Bandera de patriotas
PUEDE QUE LO DEL JOVEN PABLET influyese en el presumible cambio de planes; o que Santa Cruz ya lo tuviese previsto de antemano. El caso es que al día siguiente, con los primeros resplandores del alba, el capitán dio orden al piloto de que fijase un nuevo rumbo. Insinuó que perder dos días no significaba mucho a la vista de lo que esperaba ganar; de manera que Alonso calculó la derrota y fijó el rumbo hacia la Martinica.
Poco más tarde, la tripulación fue convocada en el combés. Desde el puente, Guzmán Yáñez explicó paso a paso la treta del capitán. Subrayó que era preciso el concurso de todos los hombres y que emprenderían esta única acción antes de fondear en Tortuga, pero que si el plan tenía éxito, se harían con un botín sustancioso.
Se trataba de engañar a la empresa francesa que estaba instalada en la isla de la Martinica, la Compañía de las islas de América. Y el ardid consistía en hacerse pasar por una de las naves que procedían de las costas de Guinea. Así que Guzmán Yáñez impartió las órdenes para camuflarse bajo la identidad de uno de los mercantes holandeses, cuya arribada, a tenor de las noticias que manejaba el capitán, esperaban los franceses.
Eliminaron de su indumentaria las prendas más llamativas, cerraron las portas de los cañones e izaron banderas holandesas. Se arrizó una parte de las velas para disfrazar el barco de mercante lento e inofensivo. Siempre por orden del capitán, se colgaron de la galería de popa cables con montones de ollas pesadas y colchones para que al remolcar tanto lastre el barco fuera perdiendo velocidad.
El segundo le preguntó al músico:
—¿Tu nombre?
—José, señor.
—De Sevilla, ¿no es cierto?
—Siertísimo y verdá, señor.
—¿Serías capaz de tocar alguna canción holandesa?
—A la orden, señor.
Y al cabo de un rato, tuvo lugar una de esas casualidades que son parte de la buena estrella.
Como Santa Cruz no estaba seguro de los códigos que regían los transportes de la Martinica, pensaba jugársela. Era un golpe de audacia muy propio de él. Pero he aquí que el segundo fue a quejarse de un tipo cuyo despiste no dejaba de ser una pesada rémora. Se trataba del licenciado Padilla. Siempre estaba leyendo. Y en este caso, en sus propias narices, ¡se le había caído un libraco que llevaba escondido bajo la casaca!
—¿Y cómo se titulaba el libro, señor Yáñez? —preguntó el capitán con voz neutra.
—Los transportes por mar en el Nuevo Mundo. ¡Maldita ralea de intelectuales! ¿No le basta con ver el Nuevo Mundo que además tiene que «leerlo»?
Santa Cruz mandó a Guzmán Yáñez que lo hiciera llamar a su presencia, y ahí acabó todo, por ahora.
A primeras horas de la tarde, el barco estaba en la bocana del puerto de la Martinica, con el lastre pendiendo de la galería de popa. Cada uno ocupaba su sitio tan disciplinadamente como en los simulacros. El ambiente era húmedo, y una neblina molesta se infiltraba en el aire y descendía sobre el mar.
El licenciado Padilla, en las amuradas de estribor y con una bandera en cada mano, hacía las señales de las naves holandesas que tomaban la ruta de Guinea con las bodegas llenas de esclavos. Cuando menos, esto se rumoreaba en cubierta, pues nadie allí, excepto el licenciado y su libro conocían de pe a pa los códigos de los transportes de la Martinica.
En el alcázar estaba el capitán. Miraba a través de su catalejo. La neblina, aunque tenue, no tenía trazas de disiparse, y Santa Cruz no juzgaba prudente esperar más a riesgo de que el verdadero mercante coincidiese con ellos.
Pasaron dos horas en una calma tensa y, durante ese intervalo, no solo no aclaró sino que la niebla se fue espesando más y más. El capitán mandó que encendieran los fanales de popa y que tañesen la campana cada treinta segundos.
Pasó otra media hora sin más ruido que el tañer de la campana, los chirridos de las poleas y el flameo de las gavias. De pronto Melquíades, que hacía las veces de vigía, anunció por señas que se acercaba una nave procedente del muelle con las luces encendidas. A un gesto del capitán, el músico empezó a tocar con su guitarra una canción holandesa.
