El salvamento

CONQUE ASÍ MARCHABA TODO CUANDO, unas horas después, partieron del cementerio de los barcos. Era la tarde del 25 de julio, e iba a suceder algo que nadie en el buque habría juzgado posible.

Todo comenzó con unas ráfagas de sudoeste, fuertes pero no singularmente alarmantes. Se suspendió el adiestramiento. El segundo, en previsión de que el viento no amainase y la mar se picara demasiado, ordenó que se arriaran algunas velas y se aferrasen del mejor modo. Nubes grises cruzaban un cielo que se encapotaba. Pasaban de las ocho de la tarde y aún no había caído una sola gota, pero el mar ya estaba bastante alborotado. En cubierta, los últimos hombres en cenar arremetían de palabra contra la ausente cocinera. Abajo, en el camarote del capitán, cenaban este, Alonso y Guzmán Yáñez.

—Dudo, dudo mucho, hip, que se pueda hacer algo de provecho con esa tropa de inútiles —dijo Guzmán Yáñez, que vació la jarra de peltre. Estaba bastante achispado y observaba con semblante confuso cómo los platos se movían por la mesa.

—O no andáis muy fino, o sois, por ventura, la encarnación del optimismo, Yáñez —repuso Alonso, que veía con preocupación cómo el capitán se encerraba cada vez más en sí mismo.

En efecto, Santa Cruz, que sujetaba su jarra para que no se desplazase, permanecía pensativo, o atento a algo que escapaba a sus invitados.

—¿Borracho? No me descubrís, hip, nada que no sepa —dijo el segundo, cuyos ojos reflejaban la verdad que reposaba en el fondo de la jarra—. Pero repito que esos vagabundos no valen media moneda de vellón, y encima, están amargados porque ni tienen bandera ni conocen a su capitán. Y por si fuera poco, se odian entre sí los malditos hijos de perra.

—La bandera —dijo Alonso haciendo un tímido intento— tiene fácil solución. En cuanto el capitán se muestre favorable…

Arriba, donde algunos hombres se desperdigaban por cubierta, apenas si había corrillos. Nadie jugaba a las cartas ni a los dados y la música brillaba por su ausencia. Uno vociferó contra las nubes; otro brindaba al aire con una jarra de cuerno. Algunos estaban sentados en barreños dados la vuelta, en cajas o toneles, con el tedio pintado en sus caras; los demás, sentados con la espalda apoyada contra los mástiles hasta que un cabeceo algo más vivo encogió los estómagos.

Abajo, en el camarote, Santa Cruz puso fin a la cuestión.

—No se izará la bandera.

Alonso, que también acusaba los efectos del ron, iba a replicarle cuando Guzmán Yáñez se le anticipó.

—Seréis buen piloto, Alonso, no digo yo que no, hip, pero sois joven aún. No hay necesidad de acribillar con preguntas a nuestro capitán. ¿Queréis verdades evidentes para un zorro viejo? Pues bien, no habrá bandera, hip, porque esta tripulación no se ha ganado ninguna. Las banderas son para las tripulaciones que se respetan —afirmó, y dejando la jarra sobre la mesa, se quedó mirando su fondo como alguien a quien se le ha venido el cansancio de repente—. ¿Bandera? No nos merecemos ninguna. ¿Quién podría respetar a quienes no se respetan?

Mientras, arriba se había operado un cambio inquietante y las cosas iban de mal en peor. El mar daba saltos y la proa, que solo media hora antes levantaba espuma y provocaba rocío, rompía contra olas que a menudo barrían la cubierta. Las nubes descargaron con fuerza, y ahora el viento silbaba y rechinaba en las jarcias con la decidida obstinación de un enemigo. Aún quedaban bastantes hombres, todos empapados, pero su atención estaba por entero abismada en uno solo, un joven valenciano en cuya cara, que nadie distinguía desde abajo, se retrataba el terror.

—¡Apuesto a que se rompe la crisma! —aulló uno.

—¡Vamos, pimpollo! A ver si es cierto que tienen redaños los de Valencia —gritó otro.

