La taberna del Garfio

LA CONVOCATORIA PARA UNA NUEVA incursión filibustera fue un éxito, y todos los días llegaban a Tortuga nuevos buques atraídos por la fama del almirante.

Esa noche, en la taberna del Garfio, cualquiera habría dicho que los hombres ya celebraban el botín. Y eso que Morgan, que se había presentado un rato antes y brindaba con Joseph Bradley en la mesa más tranquila, aún no había fijado fecha para levar anclas rumbo a Panamá.

De todas formas se jugaba y trasegaba ron a grandes voces. Los piratas que no acaparaban las pocas mujeres, hacían corro alrededor de Amadora, que ganaba pulso tras pulso. Tras cada victoria, la cocinera, que no paraba de mascar tabaco, echaba una mirada de altivo desdén a Alonso de Valdivia. Este, en vista de lo escaso que andaba de dinero, si no se hubiera tratado de Amadora, gustosamente habría apostado en su favor. Elena estaba sentada al lado de ella y no perdía de vista a Lefthand, que acodado en el mostrador junto a su amigo, soportaba la tabarra del posadero.

—¡Por san Judas que parece increíble! ¿De veras que nunca llegasteis a cruzaros con John el Duque? —dijo el posadero secando las jarras.

—En mi vida he oído hablar de él —dijo Lefthand para tirarle de la lengua.

—Ya. Pues seguro que él sí ha oído hablar de vos. Vuestra fama es grande en Tortuga, capitán. Aunque no os hayáis dejado caer por aquí.

—Y, ¿decís que era el lugarteniente de Morgan? —preguntó Lefthand, astuto.

—Y un caballero de fortuna de los pies a la cabeza. Listo y ladino como una serpiente. Y elegante. No se le conocía un solo vicio, capitán. De esos que se hacen temer. Rodeado de secretos como la Tortuga rodeada de mar. Debía de tener vuestros años, pero muchos lo consideraban aún más grande que al mismísimo capitán Morgan.

En varias mesas se jugaba a las cartas. Lefthand experimentó algunos síntomas familiares, pero el juramento que había hecho al perder la medalla de su hija mantenía su demonio a raya. Incluso en cierta forma esta noche quería probarse. Por eso había accedido a acompañar a Alonso, quien por su lado, no perdía oportunidades y había echado el ojo a dos mujeres con aspecto de prostitutas, cercadas por un grupo de borrachos.

—¿Y dónde está ese hombre? —siguió preguntando Lefthand por saber más.

—Nadie lo sabe. Del día a la noche desapareció con su barco, el Doce apóstoles. Unos dicen que hizo una presa de las buenas y que por eso se largó. Otros, que algún día volverá convertido en el filibustero más rico de la Hermandad; y los hay que piensan que el capitán Morgan lo echó de su lado porque le hacía sombra. La verdad para el que la sepa. Y, ¡por cien cañones! —dijo arrimándose más a Lefthand—, que era un hombre de temple como hay pocos. Os hubierais llevado bien con él. ¡Ah! ¡Y era español, como vos!

—¿Español? —Aparentó desconcierto—. Pero ¿no habéis dicho que se llamaba John?

—Sí, capitán. John el Duque, hijo de un marino inglés y de una dama española de renombre. Tenía la sangre mezclada, con lo mejor y lo peor de los dos pueblos. —Y se rio por lo bajo.

Lefthand se quedó pensativo.

—¿Hijo de un marino inglés y de una dama española?

—Sí, capitán. Eso he dicho.

—Y el capitán Morgan, ¿qué dice de las habladurías?

—El capitán Morgan no suele hablar de John el Duque.

En ese instante, una de las dos prostitutas que Alonso tenía en el punto de mira, con diferencia la más vistosa, se levantó, y dejando a los piratas con un palmo de narices, se dirigió hacia la barra con mucha desenvoltura. En la mesa de la esquina, Amadora tumbaba al cuarto forzudo consecutivo ante el clamor de los apostantes y la frustración de Alonso. Elena no sacaba sus ojos de Lefthand.