—Toca con alegría —le había dicho Guzmán Yáñez—, porque una niebla como esta amortigua los sonidos.
Santa Cruz, en el puente del alcázar, seguía pegado al catalejo, con Guzmán Yáñez a su lado. Los hombres contenían el aliento.
—Debe de ser un pequeño balandro. Pero va demasiado prudente —murmuró Santa Cruz.
—¿Creéis que sospecharán? —preguntó Guzmán Yáñez.
—Lo veremos.
Alonso dejó al segundo piloto a cargo del timón, se acercó al puente y se quedó vigilante a la izquierda de su capitán. La niebla se había cerrado sobre esa parte de la isla. Las gotas colgaban de los bigotes y las barbas de los hombres y la humedad se les metía en los huesos. Uno tras otro transcurrían los minutos. Al amparo de la bruma, la embarcación fantasma tañó su campana de advertencia.
—Ni una voz en el barco —ordenó el capitán al segundo—. Han de acercarse más. Si nos oyen hablar español, virarán de bordo.
Tras quince largos minutos, cuando aún no se perfilaba la silueta de la embarcación, pero el menos sagaz habría jurado que su bauprés iba a rasgar la bruma, se apagaron sus luces, la campana dejó de tañer y se perdió todo rastro de la nave.
Al poco, una voz francesa tronó amplificada por la bocina:
—Comment ça va, capitaine??
—Asquerosos franchutes —murmuró para sí Guzmán Yáñez.
—No las tienen todas consigo —dijo Santa Cruz—. ¿Hay alguien que hable bien francés?
—El capellán domina cinco idiomas —terció Alonso.
—Traedlo aquí enseguida, señor Yáñez.
—Comment ça va, capitaine?? —El tono era una pizca más impaciente.
Santa Cruz hizo entrega al capellán de una bocina de cobre y afirmó con la cabeza.
—Ça va très bien. Très bien. Mais ce brouillard nous empêche naviguer —repuso Mateu, el capellán, tomando aliento—. Et il semble qu’il empire.
—Peut être. Mais, rassurez-vous. Nous déjà sommes avec vous —replicaron los franceses, y al cabo de un rato, a unas veinte brazas por estribor, se materializó un balandro de un solo mástil.
Sin dudar un instante, Santa Cruz alzó la voz para ser oído por sus hombres.
—¡Abajo las portas! ¡Fuera los cañones de estribor! —Y dirigiéndose al balandro francés sin ayudarse de la bocina, pero en un castellano tan firme que ni el mismísimo Hechizado hubiese tenido que afanarse en entenderlo—: ¡Capitán, si pretendéis huir o hacéis alguna señal de socorro, mandaré a pique vuestro barco y mataré a toda la tripulación!
Obedientemente, los franceses botaron una lancha con un puñado de hombres. La lancha se aproximó a un costado del Príncipe del mar.
Desde el navío le echaron una guindaleza con la que se amarraron los cofres y se fueron subiendo uno tras otro. Una vez a bordo, fueron revisados hasta la última moneda de plata. Hasta aquí, todo transcurrió sin incidentes, observando el protocolo habitual para los barcos de esclavos, pues según era costumbre, percibían el producto de las ventas de la remesa anterior antes de atracar y descargar a los negros. A la vista del jaleo a que daba lugar el desembarco, la idea era evitar posibles robos con las ganancias de la trata.
Los franceses ya izaban su chalupa. El Príncipe del mar le daba la popa al balandro, y algunos hombres, eufóricos, halaban de las escotas para cazar las velas que faltaban por desplegarse. Cuando dos pistoletazos sonaron en el balandro francés.
—¡Disparos de aviso! —exclamó Santa Cruz—. Señor Yáñez. Fuego desde los cañones de popa —ordenó viendo cómo el balandro se adentraba en la niebla.
—No nos dará tiempo, capitán.
—¡Permiso para disparar, señor! —gritó desde la popa el Pelirrojo, que tenía su cañoncito preparado y una mecha a punto.
—Adelante, muchacho —dijo Santa Cruz.
Se oyó el estruendo del pequeño cañón, y uno de los franceses en cubierta, el que apuntaba al aire con la pistola, cayó derribado justo antes de que el balandro se internase en las brumas.