Un tipo, de cuya barba espesa se escurrían hilos de agua, asistía al espectáculo borracho como una cuba. Estaba cogido al palo mayor, y no solo era el que más gritaba sino el que se había ofrecido a guardar el dinero y había alentado a los apostantes. Él mismo había apostado en contra del chico y, a tenor de cómo se desarrollaba todo, ya veía su parte quintuplicada al próximo golpe de mar.

—Señor Yáñez, señor Valdivia —dijo Santa Cruz, que levantándose dio la cena por terminada— será menester marchar arriba. El barco se mueve demasiado.

Cuando el segundo y el piloto llegaron a cubierta, Guzmán Yáñez poco menos que haciendo eses, lo último que ambos podían imaginarse fue lo que vieron.

Ahora tenían la mar de costado, el fragor iba en aumento y la mar picada originaba un zarandeo peligroso, pero lo escalofriante, lo inaudito no era la tormenta, sino el grupo de borrachos que, calados hasta los pies y cogidos a lo que tenían más a mano, cruzaba apuestas con la vista en las jarcias del palo de trinquete. A su vez, Alonso y Guzmán Yáñez miraron hacia arriba, y en el exacto instante en que un resplandor iluminaba el cielo, vieron a un hombre encumbrado allí, a unos sesenta pies de cubierta, aferrándose a la lona empapada.

La lluvia goteaba por las velas, azotaba sin cuartel el agua y se abatía a chorros sobre los hombres. Como pudo, Guzmán Yáñez se acercó al indeseable de las barbas. A gritos le ordenó que diese el nombre del estúpido que se jugaba la piel y del tipo de quien había partido la idea.

—Pablet, el de Valencia —dijo el bellaco con una sonrisa tan vil que dejó a Guzmán Yáñez sin saber cómo actuar—. O desliga el juanete del trinquete, o pierde —explicó haciendo tintinear unas monedas en el chaquetón empapado.

Como hienas al olor de la sangre, unos cuantos hombres fueron apareciendo en cubierta.

—¿Quién está dispuesto a subir y ayudar al muchacho? —preguntó a voces Guzmán Yáñez a los veinte o treinta que había reunidos—. ¿¿Quién piensa subir?? —Él, que tanta gloria y miseria había vivido en la mar, no había tenido la desdicha de hacer frente a una tripulación de cobardes sin metas, sin principios, sin destino. Y esos hombres, en quienes se cebaba el desaliento y para quienes la derrota era el fin de un viaje hacia la nada, esos hombres que miraban al cielo como lo hacen solo aquellos que no confían más que en las fuerzas de la noche y del azar, eran fracasados como él. Comprendía y detestaba a esa basura, porque en eso había llegado a convertirse él mismo, pero había algo que aún lo diferenciaba de ellos: él sabía llamar a las cosas por su nombre. Bastó que mirase en torno suyo para que le viniera una arcada de horror. Se sintió paralizado.

Lejos de estar en condiciones, miró de nuevo hacia arriba, donde aquel pobre muchacho seguía aferrado a la lona, inmóvil, casi desfallecido. El viento ululaba. Una caída habría aplastado sin remedio al chico, pero los vapores del alcohol, que en parte volvían más lúcido a Guzmán Yáñez, le impedían pensar derecho, le impedían moverse, dar órdenes, reaccionar como era su deber. Sin esperar más, el piloto tomó la iniciativa y se acercó a él dando tumbos.

Tenía la melena empapada y adherida a la cabeza, pero los ojos de Alonso eran como carbones encendidos bajo toneladas de agua. Aferrándose al palo mayor, cogió al tipo de las barbas por el cuello y le gritó:

—¿Qué barco creías que era este, carroña? ¡Es el Príncipe del mar! ¿Y acaso no sabes quién lo gobierna con puño de hierro? ¿Ignoras que por mucho menos Lefthand hizo pasar por la quilla a más de uno, que no hay un solo pirata que no tiemble al escuchar su nombre? —Soltándolo de un empujón y dirigiéndose al resto, repitió la pregunta de Guzmán Yáñez—. ¿Quién está dispuesto a subir, perros cobardes? ¡¡Quién!!