La mujer se acercó a Alonso con desparpajo profesional y dijo:

—A mi compañera le gustaría conocer a tu amigo. —Era de piel cobriza, la pintura de la cara realzaba sus rasgos antillanos. Tenía una abundante melena de rizo diminuto, labios gruesos y dos grandes aros de madera en los lóbulos.

—Pues no creo que él esté por la labor —dijo Alonso mirando de reojo a Lefthand, a quien se le veía cada vez más enfrascado en la charla con el posadero, y descubriéndose añadió—: Pero yo estoy disponible para vos y también para vuestra amiga.

La mujer, que si se sintió halagada lo disimuló a las mil maravillas, continuó:

—Dile solo que si es aquel cuya hija está al otro lado del mar, mi compañera quiere conocerlo. —Y se fue por donde había venido. Alonso se lo transmitió a su capitán palabra por palabra, y aún no había terminado cuando Lefthand se abrió paso hacia la mesa.

—¿Qué queréis de mí? —dijo a la menos incitante de las dos mujeres y que tenía las facciones de india más pronunciadas.

Y sucedió lo que sigue. De la pandilla de piratas que se apretujaba contra ellas, unos cuantos agacharon la cabeza al ver a Lefthand, pero uno muy fornido, cubierto de negro vello y envalentonado por el ron, se puso en pie tambaleándose y arrancó a vociferar. Dijo que era indigno de un caballero de fortuna robar mujeres a otro caballero de fortuna, y salpicando de gotitas de saliva al español, dijo que un miembro de la Hermandad, a la que Lefthand no pertenecía, estaba en su derecho de no permitirlo.

Lefthand, que apenas prestó atención al filibustero, miraba de hito en hito a la prostituta que tenía enfrente, sentada a la mesa. Era una indígena pura. El pelo oscuro y liso no le llegaba a los hombros. Muy flaca, no era hermosa ni fea, joven ni vieja.

Ese fue el momento en que se oyó la voz de Alonso, que se puso junto a su amigo, hombro con hombro, y le dijo en inglés al monstruo velludo:

—¿Cómo te atreves a dirigirte así a Lefthand, hijo de cerda? ¿Quieres que te enseñe buenos modales?

El filibustero, que como poco veía doble o triple, no se arredró ante el número de Alonsos que le plantaban cara, pues en rigor, la envergadura de tres finos Alonsos era bastante similar a la suya. De modo que se arremangó entre hipidos y apretó los puños velludos como cocos para ponerse en guardia, pero antes de que lo viera venir, Alonso le colocó un derechazo en la barbilla y luego le golpeó con la zurda en el rostro. Lo siguiente que hizo fue sacudirse las manos de dolor. Había sido como golpear una campana de bronce.

Y el tipo estaba como si nada. Una pequeña brecha en el pómulo.

Los otros piratas se levantaron al punto de la mesa y se lanzaron sobre Alonso. Hubo un brevísimo forcejeo y, en un santiamén, lo inmovilizaron entre varios, pese a la resistencia que opuso el piloto. En la taberna no se oyó una sola voz cuando el pirata voluminoso, el causante de la bronca, desenvainó un cuchillo de grandes dimensiones.

—A ver si ahora bravuconeas, es-pa-ño-li-to —enfatizó en la que no era su lengua.

Fue ahí cuando Lefthand, viendo que las cosas habían ido demasiado lejos, desenvainó su arma, y con escalofriante frialdad, acuchilló al tipo primero en una mejilla y luego en la otra, marcándolo con dos profundos tajos. El filibustero abrió la boca. La sangre escurrida brilló en sus dientes delanteros.

—Di a tus amigos que lo suelten o te abro en canal —ordenó Lefthand.

Los que tenían apresado a Alonso se precipitaron a soltarlo. Al titán le goteaba la sangre en la pechera de la camisa.

