La isla de Tortuga
LA PEQUEÑA ISLA DE TORTUGA, situada al noroeste de la Española, a lo largo del tiempo había cambiado de manos con frecuencia. Cierto que en la actualidad era el refugio de los filibusteros en el Caribe; pero no siempre había sido así.
Aunque los franceses habían hecho de ella una fortaleza inexpugnable, España la reconquistó en 1654. Se mantuvo una guarnición y, aún más, se normalizaron las relaciones con la isla Española, importante colonia del Imperio; pero tal fue la presión inglesa por todo el Caribe que los ejércitos imperiales tuvieron que replegarse. El 26 de junio de 1655, con el pretexto de defender la Española, se dio orden de abandonar y desmantelar Tortuga.
Pocos años después, Francia se enseñoreaba de nuevo de ella, con un agravante que simbolizaba todos los males de España: como los soldados, en su precipitado abandono de la isla, no habían arrasado las fortificaciones, ni retirado la artillería, Tortuga se convirtió en el mayor bastión de la piratería del Caribe.
Sin embargo, en los últimos tiempos un nuevo espíritu amenazaba con cambiar el estado de las cosas. El progreso llegaba a Tortuga. En consecuencia, los filibusteros empezaron a aburguesarse. Y el hecho de que el filibusterismo de la isla se convirtiera en una especie de mafia dirigida con mano férrea por el Consejo de Ancianos, era el mejor ejemplo de ese nuevo espíritu burgués.
Atardecía en la isla.
De un golpe, y en medio del barullo reinante, una mano sucia y bronceada clavó en la puerta un cartel arrugado que rezaba como sigue:
1. No a los prejuicios de nacionalidad o de religión.
2. No a la propiedad individual.
3. La Hermandad no interviene en la libertad de cada uno.
4. Si un hermano abandona la Hermandad, no será perseguido.
5. No se admiten mujeres.
Poco después otra mano, con las uñas pintadas y provista de un pequeño tizón, tachaba el punto número cinco.
Allá al fondo, colgado de una cuerda por el cuello, que a su vez estaba atada a una gruesa rama de sándalo, oscilaba un cadáver con la hinchada lengua hacia un lado. De su pecho pendía un cartel con una mancha de sangre seca en forma de aspa.
En lo que llevaban de agosto ya era el tercer ahorcado con la advertencia del aspa roja colgando. Todos en Tortuga sabían qué significaba el aspa roja, de dónde provenía y por qué. Todos sabían que se trataba de una advertencia o una marca del siniestro Consejo de Ancianos, y que tales advertencias o marcas eran frecuentes. Por lo demás, cualquier pirata que adeudase dinero al Consejo podía sentirse a salvo siempre y cuando pagase puntualmente los favores.
Aun así, la verdadera causa por la que el cadáver no era el centro de las miradas se debía a la inauguración del teatro, así como a la noticia de que el almirante había desembarcado y acudiría en persona a la representación. Todo eso hacía que una riada de hombres y mujeres afluyese por la puerta principal, flanqueada por dos antorchas humeantes.
Había negros y negras, blancos y blancas y hasta amarillos, y entremedias, cualquier tono de piel tostada y cuarteada que sea dable imaginar. El oro relumbraba en algunas manos y orejas. Había collares de dientes de tiburón, pañuelos ceñidos al cráneo y al cuello, casacas de piel zurcidas, fajines y cinturones más o menos grasientos, chalecos de colores chillones, tatuajes en los brazos, largas melenas y barbas de tamaños y diseños personalísimos y, sobre todo… muy pocas armas. Y la mayoría era propiedad de los piratas que iban desparejados.
En el patio interior, como no había asientos, el público estaba de pie. Junto a una pared, cuatro o cinco grandes mesas arrinconadas con manjares y bebidas. Arriba no había más que piratas con posibles. Reinaba una gran animación y ningún testigo imparcial habría jurado que esa ingobernable comunidad de burgueses chabacanos, vestida con libérrimo gusto, de hombres respetuosos con sus mujeres pero singularmente irrespetuosos con las leyes, que esa tropa plagada de contradicciones era, o había sido, el ejército de piratas más sanguinario de los dos hemisferios.