El viejo Andrade, que por las ropas resultaba evidente que acababa de llegar, se adelantó un paso y dijo con voz resuelta:

—Yo subiré, señor.

—¿¿Ninguno más?? —gritó Alonso—. ¡Malditos! ¿¿Ninguno más??

—¡En nombre de Dios! ¡Miradme, señor! —porfió el viejo, sabedor de que la caída del chico solo era cuestión de tiempo—. Permitidme subir. Yo estoy dispuesto. ¡Os lo juro por estas!

El viejo miraba también hacia arriba, guiñando los ojos al cielo que rodaba sobre ellos, pero había un asomo de fe en su mirada llena de coraje, una mirada de aquellas que está reservada solo a los fuertes. La cortina de agua le bañaba el rostro y nunca antes la tripulación lo había visto sin su pipa. Nunca antes lo habían visto temblar así.

En un santiamén, sin que nadie le hubiese dado la orden, el viejo Andrade se fue hacia el palo de trinquete y se aferró a un obenque. La nave dio un bandazo, el viento rugía e hinchaba peligrosamente la lona, los aparejos gemían. Los hombres se cogieron a lo que tenían más cerca, algunos rodaron por cubierta empapados en agua salada. El pobre viejo afianzó sus dedos deformados por el reuma y, cuando ya iba a trepar por los flechastes, una mano musculosa lo agarró por el hombro.

—Vuelve a tu trabajo, viejo. —Oyó que decía una voz grave por detrás. Andrade se dio la vuelta e, impotente, sintió que lo apartaban con una firmeza casi dolorosa.

Aquel episodio al que asistieron los hombres, cuyo número iba creciendo, fue el origen de lo que durante los días siguientes habría de pasar de boca en boca. Por eso nadie, salvo los propios testigos, puede estar seguro de lo que pasó.

El barco cabeceó y allí, a la vista de los presentes, un hombre alto, moreno, de melena oscura, recio de espaldas, y a quien la tripulación no había visto antes, un tipo cuyos ojos echaban lumbre, dijeron algunos más tarde, se encaramó a los flechastes rápido como el pensamiento. Dijeron otros que su mano derecha estaba inválida y, de esos otros, la mayoría convino en que era imposible para un hombre así trepar con ese aplomo, cuando a los demás les costaba Dios y ayuda conservar el equilibrio.

El hecho fue que, antes de lo que se dice, Santa Cruz estaba junto al muchacho. El tiempo que invirtió auxiliándole arriba, mientras la nave no paraba de dar bandazos, fue mayor que el que había empleado en subir. Luego el descenso, flechaste a flechaste, fue lento pero firme, y los hombres se frotaban los ojos de incredulidad. El desconocido, que bajaba con Pablet cara a cara, rodeaba su cintura con un brazo y daba la impresión de llevarlo en volandas.

Llegaron abajo exhaustos. Pablet, casi desvanecido y con el rostro desencajado. De un modo u otro, para los allí reunidos fue obvio que ese hombre, cuya mirada todos rehuían, se trataba del capitán. Tan obvio como que, para desgracia de quienes habían apostado dinero, no se trataba de un hombre corriente.

Santa Cruz mandó que los hombres fueran a las bombas de achique y desapareció de cubierta.

Por la mañana, la tormenta había amainado y soplaba un viento flojo. Se despacharon las órdenes y observaron los castigos. El capitán mandó que a los pocos que habían apostado dinero se les aplicasen veinte azotes con el gato de nueve colas, y que después de cada castigo se utilizase un látigo nuevo. Finalmente, se les colgó de los pulgares durante horas.

