La caverna del sueño y de la muerte
LEFTHAND ESTABA SEGURO de que las pruebas habían tocado a su fin, de que para bien o para mal, había superado las trampas.
—¡Antorchas! —exclamó.
Los gemelos repartieron las antorchas que quedaban. Al salir de aquella trampa, nadie advirtió que la puerta que dejaban atrás, la puerta del calendario mágico, se abría dejando libre el camino de regreso al casco de plata, o a cualquiera que le siguiese los pasos.
Al trasponer el umbral, una atmósfera más limpia, un aire más saludable los envolvió. El terreno estaba encharcado por la tromba de agua. Echaron a andar con prudencia, afirmando los pies en las rocas, pero no habían dado más que unos pocos pasos, cuando Lefthand y el almirante se detuvieron. Estaban en lo alto de unos riscos. Así pues, el subterráneo moría en una enorme caverna, y la entrada era el punto más elevado al que se podía acceder. Más abajo, a unos quince o veinte pies, una pequeña laguna ocupaba casi toda la superficie de la caverna.
Se preguntaron si esto era el final del camino, el premio a tantas fatigas. Y por lo que se refería a los dos capitanes, el simple consuelo de ver una laguna ante sus ojos como aquella de la que hablaba la leyenda, les arrebató los sentidos y los hizo soñar despiertos.
Además, la gruta era más espaciosa que cualquier otra en la que hubieran puesto los pies. De los techos pendían colgaduras de piedra de retorcidas formas, los colores de las rocas iban desde los tonos más claros al negro, y las paredes tenían tantas irregularidades, concavidades y relieves, que semejaban haberse modelado y luego pintado con sensibilidad exquisita. En pocas palabras, la nueva gruta era una expresión acabada de lo más hermoso que habían contemplado allí abajo.
Respecto a la laguna, tenía forma de ovoide y sus contornos eran asombrosamente regulares. Pues bien, en uno de los polos del ovoide, en lo alto de los riscos, estaban los expedicionarios. Un sendero de rocas suaves, redondeadas, bajaba en suave talud desde arriba bordeándola, de tal modo que era factible descender y dar toda la vuelta para regresar al punto de partida. Guardaba la laguna una simetría casi perfecta. Y para hacerse una cabal idea de su longitud, lo que casi equivale a decir, de la longitud de la gruta, baste decir que dos barcos como el Príncipe del Mar puestos en fila hubieran cabido sin estrecheces.
Los cinco hombres se aproximaron al filo de las rocas. Se asomaron con las antorchas en alto y aquellas aguas sufrieron una transformación.
Lo primero que saltó a la vista es que se trataba de aguas límpidas, transparentes. Durante un largo instante, no pasó nada extraordinario; pero al poco, los pulsos se aceleraron, los hombres se quedaron sin palabras que decir y una visión sin precedentes, un hecho que excedía cuanto hubieran imaginado, los conmovió hasta límites inefables.
A la luz de las cinco antorchas, un clima de irrealidad, un aire que tenía el color y el embrujo del sol que nace los envolvió con sus fulgores. Como luminarias de un mundo prohibido, destellos rutilantes brotaban del agua, inundaban la gruta, deslumbraban sus ojos con luces arrobadoras que no tenían parangón con nada que hubieran visto. Esas claridades anunciaban derroches de hermosura más allá de lo humano, bellezas que no estaban al alcance de ningún mortal, y su simple reflejo llenaba de gozo los corazones de aquellos hombres, como elegidos que hubieran traspasado una línea de sombra.
El agua era un cristal líquido, y su transparencia parecía frágil como un sueño, pues la superficie que estaba más próxima a ellos, y que mejor iluminaban las antorchas, irradiaba incandescencia, espejeaba con brillos, cabrilleos y resplandores dorados, ardía como si las antorchas sacaran chispas del aire que estaba pegado al agua y revoloteasen por ella fantásticas mariposas de oro.