De súbito, la masa agolpada en la entrada fue abriendo paso a un pequeño grupo que venía empujando por detrás.
—¡Paso al almirante! ¡Paso al almirante! —se oía decir a unos y a otros.
Los empujones se sucedieron y los «oh» asombrados de ellos y los «ay» indignados de ellas se sofocaron para dejar vía libre al más célebre de los Hermanos, el almirante de la Cofradía de la Costa. Un ser sin corazón, decían, o de corazón helado como la desdicha y cuyo nombre era pasto de cuentos inmemoriales. Hasta el violinista de la puerta se asomó para ver entrar aquella presencia escénica.
De ojos saltones y vientre abultado, con su ya legendario tricornio, los pendientes dorados y las guías de sus bigotes apuntando hacia arriba, Henry Morgan, a quien precedían unos cuantos centuriones, avanzaba por entre la multitud investido de una opulencia viril. De vez en cuando se paraba ante alguien, ponía las grandes y oscuras manos adornadas con sortijas de oro sobre sus hombros, clavaba en ellos muy suavemente las sucias uñas, intercambiaba los dos formales besos de rigor y, tras despedirse, dejaba al pirata abrumado por el privilegio. El público le hacía pasillo con una admiración rayana en la reverencia, y él buscaba con la vista entre el tumulto.
Después de cruzar y subir las escaleras, se acomodó en el palco. Como de costumbre, le acompañaba su médico personal, un viejo de ojos verdes a quien le unían sólidos lazos, según decían los que no ignoraban la hipocondría del almirante.
—Exquemelin —dijo Morgan removiéndose en la silla—, vengo notando un dolor en el pecho, roe que te roe.
—¿Roe como el de la semana pasada, señor? —preguntó hastiado el viejo médico, que tomó asiento detrás de él.
—Pues no del todo. ¡Rayos! —replicó Morgan con retintín—. ¿Dónde están vuestros ideales humanitarios? ¿No os compadecéis de mí? —Y se llevó la mano al pecho—. ¿Veis? ¡Ya estoy jadeando! ¿Consideráis que es un síntoma grave? —dijo sacando una guinea de un bolsillo y sopesándola en la mano.
Por todo el teatro se oyeron pateos y manotazos rítmicos, risas y voces desaforadas. La mitad de los hombres bramaba para que la obra diese comienzo, y la otra mitad suspiraba por deshacerse en bramidos, pero se abstenía para no contrariar a sus mujeres. El ambiente se cargaba de humo.
Se izaron con gruesos cabos las dos gigantescas lámparas de velas, que se mantuvieron encendidas. Un pirata sin un solo pelo en la calva, un aro en el lóbulo y un tajo que le cruzaba la mejilla, aprovechó para pasarse la punta del cuchillo por entre los dientes. La mujer que estaba a su lado le echó una mirada de censura tal que el filibustero devolvió el cuchillo a la vaina, sonrojado. Alguien disparó un tiro al aire. Del techo se desprendió un poco de polvo. Varias mujeres gritaron exigiendo formalidad.
Arriba, en el primer palco de la segunda planta, Henry Morgan estaba absorto en sus achaques. O se había olvidado de la persona que buscaba con la vista, o tal vez fuera que el espectáculo más excéntrico que había tenido lugar en la isla de Tortuga, una obra de teatro, apenas suscitaba su interés.
—No creo que revista gravedad, pero a juzgar por lo que empináis el codo, con vuestros años, yo no me quejaría —prosiguió Exquemelin.
—¿A mis años? ¿Acaso treinta y cinco os parecen muchos? —preguntó lanzando al aire la guinea sin perderla de vista—. Y, ¿creéis que me excedo bebiendo? —Cogió la guinea y le dio la vuelta en el dorso de la mano contraria.
—Os excedéis como pocos.
—¡Loados sean todos los demonios! —exclamó reanimado al tiempo que mostraba la moneda al médico—. ¡Menos mal que tengo la fortuna de cara!
Se levantó el telón. Cesaron los pateos y los golpes. Estalló un aplauso cerrado, con acompañamiento de silbidos. En escena, aparecieron las tres brujas de Macbeth.