El responsable de la apuesta, a más de ser azotado y soportar la tortura de los pulgares, fue abandonado a su suerte en la primera isla que se avistó, pues el temporal los había desplazado de su rumbo y hecho correr bastantes millas. El propio Guzmán Yáñez, que pocas veces se había sentido tan inútil, tan ruin, pidió ser relevado de sus cargos de segundo y contramaestre, y expresó su deseo de dejar la nave; pero el capitán, sin inmutarse, le replicó:

—Este es un bajel pirata, señor Yáñez; no un navío de su majestad. Permaneceréis en el puesto hasta que yo lo diga. Retiraos y cumplid con vuestras obligaciones —y así diciendo, le dio la espalda.

A medianoche, tras un día infernal para una tripulación que, aparte de asistir a los castigos, tuvo que reparar los desperfectos del temporal, el mar estaba en calma. Había luna llena, un manto de estrellas tapizaba el cielo y el barco se mecía con las olas en medio de una fosforescencia sigilosa. En cubierta, el rechinar del aparejo, sin viento que lo mantuviese firme, era lo único que se dejaba sentir. Por primera vez en mucho tiempo, se habían formado unos cuantos corrillos. Simultáneamente, en el sollado, una de las cubiertas inferiores, una pareja charlaba en susurros.

Allí crujían los tablones, por causa del agua, y entre las sombras, se oían los ruidos de las ratas. Dos farolillos se bamboleaban colgando de los baos. El calor era sofocante, y el olor a cerrado consistía en una mezcla rancia de olores a brea, cáñamo, alquitrán y madera podrida. Había tal abundancia de cables, cajas, hierros, cordajes y barricas que resultaba un lugar muy propicio para esconderse.

—¿Doy el pego? —preguntó alguien en un soplo de voz.

—Si no supiera quién eres, yo misma te arruinaría la virtud.

—Por Dios, pero ¿era necesario?

—Dicen que las mujeres a bordo atraen las tempestades —expuso Amadora, la cocinera, mascando tabaco—. Ay de ti, hijita, si supieran cómo eres, en realidad. Te arrancarían los pétalos como a una flor. Sobre todo el piloto. Mira que es vanidoso. Alonso se llama, ¿no?

—Pero ¿y tú?

—¡Bah! ¡Eso es distinto! ¡Para los hombres yo no soy una mujer! —dijo Amadora con una pizca de amargura—. ¿Qué tal van tus mareos?

—Bueno —dijo la joven, y enseguida—. El muy canalla, ¡hizo que les desollasen la espalda con el látigo! ¡Y a cada uno con un látigo nuevo!

—¡Mi cándida niña! Porque las cuerdas ensangrentadas provocan infecciones.

—Ya. Pero luego los colgó de las vergas. ¿También eso es para evitar infecciones? ¡Y nos obligó a todos a asistir al escarmiento! No sé cómo pude no desmayarme.

—Porque yo te cogí a tiempo, paloma.

—¿Cómo puedes defender a ese buitre sin entrañas? —preguntó la muchacha, que se iba exaltando cada vez más.

—Chissssss, baja la voz, que aquí hasta los gorgojos están al acecho —dijo Amadora acomodándose entre las cuerdas. Incluso a esas horas era de prever alguna visita inoportuna. No en vano, en la misma cubierta, tras una puerta siempre cerrada con llave, estaba la santabárbara, con los dos pañoles de pólvora, y también las dependencias del cirujano, un barbero aragonés con fama de borracho—. Es nuestro capitán.

—Un capitán que es de la misma ralea que Henry Morgan, un asesino despreciable —dijo la joven.

—¡Ah, no!

—¡Ah, sí!

Amadora oprimió una de sus manos entre las suyas y dijo en voz muy baja:

—No seas tan fogosa, Elena Exquemelin, y escúchame. ¿Y pues? ¿Quién diría que tú no eres el atractivo adolescente que pareces? No, aguarda pequeña, ahora deja hablar a Amadora —dijo dándole una palmadita en la mano que tenía cogida—. ¿Quién diría que no eres la gitana por la que pasabas todas las noches en la taberna del Tiburón, sino la hija de dos payos? ¿Quién diría, Elena, que bailabas en un tablao para pagarte la travesía al Nuevo Mundo, para liberar a tu padre de su raptor?

—Lo que dices no tiene nada que ver con esto.