—¡Por los huesos del ahorcado! —Salió al paso Morgan—. ¿Será posible? ¿Es que no hay bastantes mujeres en Tortuga que hay que pelearse por ellas? —Elena tembló al escuchar las palabras de Morgan—. ¡Tú! ¡Jack el Negro! —gritó señalando con un dedo al eccehomo—. ¡Siéntate! ¡Siéntate de una vez, he dicho! ¿O es que la mujer no tiene derecho a elegir a su hombre? —El gigante titubeó y, fuese por la estampa del legendario Lefthand, cuchillo en ristre, fuese por el tono de Morgan, acabó por obedecer a regañadientes y los hombres volvieron a engolfarse en sus ocupaciones.

Las dos mujeres, seguidas de Lefthand y Alonso, se dirigieron a la salida y una ola de rabia incontenible inundó el pecho de Elena.

El desván de la prostituta india estaba a unas manzanas de allí. Alonso, que no había perdido el tiempo, iba delante abrazando a la más vistosa.

—¡Voto a bríos! ¿Qué secretismo es este? Y, ¿por qué mentasteis a mi hija? —preguntó Lefthand. Pero la india, que andaba con una pierna más corta que otra cojeando visiblemente, hizo gala de extraña dulzura en una voz que no adolecía de falta de autoridad, y replicó:

—Todo a su tiempo, capitán. Tened paciencia.

Y en verdad fue necesaria paciencia, pues la buhardilla se le antojó a Lefthand que estaba en el quinto infierno, y cuando probaron a subir las escaleras, más que ascender parecía que trepaban. Los peldaños eran estrechos y empinados. Cuanto más subían, más chirriaba la baranda y más se iba angostando todo.

La pareja iba delante. A continuación, esa prostituta que estaba todo lo cerca de la serenidad que se podía estar y que inspiraba más respeto que un aparecido; por último, Lefthand. Si no fuera por lo que era, Lefthand, que tanteaba cada peldaño con mil precauciones, se habría dado media vuelta. Por su lado, ella subía casi de puntillas, ágil como un hada a pesar de la cojera, dando saltitos con habilidad extraordinaria. De cuando en cuando, se daba la vuelta para ver cómo iba el español y le decía con voz de chiquilla traviesa:

—¡Tranquilo, hijo, tranquilo! Solo hay que saber dónde se pisa.

Llegaron arriba. Entraron, y la prostituta coja encendió el fuego del hogar y varias velas. Sin muchas explicaciones, Alonso y su acompañante se metieron en un cuarto que se abría al salón y cerraron la puerta tras de sí.

Junto a la chimenea había dos sillas, una frente a la otra, y en medio una mesita. Por todas partes, velas y candelabros, y también jarrones con docenas y docenas de flores.

La buhardilla tenía un techo de madera en pendiente, y aunque era una estancia humilde, no podía estar más limpia de lo que estaba. La prostituta, con una lentitud ceremoniosa, se dedicó a ir encendiendo candelabros y las velas oscilaron alegremente. Frente al español, de una pared colgaba la mayor variedad de objetos exóticos que hubiera tenido ocasión de ver en su vida: talismanes de toda clase y tamaño, pipas de madera con formas inverosímiles, ruinosos catalejos o viejísimos pergaminos la ocupaban de arriba abajo.

—¿Por qué me habéis hecho venir? —preguntó Lefthand—. ¿Qué sabéis de mi hija?

—No sé más que lo que os dije —declaró ella apaciblemente—. Que tenéis una hija al otro lado del mar, como tantos otros. Y os he hecho venir para que miraseis con los ojos del corazón. Y ahora, ¿me haréis el honor de aceptar una copa de vino?

Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La prostituta lo miró como si hubiese puesto una sabiduría antigua en esa mirada, y por un momento su rostro se cubrió con una máscara de arrugas y surcos. Tenía algunos tatuajes en las manos y el cuello. Incluso daba la sensación de que los tatuajes se prolongaban bajo las ropas, pero lo más contradictorio era el pudor que destilaba su presencia. Se estiraba los puños de las mangas como alguien que se avergüenza de su cuerpo.