Durante ese lapso de tiempo que no olvidarían, aquellos hombres cautivados, boquiabiertos, fueron testigos de cómo las aguas de la pequeña laguna relumbraron con una plétora de fuegos simultáneos. Llamas de luz ascendían para confundirse en las bóvedas con los resplandores de las teas. Con fuego en el alma las vieron centellear, y por un momento ardieron con ellas y en ellas consumieron sus miedos, las contemplaron con devoción y sin codicia, como otros hombres muchas generaciones antes. Afloró en ellos el sentimiento de que una belleza así no podía ser fruto del odio y, bajo sus miradas atentas, aquellas aguas despertaron tras una larga y prolongada noche de olvido.
—Caballeros —murmuró Henry Morgan con voz quebrada por la emoción—. ¡Bienvenidos a la laguna de la Dama del mar!
Con Morgan a la cabeza, no tardaron en descender por uno de los senderos laterales. Una vez abajo, el almirante ordenó a los tres hermanos que se quedasen en la orilla, vigilantes, y los dos capitanes se adentraron en la laguna.
Las aguas llegaban a Lefthand hasta la cintura, pero avanzar no era cosa fácil puesto que el lecho estaba sembrado de objetos de toda clase. Docenas, cientos, miles de objetos, todos con una característica en común.
—¡¡Oro, muchacho!! ¡¡Montañas de oro macizo!! —gritaba Morgan riéndose como enloquecido—. ¡¡La más grande fortuna que hayan visto los ojos de un pirata!!
Ayudado de la antorcha, el almirante avanzaba apartando con el pie riquezas infinitas, objetos que hubieran hecho la fortuna de un imperio. Metía la mano en el agua y pescaba cualquier reliquia que tanteaba con los dedos. Máscaras, vasos con grabados de guerreros, estatuillas, hebillas, todo de oro puro, piezas y más piezas de orfebrería talladas con una delicadeza y finura poco comunes, collares en los que se engastaban granates, amatistas, rubíes o zafiros, cruces esmaltadas, ánforas y vasijas, argollas, pulseras y objetos decorativos para casas principescas, representaciones de animales, brazaletes y anillos con sellos, gargantillas con pepitas de oro aplanadas, colgantes y brazaletes, aguamaniles decorados con turquesas y malaquitas, cálices repujados con motivos vegetales, platos de todos los grosores y tamaños, estrellas de cinco puntas, como la estrella real, grandes y chicas, pendientes, escudos y corazas, mangos de abanicos revestidos de diamantes, ofrendas para el ajuar de los difuntos… Un tesoro digno de mil reyes cubría el lecho de roca donde se asentaba la laguna.
Su profundidad era escasa y uniforme, y cada vez que Morgan cogía del fondo una de esas maravillas, la manoseaba igual que un ciego, se la enseñaba a Lefthand riéndose a más no poder, luego la soltaba, se hacía con cualquier otra y repetía la operación. Lefthand avanzaba con su propia antorcha y sus emociones viajaban lejos.
Así que era cierto. Todo era cierto. La leyenda era cierta. El oro de la Dama del mar existía. Podían tocarlo, coger cuanto quisieran y aun sobraría para todos. Ya a medida que las pruebas fueron saliendo a la luz, una parte de él había empezado a creer que la leyenda tenía un fondo de verdad, pero su imaginación se había quedado corta. Tan feliz estaba que ya veía a su hija con una fortuna que haría de ella una dama de postín, pues en las aguas había riquezas incontables; y, sin embargo, los problemas no habían hecho más que dar comienzo, y él mismo lo intuía.
Sin ir más lejos, ¿dónde estaba el Duque? Porque, después del supuesto ultimátum, Lefthand no había vuelto a tener noticias suyas. Lo más probable era que el gobernador de Panamá, al leer la carta devuelta a través del emisario, hubiese descubierto su identidad. Pero ¿y si no fuese así? Cabía la posibilidad de que, aun habiéndose salvado, no se hubiera resuello a dar señales de vida. En esa circunstancia, su sola presencia sería la prueba irrevocable de que Lefthand los había traicionado, y estaría por ver cuál sería la reacción del almirante.