En el Príncipe del mar hubo gritos de alborozo cuando, de modo súbito, desde la cofa resonó la voz de Melquíades:
—¡¡Buque a babor!! ¡¡Buque a babor!!
Santa Cruz apuntó el catalejo y vislumbró dos luces que penetraban en la niebla.
—Al timón, señor Valdivia —ordenó sin despegarse del catalejo—. Proa a alta mar. Ordene cortar el lastre de popa, señor Yáñez, y que alguien despliegue de una vez la mayor. Lo que se nos viene no es precisamente un balandro.
Por desgracia, en la galería de popa, los encargados de cortar los cables de los que colgaba el pesado lastre forcejeaban con ellos, y se aturullaron de tal modo que pasaban los segundos sin que el buque ganase velocidad. De pronto, dos resplandores anaranjados salieron de la niebla seguidos de dos detonaciones. Santa Cruz dispuso apenas del tiempo imprescindible para advertir a sus hombres:
—¡Balas de cañón! ¡Al suelo todos! ¡Al suelo! —gritó previniendo de los disparos en enfilada. Casi enseguida, en medio de un estrépito de maderas que crujen, dos balas de cañón perforaron la popa y barrieron la cubierta provocando un torbellino de astillas a su paso—. Señor Yáñez, ¿qué ocurre con ese lastre? Y la mayor, ¿por qué no se despliega? —gritó el capitán al segundo, que permanecía en pie, a su lado.
—Está enganchada, capitán. ¡Gavieros! ¡Arriba! ¡Al trapo! —gritó el segundo—. ¡Desplegad la mayor!
Se oían los gemidos de un hombre herido en cubierta. Entretanto, quiso la suerte que los gemelos Blas y Ginés acudieran a la galería de popa. Ginés escupió en las manos y luego se las frotó, lo mismo hizo Blas y con la fuerza de diez osos, se pusieron a tirar de los cables. Izaron a pulso todo el lastre que impedía al navío coger velocidad. Colchones, ollas y barras de hierro chorreantes fueron izados a bordo para ganar tiempo. Por su parte, el pequeño Melquíades, célebre por la agilidad con que se desenvolvía en la arboladura, trepó como un simio hasta la verga del palo mayor y desplegó la vela que se había quedado enganchada.
Una nueva bala, esta vez producto de un disparo corto, hizo brotar un surtidor al caer cerca de la popa con un chapoteo. El Príncipe del mar estaba saliendo de la niebla y pronto se insinuarían los contornos imprecisos de su perseguidor.
En cubierta, el gallego Téllez se preparaba para disparar desde el cañón giratorio de babor, cuando una segunda bala procedente de la proa enemiga alcanzó de pleno el cañón. El arma se desmontó y, al perder el equilibrio, se vino con todo su peso sobre uno de los artilleros más jóvenes.
Entre varios se la sacaron de encima y el gallego Téllez recogió al herido en los brazos. Era solo un muchacho. Se desangraba a ojos vista por una brecha abierta en el cráneo.
—Téllez, Téllez… ¿me reencarnaré en una gaviota? —murmuraba exánime el muchacho.
—Ssshhh, no hables. Tú aguanta y te prometo que volverás al hogar —dijo el gallego sujetando su cabeza como podía.
—Mi hogar… Téllez —suspiró el chico con una especie de mueca—, este barco es lo más parecido que he tenido a un hogar. Dime, ¿tú crees que me reencarnaré en…?
—Pues claro, chico —dijo Téllez—. En las gaviotas se reencarnan todos los marinos valientes.
Y el muchacho expiró en los brazos del maestro artillero.
—Téllez, ¡por mil demonios! —dijo otro de los artilleros—. ¡Mira tu pie! ¡Baja de una vez a la enfermería!
El gallego, que estaba empapado en la sangre del chico, vio el dedo gordo colgando de un pequeño trozo de piel. Luego, miró el barco temible, el buque de guerra que había salido de la bruma y les iba ganando terreno y, armándose de valor, sacó una navaja, la abrió y dijo al otro:
—¡Rebáname ese pellejo de piel, y acabemos!
