Un beso ingrato

A MEDIA TARDE, los piratas eran los dueños de Panamá. No pasó mucho hasta que los escasos defensores que habían sobrevivido fueron del todo conscientes de lo que les aguardaba. Y aunque algunos eligieron una muerte con honor antes que rendirse, otros, ignorando que los piratas respetaban pocos códigos de guerra, optaron por deponer las armas. Quienes así lo hicieron, pagaron tan cándido gesto con sus vidas después de sufrir los tormentos más despiadados.

Si bien cada vez más esporádicas, se oían detonaciones. De punta a punta, la ciudad era un hervidero de dramas. Había voces de súplica, carreras, alaridos de auxilio, sollozos de familias enteras que eran sacadas de sus hogares sin piedad ni miramiento para arrancarles información sobre el oro y la plata. A esas horas, el rumor había dado paso a la certeza de que los ricachones habían dejado la ciudad abandonada a su suerte, y que del puerto había logrado huir un galeón con las bodegas cargadas de joyas.

Los piratas, que ya estaban al corriente de la huida del galeón, descargaron su furia contra los que se quedaron a modo de escarmiento. Una furia que parecía inextinguible, pues la voluntad de muchos de ellos escondía las mayores tempestades. La catedral y los principales conventos ya habían sido profanados y saqueados. Para la gente sencilla, para quienes no tenían medio de huir de las llamas del infierno, no había verdad más desoladora que la idea de que estaban a merced de Henry Morgan, un diablo que ni siquiera respetaba la morada de Dios.

Atardecía, y por una de las anchas y rectas avenidas, toda empedrada, marchaban dos hombres a paso ni lento ni rápido. Por sus vestimentas, nadie hubiese podido decir que uno de ellos era una mujer. Al fondo de la calle, una partida de filibusteros hacía pedazos la puerta principal de una de las espléndidas casonas antes de penetrar en su interior. Si Lefthand, que era uno de los dos piratas que marchaban juntos, conociera a los tripulantes del Doce apóstoles, la nave del Duque, quizás habría identificado a algunos de ellos; pero no era el caso. Lo último que podía venírsele a la mente era que esos hombres, cargados con barreños de miel y resina, cumplían órdenes muy específicas de su capitán.

—No debes separarte de los otros, Elena —dijo Lefthand sin detenerse—. ¿Me estás oyendo? No se te ocurra volver a salir sola.

—Sí, mi capitán. —Elena lo miró con expresión de arrobo y, disimuladamente, le rozó el dorso de la mano con la suya—. ¿Lo dices porque me quieres?

—¡No! —dijo Lefthand con aspereza—. Lo digo porque tu padre no me perdonaría que te ocurriese algo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, pero eso no quita para que puedas besarme.

—¡Escúchame, testaruda! No habrá ni un sitio seguro durante los próximos días. Así que no te separarás de los hombres, pase lo que pase. ¿Queda claro?

—Estás enfadado conmigo, y lo comprendo —dijo ella poniéndose seria.

—No estoy enfadado contigo.

—Sí que lo estás. Estás enfadado porque el plan no tuvo éxito, ¿a que sí?

—No pienses en lo que pudo ser —dijo Lefthand impasible.

—Me echas la culpa de que las cosas salieran tan mal.

—Hiciste lo que estuvo en tu mano —dijo él conteniéndose para no detenerse allí mismo, estrecharla entre sus brazos y cubrirla de besos—. Y nadie lo habría hecho mejor.

—No, eso no es cierto. —Y meneó la cabeza a un lado y a otro—. Tú me culpas de que no saliera bien. ¿Y sabes una cosa? —dijo enardeciéndose—. Que sí, que tienes razón. Todo el tiempo rogué a Nuestra Señora para que el plan se desmoronase.

—¿Cómo dices? —preguntó Lefthand seguro de no haberla comprendido.

El rostro de Elena tenía las huellas de no haber pegado ojo en toda la noche. Daba la sensación de que a la joven le costaba sostenerse sobre sus pies. Pero era un precio insignificante por haber hecho de correo entre las diversas aldeas de los alrededores, por haber logrado que los vaqueros guiasen las manadas hasta la llanura de Matasnillo, el lugar exacto donde Morgan tenía previsto lanzar el ataque. Era un precio demasiado insignificante por la simple posibilidad de haber acabado con Morgan y liberado a su padre. Por eso a ella misma le consternaban sus propias palabras.