Quince minutos más tarde, en el ambiente cundía la inquietud.
Entretanto, Macbeth hablaba por boca de uno de los actores menos cualificados del Caribe, y un pirata emitió un prolongado y muy sonoro bostezo. Hubo abundantes risotadas. De nuevo, algunas mujeres alzaron la voz para exigir buenos modales. Acto seguido, fue un visto y no visto, para zozobra y espanto del primer actor.
Un siseo casi inaudible rasgó el aire, sonó un golpe seco y un cuchillo clavó los bajos de la túnica de Macbeth en un aparador que formaba parte del atrezzo. El infeliz quedó inmovilizado y la sangre huyó de su rostro. Simultáneamente, la imponente sombra del primer palco en el segundo piso se irguió cuan larga era, dejó caer ambas manos en la barandilla, y saliendo a la luz, Henry Morgan tronó:
—¡¡Actor de pacotilla!! ¡¡Puerca preñada!! ¡¡Embustero!! ¿Y para eso convocan a lo más ilustre de la piratería? ¿Para escuchar cuatro versos mal declamados? ¡Esperad, que voy a recoger mi cuchillo! ¡Os voy a estirar tanto el gaznate que no volveréis a hacer de Macbeth!
Y Henry Morgan desapareció del palco. Se desataron ovaciones entre muchos filibusteros. Macbeth aún, permanecía clavado, blanco como la cal y sin arrestos siquiera para liberarse.
A despecho de las damas, los espectadores de platea abrieron paso al almirante, que de un salto se plantó en el proscenio. Se descubrió, y haciendo un molinete con el tricornio, se inclinó ante su público. El teatro entero se venía abajo. Al ver la mueca de ferocidad que le dedicó Morgan, el primer actor, cabello erizado, dio un tirón formidable, la túnica se desgarró a la vista de todos, y con las canijas piernas al aire, Macbeth puso pies en polvorosa ante la carcajada general.
—¡¡Hijos míos!! ¡¡Por Júpiter!! —gritó Morgan henchido de su propia importancia. Abarcó todo el patio con un poderoso abrazo. Los vítores eran ensordecedores—. ¡Quién os ha visto y quién os ve! Hace solo unos años esta isla pasó a manos de Francia… Y vosotros, los piratas más temidos del Caribe, os pusisteis a traficar como mercachifles y a engordar como cerdos burgueses. Claro que… ¡Era el signo de los tiempos!… —Hizo una pausa histriónica y, abriendo los brazos en un gesto de resignada comprensión, lanzó en un tono más grave—: ¡¡Y nosotros lo comprendimos!! —Estallaron, crepitantes, los aplausos.
»Más tarde —prosiguió elevando el tono y entrecerrando los ojos para distinguir a aquel que buscaba entre el público— los franceses parcelaron la isla. Comenzaron a asignaros tierras. Os trataron como malditos súbditos del poder. ¡Súbditos vosotros, hijos del diablo! ¡Patriotas vosotros, Hermanos de la Costa! ¡Vosotros, que erais la carroña de la tierra y el terror de los mares! Claro que… era el signo de los tiempos… ¡¡Y nosotros lo comprendimos!! —La ovación fue tal, que Morgan hizo varias reverencias al respetable con molinetes de tricornio incluidos.
»Luego se quebrantó la norma de traer mujeres blancas, y ¡mil rayos!… pues ese sí fue un gran día para todos. ¿Verdad, muchachos? —preguntó sin cesar de buscar ávidamente en el patio a su hombre—. Os hallabais solos, demasiado solos, y libres, demasiado libres como para no rendiros a los secretos deleites de la carne, cuando, ¡oh milagro de milagros!, un galeón procedente de Francia fondeó en la cala de Basse Terre con cincuenta mujeres blancas de vida… digamos, nómada, en aquel tiempo, y ahora… de vida formal, muy formal y muy sedentaria, tanto que se han convertido en vuestras esposas. ¿Recordáis, filibusteros? ¿No habréis de recordarlo si hace solo cuatro años de aquello? Solo cuatro años… y muchas de esas mujeres, y aún más, están hoy aquí, entre nosotros. Pero, siendo tan dichosos, ¿por qué habéis sido tan desagradecidos? ¿Por qué cuando se os convocó no acudisteis a mi llamada? ¡Me partisteis el corazón! Y no creo que al diablo le hiciese tampoco ninguna gracia. Claro que… era el signo de los tiempos y… —Habiéndose despachado a gusto, hizo un alto y muchos corearon la frase—: ¡¡Nosotros lo comprendimos!! —Nuevos aplausos.
