Desengaño
—¡AY, MELQUÍADES! Esto es muy peligroso. Es peligroso de cojones —se desahogó Ginés resoplando.
—Habla con finura, chisgarabís —repuso Melquíades.
—Peligroso de carajo. ¿Y si resbalamos? ¿Por qué no vas un poco más lento?
—Eso, voto a Dios —adujo Blas, cubierto de sudores—. Peligroso de carajo.
Delante Melquíades, la avanzadilla del trío, masculló algo incomprensible por toda réplica, levantó la cabeza y dirigió la vista hacia el tramo que les quedaba.
—Oye —preguntó Ginés para centrarse en algo que lo distrajera del miedo—, si hay festejo seguramente habrá comida, ¿o no?
—Eso —dijo Blas—. Un poco de comida, ya que hay festejo.
—¡Por las barbas de…! ¡Cierra el pico! ¡Y tú también! —reprendió Melquíades sin volverse—. ¡No habrá comida, zampabollos! Y, ¡maldición! —murmuró para sí—, tampoco va a haber mujeres. ¿Cómo tengo que deciros que se trata de una celebración formal?
—¿Y qué celebramos, Melquíades? —preguntó Ginés.
Melquíades se paró, tomó aire, giró sobre sus talones y empuñando el sombrero bajó unos pasos, se puso de puntillas y golpeó alternativamente a uno y otro. Rodaban guijarros por la cuesta.
—¡No pienso repetirlo! ¿Es que no tenéis más que seso de grulla dentro de esas cabezotas? ¿Qué diantres hizo mamá cuando repartió el poco que tenía? —Los gemelos se protegían como iban pudiendo—. No creeréis que me apetece sumarme a ese puñetero aniversario…
—Melquíades, escucha —dijo Ginés, que sin bajar la guardia, exploraba un último recurso para aplacar a su hermano mayor—. ¿Cuándo montaremos el prostíbulo?
—¡Eso! ¡Cuándo! —suspiró Blas.
—¿El qué? —Se detuvo Melquíades como por arte de magia—. ¡Aaah, ya! ¡El prostíbulo! ¡Un prostíbulo exótico, elegante, el prostíbulo de los sueños! —dijo calándose el sombrero y dirigiendo una mirada ensoñadora hacia el oeste bermellón—. ¡Qué felicidad asiática! ¡Como un prostíbulo babilónico sería! ¿Os habéis fijado en lo tórridas que son las mujeres estas? ¡¡Por los clavos de Cristo!!
—¿Con buena comida y bebida? —preguntaron al unísono los gemelos cambiando miradas.
De la cima llegaba un clamor lejano que turbó un redoble de tambores, a continuación sonaron los cuernos. Una bandada de pájaros echó a volar entre chillidos. Melquíades apretó el paso y arrastró a Blas y Ginés cuesta arriba. El camino era tan angosto que tenían que subir los tres de uno en uno. Desde esta altura se veía la falda del monte y más allá los bosques de mangos. El mar cálido y turquesa envolvía los acantilados verticales. A lo lejos, susurraban las palmeras en las playas de arenas blancas y finas.
Cuando llegaron arriba, sudorosos y jadeantes, vieron que el acto solemne acababa de dar comienzo.
La cima del monte era una planicie situada entre las ruinas del viejo fortín español y los espesos bosques de las inmediaciones. El fortín se ubicaba en los peñascos, desde donde se dominaba un buen pedazo de litoral. Años atrás los españoles, por razones defensivas, habían talado gran número de árboles en esta región de la isla que, si por algo se caracterizaba, era por su vegetación frondosa. Pues bien, allí mismo, en la planicie que se abría a los restos de la fortificación, hormigueaban cientos de piratas y Melquíades y sus hermanos fueron a mezclarse con ellos.
En el medio de aquella turba, rodeados de franceses e ingleses, estaban los hombres de Lefthand.
Podía verse al viejo Andrade con su pipa, como siempre junto a Pablet, el valenciano, a quien de un tiempo para acá lo pillaban a menudo paseando con una joven muy pintarrajeada. Estaba Mateu, el capellán, con su barretina, y Pata de palo, haciéndose cruces y el Pelirrojo, sorprendentemente sin su cañoncito bajo el brazo, el guitarrista y el gallego Téllez, y el licenciado Padilla, con un libro entre las manos, Amadora, la cocinera, y ese muchacho de ojos verdes, que era la discreción en persona, y por supuesto, Guzmán Yáñez y Alonso de Valdivia y, a la cabeza de todos, Lefthand.