Santa Cruz enfocó el navío con el catalejo. Era, en efecto, un buque de guerra. Lo menos un cincuenta cañones de dos puentes, que les doblaría en armas y en hombres. Años atrás, su barco le habría aventajado en velocidad, pero ahora saltaba a la vista que enfrentado a un buque tan bien aparejado y situado en su estela, el Príncipe del mar llevaba las de perder. No era extraño que la distancia se fuese acortando.
En ese preciso instante, del barco perseguidor partió una voz que bramaba por una bocina.
—¡Jitanos! ¡Pejos Ladjones! ¡Espagnoles! ¡Jendíos u os enviamos a pique!
—Ganan terreno —dijo Guzmán Yáñez al capitán.
—No es un navío de la Armada francesa, señor Yáñez —dijo Santa Cruz bajando el catalejo—. Es un corsario francés.
Y con la conciencia liberada de un peso, Guzmán Yáñez repuso:
—¡Nos viene de perlas! Hablaremos el mismo idioma que esos cerdos.
—No os equivoquéis, señor Yáñez —rectificó Santa Cruz—. Nosotros hablaremos nuestro propio idioma.
El buque estaba a menos de un cable. A simple vista ya se veía la tripulación de cubierta, gozando a sus anchas. Aunque el Príncipe del mar estaba a tiro, los franceses parecían muy seguros de sí. Tanto que su capitán, como consintiendo en prolongar la caza, no había vuelto a poner en acción la batería de proa. Así pues, ¿fue su propia confianza o fue el desprecio hacia los españoles lo que les llevó a actuar como lo hicieron?
Sí, el Príncipe del mar estaba viejo y cansado. Sus velas, sucias y remendadas después de una larga travesía de un mes expuesto a todos los vientos, y su dotación no se distinguía por ser la más diestra. Algunas de sus ropas estaban hechas andrajos. El barco francés, en cambio, lucía impecable y sus hombres, como si de repente hubieran contemplado el auténtico rostro de su enemigo, se cebaron en él, dejaron de tenerle respeto.
El buque corsario ya no amenazaba con enviar a pique la nave española, ya no ordenaba su rendición. Tan solo la perseguía.
Para los franceses, la caza había devenido en un juego encarnizado. En el castillo de proa, bien a la vista, unos cuantos coreados por todos los demás, se pusieron a insultar a los españoles. Gesticulaban haciendo chanzas entre sonoras y ultrajantes risotadas. Y lo hacían poseídos por tal rabia que sus burlas dejaban traslucir un desprecio antiguo. Era un modo chusco de decirles que demoraban el ataque, que no pensaban aceptar su rendición porque no eran adversarios dignos, ni siquiera eran hombres dignos de respeto.
La impotencia hacía mella en los españoles y, de un momento a otro, el silencio se fue adueñando de los tripulantes del Príncipe del mar. A muchos de esos hombres, enmudecidos, avergonzados, como cogidos en falta, les flaqueaban los ánimos. Conscientes tal vez de que habían ido mucho más lejos de lo que sus fuerzas les permitían, empezaban a acusar la audacia de creerse lo que no eran y, en lo más profundo, empezaban a sentir que las cosas se presentaban ahora bajo su verdadera luz. Porque, ¿acaso no se estaba acercando el fin para todos ellos?
Solo Santa Cruz, a quien se le revolvió la sangre en las venas, permaneció inexpresivo, con una leve palidez en el rostro que revelaba su agitación, y supo que la baza final estaba a punto de jugarse.
—¡¡Músico!! —Rompió el silencio el capitán, para desconcierto de todos—. ¡Toca algo de nuestro país!
El guitarrista gitano compareció con su guitarra en el combés. Tomó asiento muy resueltamente en una barrica y se puso a tocar una canción. Era una melodía que todos, en los hogares y en las tabernas, en tiempo de paz y de guerra, dentro y fuera de las fronteras del país que los había visto nacer, habían tarareado en alguna oportunidad.
Casi al instante Pablet, el valenciano, que estaba sentado con las piernas cruzadas, los ojos bajos, brillantes y llorosos, empezó a tocar con su flauta la misma bendita canción que hacía sonar la guitarra. Súbitamente, alguien lo cogió del brazo, lo puso en pie, otro lo empujó muy suave mientras los demás le iban flanqueando el paso en dirección al guitarrista. Cuando llegó se quedó a su lado, sin sentarse y sin parar de tocar.