—Solo pensaba en que la estampida te iba a matar. No podía quitármelo de la cabeza. No pensaba más que en eso y le supliqué a Nuestra Señora que no saliera bien, le pedí que ocurriera algún milagro. Ya ves que tienes razón. Que toda la culpa es mía, y solo mía. —Lefthand se puso muy serio tratando de contener una sonrisa. Porque solo una sonrisa habría bastado para revelar la ternura y la pasión abrasadoras que lo encadenaban a ella, y no quería descubrirse. Él no era sino un fuera de la ley, un hombre marcado desde niño. Era preferible desengañarla ahora, hacerla huir, suscitar en ella el desdén, convertirse en un mal sueño a dejarle feas cicatrices. A las cicatrices, él ya estaba acostumbrado. No representaban motivo de orgullo—. Cuando vi que corrían hacia ti… ¡Oh, Señor! ¡Oh, Señor! —Elena se detuvo, se tapó la cara con las manos y su voz se quebró—. Creí que estabas perdido.

—Bien —dijo Lefthand, que cada vez veía más difícil contenerse—. No creo que tu Señora se pusiera del lado de Morgan, si es eso lo que te preocupa. Pasó lo que no podía dejar de pasar.

—¡Íñigo! —musitó ella, y levantó la cabeza con los gruesos labios entreabiertos. Tenía la cara arrasada por las lágrimas, lágrimas que parecían iluminar y dar sentido a las viejas palabras de los hombres, dar cabida a sentimientos imperecederos.

Elena cerró los ojos y se quedó con la cara vuelta hacia él, como un girasol que se orienta hacia la luz. Repentinamente, algo salvó a Lefthand de besarla en plena calle. Era un sollozo. Un sollozo que venía de algún sitio cercano.

Los dos volvieron la cabeza hacia el callejón que se abría a su derecha. En la confluencia entre ambas calles, a la puerta de una ermita, una diminuta figura lloraba con desconsuelo. Se acercaron apresuradamente. La puerta de la ermita estaba abierta, y la niña, acurrucada, hecha un ovillo. Elena la cogió en los brazos.

—No llores, cariño mío. No llores más. Pero si parecemos dos Magdalenas —murmuró la joven, con el rostro iluminado. Resultó ser una niña mestiza. Estaba descalza y medio desnuda. Le secó la cara. Se la limpió con amorosa delicadeza en tanto la niña se tranquilizaba—. ¿Y tu mamá? ¿Sabe tu mamá que estás aquí?

Lefthand miraba a Elena conmovido. La niña, aunque más pequeña, le recordó a su propia hija. Elena le dirigía a la pobre las palabras más tiernas y consoladoras que le hubiera escuchado a una madre. Jamás su esposa se había dirigido así a su hija. Su esposa se reservaba para ella lo mejor de su dulzura.

De súbito, una mujer apareció en el callejón. Se acercó corriendo. Era una joven india, todavía hermosa, y al ver que la niña estaba en brazos de un pirata, se diría el vivo retrato de la desesperanza. Se arrodilló ante Elena y, sin pronunciar una sílaba, entrelazó las manos a modo de plegaria, se deshizo en gemidos. Elena, que no tardó en hacerse cargo de quién era la mujer, se agachó a su lado y le entregó a la niña. Aún de rodillas, la mujer se abrazó a la pequeña con ambos brazos, le acarició el cabello con ansia, la besó en la frente. A continuación, se puso en pie con ella y echó a correr por donde había venido.

Lefthand y Elena se quedaron a solas en la puerta de la ermita, sin atreverse a entrar, tímidos como dos recién conversos. El interior estaba oscuro pero se entrevía el resplandor titilante de las velas. No tenía aspecto de haber sido profanada. Lefthand puso sus dos grandes manos a ambos lados de su cara, la miró a los ojos y luego clavó en sus labios una mirada inexorable de dueño.

A la luz del atardecer estaba admirablemente bella, y temblaba como las gotas del rocío tiemblan en los pétalos, como el resplandor de las velas de la ermita. ¡Cuánto tiempo llevaba queriéndola!