Lefthand, sin saber qué pensar, tomó asiento en una de las sillas, frente al fuego.

—He tenido algunos amigos. Amigos que han viajado por todo el mundo y que me trajeron sus regalos —dijo ella, que tomó de un anaquel dos copas. Luego cogió una damajuana, escanció en ellas, y acercándose al fuego las dejó en la mesita auxiliar. Poco después se dirigió a una repisa cercana, cogió dos cofrecillos revestidos de conchas de mar y regresó con ellos. Del primero sacó un puñado de hojas marchitas que vertió en una de las copas; del segundo, una porción de hongos resecos, que a su vez, vertió en la copa de Lefthand—. Todo el mundo es un elegido. Solo hay que mirar con los ojos del corazón —afirmó sentándose. Hubo una pausa y la prostituta, que no estaba dispuesta a irse por las ramas, tomó la copa en la que había vertido los hongos y se la ofreció—. Y ahora debes estar alerta y sereno. Confía y brinda conmigo, de todas formas —dijo con un acento tal que resultaba cruel negarle nada y, a la vez, inútil desconfiar de ella—. Bebe —insistió—, bebe despacio y mira con atención.

Las copas eran voluminosas y altas, de cristal púrpura y pie labrado en plata. Lefthand cogió la suya con la mano izquierda y bebió. La prostituta, a su vez, apuró su trago y no pasó mucho antes de que las cosas tomaran un derrotero nuevo.

De pronto, un vértigo como aquellos que soportaba en sus primeras travesías se apoderó de él. Todo le daba vueltas. Un desgarrón de bruma apareció, fue creciendo y lo envolvió hasta empañarle la vista. Luego, el vértigo y la bruma se disolvieron, percibió cómo su conciencia daba un salto expulsándole hacia otro estado del ser y, entonces, todo lo demás empezó a abrirse a extrañas perspectivas.

Poco a poco fue sumiéndose en una suerte de paz que no tenía parangón con ninguna experimentada hasta entonces. Un mundo más luminoso reemplazaba a su viejo y obsoleto mundo de sombras. Un mundo sin dolor y sin heridas, un mundo en el que las cicatrices se borraban para siempre, los objetos resplandecían con colores deslumbrantes, las velas parpadeaban como antorchas y la lumbre crepitaba como las llamas de mi incendio. Hasta su mano inválida tenía la misma sensibilidad que la otra.

Mientras tanto, en ese preciso instante, el almirante de los Hermanos salía de la taberna del Garfio sin su escolta habitual. En raras ocasiones, después de los últimos acontecimientos, se le veía prescindir de sus esbirros, pero algunas veces estaba tan harto de la falta de intimidad, que los echaba con rajas destempladas.

Así pues, salió solo y tras recorrer algunas callejas angostas, iba a desembocar en el muelle cuando oyó que lo llamaban por la espalda. Se llevó las manos al cinto y cogió las pistolas. Se dio media vuelta con lentitud. A raíz del aspa roja y de los últimos movimientos del Consejo de Ancianos, todo parecía posible con tal de intimidarlo. El caso era hacerle comprender que su deuda era innegociable y que la expedición en que se embarcaba era su última oportunidad.

—Por fin. Cada vez es más difícil veros solo, Henry —dijo en inglés, pero con leve acento español, una voz que salía de la oscuridad.

—¿John el Duque? ¿Sois vos, por mil sogas? —dijo Morgan avanzando. De la noche salió un hombre esbelto, con una larga trenza rubia y embreada. Vestía levita de terciopelo rojo y llevaba en la mano un sombrero de plumas. Sus ojos azules centelleaban como el hielo—. Debería destriparos aquí mismo y echar vuestro hígado a los peces. ¿Por qué hicisteis quemar la bandera al español? —dijo guardando las pistolas—. ¿A qué vino esa estupidez?