De un lado estaban los filibusteros franceses, comandados por el célebre bucanero Michel le Basque, con una muleta y más cicatrices encima que una tripulación al completo; y de otro los ingleses. Como en el último instante Morgan había tenido que embarcar rumbo a Jamaica para entrevistarse con sir Modyford, a la cabeza de los piratas ingleses estaba Joseph Bradley.
Cesaron los tambores. La luz declinaba. Se encendieron antorchas entre unos y otros. La llanura se fue iluminando. Al resplandor de las antorchas, las caras de los piratas brillaban en tonos anaranjados. En el bando de los franceses dos hombres se peleaban a mamporro limpio. Un pequeño grupo los rodeaba. Y en eso, alguien que llevaba meses sin dar señales de vida apareció en la linde del bosque; alguien que no debía estar en Tortuga sino rumbo a Panamá y con quien casi nadie contaba, alguien que no tenía interés en mezclarse: John el Duque.
El pirata que más secretos guardaba en las Antillas permanecía invisible, camuflado en la oscuridad. De natural distinguido, vestía una levita de terciopelo rojo y un gran tricornio coronado de plumas. Cuando empezaron a prenderse las antorchas, uno se escabulló entre el revuelo y se dirigió hacia los árboles, al encuentro del Duque.
Al cabo de un rato, un filibustero inglés se adelantó a los demás. De mejillas hundidas, pómulos salientes y greñas hasta el pecho, llevaba en la mano un rollo anudado con un cordón. Avanzó resueltamente hacia las ruinas del fortín, en la zona más alta de la llanura. La pelea en el bando francés cesó tan pronto como había comenzado. El greñudo se colocó delante de donde había estado la entrada del fuerte, desenrolló el pliego y dijo con voz firme:
—Hermanos todos de la Cofradía de la Costa. ¡Salud! Ejem. Siendo como somos hombres de acción y no de palabras, ¡rayos y truenos!, más que breve seré como un relámpago. —Y acercándose el pliego a los ojos, arrancó a leer titubeando:
»Ha-hace hoy quince años, tras ser abandonada esta isla por el último re-regimiento español, el hermano Elias Watt de-desenterró los cañones que el enemigo no había podido llevarse. ¡Así es! El hermano Elias Watt y sus hombres (al-al-gunos de ellos aquí presentes), arries-arriesgando la vida, pues ignoraban si los españoles tenían o no intención de regresar, reconstruyeron los fortines piratas. Entre esos fortines —dijo mirando hacia atrás—, este que aún queda en pie, era el más importante de aquellos tiempos de gloria. —Hizo un alto, miró de reojo a su auditorio y siguió adelante con voz aún más firme—: ¡Sí, Hermanos! Hoy, como todos los ocho de septiembre, se cumple el aniversario de la salida de los últimos soldados del Imperio. Los españoles, vencidos por la furia conjunta de ingleses, franceses y filibusteros de todas las nacionalidades, huyeron con el rabo entre las piernas para no volver a plantar un sucio pie en Tortuga. Y como todos los años, nos reunimos aquí además de para conmemorar que le pateamos el culo al Imperio, para, ejem, para ofrecer, como se dice, te-testimonio de-soli de-soli de solidaridad como miembros que somos de la Cofradía.
Hubo exclamaciones de «¡Viva la isla de Tortuga!» y «¡Muera el Imperio español!», y la proclama siguió este hilo durante un rato.
Simultáneamente, en la linde del bosque, el pirata que había aprovechado para escabullirse de la multitud, recibía de manos del Duque una bandera doblada. El pirata la cogió, hizo una respetuosa inclinación de cabeza y volvió sobre sus pasos cuando el breve discurso se deslizaba hacia su final.
Con la bandera en la mano, se abrió paso entre la multitud, tomó prestada una antorcha y se dirigió hacia el pirata que terminaba de leer. Al llegar a su altura, le dijo algo al oído y se puso a su lado. El otro carraspeó, enrolló el pliego y antes de cerrar el discurso, dijo:
—Ejem, este año, Hermanos de la Costa. ¡Demonios! A ver si lo digo… tenemos para vosotros un muy agradable presente. En este simbólico lugar, a la puerta de este último fortín y en recuerdo de aquellos días lejanos… va-vamos a, o sea, requerimos la presencia del capitán Santa Cruz, también conocido como Lefthand, para cerrar esta solemne con-conmemoración. —El pirata se aclaró la voz, echó una ojeada fugaz a su compañero, que sostenía en una mano la antorcha y en la otra el estandarte a guisa de bandeja, y dijo en voz alta—: ¡¡Que me aspen si hay otro más indicado que él, ya que no pertenece a la Hermandad!!