Enseguida unos redobles de tambor salieron de alguna parte.
Era Amadora, la cocinera, que se destacó entre el resto. Los hombres se apartaron y ella se fue acercando al combés. Concentrada y muy seria, la frente alta, desafiante, Amadora siguió marcando el ritmo de la tonada con un pequeño tambor.
Aún se oían las burlas de los franceses desde el barco enemigo; pero cada vez menos. Porque la canción los amortiguaba, y porque esta era una canción de la tierra.
Era una canción de todas las tierras de España. Una canción que evocaba los dorados campos de Castilla, pero también el olor a jazmín y la hierbabuena, el buen vino de la Mancha y los crepúsculos gallegos de Finisterre, la arena volcánica de las islas que llamaron Afortunadas no menos que los jardines y las fuentes de la Alhambra mora. Era una canción que evocaba los frondosos bosques de Asturias, pero también los catalanes peñascos de Montserrat, el agua cálida de Levante lo mismo que el mar bravo de Cantabria.
¡Ah, la frase melódica ya resonaba de cubierta en cubierta! Los elevaba con su ritmo grácil, hinchaba sus desfallecientes corazones, por todos los rincones del Príncipe del mar resonaba. Llegaba hasta las velas y los masteleros, y a buen seguro, también alcanzaba los oídos de los desconcertados franceses. En especial, cuando a uno de los tripulantes del Príncipe del mar se le ocurrió silbar la melodía, y luego otro, espontáneamente, lo siguió. Y así, uno tras otro, estos se fueron sumando a aquellos hasta que todos, arriba en las jarcias, y abajo en las entrecubiertas del viejo barco, se pusieron a silbar aquella melodía fervorosa.
E incluso el mismo viento que empujaba la nave se diría que silbaba la canción, pues cada una de aquellas notas iba arrancando de todos ellos algo valioso, algo que merecía la pena preservarse.
Porque con la canción de la tierra, otra vez volvía a la memoria de esos tipos fracasados las horas de juventud radiantes y perdidas, el paso de un tiempo que se fue, los verdes valles que una vez dejaron para hacerse hombres, la estepa adusta pero sobria que ya nunca jamás habría de volver, el sol y el cielo azul y la brisa y el mar de una tierra sujeta a la opresión, digna de ser amada, la costa agreste de su infancia cuyas aguas mecieron tantos sueños de amores y aventuras.
No había allí hombre ni mujer, joven o viejo, valiente o cobarde a quien la emoción de esas notas no hubiera acompañado alguna vez. Y entre la gente que habían dejado en tierra, entre los vivos y los muertos, cuántas madres y cuántos hijos la habían escuchado con orgullo, y con el corazón estremecido, habían ahogado tiernas lágrimas llenas de sentimiento.
Sonaba la flauta de Pablet y el rasgueo de la guitarra y también el pequeño tambor de Amadora, y como telón de fondo, un silbido común.
Silbaban al principio unos pocos, tímidamente, y luego ya sin rubor y sin vergüenza, se fueron sumando todos. Y otra vez volvían a escuchar las viejas voces de los tiempos felices, y entonces, y solo entonces, con sus pechos inundados de gratitud, supieron que esto era algo que jamás volvería a repetirse.
Porque, ahora lo sabían. Si algo tenían en común todos ellos, aparte del fracaso, aparte de la música y del país que estaba tan lejos, si había algo que los distinguía de los que se quedaron en tierra, era el coraje de ignorar las advertencias de sus padres y el valor de cambiar el destino de sus hijos.
Santa Cruz, que estaba pendiente de las evoluciones del corsario, dio la última orden a Guzmán Yáñez.
—No hay otra opción —terminó diciendo—. O nos dará caza.
El buque seguía la estela del Príncipe del mar. Guzmán Yáñez, atento a la cadena de mando, despachó las órdenes de Santa Cruz. La idea era que los hombres se las fueran transmitiendo sin dejar de silbar, para no levantar sospechas en el corsario. Y así mismo sucedió. Durante el tiempo imprescindible para comunicarse entre ellos, los pocos que dejaban de silbar nunca eran los mismos.