—Había que poner a prueba su lealtad, ver si está dispuesto a enfrentarse a los suyos.

Muy pocos hombres tenían la virtud de poner nervioso a Morgan. Y entre ellos estaba el Duque. Que resultaba difícil sentirse cómodo con él, lo reconocía el propio Morgan. Ya había pasado un año desde que designara como su lugarteniente a aquel personaje solapado, y seguía siendo igual de inasequible, igual de inabordable.

—¿Queríais ponerlo a prueba, o es que lo odiáis? —preguntó el almirante—. Cualquiera diría que tratáis de mortificarlo. ¿Para eso lo habéis hecho venir?

—En vos, la perspicacia va demasiado lejos.

—¿Lo odiáis porque vuestro padre era un marino inglés, o porque vuestra madre era española?

—Ni una cosa ni la otra.

—Pues, ¡maldita sea! ¡Sacaos el antifaz que siempre lleváis puesto! —Se excitó Morgan—. ¡Dejad que os mire cara a cara!

—Ya os lo he dicho —repuso el Duque impasible—. No era más que una prueba.

—El caso es que ¡¡Yo decido las pruebas!! —gritó el almirante, y se quedó mirándolo al tiempo que lamentaba haber perdido los nervios frente a ese desconocido, su propio lugarteniente, y agregó—: Sois un hombre incomprensible, John el Duque. No bebéis, no fumáis, no jugáis, no se os ve con mujeres. ¡Por Júpiter! ¿Sois humano? ¿Corre sangre por esas venas?

Un ligero tic pareció asomar a uno de los párpados del Duque, y contestó con rotundidad insólita:

—Es un traidor, como todos los españoles; pero más le vale no atacarnos por la espalda.

Y habiendo descubierto un resquicio por donde escudriñar su verdadero rostro, Morgan profirió:

—Bien. Ahora parece que nos vamos entendiendo. Decidme, si eso es lo que pensáis de él, ¿por qué me convencisteis de que era el hombre que encajaba en la leyenda de la Dama del mar?

—«Solo un casco de plata de sangre limpia, solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará». —Recordó el Duque en voz alta.

—¡Eso es! ¡Eso es! Vos me convencisteis de que la historia de Lefthand era la de un niño que se sacrifica por su viejo. ¿Es cierto o no? ¿No es así como lo cuentan los españoles?

—Es lo que dicen, sí; pero quién sabe. Tal vez nunca llegó a sacrificarse, Henry. ¿Quién puede estar seguro? —dijo con flema.

—¿Que quién puede estar seguro? ¡Ojo con lo que decís! ¡Vos me convencisteis! —dijo Morgan enardecido—. Entonces, esa historia que se transmitió en España de boca en boca…

—Os dije que podía ser él —replicó el Duque con frialdad—. De todos modos, según cuentan los españoles, ese niño también perdió la mano y como veis, aunque inútil, Lefthand aún conserva la suya. Puede que nos hayamos equivocado de hombre, o puede que no. La verdad no saldrá a la luz hasta el final, Henry. Pero ¿qué nos importa teniendo en nuestro poder el mapa del tesoro? Lo que cuenta es que lo necesitamos para atacar Panamá.

—¿Qué importa, decís? ¡Truenos! ¡Importa! ¡Y mucho! —dijo encolerizándose—. Y ahora escuchadme bien. Yo no soy un descreído, como vos. Yo creo, sí. Yo creo en la leyenda de la Dama del mar, como Duncan creía, ¿me oís? —dijo enrojeciendo hasta la coronilla—. ¿No será que lo envidiáis porque vos no cumplís los tres requisitos de la leyenda?

—Y vos, ¿no será que lo estáis favoreciendo con vuestra amistad?

La prostituta miraba a Lefthand desde muy lejos. Sus ojos eran como dos piedras negras resplandecientes.