El sol ya se ocultaba cuando los murmullos recorrieron casi toda la llanura. Casi toda, pues quedó un pequeño espacio, un reducto, una lengua de terreno ocupada por los hombres del Príncipe del mar donde no llegaron. Un espasmo de sorpresa traspasó a cada uno de esos hombres a quienes rodeaban filibusteros de todas las nacionalidades mientras, oculto tras los primeros árboles del bosque, amparado por las sombras, el Duque miraba sin parpadear.
Lefthand, consciente de que todos sus movimientos llegarían a oídos de Morgan, se acercó a los dos hombres. Su gesto era tan imperturbable que nadie habría podido decir si le complacía o le mortificaba participar en aquella ceremonia.
El pirata que había terminado de hablar tomó la bandera de manos del otro, y desplegándola en alto por los bordes, hizo aparecer allí, a la vista de las hordas filibusteras, una bandera del Reino de España. A continuación, el segundo filibustero alargó el brazo hacia Lefthand y le ofreció la antorcha con una intención evidente.
La expectación mantenía a cientos de piratas circunspectos; en particular a los españoles, que estaban como sumidos en un trance. Y durante ese lapso indescriptible, entre que el filibustero pasó la antorcha a Lefthand y este la tomó con pulso firme, si alguien se hubiera aproximado a los tripulantes del Príncipe del mar, habría oído latir sus corazones. Nada le debían a España, una tierra de la que muchos habían huido porque se morían de hambre; pero una emoción, un chispazo de angustia sacudió sus ánimos y encogió sus entrañas, pues no era una bandera lo que veían desplegado ante sus ojos, sino la tierra misma bajo la que yacían sepultados sus padres y el cielo bajo el que verían crecer en paz a sus hijos.
Donde comenzaba el bosque, aquel hombre oculto, acostumbrado a actuar en la sombra, presenciaba la escena de brazos cruzados y esperaba. Y cuando apretando los dientes, frente a los hombres de Tortuga y a sus propios hombres, Lefthand aplicó por fin la llama de la antorcha a la bandera de las Españas, aquel hombre esbozó una sonrisa de íntimo gozo y suspiró.
La bandera ardía tan rápido que el pirata inglés se vio obligado a soltarla, y el trapo cayó a sus pies para morir hecho cenizas.
Los españoles se quedaron desconcertados, rendidos a la evidencia. Después de todo, ¿qué importancia tenía ese trapo ardiendo para un caballero de fortuna? Y sin embargo, algo en su interior se removía y lamentaba, como si lo que se quemase no fuera un mero trapo, sino el vestido de una madre, de una hija, de una novia cuyo solo recuerdo empañaba los ojos.
Pablet, el valenciano, bajó la cabeza y el viejo Andrade lo tomó por la cintura, como se toma a un chiquillo que está en la obligación de comportarse como un hombre. Elena se pasó un pañuelo arrugado por el rostro y a su lado, Amadora le echó una mirada de madrastra. Y en cuanto al resto, quien más y quien menos se sumió en la incredulidad, cuando no en el desánimo. Tenían hambre de todo, por eso en modo alguno podían sentirse patriotas, ni tampoco traicionados por su capitán; pero ese hombre que estaba quemando la bandera, unas semanas antes los había conmovido con la misma emoción que ahora se revelaba falsa como el demonio. ¿Podía suceder algo más incomprensible que eso?
Pues bien, mientras los españoles miraban aturdidos cómo terminaba de arder, sobrevino algo aún más incomprensible. Alonso de Valdivia gritó a voz en cuello, con un entusiasmo que venía en auxilio de Lefthand:
—¡Muera España! ¡Viva la isla de Tortuga! ¡Viva la Cofradía de la Hermandad Libre!
El estupor de algunos, entre los que se contaba Guzmán Yáñez, no tuvo límites y la Hermandad de la Costa prorrumpió en «vivas» y «mueras» exaltados. Y la bulla consiguiente no hizo más que anticipar el jolgorio de la noche.