Y mientras en el navío corsario resultaba insospechable lo que se estaba cociendo en el viejo barco, a la hora en que los franceses se mofaban de la canción que resonaba en mil cables a la redonda, las consignas fueron corriendo de boca en boca en el Príncipe del mar. Y hasta el último hombre de su tripulación, con el pecho inflamado por un caudal de emociones pero la cabeza fría, se preparó para una acción temeraria.
Hacía mucho que los dos barcos habían salido de la niebla. Navegaban, uno y otro, ciñendo el viento por la amura de babor, con el Príncipe del mar manteniendo el tipo, aunque saltaba a la vista que la distancia se acortaba sin remedio.
Abajo, en la entrecubierta, los artilleros cargaron los cañones con la única munición que podía salvarles la piel; arriba, los gavieros tensaban sus músculos, listos para soltar las escotas en el momento exacto, porque hacerlo un segundo antes o después, supondría quedar a merced del viento y de un buque mejor artillado. Unos y otros aguardaban con paciencia a que Santa Cruz diese la orden de entrar en acción.
Y entretanto, la canción se oía por toda la nave.
—¿Todos en sus puestos? —preguntó Santa Cruz al segundo.
—Sí, mi capitán —replicó Guzmán Yáñez, a quien le brillaban los ojos como en sus más tremebundas borracheras.
—Más nos vale. Porque tendremos una sola oportunidad.
En el instante previo, consciente de que sus hombres aguzaban el oído, muy atentos, Santa Cruz miró hacia atrás, al barco corsario que lo perseguía implacable, a la caza.
Contempló a los gavieros, que ni siquiera le echaban los ojos encima para evitar que a través de los catalejos enemigos cundiera la alarma. Luego se aferró con las dos manos al puente y, fijando la vista en las olas, miró hacia el mar de las pesadillas, las concesiones y las súplicas, ese mar que conocía desde niño, y en cuyos secretos se había iniciado con dolor; el mismo mar que había visto morir impasible a su padre, el mismo al que había rogado fervorosamente por su alma, y, mascullando, dijo, con la fe honda de los que un día se volvieron descreídos:
—¡Me lo debes! ¡Tú, me lo debes!
Y al veredicto del mar se encomendó, a él recurrió, al arbitrio de las olas dejó la vida de sus hombres.
A continuación, los miró brevemente y gritó a voz en cuello:
—¡¡Ahora!!
La tripulación cesó de silbar y al instante, de manera imprevisible para el francés y con una agilidad endiablada, resultado de muchas horas de adiestramiento, los gavieros soltaron escotas. Alonso puso todo a babor y el barco orzó como si iniciase una maniobra de virada por avante, torciendo el rumbo con la proa contra el viento. Y tan veloz, tan audaz e inesperada resultó su ejecución, que antes de que los franceses reaccionasen, el viejo barco estaba casi a proa con el viento y empezó a disminuir la arrancada por avante. En ese punto, si algo había cierto para el capitán corsario es que estaba ante una maniobra de un temple suicida, y que debía enfrentarse a un loco que iba delante y que ofrecía a su proa el costado de babor, con las portas abiertas y toda una batería de cañones apuntando directamente a su velamen.
—¡¡Fuego!! —ordenó Santa Cruz.
El Príncipe del mar soltó la primera andanada desde la banda de babor y el estruendo y el humo de la pólvora llenaron el aire y se elevaron hasta el cielo. El barco se estremeció de proa a popa cuando más de doce cañones, disparados uno tras otro, arrojaron su cargamento de balas encadenadas con dirección a las jarcias del francés.
Pronto se vio que todos, o la mayoría de los proyectiles, habían hecho impacto en la arboladura del buque corsario causando desperfectos muy visibles. Algunos franceses gritaban en cubierta.
—¡¡Gavieros!! ¡¡Preparados!! —ordenó Santa Cruz.
Tras reponerse del primer asombro, el francés intentó meter la proa a favor del viento, justo al lado contrario de su enemigo. La idea era contraatacar con su batería de babor, lo que hubiera dejado a las dos naves paralelas a menos de medio cable de distancia. Pero con parte del velamen dañado, la maniobra del francés resultó muy lenta. Además, Santa Cruz, que ya había previsto esta como la más probable, se anticipó suspendiendo la suya, y los gavieros hacía rato que habían cambiado de bordada para que la nave torciese a estribor dócilmente, en la misma dirección que su adversario. A la ventaja que confería la sorpresa, Santa Cruz sumaba ahora la ventaja de anticiparse a la réplica del otro.