»Peeeero… —y cruzando las manos por la espalda, aquel hombre de mudables y criminales convicciones se puso a medir con sus pasos la longitud del proscenio—, he aquí que el poder os trata ni más ni menos que de ignorantes, os toma por tontos, trata de educaros con obras de teatro… ¡A vosotros, que sabéis más que todos esos políticos juntos porque habéis vivido más que cualquiera de ellos! ¡Caaaa! ¡Eso sí que no! —Se elevó en el aire un «¡Hum!» de franca e indignada consternación—. ¡Sí, hijos míos, sí! —Deteniéndose, enfrentó al auditorio—. Los políticos os tratan de ignorantes. ¿Que cómo? Pues levantando un teatro de mala muerte a cuya inauguración, con actores de pacotilla, no viene ni el padre del invento. —Se oyó un «¡Ah!» de neta comprensión—. ¡Y eso sí que no! Que el poder se burle de nosotros, ¡eso sí que no lo comprendemos! —De nuevo aplausos y gritos enfervorizados.
»¡A callar, hijos míos! ¡Serenaos! —dijo plantándose con los brazos extendidos y las palmas hacia el público—. Y ahora, ¡oídme bien! ¿No somos una «familia»? Y la «familia», ¿no es lo primero? Así pues, ¡rayos y truenos!, si el viejo Morgan os pidiera un pequeño gesto —preguntó aproximando en alto los dedos índice y pulgar— de amistad y gratitud, ¿no ibais a concedérselo, ratas de mar? Y vuestras mujeres, a ver, ¿no se iban a sentir más felices con un futuro resuelto que ahora, cuando os veis obligados a recortar gastos? —La respuesta fue un rotundo sí colectivo, que no incluía ni una sola voz de mujer; y de pronto, Morgan distinguió entre el público a la persona que buscaba desde el principio—. ¡Por Júpiter! ¡¡Ahí está!! —Se le escapó.
»Por eso yo os digo, hijos míos, cuando os convoque para una nueva expedición —se atropelló de pronto como un mal actor que escupe su réplica—, que esté en vosotros elegir con sabiduría, como hombres libres, y no como súbditos del poder. ¿Me habéis entendido? ¡No como súbditos del poder! —Tenía la cabeza en otra parte, pero habiéndose percatado él mismo de su precipitación, se descubrió con mucho empaque, hizo una profunda reverencia hasta casi rozar el pie con la punta del tricornio y exclamó—: ¡He dicho!
El alboroto fue tal que los palcos retemblaban. El calor era asfixiante. Corrió el ron, a un brindis sucedió otro y la jarana se desbocó. Hasta el violinista que había tocado en la puerta, emocionado en lo más íntimo, se animó a rasgar las cuerdas como herido por un rayo. Porque esta noche no era como las demás noches. Alguien les había recordado a los Hermanos de la Costa cuál era su lugar y qué se esperaba de ellos. Y el resultado estaba ahí, bien a la vista. Durante unas pocas horas, volvían a saber quiénes eran.
Los secuaces de Morgan hicieron sitio al almirante a empellones, pues los filibusteros se empeñaban en abrazar a ese padre que no les daba la espalda. Morgan recorrió el patio saludando a unos y a otros. De vez en cuando, como era costumbre, volvía a detenerse para cumplir dando dos besos formales con algún miembro destacado de la «familia», hasta que, de un modo aparentemente casual, se dio de bruces con Lefthand.
El español estaba junto a una de las mesas y era el centro de dos muchachas de vida alegre a las que abrazaba por la cintura.