Y de pronto, cayó en algo que lo sobresaltó y que desde el principio del viaje no se le había vuelto a pasar por la cabeza. ¿Acaso Melquíades y los gemelos no eran hombres del Duque, o por lo menos, no habían sido contratados por él para liberarlo de la cárcel? Es más, ¿no había insistido Morgan en que los acompañasen, como si confiara plenamente en ellos? Y aunque el comportamiento de los tres hermanos, hasta ahora había sido irreprochable, no albergó dudas de que con el tesoro a la vista, lo peor estaba por llegar.
—¡El casco de plata —vibró una potente voz de mujer por toda la gruta— ha de cumplir con su deber!
Lefthand sintió una especie de náusea. Escuchó esa voz como en sueños. Levantó la vista, y allí, en lo alto, justo en las rocas de donde acababan de bajar, una indígena semidesnuda permanecía en pie cuan larga era. Llevaba una antorcha. Blas y Ginés se quedaron mirando a Melquíades con ojos inquisitivos. Morgan echó mano a una de sus pistolas dispuesto a descargar un balazo sobre la intrusa.
—Quieto, Henry —dijo Lefthand, que creía reconocer a la nativa—. No piensa hacernos daño. Estoy seguro.
—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí esa hija de Satanás? ¿Y si no viniera sola?
—Los católicos siempre temieron lo que había bajo la ciudad de Panamá —habló la mujer con voz suave pero decidida, una voz que a Lefthand le resultó aún más familiar que su semblante. Desde abajo sus facciones no se apreciaban del todo, pero se veía que su cuerpo estaba salpicado de tatuajes—. Se difundió el rumor de que había un cementerio pagano, de que la tierra de Panamá estaba maldita, habitada por malos espíritus, por demonios, poderes invisibles. Aun así, algunos hombres se internaron en las galerías. Nunca regresaron. Perecieron por su codicia. No superaron las tres pruebas. Para los católicos, su desaparición tuvo que ver con el cementerio pagano. —La nativa se detuvo, y para Lefthand todo se esclareció. Esa mujer era Nacatime, la prostituta india de Tortuga, la mujer que le había regalado el poema y el talismán—. Hasta que un día decidieron levantar una iglesia en Panamá, con el fin de santificar la tierra pagana de los indios y ahuyentar a los demonios.
—Dime que estoy desvariando, muchacho, o por todos los Hermanos de la Costa que le pego un tiro —murmuró Morgan.
—¿Y qué me dices de Diego de Ursúa? —Se dirigió Lefthand a la india.
A Nacatime, el brazo libre le colgaba inerte. Tenía una mueca grave, pero no aparentaba inquietud.
—Habría honrado el valor si hubiese conocido el miedo, porque alguien que no conoce el miedo, ¿cómo puede ser valiente? ¿Cómo puede respetar la vida de los hombres, cómo respetar la memoria de los muertos? —y tras una pausa prosiguió—: Hace muchas generaciones, Diego de Ursúa llegó a estas tierras seguro de que guardaban el secreto de la Dama del mar. Él y sus hombres movieron la lápida de la sepultura y penetraron en las galerías. Perecieron todos menos uno. Solo uno volvió para contarlo.
—¡Por Júpiter! ¿Quién eres tú para hablar en ese tono a Henry Morgan? ¿Tienes más de un siglo de edad para conocer a Ursúa, pagana? —estalló con fuerza la voz del filibustero.
—Soy Nacatime, hija de Wagala, la última de mi estirpe. Durante generaciones, mis antepasados juraron proteger el oro que pertenece a esta nación. Desde entonces velaron para que se cumpliese la voluntad de aquella que reinó entre las reinas.