Entonces, bajo el impulso de un deseo irrefrenable, Lefthand la besó como nunca antes había besado unos labios, con todas las fibras de su ser. Tal vez con miedo, pero con una reserva de ternura tan honda como no había experimentado hasta entonces. Por todas y cada una de esas solitarias noches en que soñaba con ella y sufría por sus privaciones. La besó cautivado por el coraje de quien no había pisado un buque antes de enrolarse en el suyo, como se besa lo que se admira y se quiere para uno en la convicción de que será para siempre. Con todo el fuego que aún cabía en su corazón solitario, por el hecho feliz de haberla conocido. Y aquel hombre triste, por un instante, se sintió el más afortunado de la tierra al gozar de la hermosura indomable de esa joven en medio de un mundo ruinoso, que se desmoronaba bajo un cielo azul, inalcanzable, y comprendió que la amaría mientras le quedase un hálito de vida.

Ella estalló en un llanto sordo y abrazándose a la cintura de él, descansó la mejilla en su pecho.

—¿Por qué lloras, Elena? —preguntó.

—Lloro —dijo ella tras dudarlo un instante—, lloro porque tengo miedo de tanta felicidad.

—No temas. No ha pasado nada que no tenga remedio —dijo él—. Pero esto no debe volver a ocurrir. Es absurdo. —Y ella, que aún no tomaba en serio sus palabras, cruzó los brazos por su nuca y lo envolvió en un beso dulce y lento. Luego lo miró con una suerte de paz en los ojos, como solo miran los bienaventurados.

—¡Ridículo! Lo dices por mis ropas, ¿verdad? Es por estos harapos malolientes. Lo comprendo. ¡Cómo te puedo gustar así…! De veras que lo entiendo… Quiero decir, gustarte de veras. Si pudiera ponerme bonitos vestidos…

—Vamos, vamos, chica —dijo él asiéndola con firmeza por las muñecas y haciendo un esfuerzo sobrehumano—. No se trata de tus vestidos. —Y se le encogió el alma, porque era consciente de cuál era el sentido de las frases que vendrían—: No quiero que te confundas.

—¿Qué quieres decir con que no me confunda? —preguntó ella despegándose un poco de él.

—Eres preciosa. Pero hay muchas mujeres preciosas en cada puerto, y los hombres de mar tenemos buen ojo para dar con ellas.

—¿Y te quieren todas como yo? —preguntó con ojos suplicantes.

—Me parece que no lo entiendes, chica, ¿verdad? —dijo sonriéndose y, quedamente se atrevió a decirle—: Yo las quiero a todas como a ti.

Ella lo miró extrañada. Pensó que no lo reconocía.

—Me haces daño, Íñigo.

Lefthand acusó el golpe. Era difícil despegar los labios, decir algo que no sentía, mentir para causar menos dolor.

—Bueno, para qué iba a decirte una cosa por otra. No quiero mentirte.

Y en ese instante Lefthand sintió, con una especie de placer malévolo, que rompía algo muy valioso y quebradizo. Y se vio tan solo como Henry Morgan, y tan cerca de él como era posible.

—¿Es verdad? ¿No te importo nada? —preguntó Elena con los ojos como brasas.

—Por qué preguntas tanto, chica —dijo él con voz incolora—. ¿No me has visto ya en las tabernas de Tortuga? ¿Qué más necesitas? ¿Conocer a todas mis putas?

—No sé cómo he podido estar tan ciega —dijo la muchacha zafándose de él.

—Vuelve con los tuyos, mujer. Cásate y ama a tu hombre. Tendrás hijos sanos, serás el alma de una familia feliz. ¿Qué más se puede querer? —Cada una de sus palabras lo acercaba un poco más a las tinieblas de Morgan. Y se preguntó si esto también, como le había ocurrido antes con su hija, obedecía a su ansia de pagar por sus culpas y errores—. Aquí estás en el lugar equivocado.

—Me negaba a creerlos —dijo ella con la serenidad de quien ha traspasado una línea— cuando decían que destruyes todo lo que tocas, me negaba a creerlos; pero siempre tuvieron razón.

—Cada cual responde por lo suyo —dijo Lefthand con una carga de cinismo que a él mismo lo sobrecogió—. De todas formas, el odio ayuda a sobrevivir.

—Yo no te odio, Íñigo. Me das pena.