—Buen discurso, capitán Morgan —dijo el español en un inglés irreprochable, pero con lengua estropajosa. Una de las chicas sostenía en una mano una botella; a la otra se la veía profundamente intimidada por el almirante.
—Bien está si bien os parece, ¿Lefthand? —replicó Morgan exhibiendo un colmillo de oro en una sonrisa torcida.
—Así me llaman. —Y dejó que la muchacha le hiciese beber de la botella.
Mientras en el palco, Exquemelin, el viejo médico de Morgan, no se movía del asiento. Se cruzó de brazos. Ese rostro de mirada consumida no era más que el reflejo de su estado de ánimo. Aunque representaba un alivio descansar de las enfermedades de Morgan, no era menos cierto que le convenía no demorarse. Pues bien, ya se disponía a ir al encuentro del pirata cuando alguien abrió la puerta del palco. El viejo se volvió sin prisas. Si la techumbre del edificio se hubiese desplomado, no se habría quedado más sobrecogido.
En el patio, Morgan fue rotundo. Sus secuaces cerraban filas en torno a él y Lefthand.
—¡Diablos! No suelo brindar con alguien que no pertenece a la Cofradía —dijo el almirante, que aceptando el ofrecimiento del español, buscó con la vista su mano inválida. Los comensales que rodeaban la mesa, todos de pie, ya estaban demasiado eufóricos como para concentrarse en algo distinto al ron—, excepto si es un pirata y tiene lo que hay que tener —añadió estudiando cada uno de sus movimientos.
—En eso no somos distintos, capitán Morgan —repuso Lefthand, y en un empeño por dejar sentado que no hablaba por hablar, se desprendió de la chica, empuñó su espada con la mano izquierda y la alzó en horizontal.
—Magnífico sable, ¡por Júpiter! —dijo Morgan elogiosamente.
Y muy poco después, apuntando sin prisa, Lefthand la arrojó hacia el escenario con todas sus fuerzas. La espada voló como una ráfaga de plata y se fue a clavar en el aparador de madera, justo donde se había clavado el cuchillo de Morgan. Su hoja se quedó vibrando unos segundos, flexible, reluciente. El jolgorio se aplacó por momentos. Muchos volvieron sus ojos hacia el pirata español cuyo apodo era bien conocido; pero casi inmediatamente, se reanudó la escandalera.
El almirante sostuvo la sonrisa unos segundos y de modo imprevisto, estalló en una carcajada. ¿Sería posible que esa insolencia le recordase la suya, tan solo diez años antes? Brindó mirándole a los ojos y echó un largo trago. Luego, le pasó la jarra a uno de sus centuriones.
—Hum, hum. Veo que estáis bien acompañado —dijo mirando a las dos alegres muchachas—, no como esos burgueses cornudos. Y decidme, ¿puedo contar con vos en lo sucesivo, o debo pensar que habéis venido solo para sentar la cabeza, como todos estos? —dijo haciendo un gesto significativo con los ojos.
—Bien sabéis por qué estoy aquí —dijo Lefthand que daba la sensación de haberse despejado.
—Sabia respuesta, ¡por Júpiter! —dijo Morgan sin perder el humor—. La vida es corta de más y el mundo demasiado ancho para echar barriga. —Y se palmoteó la suya—. Y luego que, por lo que llega a mis oídos, u os empuja la suerte o soplan vientos favorables para huir de las cárceles españolas.
—De no ser por vos, estaría colgando de una soga.
Morgan hizo una pausa, se afiló una guía del bigote y continuó.
—Siendo así, seguro que podrá interesaros cierta empresa en la que ando metido. Claro que tenéis un defecto visible, Lefthand: sois español. ¿Estaréis a la altura cuando se trate de arrasar posesiones de vuestra patria? —dijo con astucia, y vio cómo la mano inválida del otro estaba impedida para coger a una de las rameras por el talle.
—¡Vaya! ¡Español! —exclamó Lefthand, que procuró recuperar el tono festivo—. Mucho han oído hablar las mujeres de mis defectos, capitán Morgan, y que se sepa, ese no es uno de ellos, ¿verdad? —preguntó entre risas mirando a las dos jóvenes—. ¡Diablos! Si así fuera, no me habrían condenado los españoles a la horca. —Y recordando que tenía enfrente al hombre que podía asegurar el futuro de su hija, el alcohol le permitió ir más allá y dijo, poniéndose mortalmente serio—: ¿Español? Mi nombre es Lefthand. Estoy al mando del Príncipe del mar y podría despellejar a mi propio padre si sus huesos no estuvieran pudriéndose bajo tierra.