Tronaron los dos cañones de proa del buque francés. Uno de ellos, que había apuntado demasiado bajo, disparó un proyectil que barrió la superficie de las olas y se perdió; la otra bala no causó destrozos de importancia en cubierta.
Entretanto, el gallego Téllez, al mando de los equipos de babor, espoleaba a sus hombres. Limpiaron los cañones, los recargaron de nuevo con balas encadenadas. En menos de un minuto, todos los equipos habían logrado una proeza al alcance solo de los servidores más diestros.
—¡Rápido, muchachos! ¡Apuntad! ¡Apuntad! ¡Y ojo con el retroceso! —gritaba el gallego Téllez—. ¡Esperad la orden!
Allí abajo, en el entrepuente, en medio de la confusión de la batalla, medio cegados por la oscuridad y el humo acre y blanquecino, con ojos llorosos, tiznados de pólvora, protegiéndose los oídos con pañuelos atados a la cabeza, estaban algunos como Mateu, el capellán, desnudo hasta la cintura, solo con su barretina y blasfemando y maldiciendo a todos los diablos salidos de debajo de la tierra. Y junto a él, el Pelirrojo, codo con codo, y pegado a su inseparable cañoncito, por si acaso. O Pata de palo, o Blas y Ginés, que entre los dos casi halaban de las poleas de un cañón de treinta libras. Guzmán Yáñez, que se había echado entre pecho y espalda un buen trago de ron, bajó a la entrecubierta para animar a sus hombres.
Apuntaron con ayuda de palancas, esperaron a que una buena ola elevase el barco y a que el gallego Téllez gritase con su vozarrón:
—¡Duro con ellos!
Y de repente, soplaron las mechas en la oscuridad.
Rugió la segunda andanada cuando el francés asomaba su costado amenazante y cuando el Príncipe del mar aún no le daba la popa. Pronto se vio que, fuese por la pericia de los artilleros, o por la posición transitoriamente favorable, esta andanada había sido aún más certera que la otra. El palo de trinquete del corsario, partido por la mitad y con el velacho hecho trizas, empezó a caer hacia atrás de forma aparatosa arrastrando en su caída al palo mayor, cuya gavia colgaba en jirones.
Casi desarbolado, el buque francés perdió toda maniobrabilidad y se quedó a merced de las corrientes. Sin embargo, debido a la inercia de la maniobra, una parte de su batería de babor tenía al Príncipe del mar a tiro, y en un último intento por saldar deudas, hizo fuego con todo lo que pudo.
Sonó el estruendo de varias piezas de artillería, pero el buque español ya le daba la popa y los daños fueron escasos para lo que el propio Santa Cruz había previsto.
La temida andanada no llegó a existir. Y mientras el Príncipe del mar, con el botín de la trata de negros a buen recaudo, huía dejando un reguero de espuma, el buque francés se quedaba parado, sin posibilidad de perseguir a su enemigo.
Por todo el barco se desató el entusiasmo. Los hombres gritaban y, abrazándose, lloraban algunos de alegría. Irrumpiendo en pleno jolgorio, uno de los grumetes apareció en cubierta con un estandarte negro. Sin decir nada, izó la bandera hasta el mastelero, donde la tripulación nunca la había visto ondear hasta ahora.
El estandarte, sobre el clásico fondo negro de la piratería, consistía en las tibias y la calavera y, por debajo, una mano que empuñaba un sable y una palabra, el apodo por el que los ingleses conocían al capitán Santa Cruz.
Por un instante, se apaciguaron las demostraciones de euforia y los hombres volvieron sus ojos al puente con una mezcla de pudor, temor y respeto.
—Les habéis tocado la fibra sensible, capitán —observó Guzmán Yáñez conmovido.
Pero Santa Cruz, sin devolverle la mirada y con voz hosca, repuso:
—Proa a Tortuga, señor Yáñez. Que los filibusteros sepan quiénes son los hombres de Lefthand. —Y en su cabeza ya no hubo sitio más que para el hombre de quien dependía el futuro de su hija, el filibustero más temido por España, el almirante de los Hermanos de la Costa.