De repente, alguien carraspeó. Los dos se volvieron hacia un lado. Un filibustero con un parche en un ojo, a quien Lefthand no reconocía, lo que es más, a quien no había visto nunca antes, los miraba desde el otro lado de la calle con una frescura insultante. ¿Cuánto tiempo llevaba ese hombre ahí? ¿Los habría visto besarse? ¿Habría descubierto a Elena? ¿Quién era su capitán? El pirata llevaba un caldero de resina, pero Lefthand no podía adivinar ese importante detalle, como tampoco que se trataba de uno de los hombres del Duque y que pertenecía a la tripulación del Doce apóstoles.

—¡Tú! —dijo el español encarándose—. ¡Ven aquí!

Pero el filibustero había reconocido en ese hombre al mítico Lefthand. Se limitó a sonreírse y volvió corriendo sobre sus pasos, hacia la mansión de donde sus compañeros salían justo ahora, en el instante en que se veía la casa arder y las llamas, como lenguas, asomaban voraces por las ventanas.

Caía la noche sobre el palacio del gobernador de Panamá. Sus gruesos muros no bastaban para amortiguar las explosiones.

Henry Morgan, que había tomado posesión del palacio, estaba en el otrora gabinete de don Juan Pérez de Guzmán, sentado a la mesa escritorio. Tenía un sucio pergamino en la mano y se preguntaba por qué aún no se había personado el Duque, qué demonios ocuparía a su lugarteniente.

Sus hombres habían visto el Doce apóstoles fondeado en el puerto, pero del Duque ni rastro. Y era ciertamente insólito, incluso habiendo transcurrido solo tres horas desde que se había tomado la ciudad. Morgan se preguntó si le habría ocurrido algo, pero juzgó tan descabellado que esa víbora que mudaba de piel como de traje estuviese en peligro, que descartó la idea. Conociendo al Duque tanto como alguien podía conocerlo, más probable era que anduviese con algo entre manos, de modo que volvió a centrarse en el mapa del tesoro.

«Solo un casco de plata de sangre limpia, solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará», murmuró una vez más leyendo el pie del mapa, encima de la última palabra que figuraba en el pergamino.

¿Qué hará? ¿A qué se refería con «hará»? Por supuesto, a descubrir el tesoro. ¿Qué otra cosa si no? Con un ademán característico, Morgan se llevó la mano al pecho y se quedó así, atento a las palpitaciones, vencido por la inquietud. Pensó en llamar a Exquemelin, porque todo su ser galopaba, pero cuando se hubo tranquilizado, el galope se convirtió en trotecillo. Otra vez cogió el mapa entre las manos, lo sostuvo frente a él. «Solo un casco de plata de sangre limpia. Un casco de plata de sangre limpia…» repitió para sí, y a continuación se tranquilizó diciendo lo que ya sabía:

—Mi amigo español. Mi amigo español «lo hará».

Se trataba de un viejo pergamino sucio, amarillento y arrugado. Estaba requemado por los bordes. Debajo del mapa, la frase garabateada en tinta se había vuelto un poco borrosa, pero aún podía leerse de cabo a rabo. Y debajo de la frase, una sola palabra, bien legible: «Pruebas».

El legendario mapa, la pista definitiva que llevaba al tesoro de la Dama del mar, y ante el que palidecían todas las riquezas del Nuevo Mundo. Todo ello siempre y cuando sir Duncan no se hubiese engañado, o peor aún, al viejo zorro no se le hubiese ocurrido hacer una jugarreta desde la tumba.

El mapa era un plano rudimentario de la ciudad dibujado a tinta, y por medio de cruces y nombres de edificios emblemáticos, figuraba señalado el lugar secreto, la tierra sagrada donde se escondía el mayor tesoro con que pirata alguno haya soñado.

Cuántas veces Morgan se había preguntado cómo podía conducir al centro de Panamá, en vez de a las afueras, a los bosques y junglas del istmo, allí donde las lagunas debían de ser frecuentes. ¡Porque había una laguna! Sobre eso la leyenda de la Dama del mar era incuestionable. La laguna en la que dormía su tesoro esperando que alguien lo despertase. Y cuántas veces le vino a la memoria lo que decía el viejo Duncan, siempre obsesionado con el oro de la Dama del mar: «No hay rincón en el mundo que no tenga un pasado enterrado bajo la tierra».