—No te confundas, hijita —dijo Amadora—. Lefthand es un pirata, su barco es Príncipe del mar, y esta tripulación, una banda de piojosos.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—¡Bah, olvídalo! —dijo la cocinera soltando la mano de la chica—. Empiezo a arrepentirme de haber sido la causa de que algunos se enrolasen.

—Es un cobarde que abusa de su autoridad y…

—¡Rayos y truenos! —musitó la cocinera haciendo esfuerzos por no hablar en voz alta—. Te contaré algo que no he contado a nadie. —Y mirando con el rabillo del ojo hacia la escotilla, continuó—: Pero júrame que lo guardarás como secreto durante toda tu vida. —La joven asintió y, cruzando los dedos sobre los labios, los besó—. Hace mucho, tanto que no sé si lo diré a derechas, también yo fui una niña. Y por cierto, que era una hermosa niña, Elena. ¿Ves este pelo de rata? —preguntó tironeándose del corto cabello—. Pues era dorado como las espigas en agosto, y tenía la piel tan tersa y rosada como un lechón. No siempre fui la mujer que tienes delante. —Elena se dispuso a intervenir, pero la cocinera hizo un expresivo ademán con la mano, echó otro fugaz vistazo a la trampilla y prosiguió—: Yo ya iba a lo de las tabernas, a servir y todo eso, ¿sabes? La vida no era ni mejor ni peor que ahora, porque ya trabajaba como una mula, pero había noches en que el olor a azahar y la brisa salada del puerto me hacían tan feliz que solo me daban ganas de gritar.

»Mi madre ya había muerto, y como mi padre siempre andaba enrolado, me dejaba al cuidado de unos parientes. Claro que yo prefería reventarme de sol a sol a estar en la casa de unos envidiosos como aquellos. Porque, fuera de eso, yo me desenvolvía muy bien con la clientela. A los catorce, ya era una niña fuerte y saludable.

»Pero una noche, uno de esos que prefieren a las niñas porque no se atreven con las mujeres hechas y derechas, me acompañó a casa. Por el camino me hacía reír. El cerdo aquel había empinado bien el codo en la taberna. Total, me arrinconó en un callejón. No pasó ni esto hasta que me derribó y se echó sobre mí, me tapó la boca y… bueno desde esa noche, odio las lágrimas con todas mis fuerzas.

—Ya basta, Amadora —dijo la muchacha, que tomó su mano entre las suyas—. Ya basta.

—Déjame seguir —dijo la cocinera, que retiró la mano bruscamente y se la pasó por los ojos—. Pues eso, cuando ya sabía lo que me esperaba… alguien fue y agarró al borrachín por detrás. En ese callejón, maldito lo que se veía, pero distinguí una sombra alta, envuelta en una capa negra. Se enzarzaron lo que se dice un momento, el borrachín vino a tambalearse, relumbraron las espadas y… ¡zas! Mi salvador lo dejó tieso allí mismo.

—¿Era él? —preguntó Elena, llevada por una repentina intuición.

Amadora asintió con la cabeza y continuó con visible esfuerzo.

—Cuando se acercó y vi la cara del joven… ¡Ay!, aún puedo ver su mano izquierda empapada en la sangre de aquel puerco. Y, ¿sabes qué, mi niña? Pues que Amadora se juró que —dijo golpeándose suavemente en el pecho con el puño—, así pasaran muchos años, no descansaría hasta pagarle.

Enfurruñada, Elena fue la primera en salir al fresco. Solo Dios sabe a qué se debía exactamente su disgusto. Si era la amarga historia que le había relatado la cocinera, o el proceder de ese infame que no respetaba reglas, el mismo al que Amadora llamaba Lefthand. Porque, para ser sincera, en su fuero interno no podía variar la opinión sobre un hombre al que odiaba, alguien del mismo pelaje que Henry Morgan.