—La amenaza proviene del pasado —declaró con voz hueca—. Proviene de la sangre derramada en el pasado —y al poco, se puso a recitar lo siguiente:

Un casco de plata

de sangre limpia

entrará donde

pocos se aventuraron.

Cuando llegue hasta donde

los caminos se bifurcan,

le orientará su fortaleza.

En la máquina del tiempo,

le orientará su debilidad

hasta el Treinta y cinco Búho

y hasta el Doce Caballo.

Y cuando esté

cara a cara con la muerte,

pondrá su vida en la mano de Dios.

Porque solo uno volvió.

»Recuérdalo. No debes olvidar jamás el poema. Ocurra lo que ocurra —dijo la mujer con la misma voz átona.

Pasó un tiempo que no podría medirse con los relojes, y cuando Lefthand abrió los ojos, las mismas velas seguían ardiendo en sus candelabros y los mismos troncos en el hogar. Se levantó como alguien a quien sacasen de un letargo, aunque solo habían transcurrido unos pocos minutos. Avivó el fuego y echó un nuevo tronco. Para despertar a la prostituta, le pasó una mano por el pelo, de delante atrás. Le hubiera gustado llamarla por su nombre, un nombre que ignoraba. La mujer entreabrió unos ojos legañosos.

—¿Cómo os llamáis, mujer?

—Nacatime —dijo la prostituta.

Morgan se acercó al Duque diciendo:

—Y, ¿qué hacéis en la isla? ¿No os dije que pusierais rumbo a Panamá desde España?

—Quería confirmar que el español había venido a Tortuga.

—¡Que me aspen si os entiendo!

—Parto mañana, Henry. Y haré cuanto esté en mi mano para que entréis en Panamá.

Eso tuvo un efecto balsámico sobre el almirante.

—Conozco bien vuestras mañas. Por eso os envío allí —dijo envolviéndose en el capote—. Cualquier información que me dé ventaja sobre los españoles será bienvenida. No lo olvidéis. —Inspiró profundamente la brisa húmeda y exhaló—. ¿Dónde está el Doce apóstoles?

—Al norte de la isla.

—Zarpad en buena hora. Doblar el cabo de las Tormentas no es cosa fácil, y menos remontar Sudamérica hasta Panamá. Y por muy hábil que seáis, os hará falta un tiempo para ganaros la confianza del gobernador —dijo Morgan, que no se atrevió a darle una palmada en el hombro.

El Duque hizo una inclinación de cabeza, se dio media vuelta y Morgan vio cómo su espalda desaparecía en la negrura de la noche.

—¿Cómo ha ido el viaje? —preguntó la prostituta—. ¿Esta coja aún puede ser útil, sí? Me alegraría tanto de que así fuese… Me alegraría tanto… —y, echando un vistazo al fondo de las copas, añadió—: Hay una gran diferencia entre mis hojas de hierba y tus hongos. Con los hongos, se viaja.

—¿Qué me habéis hecho? —preguntó él—. ¿Qué ha pasado, Nacatime?

Ella, que daba la sensación de resentirse con cada gesto, se levantó y, cogiendo algo de la pared recubierta de objetos exóticos, se lo entregó antes de volver a sentarse. Era un colgante que tenía la forma de una mano o de una pequeña estrella.

—Recuerda esto: las causalidades no existen —dijo con acento solemne—. Por esa razón, no debes perder este talismán. Es un objeto de poder, y es posible que llegue el día en que lo necesites. Su nombre es lo de menos, pues cada cultura lo llama con uno distinto, y créeme, ha recibido muchos nombres. —Hizo una larga pausa para tomar aliento—. Ahora vete, porque ya es hora de que esta inválida se quede a solas con sus recuerdos.

Lefthand dejó unas cuantas monedas de plata en la mesilla y, tras echar un vistazo a la puerta que ocultaba a Alonso y a su prostituta, salió de allí con la certeza de que el destino de Nacatime y el suyo jamás volverían a cruzarse.