Pues bien, precisamente de pasados enterrados bajo tierra, Morgan bien podía dar fe. Cuando en 1661 atacó y saqueó Campeche, descubrió que el subsuelo de la ciudad estaba lleno de cuevas y galerías subterráneas. ¿Por qué no podía pasar lo mismo en Panamá? ¿Sería esa la razón por la que siempre había supuesto que sir Duncan no era un lunático, como todos decían?

Uno de sus hombres entró sin llamar en el gabinete y, poniéndose muy firme, dijo en voz alta:

—¡Capitán Morgan! ¡Panamá está ardiendo por los cuatro costados!

Morgan puso el mapa bocabajo.

—¿Ardiendo? —gritó—. ¡Por Júpiter!

Hizo salir a ese hombre al punto, enrolló el mapa y se lo guardó bajo la camisa. Se levantó y pensó con rapidez. Lo que más urgía era asegurarse de que las llamas no amenazaban el único edificio que de veras le importaba, y seguidamente, buscar a Lefthand y precipitar la búsqueda del tesoro. Así que se puso el sombrero y salió del gabinete.

Todo habría sido muy distinto si el orden en que transcurrieron los acontecimientos esa noche hubiera sido otro; pero las cosas sucedieron de la manera siguiente.

En efecto, solo unas horas después de que los piratas hubiesen tomado la ciudad, se detectaron varios incendios a la vez en distintos barrios. El fuego se propagó a tal velocidad que, a media noche, Panamá, la esplendorosa, ardía envuelta en llamas. Desplegando una actividad frenética, Morgan fue visto en muy diversos lugares; entre ellos, en la Gran Plaza, adonde daban las fachadas de dos de las construcciones más imponentes: la Casa del Cabildo y la catedral.

Entretanto, el Duque se cercioraba de que los suyos cumplían sus órdenes e incendiaban estratégicamente la ciudad; y no solo eso, se cercioró de que el edificio que más le importaba (predilección que compartía con Henry Morgan) no corría el menor peligro. Después se dirigió al palacio del gobernador para ver al almirante y desenmascarar, por fin, a Lefthand. Tenía muy estudiado su siguiente movimiento. Ahora que el ejército había vencido a los españoles y se había apoderado de Panamá, Lefthand ya no era necesario y podría disponer de su vida a su antojo. Porque, en orgullosa contraposición a Morgan, él no creía en «elegidos»; desde lo más profundo de su ser mostraba su desprecio por la predestinación y toda esa majadería plebeya.

Desde joven aprendió a desconfiar de los héroes que el destino señalaba con el dedo. Más aún, si había engatusado al almirante, si le había hecho creer que Lefthand encajaba en la leyenda de la Dama del mar, era solo, exclusivamente, pensando en sus intereses personales. Y la hora de satisfacerlos se acercaba. Por fin podría desquitarse. Por fin el traidor que mataba por la espalda, el falso héroe que amargaba sus horas desde hacía tantos años, pagaría; pero antes, era preciso ponerlo en evidencia y revelar al almirante su verdadero rostro. ¿Para qué si no tenía las pruebas que lo acusaban?

Hasta aquí las intenciones del Duque; pero el azar jugó sus propias cartas. El Duque no podía saber que Morgan había salido una hora antes de que él penetrase en el palacio.

Así que, en cuanto le informaron, decidió aguardar. Estuvo tres largas horas esperando. Finalmente, como creyó probable que Morgan, tratando de poner orden en el caos, pasara la noche fuera, se marchó. Con buen juicio, pensó que al día siguiente bien podría terminar lo que había empezado y se dirigió al Doce apóstoles a descansar.

Cuando horas después Morgan regresó y le dijeron que el Duque había estado esperándolo, no le dio mayor importancia. Tenía cosas más apremiantes en que pensar. Había verificado que la expedición era viable, pues el incendio no amenazaba el único edificio que era el objeto de sus afanes y ambiciones, y ya había hablado con Lefthand. Partirían por la mañana a la búsqueda del tesoro. De modo que tenía unas pocas horas para reponer fuerzas antes de salir.

Por lo que se refiere al incendio que se prolongó durante semanas y que arruinó Panamá, no cabe duda de que los españoles responsabilizaron a Morgan. Mucho tiempo más tarde, en España aún se preguntaban qué razón pudo mover al almirante sino el furor descontrolado; pero una cosa olvidaban: Morgan no era hombre que se dejase ganar por esa clase de furor.