la carga enemiga. Esos pocos que aún permanecían en pie, cubiertos de sangre, miraban con esperanzas renovadas aquel ejército de toros.

Cuando Lefthand alcanzó las posiciones de Morgan, este lo cogió por un brazo con una mano que era como una tenaza.

—¡Por Satanás! ¡Maldita sea, Lefthand! ¡Maldita sea! ¿Qué buscas? ¿Hacerte matar?

A su lado, los principales capitanes, que aún no habían entrado en acción, blandían sus armas. Por delante, el grueso del ejército había sufrido bajas de consideración, pero mantenía intacta la moral de victoria. Los regimientos formaban ordenadamente. Llevaban dos horas de combate y ya se consideraban vencedores cuando ahora aparecía esta amenaza en el horizonte.

—¿Piensan que huiremos como ratas? Después de llegar hasta aquí, ¿eso piensan? —dijo Morgan oteando por el catalejo—. ¿Acaso no saben que «bucanero» procede de «bucan»? ¿No saben esos perros que antes de que ellos nacieran los nuestros ahumaban carne de toro en el bucan?

Estarían a una legua aproximada de distancia. A base de silbidos y gritos, los vaqueros azuzaron a los dos mil toros bravos contra los bucaneros. La visión de la estampida resultaba aterradora. Lo natural era ceder al pánico, y solo un hombre con los nervios bien templados parecía capaz de hacerle frente.

—¿Habéis oído, hijos míos? ¡Boucaniers! —tronó Morgan a sus hombres, con una energía impensable a estas alturas de la batalla—. ¡Esos hijos de zorra no pueden venceros y envían manadas de toros a hacer su trabajo! ¿Estáis viendo? ¡Esperad a mi orden y demostradles de qué pasta estáis hechos!

El fragor crecía y crecía. Cientos de toros bravos, una tromba que no abarcaba la vista se precipitaba a la carrera mugiendo, despavorida, azuzada por los vaqueros, la mayoría de los cuales, ante el riesgo de ser tiroteada, se había ido apartando. El vendaval lo arrollaba todo, pisoteaba los cuerpos caídos, pasaba por encima de ellos, levantaba a su paso grumos de barro y se arrojaba derecho hacia el ejército de piratas, sin piedad ni coraje. Y esta vez todo sugería que el signo de la batalla estaba cambiando y que Morgan necesitaba algo más que fortuna para salir de un trance tan apurado.

—¡Esperad! —dijo Morgan, que en la ocasión decisiva, quería ser él quien diese la orden. ¡Esperad, hijos míos, esperad!

Las manadas se acercaban, menguaba la tierra que separaba a los hombres de las bestias. De la mano de un estruendo ensordecedor, arremetían con toda la fuerza del miedo.

—¡¡Esperad!!

A pesar suyo, Lefthand miró con admiración a ese hombre que no se daba por vencido.

—¡¡Fuego!! —gritó Morgan a pleno pulmón.

La primera línea de tiradores abrió fuego, e inmediatamente después, la segunda.

Muchos toros cayeron y, aun cuando otros muchos siguieron avanzando, una diferencia se acusaba, una leve indecisión, una nota de desconcierto se había filtrado en la primitiva inteligencia de las manadas. Ya no avanzaban todas al paso, como dirigidas por un impulso común. Se diría que los toros que ahora iban en cabeza no estaban preparados para guiar sin titubeos, que dudaban de que avanzar en línea recta fuera muy provechoso.

—¡Ahora, boucaniers! ¡A por ellos! ¡Y no dejéis de mirarlos a los ojos!

Los seiscientos bucaneros que quedaban salieron al encuentro de los toros, a grandes voces, disparando contra ellos. En menos tiempo de lo que parece posible, con la temeridad y la pericia de vaqueros profesionales, el ejército de Morgan hostigó, acosó y puso en jaque a los animales enloquecidos. A Lefthand se le heló la sangre en las venas, y en cuestión de minutos, para consternación del pirata, que no se había movido del sitio, las manadas comenzaban a disgregarse.

Pero sucedió una cosa imprevisible. En realidad, tuvo que suceder esto para que Lefthand se abandonara a la acción. Cayó Morgan. Fue repentino. Cuando Lefthand volvió la vista hacia él, lo vio en el suelo, cubierto de sangre y aún con las armas en la mano. Morgan estaba inerme, con grave riesgo de ser aplastado por los toros que lo acorralaban.

A todo correr fue en pos de ese hombre. No había razones; o tal vez sí, pero ni siquiera pensó en ellas. Al verlo caído, se despertó algo en él. Más que una idea, era un manojo de emociones aquello que lo empujaba hacia delante. Jugándose la piel, se metió entre los toros. Gritó, espantó, llegó hasta donde estaba el almirante, y con la fortuna por aliada, ayudó a levantarse al bucanero, a quien todos conocían como un hombre afortunado, y lo salvó de una muerte segura.

Mientras los toros, desorientados, se desviaban y huían reconducidos por los piratas, los españoles se batieron en retirada hacia Panamá en confuso desorden. La visión de los demonios que habían saqueado Maracaibo, Puerto Príncipe, Portobello, que habían derrotado a los destacamentos del castillo de San Lorenzo en el río Chagres, desafiado los peligros imponentes de las selvas del istmo, vencido a los ejércitos de la única ciudad inexpugnable del Nuevo Mundo y enfrentado a más de dos mil toros bravos, esa visión era excesiva para unos jóvenes soldados españoles.

Se replegaron porque ya era notorio que Panamá estaba perdida, y al fondo, sonaban las campanas de todas sus iglesias.

—Es la segunda vez que me salvas el pellejo, amigo mío —rezongó Morgan, chorreando sangre por la cabeza, con un machete en una mano, un sable en la otra y mirando hacia el enemigo en retirada.

Pero Lefthand, jadeando, con el corazón desbocado y los ojos fijos en el mismo punto que Morgan, permaneció como ausente y no dijo nada.