—¡Rayos y truenos! —dijo Morgan mirando al español—. ¡Está agotándome la paciencia, muchacho!
—¿Qué quieres decir con «la voluntad de aquella que reinó entre las reinas»? —preguntó Lefthand cada vez más fascinado.
La india pareció tomar aire, paseó su mirada por los techos gastados de la gruta, y como alguien que rebusca en su memoria, empezó:
—Hubo una vez una reina que fue amada y respetada por su pueblo como ningún rey antes. Gobernaba con mano firme una nación rica y poderosa, pues sus conquistas habían sido innumerables, y sin embargo, llevaba sobre sí el peso del poder como un siervo más. En verdad, su pueblo era un pueblo dichoso, en la medida en que los hombres conciben la dicha, y también temido por los pueblos que no se atrevían a hacerle frente. Esa reina era conocida como la Dama del mar.
»Tan entregada estaba a las tareas de gobierno y de conquista que había renunciado a casarse; y ello a pesar de que entre sus más nobles pretendientes estaba Malik, el poderoso rey del país rival, que como no podía vencerla en el campo de batalla, ambicionaba, de este modo, unir las dos naciones bajo su cetro. Pero un día, una partida de cazadores recogió en la selva a un extranjero que estaba malherido. Vestía extrañas ropas y una coraza y un casco que brillaban como la plata. Lo llevaron a palacio y la reina ordenó que lo curasen.
»El extranjero se quedó entre nosotros, aunque se rumoreaba que venía del otro lado del mar. Y pasaron lunas. La reina empezó a confiar en sus palabras y a mirarlo con ojos de mujer. Y él la visitaba cada vez más a menudo. Por eso a nadie extrañó que un buen día se anunciaran los esponsales entre la Dama del mar y el extranjero, que ya era conocido por todos como el casco de plata. A la ceremonia acudieron los más altos dignatarios de los países vecinos, excepto del país de Malik, cuyo soberano ni siquiera se dignó cumplimentar a la reina.
»Pasaron los años, y la felicidad del matrimonio se vio colmada por dos gemelos, un niño y una niña, de los cuales el niño habría de convertirse en el legítimo heredero del trono. Jamás se vio una madre tan preocupada como la Dama del mar por la educación de un hijo, tan dispuesta a enseñarle con su propio ejemplo lo que era el valor, la generosidad, la ambición para su país. Después de sus deberes como reina, el príncipe era su mayor desvelo y también su mayor felicidad, pues no solo lo educaba porque era el fruto de su amor, sino para que un día se convirtiese en el más poderoso y rico de los soberanos, el más justo y valeroso de los hombres y el más célebre conquistador del mundo conocido, aquel que lograría las más grandes hazañas entre todos los de su estirpe.
»A veces, la Dama del mar, su esposo y sus dos hijos, venían a esta laguna a bañarse. Lejos de la servidumbre, se sentían más libres que en palacio; pero una tarde de triste memoria, alguien se presentó en la gruta por sorpresa. Se trataba de Malik, y muy pronto los esposos vieron con qué intenciones venía. Estaba aquí para cobrarse una vieja ofensa y, desde estas mismas rocas, Malik disparó su arco al extranjero que le había arrebatado lo que le pertenecía. La flecha voló hacia el casco de plata, y lo habría atravesado, de no ser porque su hijo, valerosamente, se interpuso en su trayectoria y la flecha lo alcanzó en el pecho.
»Una semana entera se debatió el príncipe entre la vida y la muerte, al cabo de la cual, el hilo de sus días terminó de cortarse y la reina se abandonó a su desdicha. La Dama del mar se volvió loca de pena. Dio orden de que sepultasen a su único hijo varón, el que era la luz de sus ojos, en algún lugar de esta laguna y olvidó su nombre y su gloria, lo olvidó todo, excepto la causa de su dolor. Día tras día, se bañaba desnuda en estas mismas aguas, revestida de polvo de oro, para que su hijo disfrutara en la muerte del lujo que no había llegado a gozar en la vida.