A esa misma hora, a bastantes millas de allí, exactamente a medio camino entre Tortuga y Jamaica, Henry Morgan se paseaba arriba y abajo por la cubierta del Ganymede. El almirante se preguntaba para qué le había hecho llamar sir Modyford, gobernador de Jamaica y reconocido protector de los filibusteros ingleses. Y aunque las noticias de Europa tardaban casi dos meses en llegar al Caribe, lo que bajo ninguna circunstancia esperaba era que el 18 de julio se hubiera firmado un tratado en Madrid por el que se ponía fin a la guerra que enfrentaba a Inglaterra y España.
La noche se quedó calurosa y el aire estaba tan quieto como las estrellas en lo alto. Se oyó un chapoteo. Pablet corrió hacia la borda y se puso a mirar a derecha e izquierda, pero solo vio algunos peces brincando.
—¿Buscas alguna sirena, muchacho? —dijo uno.
—¡Ojo con las mujeres, que son muy arpías! —Los del corro se carcajearon de buena gana.
—¡Diantre! ¡Que me parta un rayo si miento! —continuó el viejo Andrade, y le dio una chupada a su pipa antes de proseguir—. Os digo que algunas sirenas viven entre nosotros. ¡Hum! Pero son tímidas y cuando abandonan las aguas es solo por amor. Dejan atrás su mundo y en la cola se les ponen dos hermosas piernas de mujer. ¡Hum! —asintió con la cabeza llevándose de nuevo la pipa a los labios.
—¡Bah! ¡Cuentos para niños! Pásame el ron —dijo Amadora, que echó un buen trago de una botella revestida con una cubierta de paja.
—El viejo no miente —dijo Téllez, que esperaba con ansia su turno con el brazo extendido hacia Amadora—. Cualquier gallego sabe que las sirenas existen.
—¿Y son bellas como mujeres babilónicas? —preguntó Melquíades.
El Pelirrojo abrazaba el cañoncito como a un perro abandonado.
Por su parte, el licenciado Padilla levantó la vista del libraco que descansaba sobre sus piernas cruzadas. Venteó el aire. Los anteojos en la punta de la nariz, su extrema delgadez y el cabello despeinado hacia delante le daban un aire de hombre sin edad.
—Cuando Colón llegó a las Américas —dijo—, cuenta la leyenda que tres sirenas le dieron la bienvenida, pero al parecer Colón vio que eran mudas y no muy agraciadas, por lo que dijo: «Parecen echar de menos a los hombres».
—¿Mudas? Bueno, eso no es mala cosa —dijo Melquíades. Blas y Ginés se le quedaron mirando—. Pero ¿feas?
Pasaban de las cuatro de la madrugada. Desde el Príncipe del mar aún se oía el griterío. Algunos piratas ingleses y franceses se habían acercado hasta el muelle. Seguían conmemorando el aniversario.
Con respecto a la tripulación española, bastantes hombres se habían quedado en la nave. Tampoco es que hubiese mucho que dilapidar, pues el botín de la trata de negros se había evaporado en las tabernas de Tortuga y, por lo demás, sentían el buque como una casa común, un cobijo frente al mundo.
Sentados, haciendo corro en el combés, con un farol en el medio, unos cuantos charlaban dándole a la botella.
—¿Y cómo se las reconoce? —preguntó Pablet, que desde la borda dejó vagar los ojos por el agua.
—Bueno —continuó diciendo el viejo Andrade y dio una larga chupada a la pipa. Elena habría jurado que su mirada se posó un poco más en ella que en los otros—, algunos dicen que tienen un lunar en forma de pez; aunque lo cierto es que el mar es el único que conoce su secreto.
Se hizo una larga pausa. La botella seguía pasando de mano en mano.
—Hablas de la mar como de Dios, Andrade —dijo Mateu, el capellán—. Y Dios no existe más que en los sueños de los hombres.
Pata de palo se hizo cruces enseguida.
—¡Que el diablo nos valga! —murmuró.
—Yo creo que la mar se parece a un capitán, no al buen Dios, Mateu —dijo tranquilamente el viejo Andrade—. Se equivoca; pero no engaña —dijo señalando con la pipa más allá de la cubierta—. Hay que dejarle hacer su trabajo. Hay que confiar en ella. Como en un capitán.