Se deslizó hasta el castillo de proa y tomó asiento en un rincón del maderamen, junto a las balaustres del puente. A veces, por las noches, le gustaba estar allí, enroscada en la oscuridad y sola, porque nunca solía haber nadie. La mayor parte de los hombres dormía en los coys que colgaban de los baos de las entrecubiertas. Además, esta era una noche cálida como pocas y el aire estaba quieto.

Se quitó el pañuelo de la cabeza, que le daba aún más seguridad de pasar inadvertida. José, el guitarrista, siempre tan prudente, era el único que la había reconocido nada más verla y jamás la traicionaría. Con actitud nostálgica, se acarició los bucles. Permaneció así, con un íntimo disgusto que respondía a muchas razones y a ninguna en concreto y, cuál no sería su sorpresa cuando, al volver la vista hacia el alcázar, lo vio.

Algo similar a la indignación hizo presa en ella. Mecida por un estremecimiento, se rodeó las piernas con los brazos, encogiéndose, procurando hacerse pequeña para no llamar su atención. Se preguntó cuánto tiempo llevaría ahí, junto al tonel lleno de agua y, de repente, se levantó un poco de brisa.

Vestía un pantalón negro holgado y remetido por dentro de las botas, chaleco del mismo tono, camisa negra y un fajín, también negro, cuyos extremos le llegaban a la rodilla. Llevaba la melena recogida en una coleta.

Dos hombres que pasaron a su lado agacharon la cabeza y lo saludaron con un «buenas noches, capitán» rápido y sumiso. Acto seguido, abrió el tonel de agua destinado a que la tripulación se refrescase, y con naturalidad, se despojó del chaleco, del fajín y de la camisa y, se quedó con el torso desnudo. Luego se desató el lazo, se liberó la melena que le llegaba hasta los hombros y el pirata hundió las manos en el agua haciendo cuenco con ellas.

La joven, como fascinada por él, se quedó mirando ese cuerpo. Un cuerpo lo suficientemente abundante como para representar un lugar de consuelo, y lo suficientemente cruel como para intimidarla.

La piel se ofrecía a sus ojos reluciente, bañada en sudor, y había allí una violencia turbia, una brutalidad misteriosa que se alimentaba de sí misma. Como un exceso de vida que palpitase en cada una de sus fibras, casi a punto de rebosar. Si pudiese explicárselo, ella hubiera dicho que esa energía brutal no tenía pleno dominio de sí, que bajo esa piel tan tersa, tan suave, tan vulnerable, latía una amenaza masculina capaz de desatarse en un segundo, y que en lo más hondo de ese pecho no cabían las razones, sino la pasión irreflexiva por la fuerza, la aventura y el dolor.

Con movimientos lentos, se echó agua por encima. La luna arrancaba destellos plateados a las gotas que discurrían en hilos hasta perderse en la cadera, la carne abultada de esos brazos, hechos para la guerra y el combate, exhibía algunas cicatrices. Sus anchas espaldas contrastaban con una cintura estrecha y los hombros de bronce terminaban en músculos duros, redondeados. El torso, abombado igual que el peto de un centurión, se adornaba con un poco de vello y se hinchaba y deshinchaba como si el flujo de vida que corría por sus venas se acompasara al ritmo apacible del barco, como si a los dos, el barco y él, los llevase el mismo y cálido viento que empujaba hacia el oeste.

Sacudió el pelo con dos movimientos bruscos de cabeza y apoyó los brazos estirados en la borda. Así, como estaba, dejó que la brisa secase su piel húmeda y curtida por el sol, y se quedó mirando hacia la noche con aire abstraído, toda la tristeza del mundo en sus ojos. Y, por un momento, Elena supo que su deseo era más fuerte, más intenso que cualquier amor que hubiera sentido hasta entonces, y se odió a sí misma por dejarse absorber por él, porque experimentaba la sensación nueva de que nunca se cansaría de mirar a ese hombre, y porque necesitaba de su fuerza y de su crueldad para llegar hasta su padre.

El pirata comenzó a vestirse. Sin volver ni una sola vez la cabeza hacia donde estaba la joven, abandonó el alcázar y ella, fundida con sus angustias y temores, se quedó a solas con ellos.