»Pero el pueblo, compadecido de quien tanto había hecho por su prosperidad, se sentía en deuda con ella, y allí donde la reina se bañaba, unos y otros empezaron a hacer ofrendas de oro al niño que pudo ser rey. De esta forma, por devoción a la Dama del mar, el oro del país acabó en estas aguas. Y con el tiempo, tantas fueron las ofrendas que el país se sumió en la escasez.
Nacatime hizo un alto, y concluyó:
—La leyenda termina diciendo que la laguna pertenecerá siempre a nuestro pueblo, pues esa y no otra sería la voluntad de la Dama del mar.
El silencio siguiente retumbó más que el eco de aquellas palabras. Morgan y Lefthand, aún metidos en el agua, apenas se movían. De repente, el almirante despertó de su mutismo y con una celeridad que sorprendió al propio Lefthand, sacó una de sus pistolas y apuntó a la mujer india.
—¡Los botines son para quienes los ganan! ¿No te han enseñado aún eso, mujer?
—No disparéis, Henry —reaccionó Lefthand con astucia—, o provocaréis un derrumbe.
Pero Nacatime, con un acento fatalista que habría hecho hervir la sangre fría del más despiadado verdugo, agregó:
—¿Acaso no es justo que el tesoro sirva para devolver a Panamá el orgullo de sus hijos, la prosperidad de sus familias? —Morgan apuntó guiñando un ojo. El cañón de la pistola retembló.
—¿Callarás de una vez, pagana? —tronó Morgan—. ¡Vosotros! —dijo haciendo un gesto con la pistola hacia los tres hermanos—. ¡Id por ella! ¡Apresadla!
—El oro de la Dama del mar debería quedarse —dijo Nacatime. Y había en su mesura una nota triste, inconsolable, descorazonadora—. Pertenece a este pueblo. —Melquíades, Blas y Ginés, tan impresionados estaban que no se atrevieron a moverse; no tanto por las palabras de la india, sino por el valor que denotaba su acento, una suerte de sinceridad afligida—. ¿Es que nosotros os robamos vuestras riquezas? ¿Es que torturamos a vuestros hombres, violamos a vuestras mujeres, dejamos huérfanos a vuestros hijos? Si regasteis con nuestra sangre la tierra de nuestros antepasados, ¿por qué debemos permitir que os llevéis sus frutos? —La india bajó los ojos. No había amenaza ni ofensa en su actitud.
—¡Recuerdas solo lo que te conviene, bruja! —gritó Morgan apuntándola todo el rato—. Te olvidas de que la leyenda también dice: «Solo un casco de plata de sangre limpia, solo el hijo que se sacrificó por su padre lo hará». ¿Es cierto, o no?
—Y, ¿qué hará? —preguntó Lefthand—. ¿Qué significa el «casco de plata lo hará»?
Nacatime, con la mirada ausente, extendió un brazo huesudo hacia delante, despegó los labios y, cuando se disponía a contestar, un velo rojo opacó su visión.
Con el rostro desencajado, abrió la boca y sin una sola queja, la desventurada ahogó la voz en su pecho. Durante una fracción de segundo, la punta de una espada asomó por su vientre y brotó la sangre a borbotones. Fue como si algo se cumpliera. Una mano musculosa la empujó por la espalda y el cuerpo de Nacatime, mansamente, perdió pie y se precipitó al vacío.
Se oyó un chapoteo sordo. Un pirata se encaramó a los riscos con la espada teñida de sangre en una mano y una antorcha en la otra. Envainó la espada y cogiendo del pelo a la joven que utilizaba de rehén, la atrajo hacia sí y la puso a la vista de todos.
—¡De rodillas! —le dijo. Elena obedeció—. ¡Espero no haberme perdido demasiado, Henry! —gritó desde arriba John el Duque, a quien algunos conocían como el barón de Montenegro.