—¿Confiar? —intervino Elena impostando la voz, como hacía siempre que hablaba con alguien que no fuese Amadora—. Pues mirad el nuestro. Si alguien confiaba en nuestro capitán, ahora ya sabe que es un tipo egoísta al que solo le importa el botín.
—¿Y te parece poco, bergante? —habló por vez primera el Pelirrojo, tomando la botella que le pasaban—. ¿Por qué estás aquí si no? Nada más debe importar a un pirata. Eso y proteger a sus hombres.
—Proteger a sus hombres… Proteger a sus hombres… —replicó Elena. Amadora estaba cada vez más inquieta—. ¿Como esta tarde? ¡Valiente manera de proteger a sus hombres!
—Cuidado. El capitán está a bordo —dijo en voz baja el gallego Téllez.
—No pienso callarme —insistió la joven fuera de sí.
Se oían los ruidos del buque en medio de la noche tibia. De vez en cuando, a lo lejos, aún llegaban las voces de algún pirata borracho. Abrieron otra botella. Amadora notó que la chica estaba un poco achispada y se asustó, le entró pánico de que se traicionara de un modo tan torpe.
Por otro lado, también ella había bebido y pensó que debía intervenir de alguna forma, que debía desviar la atención sobre la joven. De pronto, sintió que gravitaba sobre sí una anécdota que los distraería. Pensó que quizás valía la pena relatarla, y que si había algún momento idóneo para hacerlo, era este.
Hasta ahora nunca se había atrevido, pues era una pequeña historia capaz de enternecer los corazones más duros, y Amadora odiaba llorar. Además, todo lo que se contaba en la historia había transcurrido… más o menos… de esa manera. Es decir; no era así como había pasado exactamente, pero era así como se contaba. Tal vez no hacía bien desempolvando la anécdota, el secreto de Lefthand; pero ya que algunos seguramente la conocían, se dejó ir y su voz sonó por encima de las otras voces.
En efecto, a más de uno le resultaba familiar, porque se había hecho célebre en España hacía casi veinte años, antes de perderse en el olvido. La anécdota relataba una hazaña que había tenido lugar entonces, se decía, y el héroe era un niño que viajaba de incógnito en un barco de guerra español, del que su padre era el capitán.
Mientras Amadora hablaba y hablaba, Elena alzó de repente los ojos y lo vio. Él estaba allí, en la otra punta del buque. Donde un rato antes no había nadie, ahora estaba Lefthand, apartado, ausente como un espectro, la mirada perdida en un punto impreciso de la noche. Como era imposible que no estuviera escuchando a Amadora, Elena se quedó mirándolo fascinada.
La anécdota refería que la flota inglesa superaba a la nuestra en una proporción de dos contra uno. Decía que el buque insignia enemigo había abordado la nave en la que viajaba de incógnito el niño. Decía que el comodoro inglés, que estaba casado con una dama española, había herido de muerte al capitán. Y por último, decía que el niño se había interpuesto entre su padre y el comodoro que, apuntándole con la espada, le preguntó: «¿Darías la mano derecha por tu padre?».
Súbitamente, el rostro sombrío de Lefthand se volvió hacia ellos, hacia el lugar de donde partía la voz de Amadora, y sus ojos se encontraron con los de Elena.
Los integrantes del corro escuchaban conmovidos. El viejo Andrade conservaba la pipa en la boca y asentía con la cabeza a las palabras de Amadora. El niño, contaba esta, consintiendo en ello, ofreció una mano temblorosa.
—Y el comodoro —agregó— alzó la espada y de un tajo se la cortó.
Los ojos de Elena seguían fijos en él, que la miraba desde muy lejos como alguien que vuelve de la muerte.
Contaba Amadora que ese acto de arrojo no pudo salvar a su padre, pero no pasó, en cambio, inadvertido a ningún hombre en el buque. La noticia espoleó a los españoles, levantó sus ánimos, les dio una nueva razón para luchar. Después se fue filtrando de un buque a otro y ahí empezó a ganarse la batalla, terminó diciendo, pues ni un solo hombre bien nacido iba a permitir que ese rasgo de coraje se perdiera.
Elena, desolada, desvió la vista hacia Amadora, porque el silencio había seguido a sus palabras. Luego volvió los ojos hacia donde estaba él y, con alivio y desencanto, vio que Lefthand había desaparecido.