Arriba en el palco, el asombro del viejo Exquemelin no estaba hecho de palabras. Se levantó de la silla y, acercándose a la joven que había irrumpido un momento antes, tan solo acertó a balbucir:
—¡Pobre hija mía! ¡Te has cortado la melena! —dijo guiñando los ojos para ver más claro.
La joven cerró la puerta a su espalda y susurró:
—Padre, tranquilizaos. Volved a vuestro asiento o llamaremos la atención. He venido a rescataros.
—Pero ¿eres tú de verdad? —preguntó con voz trémula Exquemelin. La tomó de las manos—. Después de estos largos meses, ¿eres tú la que están viendo estos ojos de viejo?
—Estoy con vos. Os repito que he venido a rescataros.
—¿A rescatarme? —dijo y volviendo las manos de Elena, miró las palmas encallecidas, pasó los pulgares por la piel rugosa y cubierta de heridas, muchas de ellas recientes, con profundas cicatrices—. ¿Y tus manos, hija mía? ¿Qué te ha pasado en las manos? ¡Hay que curarlas enseguida!
—Encontraré la manera de liberaros. Estoy enrolada en el buque de Lefthand, el español.
—Hija de mi vida. ¡Tú! ¡Enrolada con esos facinerosos! —dijo sin soltarle las manos.
—Tranquilizaos. Tengo amigos.
—Corres un serio peligro. ¿Y si te descubrieran? ¿Y si averiguasen quién eres?
De repente llamaron a la puerta.
—¡Médico! ¡El almirante te llama! ¡Baja de una vez! —La chica aguardó a que los pasos dejaran de oírse antes de abrir la puerta y decir a su padre—: No lo olvidéis. No os perderé de vista. Os doy mi palabra.
Abajo, Henry Morgan echó mano al bolsillo de la casaca y sacó una guinea. Lefthand había despedido a las dos jóvenes y ahora estaban uno frente al otro.
—Esta es mi moneda de la suerte —explicó muy complacido de cómo se estaban desarrollando las cosas, y entre dos dedos de uñas grandes y sucias en los que lucían sendos anillos relumbrantes de oro, se la mostró al español—. Vos, ¿confiáis en el azar?
—Confiar en el azar es mi destino —contestó el otro, que por un breve instante sintió el tacto de una baraja y cómo su sangre se aceleraba.
—Pues preguntemos a mi guinea si sois bueno en los negocios de la mar, o es que solo tenéis afilada la lengua.
—Me atengo a mi reputación, capitán Morgan.
—¡Y que todos conocen, por Júpiter! Pero dejemos que hable el azar —repuso el inglés con una sonrisa—. Por qué íbamos a hacer caso de lo que dice la gente, ¿no? ¿Cara o cruz? —Lefthand eligió lo que más se avenía con su apellido y Morgan arrojó al aire la guinea. Esta relumbró una décima de segundo y cayó en la palma del filibustero, que enseguida la volteó contra el dorso de la otra mano. Pero ante la sorpresa de Lefthand, Morgan, sin el más mínimo reparo, la destapó para él solo y exclamó—: ¡¡Cruz!! ¡Buen tino, muchacho! Según esto, sois un tipo de fiar. Os quedaréis por aquí durante los próximos días, ¿estamos?
—Eso haré, capitán Morgan.
—Excelente —dijo bajando la voz—. Porque estoy planeando algo muy gordo y quiero a los mejores —dijo palmeándole la cara.
Con la moneda agarrada, el almirante dio medio vuelta seguido de sus leales, y no fue hasta que salió de allí cuando abrió la mano. Se paró a mirar con expresión preocupada su guinea de la suerte y estuvo así muy quieto, con los ojos fijos, sin comprender del todo por qué había salido cara y no cruz, y por qué había preferido mentir.